Habitar la memoria en Latinoamérica. De contar la historia a encender el fuego nuevo

Inhabiting memory in Latin America.Tell the story to light a new fire

Memória viva da América Latina. Conte a história para acender um fogo novo

Víctor Manuel Alvarado García[1], Alicia De los Ríos Merino[2] y Mayra Eréndira Nava Becerra[3]

Recibido: 22-05-2016 Aprobado: 20-06-2016

 

Si resulta que sólo recordamos

para que la historia no se repita,

estaríamos como sacando el último jugo

a los muertos en beneficio de los vivos

Manuel Reyes Mate

 

Las características que la dinámica hegemónica ha impuesto al mundo contemporáneo, con la extensión e intensificación de la lógica (neo) liberal capitalista, ha convertido a las nuevas luchas por la emancipación en un desafío comprensivo y, por supuesto, estratégico. La relación entre esas luchas y el imperio en marcha, ha estado mediada trascendentalmente por la memoria de las más recientes confrontaciones en la búsqueda del cambio social. Luego de la segunda gran guerra y la (re)distribución del mundo que de ella se generó, diversas regiones se vieron envueltas en luchas libertarias, muchas veces sangrientas, que dejaron grandes heridas en el entramado social implicado en cada caso. América Latina no fue la excepción. En esta región múltiples enfretamientos tuvieron lugar, y muchos que no han sido resueltos, por lo menos en lo que respecta a las afectaciones político-sociales que ellos propiciaron. 

La complejidad del mundo contemporáneo, la perfección de los dispositivos de control social, el traslado de las políticas de guerra a la zona civil, las nuevas batallas por las riquezas naturales, han propiciado que las acciones de resistencia y búsqueda del cambio político-social, estén atravesadas por aquellas historias y en buena medida por las heridas que continúan abiertas. En este terreno, y ante la nueva embestida de la derecha en la región, con el cada vez más amplio apoyo social que ha conquistado, incrementar el potencial performativo de las perspectivas críticas respecto de la búsqueda del cambio se ha convertido en una necesidad estratégica. En este sentido, la vuelta de mirada hacia la memoria y su trascendencia que los últimos años ha tenido lugar, no puede pasar desapercibida.

Más allá de la eficacia de las elaboraciones de memoria que se han impulsado y arraigado desde la perspectiva de los vencidos en nuestro continente, parece de una innegable necesidad ensayar formas alternativas para establecer prácticamente la trascendencia práctica del la realización de la memoria en la configuración del presente, la delimitación de la conflictividad social fundamental y la realización de una vida distinta. El escrito que aquí se presenta, busca situarse en esa necesidad,  ensayando la idea de que la memoria ha de ser un determinante en la forma de habitar el mundo a partir de aprehender a habitar la memoria en tanto espacio existencial.

 

La memoria como fenómeno histórico

En tanto fenómeno histórico, la cuestión de la memoria -en el terreno socio-político especialmente, que no se reduce a la idea de la memoria de colectividades- demanda constante atención crítica; incluso es imperativo procesar la memoria misma contenida en el devenir del fenómeno memorial que hoy se vive intensamente. [4]     

 

En cada tiempo, cada lugar, toda colectividad –sin duda de modos peculiares- va estableciendo prácticamente su presente, en el que de diversas maneras se enlaza lo que ha sido y lo que potencialmente ha de ser,[5]  establecimiento que comúnmente es un fondo de sentido -y no es extraño que aparezca como un determinante- también del tiempo individual.[6] La articulación de esas temporalidades –lo que ha sido y lo por venir en un presente con sentido- no siempre se realiza con la nitidez que provendría de la identidad clara de las fronteras entre ellas y de las permeabilidades que en esos linderos tienen lugar; esclarecer tales dimensiones –así como establecer sus límites y entrecruzamientos- demanda diferentes tomas de distancia y sus productos siempre han de asumirse en tanto algo tentativo, derivados de un acercamiento  serio en su procesamiento y configuración, pero provisional.[7]

En el tiempo que se vive como presente, se conjugan –metabolizan- siempre diversas temporalidades, desde las que se genera cierto sentido histórico, sentido que resulta fundamental y fundacional del qué hacer que emerge continuamente como imperativos de acción. A partir de esa conjugación se gesta un espacio existencial en que ellas se con-funden, aunque regularmente tendemos a mantener distinciones que delinean cada temporalidad en un territorio propio. Así, cada temporalidad se constituye como un incidente respecto de lo que damos por supuesto que es el aquí y ahora, así como elemento esclarecedor del por qué ese aquí y ahora se presenta de una forma y no de otra; cada temporalidad, así, deriva en imperativos para la actuación.

De muchas maneras, la existencia que se vive –y acaso hasta la que no pero que debería vivirse-[8] se configura efectivamente en relación estrecha con los modos en que vivimos esas temporalidades, es decir, de la forma en que las procesamos para dotar de sentido el flujo histórico en que nos encontramos y dentro del que nos convertimos en algo, en alguien con perspectiva. Esta conversión en algo en particular –víctima, por ejemplo-, y acaso ahí en alguien con perspectiva, posibilita más que una figuración centrada en la singularidad individual, en tanto hace viable un espacio de pertenencia que nos enlaza con algún nosotros específico, que también nos hace ser, hacer.[9] Esas elaboraciones de sentido, se constituyen en fronteras relacionales, mediadores de la puesta en acto de distancia social; proximidad y lejanía emergen como elementos a través de los modos en que en efecto vivimos el aquí y el ahora como proceso histórico, con sentido histórico; se convierte en un juego de distancias.[10] En esas configuraciones y enlazamientos, las pertenencias y las fronteras de inclusión y exclusión son en alguna medida permeables, móviles, históricas también, pero siempre contienen una efectualidad que (nos) delata el alcance de nuestra propuesta de vida y de afrontamiento del flujo histórico. Y en este procesamiento, la misma memoria tiene su tiempo para aparecer. Para Leonor Arfuch, cuando esto adquiere cierta forma narrativa, reconoce que:

Cada relato anota también una diferencia en el devenir del mundo. Inscribe algo que no estaba. Algo que nunca deja de brotar. Por eso las clausuras suenan autoritarias. Si ya es tiempo de no decir, de terminar con el flujo de la voz. De acomodar el estante de la historia con sus libros numerados. De pasar a otra cosa. La experiencia dice que si bien hay temporalidades de la memoria los relatos nunca se acaban. Y hay cosas que no se pueden decir y no se pueden escuchar quizá en un primer momento de la voz. Y sí más tarde. Para otros oídos y otra disposición de la atención. (Arfuch, 2013:15)


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En esos procesos de configuración y conjugación en que se constituye el presente, lo que ha sido y lo que podría ser adquieren una relevancia fundamental, acaso más impactante y explícita  cuando eso que es la vida que se vive se ha constituido como derivado de algo traumático, de un trauma que condiciona no sólo el presente mismo, sino lo por venir, en tanto el horizonte existencial ha quedado dañado, con relación directa a esos otros oídos y otra disposición de la atención. Lo que ha sido delimita inicialmente el espacio de la memoria y esto, desde luego, resulta un determinante fundamental para que comprensivamente nos enlacemos con lo dado y lo por darse. En todo caso, la memoria es un determinante de la configuración de eso que se denomina realidad social tanto como el mismo proceso de su elaboración.[11] Por supuesto, el proceso en el que queda inserta la memoria, sus contenidos y formas de elaboración, es distinta en muchos aspectos si se habla de una memoria social/colectiva o de una social/individual. No obstante, a ninguna de ellas habría que escatimarle el carácter histórico ni su trascendencia político-social. Desde luego, cada una tiene sus rasgos distintivos y demanda formas específicas de abordaje, pero no es posible asumir que entre ellas existen delimitaciones infranqueables, acaso ni siquiera que una es más social que otra o más trascendente políticamente que otra por sí mismas, sino en relación con esa memoria que constituye al fenómeno memorial como histórico.

En los últimos 40 años, diversos procesos histórico-sociales posibilitaron que sucediera la consolidación de un trastocamiento de la misma visión de lo político-social como fenómeno histórico. Ya Traverso (en Calveiro, 2002) advierte el giro importante, luego de la segunda guerra mundial,  hacia las víctimas y los testigos. Un poco tiempo antes, Hayden White (1999) advertía sobre el contenido de la forma y su trascendencia en la perspectiva histórica. En los 90, Wallestein (2006) caracterizó la significación de la crisis de las ciencias sociales que derivó de la crisis social que se presentó al término de la segunda gran guerra. Dicha situación de la ciencias sociales trascendió a los primeros años posteriores a  tal guerra, y poco a poco se vuelve la mirada hacia las narrativas en conflicto en la configuración de lo histórico, en las que los sobrevivientes, los testigos, la dimensión testimonial en general, se constituyen como un campo fundamental para la comprensión histórica, tanto social como académicamente, y con ello se inserta como un determinante fundamental en la con-figuración de lo que es la realidad y la conflictividad social. Así, la memoria social se convierte en un espacio existencial –individual y/o colectivo- muy significativo para la comprensión histórica, espacio que por cierto hoy forma parte del  campo de guerra[12] en que se ha convertido el mundo contemporáneo, quizá en uno de los frentes más relevantes en los que se desarrollan las batallas contemporáneas por la vida, más allá de un simple manejo metafórico.[13]  

 

Siguiendo este orden de ideas, los últimos treinta años han sido ocasión para dar un giro social, político y académico hacia la memoria de los vencidos.[14] Por supuesto, ese giro merece un regreso crítico constante a lo que propició su establecimiento y configuración pero, además de eso, resulta importante plantear la configuración de ese territorio en su carácter existencial y en su dimensión política, particularmente centrada en la configuración política del presente y en la delimitación de la conflictividad social por atender, en la que actuar. Esa dimensión tiene que ver con el modo en que se figura, se produce y gestiona el territorio de lo común –y el de lo extraño, desde luego-. En tanto fenómeno incidente en la configuración del espacio existencial desde el que se hace la vida de un modo y no de otro, con unos y no con otros, con cierto horizonte de espera y no otros, lo memorial se constituye en una zona, en un recinto que contiene objetos sensibles que nos disponen a vivir de una forma y no de otra. La consolidación de una forma y no otra no es un asunto trivial, antes al contrario, desde ahí se constituyen las distancias prácticas en que se realiza la cartografía de las relaciones político-sociales. En esa medida, la manera en que se habita, se ordena, organiza, elabora, lo constituye en un espacio que convierte la vida en una realización: cataliza la existencia. En referencia a los relatos, y en este orden de ideas, Arfuch (2013) recuerda a Michael Holroyd, el reconocido biógrafo inglés,

que nos cuenta acerca del apasionante trabajo de hacer de una vida una forma, que no existía antes del relato. Memoria y autobiografía se entraman aquí de modos diversos, dejando ver precisamente la impronta de lo colectivo en el devenir individual, según el arco existencial de cada trayectoria. Los dilemas de la representación, la cualidad significante -y aún deslumbrante- de la forma, la tensión entre el singular y el número –el número atroz de las pérdidas- también tiene lugar en este diálogo. (Arfuch, 2013:16)

 

Derivado de lo anterior, ahora podemos delinear el territorio problemático en que continua este escrito. Partiendo de asumir la memoria como parte significativa del espacio existencial en que la vida social adquiere formulación práctica, y advirtiendo la lectura del mundo contemporáneo en el que el espacio existencial se ha convertido en un campo de guerra, el acercamiento que desarrollamos en este escrito a la cuestión de la memoria, parte de establecer la importancia de abordarla como un elemento articulador para la configuración del tal espacio existencial que produce sentido para la vida que efectivamente se vive, así como la trascendencia de la forma en que habitamos ese espacio, buscando discutir el alcance político-social de ese habitar y sus efectos en la configuración de la conflictividad social a partir de cómo se presenta ahí y se elabora el arte de las distancias, que en cuya dimensión práctica deriva la efectuación de cierta figuración de la conflictividad social. Es decir, la memoria no es un algo (relato, testimonio, museo, monumento). Es un espacio que se crea y que se habita –una relación-, en el cual las formas de elaborarlo e interpretarlo pueden derivar – no es extraño que así suceda- en posiciones en conflicto; no es un lugar que pueda ser habitado de una única manera, por lo tanto no podemos hablar de una (sola) memoria que pueda oponerse al silencio: “La “memoria contra el olvido” o “contra el silencio” esconde lo que en realidad es una oposición entre distintas memorias rivales, cada una de ellas incorporando sus propios olvidos. Es, en verdad, “memoria contra memoria”” (Jelin, 2005: 25). Ante esto, ¿cuál memoria habríamos de habitar y mediante cuáles actos?

Más allá de si la configuración de la memoria como constitutiva y constituida de y por la verdad verdadera, la memoria es un determinante en la constitución del presente como un lugar habitable, que no siempre quiere decir confortable -casi nunca quiere decir eso-. Es decir, la memoria –y por tanto el olvido- es un determinante por su contenido y forma en la configuración de la realidad social y, en ella, del espacio existencial que hace sentido para lo que se hace en tanto correspondencia con la manera en que asumimos en ella –la realidad social- la cartografía de la conflictividad social, cartografía que en y para la actuación en el terreno de lo político-social resulta de una importancia estratégica que nunca hay que dejar de atender minuciosamente. Particularmente en el terreno de lo político, esa lucha agonística por la hegemonía (Mouffé, 2007), es de necesaria atención minuciosa en su potencial de efectualidad.

La cuestión de la memoria, entonces, aparece hoy para nosotros como una dimensión de alta significación para la manera en que se delinea y se vive la conflictividad social, además de su relevancia para generar estrategias de acción. Dado lo que se nos presenta como el triunfo de la opción liberal capitalista, el giro hacia los vencidos como territorio de necesaria elaboración y comprensión en la cartografía geopolítica, propicia que ese giro memorial hacia los vencidos haya adquirido una importancia socio-política trascendental, que opera como un mediador importante para configurar el territorio de lo político en las problemáticas del presente. En esa cartografía, América Latina emerge como un lugar en que esas batallas por la vida en el territorio de la memoria se libran con gran intensidad. Pero dichas batallas no se remiten únicamente a la esquemática visión de una confrontación clara entre dos bandos: los vencedores y los vencidos como bloques homogéneos y distinguibles. Distintos frentes se abren en este territorio que tratan de elaborar la memoria de modos particulares y desde ahí participar en la conflictividad social. Habitar la memoria, en este sentido, es algo más que la mera elaboración de la memoria, es convertir esa memoria en un territorio en que anida con fuerza la realización de la existencia en tanto presente por afrontar y producir.

Así, no sólo es importante cuestionar cuál es la memoria que hace falta para hacerle frente al presente que nos corresponde vivir, cuestionamiento que hoy deambula por diferentes frentes de activismo, en tanto la derrota de la izquierda propia del siglo XX[15] -y su memoria- ha configurado un abismo con ciertas posturas de movimientos recientes, como es posible advertir en el cuestionamiento que realiza Fernández Savater (2014) al atender algunas expresiones que han aparecido en los movimientos de los indignados o las diferentes primaveras que en este siglo han emergido como gestos insurreccionales que trascienden el propio territorio y la conflictividad en que se han realizado, los movimientos de las plazas; Fernández Savater no sólo identifica tales expresiones –como la ausencia de reivindicaciones o símbolos de la izquierda tradicional- sino que advierte eso como un llamado de atención respecto del tipo de memoria que se ha configurado y señala que acaso a esas nuevas expresiones de revuelta ya no les haga sentido para la existencia que plantean la memoria previa. Siguiendo estos planteamientos, además de problematizar el tipo de memoria que hoy hace falta, habrá que problematizar las formas en que se implanta la memoria en tanto territorio existencial habitable, es decir, cómo es que la memoria (se) constituye en tanto espacio de realización de la existencia, desde el que toma sentido enfrentar el presente de un modo y no de otro. Es aquí donde este texto se adentra, pretendiendo inicialmente delinear los contornos de ese espacio, buscando un inicial desplazamiento hacia argumentar la trascendencia  que tiene explorar desde ahí su importancia político-social.

 

Lo habitable y la memoria

Giorgio Agamben (2016) reflexiona la cuestión de contar historias desde lo memorable en relación con los imperativos de la existencia, con relación a las fórmulas perdidas para hacer frente a tales imperativos. Advierte la trascendencia que se le atribuye a contar lo que fue para hacer frente a las demandas que desde cierto presente se advierten, cuando eso que fue se inscribe en una tradición, en perspectivas arraigadas, como pueden ser aquellas que es posible  asignar a las posiciones de derechas o izquierdas, por ejemplo.


Imagen 2. https://psicologiasocialdelamemoriauchile.wordpress.com

El críptico filósofo italiano recupera una historia que Sholem publica, para elaborar su planteamiento al respecto de contar la historia:

Cuando el Baal Shem, el fundador del jassidismo… debía resolver una tarea difícil, iba a un determinado punto en el bosque, encendía un fuego, pronunciaba las oraciones y aquello que quería se realizaba… una generación después, el Maguid Meztrich se encontró frente al mismo problema, se dirigió a ese mismo punto en el bosque y dijo <<No sabemos ya encender el fuego, pero podemos pronunciar las oraciones>>, y todo ocurrió según sus deseos… (Agamben, 2016:11)

 

Para la cuarta generación después del Baal Shem, ante una situación semejante, Rabí Israel de Rischin dijo “’No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de recitar las oraciones … y no conocemos el lugar … pero de todo esto podemos contar la historia’. Y una vez más con eso será suficiente” (Agamben, 2016:11). Agamben señala inmediatamente: “La humanidad en el curso de su historia, se aleja siempre del misterio y pierde poco a poco el recuerdo de todo aquello que la tradición le había enseñado sobre el fuego, sobre el lugar y la fórmula, pero de todo eso los hombres pueden contar aún la historia” (Agamben, 2016: 12-13). A partir de esto, el filósofo genera derivas que desde nuestra postura implican una alta significación para transitar en la relación compleja y paradójica entre las historias que recuperan lo que ha sido y la realización de un presente.

De muchas maneras, siguiendo el planteamiento de Agamben, el relato aparece como la narración de múltiples pérdidas, que pueden condensarse como la memoria de la pérdida del fuego. Desde esa posición, el fiósofo problematiza la elaboración histórica no únicamente respecto de aquello que ha sido, sino de aquello relacionado a las mismas formulaciones para figurar medios para afrontar el presente, cuestionando si contar las historias es un medio pertinente  para esos fines, o es un modo para colocarnos delante de la “pérdida del fuego”, y la condición problemática que eso supone.

Las memorias traumáticas -en la dimensión socio-política-, nos adentran en historias de algo que ha sido avasallado, de propuestas de vida que fueron sometidas a procesos de aniquilación; fórmulas y fuegos que hacían algo (potencialmente) posible, y en esa medida nos imponen la urgencia de generar postura frente a tal avasallamiento y con ello  identificar la trascendencia del contenido que ha de conservarse y las formas y los territorios en que eso adquiere sentido de presente.

Diferentes interrogantes pueden desprenderse de lo que hemos esbozado, respecto de la reflexión que del planteamiento del filósofo italiano realizamos. Una cuestión que en este sentido advertimos como relevante, es el esclarecimiento del juego de distancias que queda implicado en el modo en que esa memoria adquiere actualidad: ¿A qué nos acerca y de qué nos aleja? ¿De quién o quiénes? En términos de configuración de relatos, ¿qué arte de las distancias hacen emerger nuestras narrativas?  Luces y sombras, de pronto, hacen realidad cartografías relacionales, en que pueden –o no- fundarse alianzas o desprendimientos, proximidades efectivas o negaciones de cercanía ante la potencial efectualidad de la memoria en sus pasajes al acto. Rememorar víctimas o vencidos, combatientes o roles funcionales, derechohumanistas demócratas en potencia o guerrilleros apasionados, no resulta menor en la configuración de la conflictividad social.

Sea cual sea la forma práctica en que adquiera realización la memoria, siguiendo la idea previa, ello da lugar a la delimitación de cierta dimensión existencial de aquello que fue relevante, y el modo en que vive en mí – en nosotros - eso que ha sido.[16] De tal suerte, esa recuperación que se hace desde la memoria, constituye un espacio existencial que nos vincula, pero no sólo con lo que fue y sus protagonistas, sino con ese presente que advertimos como la realidad que vivimos y con quienes en ese presente reconocemos como actores. ¿Cuáles son los espacios de existencia que se configuran cuando hay una  recuperación de la memoria? Pero no sólo eso resulta importante en este terreno. La manera en que se recupera aquello que fue resulta de una trascendencia fundamental; no da igual si es en la creación de lugares de memoria, de recuperación testimonial o en la encarnación de una postura que se actualiza. Cada forma nos coloca frente al presente con potencialidad diferente. De pronto, acaso eso que ha sido emerge como jeroglíficos por descifrar desde una distancia insuperable. Rivera Garza (2013) nos presenta una reflexión de Eric Santner, que es importante traer ahora a la deliberación de esta cuestión:

La historia natural, como la entiende Benjamin, apunta así entonces a un elemento fundamental en la vida humana, a saber, que las formas simbólicas  en y a través de las cuales se estructura la vida pueden vaciarse, perder su vitalidad, romper en una serie de significantes enigmáticos, <<jeroglíficos>> que de alguna manera continuan dirigiéndose a nosotros –colocándose bajo nuestra piel psiquica- aunque ya no poseamos la llave de su significado. (Rivera G; 2013:71)

 

Otra cuestión que resulta de gran importancia en este acercamiento, es lo relacionado con el vínculo que en efecto se establece –considerando siempre el riesgo de perder la llave de su significación- con lo que fue: el lugar, la oración, el fuego.  Cuando recuperamos memoriosamente, establecemos un vínculo con ciertos aspectos en que arraigamos el sentido de existencia que es relevante para nosotros de aquello que fue, acaso con la expectativa de que se recupera lo que en efecto y en verdad fue relevante. Sin embargo, eso no asegura por sí mismo que nos hallemos vinculados en términos de continuidad con eso que fue, con sus fórmulas, sus lugares, sus oraciones, sus fuegos: su postura y relación con la conflictividad social. ¿Qué se hace de esos fuegos que dotaron de posibilidad a esas existencias? Las historias y la memoria que se conjugan, propician formas actualizadas de existir y afrontar eso que asumimos como realidad social.  Las memorias nos disponen para habitar el mundo en tanto existencias que se hacen presentes. Cuando recuperamos la memoria de movimientos, ejércitos, colectivos, personajes, que encendieron sus fuegos, formularon sus lugares, ensayaron sus enunciaciones, ¿qué hacemos con ellos para figurar el presente?

Sin duda, el asunto de la memoria rebasa aquello que se limita a la recuperación de algo que fue. En efecto, lo que establecemos son vinculaciones existenciales con propuestas de vida. No estamos ante la recuperación de nuda vida.[17] Nos enfrentamos con posturas prácticas para hacer la existencia, que en un momento encontraron formas encarnadas para dotar de sentido; con formas de habitar los espacios, las relaciones, la mundanidad que no cesa de insistir en demandar (nos) efectualidad; prácticas que –cuando se asumen alternativas a lo dado- implican desvío, radicalidad, confrontación, violentación: la memoria nos impone postura ante las propuestas de vida contenidas en lo que ha sido y vínculos específicos con ellas.

 

Habitar el mundo, habitarlo desde la memoria

La memoria es un lugar para habitar y es una forma de habitar el mundo. Es una puerta: vincula, abre posibilidad de encuentro, encuadra el paso; o una ventana, que permite enmarcar, visualizar, advertir sin traspasar, o una estancia en que hallamos refugio, nos agazapamos, sobrevivimos a la crudeza de la intemperie.[18] Es una dimensión que, en diferentes formas y fórmulas nos articula, hace posible modos de con-figurar el mundo que demanda nuestra presencia y actuación, pero no de cualquier manera. No obstante, es preciso problematizar la manera en que la memoria se habita y nos hace habitar, con relación a la forma en que la hacemos presente, tanto en cómo es que traemos lo que fue a la actualidad como en el modos en que permite configurar el presente de la realidad social. Acaso iniciar con los lugares en que la memoria adquiere existencia, haga posible plantear la problematización que proponemos respecto de la importancia de habitar el mundo habitando la memoria.

Con relación a los lugares de memoria, esos en que se cristaliza y refugia la memoria, Pierre Nora (1984) advierte que no sólo existen sino que son visitados porque ya no quedan colectividades-memoria que contengan la tradición de existir en correspondencia con aquello que se evoca. Lo que fue, aquello que ha sido, se cosifica en los lugares de memoria: estatuas, monumentos, calles, archivos, ¿historias?

El desmoronamiento de la memoria efectivamente existente, de eso que fue y encuentra rutas para seguir siendo, hace que el giro memorial dominante esté vigente en esa forma de memoria, “memoria sin pasado que se reconduce a la herencia, devolviendo el antaño de los ancestros al tiempo indiferenciado de los héroes, de los orígenes y los mitos” (Nora, 1984: 2). Esto lo lleva a decir: Si habitáramos la memoria no tendríamos que consagrarle lugares, ella se hallaría en los actos, los gestos, las imágenes: en la actuación.[19] Este planteamiento, de acuerdo con la perspectiva en que nos hemos situado no es un asunto menor. La realización de la memoria en este tipo de lugares, no sólo genera cierta clase de producciones, sino propicia vínculos más allá del pasado, o mejor dicho más acá del pasado. ¿No será que expresiones que tachan de trasnochados, nostálgicos, arcaicos, a cierto tipo de posicionamientos se relacionan con este tipo de actualización de lo que fue, inscrito en esta forma de memoria?


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En este mismo terreno, Leonor Arfuch (2013: 31) reflexiona respecto de esos lugares donde la memoria adquiere presencia. Pregunta, en este sentido “¿cómo opera aquí esa aporía aristotélica de hacer presente lo que está ausente?” (Arfuch, 2013: 31),  siguiendo al filósofo griego advierte que se recuerda una imagen y la afección que conlleva esa imagen. La imagen es algo en particular, continúa esta reflexión de Arfuch, siempre en un contexto espacial; tiene un lugar.  Es por esto que, ahora acercándose a Benjamin, la misma autora reconoce que en la ciudad “la memoria nos sale al paso, a cada paso, se convierten en imágenes súbitas que se articulan en sintaxis caprichosas” (Arfuch, 2013: 32). Y esto vale tanto para la memoria de tiempos remotos como para las memorias recientes, aunque en cada caso el vínculo sea particular. En América Latina, las traumáticas memorias del pasado reciente “insisten dolorosamente en la conciencia colectiva”, y también nos salen al paso como “marcas urbanas que señalan padecimientos y destinos trágicos, heridas de guerra, desapariciones, xenofobia, persecución”; y todo ello, siguiendo con Arfuch, tiene “anclajes físicos: estelas, placas, baldosas…” (Arfuch, 2013: 32)

Así, los lugares de memoria aparecen como sitios complejos que demandan un vínculo, un encuentro, una deriva. No basta con que estén ahí y nos salgan al paso. Habitar la ciudad, con sus anclajes físicos, demanda entenderle como una morada que, siguiendo con Arfuch,

no sólo el espacio urbano atesora las huellas del pasado, las formas espectrales de quienes nos precedieron, las voces que resonaron en los ámbitos que ahora habitamos. También el camino, el campo, el bosque, se ofrecen como testigos para quien sepa interrogarlos, hacerlos hablar.  (Arfuch, 2013: 32)

 

Y entonces emerge una clase de diálogo, una polifonía de voces que se encuentran para dotar al presente de sentido desde ese tipo de relación; así, es la relación dialógica, existencial, no el lugar, lo que dota de fuerza a los sitios. En este sentido, acaso no todos los lugares se configuran para habitarlos, para llenarlos de existencia. No es extraño que muchos de esos lugares hoy se hayan convertido en cosificaciones para espectadores habituados a una relación turística con lo que fue.

Los lugares de memoria, aquellos que quedan inscritos en la museificación en marcha en la hegemonía global, dejan lo que fue en algo que pasó y acaso no habría que reavivar. Por ejemplo, en México los diferentes gobiernos emanados de la revolución de principios del siglo XX, elevan monumentos, producen archivos, generan narraciones de diverso tipo, en la que se (in)justifica la posibilidad de otra revolución: eso ya pasó, ya estamos en sus productos.  Los lugares ya indican que eso ocurrió, que tuvo sus héroes, que la apuesta revolucionaria sólo puede ser la continuidad de eso que se ha venido estableciendo por los gobiernos herederos de aquellos –nuestros- héroes y sus luchas. ¿Podría ser, que en buena medida esa forma de memoria se ha convertido en una de las más dominantes? Incluso las memorias de las víctimas, los vencidos, podrían caer en el nunca más, con todas las implicaciones de contención insurreccional que ello implica: ¿eso lo reivindicarían los combatientes? ¿En qué consistiría hoy ser efectivamente herederos de aquellas luchas, de aquellos luchadores? Habría que cuestionar(nos) en qué posición efectiva nos coloca e inserta relacionalmente, respecto de la producción de un presente habitable, visitar convencidos esos lugares de la memoria tal como se efectúa.

En Latinoamérica se ha ido conformando una especie de culto a los memoriales. Todorov (2008) señala los peligros de convertirse en un militante de la memoria si se advierten las implicaciones perversas que ello pueda tener: hacer de la memoria un nicho sagrado, reproducir un comportamiento religioso y dogmático otorgándole a ésta la facultad casi natural de transformar las condiciones actuales o de estar del lado de los buenos, de la resistencia, de la alternativa. Pareciera que, particularmente en nuestra región, no es raro que nos salga al paso este modo de reificación con la memoria. No solamente a través de los discursos dominantes que se generan acerca de ella, sino por el modo memorial que adquiere. Por un lado, la creación institucional de recintos y museos en pro de la memoria histórica. Latinoamérica está lleno de memoriales políticamente correctos, donde las personas pueden ir a ver -generalmente pagando- imágenes de masacres,  de cuerpos torturados y ensangrentados e incluso restos de la ropa de los masacrados para después ir a tomar tranquilamente un café dentro del mismo memorial, como una visita a cualquier espectáculo. Por otro lado, tenemos la  adoración del levantamiento de monumentos  que se convierten en altares inmaculados, generalmente promovidos desde agrupaciones civiles o movimientos sociales que son valorados como fetiches y causan indignación por parte de los súbditos si llegan a ser profanados como cualquier recinto religioso.[20]  Memorias de mártires, androcéntricas. Memorias de orden masculino,  en tanto apelan a la cosificación de la memoria y al levantamiento falocentrista y religioso de símbolos y creación de mártires. ¿Es esa una memoria en resistencia? En efecto, ¿es la creación de una memoria habitable, una memoria en devenir, que permite habitar el presente en correspondencia con lo que se evoca?  Si concedemos que la memoria histórica es por sí misma la construcción de sentido del pasado para configurar un presente y un porvenir, y que por esto mismo constituye una batalla por la producción de sentido, de significado, ¿no habría que preguntarnos cuál es el orden simbólico al que apelamos cuando elaboramos la memoria, cuando la habitamos?


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Es cierto que los objetos, los emblemas, los edificios, las imágenes, los monumentos, los testimonios pueden estar cargados de memoria, pero no por ellos mismos. No es una cualidad que les pertenezca: es la relación en que en el presente configuramos, el modo de habitar esos espacios, lo que hay que atender.

La emergencia de la memoria es -como hemos referido- un asunto  primordialmente relacional. Jelin refiere que el problema de la objetivación de la memoria, el cómo darle materialidad es algo presente desde Berlín a Bariloche. Coincidimos con la autora en que ese esfuerzo por hacer una marca de la memoria, por depositarla en algún sitio material, por territorializar lugares, es una lucha política que apuesta porque esas marcas reaviven  el significado de ese pasado y por lo tanto tienen su valor. Jelin (2005) refiere varios ejemplos donde se ha dado una lucha porque no se borren de la memoria ciertos acontecimientos a partir de la destrucción de ciertos lugares o edificios:

… como el Parque de la Paz en Santiago, en el predio que había sido el campo de detención y tortura de la Villa Grimaldi durante la dictadura. La iniciativa fue de vecinos y activistas de los derechos humanos, que lograron detener la destrucción de la edificación y el proyecto de cambiar su sentido (iba a ser un condominio, pequeño “barrio privado”). También está lo contrario, los intentos de borrar las marcas, destruir los edificios para no permitir la materialización de la memoria, como la cárcel de Montevideo convertida en un moderno centro de compras, quizás el caso más ilustrativo. De hecho, muchos intentos de transformar sitios de represión en sitios de memoria enfrentan oposición y destrucción, como las placas y recordatorios que se intentaron poner en el sitio donde funcionó el campo de detención El Atlético, en el centro de Buenos Aires […] Estos lugares son los espacios físicos donde ocurrió la represión dictatorial. Testigos innegables. Se puede intentar borrarlos, destruir edificios, pero quedan las marcas en la memoria personalizada de la gente, con sus múltiples sentidos. (Jelin, 2005: 26)

 

En México, por hablar de un ejemplo, tenemos la cárcel de Lecumberri, lugar donde estuvieron recluidos decenas de presos políticos y de conciencia y donde es sabido que se cometían actos de tortura, hoy es la actual sede del Archivo General de la Nación donde se guardan documentos militares y policiacos sobre persecución, vigilancia, ejecuciones. Si ya la sola idea de volver archivo la memoria es un asunto  problemático[21] ¿podría considerarse esto una territorialización de la memoria?  Y si es así, nuestro cuestionamiento  es  ¿cuál significado, cuál sentido, cuál memoria, cuál imaginario es el que se defiende?, ¿a qué apelamos cuando defendemos el recuerdo de sitios de tortura, de encarcelamiento? ¿Son defendibles por sí mismas esas marcas de la memoria? O en otras palabras ¿son habitables?

Desde luego, cuando hablamos del espacio de la memoria, ese lugar que ha de volverse habitable desde y para el presente, desde y para un cierto horizonte de espera –ese lugar de la vida que debería y deberá vivirse-, nos alejamos de la mera conmemoración y la instalación de los lugares de memoria como expresiones con sentido. La memoria que se habita no es puro relato o anclaje físico, aunque en ello pueda quedar contenida. ¿Cómo es que el modo en que elaboramos la memoria nos permite –o nos impide- recuperar el fuego?

De acuerdo con Juhani Pallasmaa, habitar tiene que ver con lo conversión de un espacio insustancial en un territorio existencial, y “el acto de habitar es el medio fundamental en que uno se relaciona con el mundo” (2015:7). ¿Es posible habitar la memoria? ¿Es realizable una memoria que nos haga habitar el presente, más allá de recuperar historias y levantar memoriales? De serlo, ¿cuáles serían sus implicaciones prácticas en los modos en que ese espacio nos convierte en habitantes del presente?

Si Pierre Nora (1984), como señalamos, refiere que se han ido desmoronando las colectividades-memoria, en tanto ya no se encarna el sentido fundamental de lo que con-movió a aquellos que vivieron esas historias, con sus lugares, sus fuegos, sus oraciones, y acaso  nos con-formamos con sucedáneos anclados en los lugares de memoria, el reto se vuelve formidable si de habitar la memoria se trata. El mundo contemporáneo, con sus formas hegemónicas de trazar los horizontes de lo posible, con sus democracias de mercado, con su imperio biopolítico, su intensa uniformación de los habitantes de la aldea global, vuelve el reto más complicado. Acaso es posible anclar en esta idea de habitar la memoria –y en la de las colectividades-memoria-  la lectura que realiza Maffesoli (2010) del potencial subversivo, aunque riesgoso también, de la socialidad trágica latinoamericana, socialidad que adquiere existencia en formas prácticas de informalidad, ritualización y convivialidad, que se convierten en un obstáculo al desarrollo, que están del lado del mal respecto del progreso del tipo occidental, aunque no se lo planteen en esos términos. Más allá de la consciencia político-social que en esas prácticas se deposite, hay una actualización constante de una postura ante la vida.

Los contenidos de la memoria imponen procesos de actualización que demandan proximidad y cercanía con aquello que de la memoria nos conmueve. Algo de eso deja ver Fernández-Savater (2013) cuando habla con Aby Hoffman.[22] Luego de admitir su amor por él, por lo que hizo, por su intensidad e imaginación para enfrentar su mundo, acepta la necesidad de continuar hoy sus esfuerzos. Sin embargo, al mismo tiempo reconoce esa imposibilidad práctica. Continuar significaría sumarse a su vocación, al sentido de sus actuaciones, pero no hacer lo mismo, no imitar ni repetir. Fernández Savater asume la necesidad de reconfigurar el ejercicio de la rebeldía, de la protesta, de la creación imaginativa de los horizontes. Pero seguir efectivamente esa historia. Seguir encendiendo el fuego, encontrando los lugares y las oraciones pertinentes. Incluyéndo en su declaratoria a otro reconocido Yippie, Jerry Rubín, admite: “hicieron de su vida un desafío y lo pagaron caro, sin embargo, su desafío no puede ser el nuestro”; (Fernández-Savater, 2013: 310).  Y es que, puntualiza Fernández Savater, “Hay un nivel en el que podemos seguir pensando junto a nuestros héroes. Es el nivel táctico” (ibíd.). Adentrándose en esa relación con lo que fue, plantea: “Hacemos ‘como si’ nada hubiera ocurrido y repetimos lenguajes críticos de otros tiempos. O nos entregamos a la melancolía por la desaparición del ‘acto’ verdaderamente radical del corte y separación que hoy se ha vuelto imposible, quizá porque ya no tiene la base de donde prender” (Fernández-Savater, 2013: 313). ¿Cómo se prende hoy la posibilidad de alterar el orden de cosas partiendo del habitar esos espectros que colman de vida a la memoria como espacio habitable? seguimos en el diálogo de Savater que nos parece intensamente ilustrativo:

Abbie, Jerry, os amamos… Vuestro mundo ya no es el nuestro ¿Cómo explicároslo? Nuestro malestar ya no consiste en el desgarro íntimo entre lo que soy y lo que puedo/quiero ser que vosotros llamabais alienación, sino en la dificultad para hacernos una vida y dotarla de una dimensión común. Todo tiende a la precariedad, a hacerse superfluo y volatilizarse, a la individualización y la banalidad. Por eso vuestro desafío no puede ser exactamente el nuestro. ¿Romper qué? Está todo muy roto por acá. En todo caso, romper para defender algo que estemos construyendo o para darle espacio… Sin otro mundo en el que hacer pie, nos preguntamos dónde plantarnos para decir NO.

Hay amigos que dicen que vuestro destino estaba cantado porque una política de la intensidad no se sostiene, nos agota, lo quema y devasta todo. Puede ser. Y sin embargo… no queremos otra…

A menudo os echamos de menos… Sigamos en contacto (Fernández-Savater, 2013: 317-318).

 

En el habitar, regresando al finlandés Pallasmaa, se sucede una mutua constitución: el habitante se sitúa en el espacio y ese espacio toma su lugar en la conciencia. Tal proceso de mutua constitución supone una exteriorización; “además de las cuestiones prácticas (…) el propio acto de habitar es un acto simbólico e, imperceptiblemente, organiza el mundo para el habitante” (Pallasma, 2015: 8). Inicialmente el arquitecto finlandés refiere el habitar los espacios físicos, una vivienda, por ejemplo. Sin embargo, su reflexión no se detiene ahí: “Además de nuestras necesidades físicas y corporales, hay que habitar nuestras mentes, recuerdos, sueños y deseos. Habitar forma parte de la propia esencia de nuestro ser y de nuestra identidad”. Asimismo, señala -siguiendo a Heiddeger-: “hemos perdido nuestra capacidad de habitar”.

Perder  la capacidad de habitar, desde luego tiene estrecha relación con la profundización de la aparentemente inacabable modernización, que se enfoca en la estetización –expresada en el predominio de lo que Debord llamó la sociedad del espectáculo- y en la funcionalidad a toda costa –lo que Byung Chul-Han (2012) sintetiza en la idea de la sociedad del rendimiento-. ¿Será que la memoria, la personal, la familiar, la colectiva, la histórica, se ha visto sumida en esa vorágine de la utilidad, la apariencia y el valor de cambio –el uso político-? ¿La proliferación de lugares de memoria, podría ser la forma práctica en que esa incapacidad de habitar –en este caso la memoria- se expresa?

Acaso nos hemos concentrado demasiado en la memoria y los hechos del pasado, pero poco hemos cuestionado la configuración temporal en la que se instala la memoria histórica. Muchas de las recuperaciones de la memoria -aunque importantes sin lugar a dudas- atienden el tiempo histórico de manera lineal. Es decir, pensamos  a la memoria de manera acumulativa, “a la existencia como acumulación, como una historia sucesiva. Pensar  post-modernamente y pensar históricamente, son variaciones de una misma estrategia: pensar por acumulatoria. No saber olvidar” (Yepez, 2007: 221).  Hacer de la memoria un concepto de acumulación es pensarla de modo capitalista.

Sería ingenuo pensar que la memoria, la que sea, es inmune a la vorágine de la fetichización del valor, a la invasión implacable de la vocación civilizatoria y altericida del mundo moderno y su progreso. Acaso sólo quedan “los ecos de las voces sepultadas por el huracán civilizatorio, el rastro de las huellas acumuladas por el paso avasallador del cortejo triunfal” que irrumpen como espectros “de un modo intempestivo, fugaz, relampageante” que “nos asedian, nos amenazan, nos interpelan, nos exigen la tarea imposible de hacer justicia” (Veliz, 2010:17). Atrapados en la fábrica del presente, ¿la memoria se ha vuelto valor de cambio? “No toda rememoración nos permite despertar de la pesadilla que pesa sobre el presente”, (ibíd.) o “hace posible abrir un recinto”, sólo  “aquella que comparece ante el presente para iluminarlo desde su presencia fantasmática” (ibíd). 

Asumimos que la idea de habitar supone la puesta en marcha de un tipo de subjetivación, es decir, la elaboración de un tipo de experiencia respecto de un entorno, de un mundo y que esa subjetivación sea en lo posible una forma de distanciarse de los modos dominantes. ¿Cuáles rasgos tiene que tener ese mundo, la memoria, por habitar que permita llevar al acto respecto de este mundo que vivimos? ¿Cuál serían los modos de subjetivación necesarios? ¿Qué memoria permitirá que no cejemos en prender los actos que hagan el otro mundo, que tengamos mediante la memoria, habitándola, encender nuestros fuegos? Aquéllos a quienes rememoramos, con su esfuerzo, su valor, sus errores, habitaron su propia memoria, pero sobre todo su presente. Sus miras estaban puestas en un por-venir que al parecer nunca llegó pero que los hizo hacer.  ¿Cómo ser testigos de nuestro propio mundo y elaborar así nuestra propia memoria, ya?

Yepez (2007) sugiere que de manera general la memoria histórica, colectiva o individual, es una elaboración estratégica ante la pérdida de algo, una pérdida, un despojo convertido en herida: “Y debido a esa herida fabricamos nuestra memoria” (Yepez, 2007: 223), como una compulsión a que la pérdida reacaezca, a que aquello se vuelva a repetir (de aquí la lógica del Nunca más). Esto tiene como consecuencia la producción de la memoria como un régimen, incluso como una tara, la memoria como miedo y escapatoria del presente. Por supuesto que con esta problematización no estamos abogando por el olvido en sí mismo o por la amnesia colectiva, asunto que sería imposible, sino que coincidimos con Bauman  y Donskis cuando señalan que si bien podríamos vivir sin recuerdos, nos sería imposible vivir sin olvidar:

La memoria histórica es siempre una bendición ambigua y con frecuencia es una maldición bajo el disfraz tenue pero asombrosamente tentador y seductor, de una bendición. Los recuerdos pueden servir al mal tan aplicada y eficazmente como querríamos que sirvieran a la causa de la mejor y el aprendizaje a partir de los errores (Bauman & Donskis, 2015: 49).

 

Ese mal al que se refieren estos autores es el mal en su forma actual: la pérdida de sensibilidad ante los acontecimientos del mundo, la adiaforización del comportamiento, es decir, la neutralización y despolitización de la vida; asumir que hay actos moralmente neutros, libres de cuestionamiento ético: buenos o positivos por sí mismos. ¿Acaso el discurso común de la memoria no la sitúa como un acto moralmente neutro?

Nuestra postura  no tiene que ver con una defensa del olvido, sino con un desapego, o más bien apartamiento, un distanciamiento de la memoria fijada en el pasado, de la memoria como monumento o simple documento. Si pretendemos que la memoria sea un acto de resistencia tendríamos que hacer de ella algo más que una rememoración y para ello es preciso asumir que la resistencia para ser considerada como tal tendría que ser algo más que soportar, aguantar o contener una fuerza, la resistencia tendría que transformar mediante prácticas que en el acto de construir encuentren la resistencia: tendría  producir el mundo que se resista a lo dado. Coincidimos con Deleuze (1988) cuando señala que crear es resistir, resistir “ante el acostumbramiento, ante la opinión corriente”, ante lo naturalizado, lo común, lo normal. Resistir, incluso ante la vergüenza de ser hombre de la que habló Primo Levi a su regreso de los campos de exterminio nazis. La frase de Levi, como señala Deleuze,  no quiere decir que todos seamos asesinos o que todos somos culpables ante el nazismo o ante cualquier acto de aniquilación, persecución  o exterminio en cualquier región del mundo, o que verdugos y víctimas sean lo mismo; la frase interpela: “¿cómo algunos hombres pudieron hacer eso, algunos hombres que no soy yo?,  y en segundo lugar, ¿cómo yo contemporicé eso?, no me transformé en verdugo pero contemporicé para sobrevivir. Es una cierta vergüenza por haber sobrevivido en lugar de algunos amigos que no lo hicieron” (Deleuze, 1988).  Deleuze señala que en diversos ámbitos, como el arte, la resistencia tiene que ver con luchar contra esa vergüenza, con liberar la vida que el hombre apresó y no para de apresar. Podríamos decir que resistir  tiene que ver con habitar creativamente la memoria.   


Imagen 5. http://www.lanuevarepublica.org

La memoria tiene que ver entonces  con ese habitar en acto el propio presente, con ese crear para resistir  y no con una fijación en el pasado. Es común dentro de los discursos de la recuperación de la memoria histórica  que se apele a la  necesidad de comprender el pasado, Todorov (2002) al respecto de esto -y siguiendo también a Primo Levi-, indica que esa idea de comprensión del pasado tiene implicaciones que no alcanzamos a asumir:

Podríamos preguntarnos si, cuando el objeto que debe conocerse está formado por males tan extremos como los del siglo xx, sigue siendo recomendable la actitud de comprensión. ¿No corremos, acaso, el riesgo de trivializar el mal al intentar comprenderlo? Un testigo tan escrupuloso como Primo Levi ha  podido escribir, refiriéndose a Auschwitz: «Tal vez lo que ocurrió no deba ser comprendido, en la medida que comprender es casi justificar». Procedente de un autor de tamaña probidad, la advertencia merece reflexión. Habría que recordar primero, sin embargo, que no impidió al propio Levi pasar la mayor parte de su existencia intentando comprender, extraer todas las lecciones de su experiencia en un campo de concentración. En otros momentos, lo dijo con fuerza: «Para un hombre laico como yo, lo esencial es comprender y hacer comprender. Intentar, precisamente, desmitificar esta representación maniquea del mundo en blanco y negro». (Todorov, 2002: 150)

 

La presencia de lo memorable, entonces, tiene que interpelarnos respecto de las formas prácticas en que hacemos el presente. En su comparecencia, (nos) demanda una presencia que corresponda con sus fundamentos, con la tradición desde la que dotó de sentido un hacer: un lugar, unas enunciaciones, un fuego.

 

Conclusiones tentativas

El fuego es algo muy valorado en diversas cosmogonías latinoamericanas: el fuego nuevo. En los tiempos que corren, en que el giro a la izquierda que a finales de los 90 tomó forma en los gobiernos elegidos democráticamente, hoy se halla en una crisis importante. Argentina, Venezuela, Brasil, por mencionar ejemplos que hoy por hoy ilustran esa crisis, acaso también nos adviertan la trascendencia de refigurar el mundo de las alternativas y, en ese esfuerzo, nuestra relación con lo que ha sido, con lo que debería ser.

Tanto luchador que nos habita… ¿qué podrían decirnos hay acerca de ese nivel de relación con nuestros héroes: el nivel táctico? Latinoamérica sigue en la mira. Y seguimos batallando frente a esos quienes insisten en apoderarse de este continente nuestro. En ese nivel táctico ¿qué hemos aprendido? ¿A quién sorprende que esté en marcha el desplome inducido de la opción de la izquierda latinoamericana?, ¿a quién, que E.U. esté inmiscuido o que algo tenga que ver la Iglesia, los empresarios, por ejemplo?  ¿A quién lo que pasa en Venezuela, Brasil, Argentina…?

Acaso, entre otras cosas, nos falta diálogo con esos otros que fueron avasallados, vencidos, y que hoy como espectros nos asedian con su presencia fantasmática. Acaso, refigurar lo que ha sido, escoger los recuerdos que potencien las alternativas sin repetir ni imitar, es un imperativo. Refigurar la relación con aquello que fue, habitar la memoria para volver de nuevo al fuego nuevo, a encender nuestro propio fuego.

Habitar la memoria significa colocar las condiciones de posibilidad para prender ese fuego. Pero habitarla en acto vivo. Trascender la lógica memorial de la cosificación y acumulación de datos, de documentos, de archivos, la nostalgia del pasado. Si es que hay intención de asumirnos herederos de una historia, tendríamos que hacer algo más que contarla, que relatarla, tenemos que darle sentido en acto en nuestro mundo, incluso como combatientes ante el avasallamiento de la normalización, de la vida mercantil, de la violencia estatal y criminal.

Dalton, C. Fonseca, Farabundo, M. Enríquez, Dení Prieto, Luis Miguel Corral, Julieta Glockner, Diego Lucero… y tantos otros y otras, os amamos. Vuestro mundo ya no es el nuestro ¿Cómo explicároslo? Hay amigos que dicen que vuestro destino estaba cantado porque una política de la intensidad no se sostiene, nos agota, lo quema y devasta todo. Puede ser. Y sin embargo… no queremos otra… A menudo os echamos de menos… sigamos en contacto[23]

 

 

Notas:

[1] Psicólogo. Profesor Asociado B de tiempo completo en la carrera de psicología en la FESI-UNAM. Con estudios de posgrado en Sociología por la UNAM y de Cultura y Pensamiento Crítico en América Latina por la UACM. Investigador en procesos de resistencia, subjetividad y memoria de lucha social.  Co- coordinador del proyecto Universidad, Sociedad y Acción Comunitaria (USAC).

[2] Licenciada en Derecho por la Universidad Autónoma de Chihuahua; Maestra y candidata a Doctora en Historia y Etnohistoria por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Investigadora sobre organizaciones radicales de izquierda en la segunda mitad del siglo XX en México, actualmente labora en el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) Centro Chihuahua y como catedrática de la carrera de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua.

[3] Psicóloga y Maestra en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Profesora de la FESI-UNAM en la carrera de psicología. . Investigadora de procesos de resistencia, subjetividad y memoria de lucha social. Integrante del proyecto de investigación Universidad, Sociedad y Acción Comunitaria.

[4] Aquí retomamos la perspectiva de Ibáñez respecto de que uno de los rasgos que distinguen una aproximación histórica de los fenómenos históricos es reconocer que esos fenómenos con-tienen memoria, es decir sintetizan procesos peculiares desde los que se originan.

[5] Desde luego, sabemos que la noción de presente no corresponde entre diferentes colectividades que son efectivamente distintas. En todo caso, hoy es hegemónica la versión occidental moderna de la temporalidad y en ella de lo que es el presente. En este escrito usamos esta noción en un sentido laxo.

[6] Leonor Arfuch (2013), advierte la importancia que tiene considerar siempre que todo esfuerzo individual por recuperar su historia, particularmente cuando quien lo hace ha sido partícipe de procesos político-sociales, es de muchos modos una memoria social y colectiva.

[7] En este sentido, recuperamos el planteamiento de Tomás Ibáñez (1995) respecto de que todo conocimiento de fenómenos históricos tiene siempre fecha de caducidad, es decir, es siempre provisional.

[8] Uno de los elementos que se ponen en juego en el sentido de la existencia desde su comprensión como flujo temporal, especialmente cuando lo que ha sido la vida – mi vida, la nuestra- presenta rasgos de violentación de un curso esperable, se configura la idea de que si no hubiera sido por tal acontecimiento, la vida –la mía, la nuestra- sería de otro modo: debería ser de otro modo. Por supuesto, aquí entran en juego múltiples elementos que podríamos sintetizar en la idea de que se configura una visión de lo que es la vida digna de ser vivida. Regresaremos más adelante a estas cuestiones.

[9] Por supuesto, no estamos suponiendo que sólo existe un nosotros con el que cada cual en su singularidad se enlaza. Al mismo tiempo se puede ser Juan, y ser de los Pérez, así como oaxaqueño y mexicano, zapoteco y católico, por ejemplo.

[10] Este arte de las distancias puede aparecer en muchas dimensiones del existir. Arfuch (2013: 29), al respecto, apunta: “La diferencia entre exterior e interior guarda cierta semejanza con lo que media entre distancia y proximidad, entre la panorámica de la altura y el “abajo” de la muchedumbre, los remolinos de la circulación y la respiración de la calle”.

[11] Para Bauman, la realidad social deriva de un proceso de fundición de la experiencia humana desde ciertos mediadores conceptuales y amoldados bajo ciertas condiciones. Bauman (2008).

[12] En otro escrito desarrollamos la idea de que la recuperación de la memoria está inscrita dentro de las nuevas lógicas de guerra: “A partir de 1989, el mundo unificado ha generado una nueva hegemonía en la que la conquista de la subjetividad resulta fundamental como objetivo de guerra, conquista que se realiza a través del trabajo inmaterial, particularmente de los expertos y la imposición del biopoder. En esta nueva hegemonía, la memoria ocupa un lugar altamente significativo como máquina de guerra en las novedosas guerras difusas, en las que se disputan las diversas formas-de-vida” (Alvarado, Nava y Avendaño, 2014)

[13] González Rodríguez (2014) y Shirrmacher (2015) establecen de diferente modo la dimensión en que la guerra ha permeado las relaciones sociales en este invasivo imperio en que ha devenido la opción liberal capitalista planetariamente.

[14] Si bien es cierto que ese giro ha posibilitado, por diferentes razones, volver la mirada hacia las víctimas, es preciso no sólo deslindar un territorio del otro no sólo por mera claridad conceptual, sino por sus implicaciones político-sociales. A ello volveremos más adelante.

[15] La idea de la derrota de los militantes de izquierda durante el periodo de las dictaduras militares en Latinoamérica y los regímenes autoritarios es un tema que aún hoy causa controversia, desde  los mismos  sobrevivientes, familiares de estos e investigadores del tema. Pocos son los que enuncian abiertamente una derrota, entre esos pocos sobrevivientes, militantes e investigadores del tema tenemos a Pilar Calveiro (2002)  e Inés Izaguirre (1999). Ambas autoras coinciden en el reconocimiento de la derrota política de las luchas de izquierda a lo largo de América Latina y que esto no significa restar importancia a su lucha ni mucho menos conmemorarlos como meras víctimas, siendo ante todo combatientes.

[16] Aquí recuperamos el planteamiento de Cristina Rivera Garza (2013) que, siguiendo ideas de Butler y Cavarero, advierte cómo el recuerdo de lo que fue desde una autobiografía tendría que pensarse como la biografía del otro tal como vive en mí.  En tanto la propia historia sólo puede realizarse relacionalmente, es la relación lo que se pone en juego cuando ella se recupera. Rivera, C. (2013).

[17] Aquí nos acercamos al planteamiento de Agamben (2010), que refiere a la nuda vida como la mera existencia sin cualidad, desprovista de forma.de-vida. Esa vida desnuda, hoy se vuelve ancla fundamental de las apuestas biopolíticas en que descansan buena parte de las nuevas formas de control social.

[18] Juhani Pallasmaa nos advierte la importancia de los espacios existenciales que sintetiza en la idea del hogar. Señala diferentes aspectos que hacen entrañables tales lugares. En ese sentido recupera a Gastón Bachelard y su poética del espacio, respecto de esta idea del espacio existencial y la importancia de tener lugares dónde agazaparse: “No encontramos en nuestras casas reductos y rincones donde nos gusta agazaparnos” Agazapar pertenece a la fenomenología del verbo habitar. Sólo habita con intensidad quien ha sabido agazaparse”. En Pallasmaa, J. (2015).

[19] Desde luego, la cuestión de los lugares de memoria es un terreno que requiere una discusión intensa, sin embargo, consideramos que el planteamiento de Nora permite la problematización no sólo de los lugares en sí mismos sino también de las formas de elaboración de la memoria y, con ello, de la relación que se establece con esta dimensión.

[20] Recientemente se vivió un ejemplo de la sacralización del culto a la memoria de monumento. En la marcha en contra de la violencia feminicida en la Ciudad de México, realizada el 24 de abril de este año, se profanó el llamado antimonumento a la memoria de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Se escribieron pintas sobre él que ponían en evidencia que no todas las muertes y desapariciones causan indignación entre las masas, de  ningún modo se decía que el caso Ayotzinapa  fuera intrascendente o que habría que olvidarlo. Ante ello, se generaron una serie de discursos de persecución y linchamiento contra los colectivos (de mujeres) que participaron en el acto que derivaron incluso en amenazas de muerte y violación, todo ello por parte de  sectores de izquierda, crítica y progresista.

[21] Mendoza, por ejemplo, señala las implicaciones que tiene volver archivo al testimonio. Hoy incluso puede ser  una fuente de ingresos: un archivo de documentos o testimonios se puede vender al mejor postor, como una Universidad  o una fundación que a su vez también lucren con la memoria: “cuando el relato se archiva, se documenta, se almacena, es fácilmente atrapable por el poder y por cualquier mal intención que se presente (Calveiro, 2002). El problema del archivo es que queda fijado, ya dicho, sin posibilidad de reconstruirse a sí mismo, no como el relato o la narrativa, queda como relato fijo. En la historia lo que interesa es la fidelidad del testimonio, no su interpretación o manera de reconstruir, importa su fijeza, mientras que en la memoria se retoma la interpretación, la viveza del relato y el significado que éste tiene.” (Mendoza, 2004: 7) Incluso, podríamos decir que el testimonio que no se deja archivar es memoria  habitable porque se interpreta, se toma, se teje, se deshace, se vuelve a construir.

[22] Importante activista de los años sesentas en Norteamérica. Fundador del Partido de los Yippies.

[23] Adaptación nuestra de una frase elaborada por Amador Fernández Savater dirigida a Abby Hoffman.

 

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Cómo citar este artículo:

ALVARADO GARCÍA, Víctor Manuel; DE LOS RÍOS MERINO, Alicia; NAVA BECERRA, Mayra Eréndira, (2016) “Habitar la memoria en Latinoamérica. De contar la historia a encender el fuego nuevo”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 28, julio-septiembre, 2016. Dossier 18: Herencias y exigencias. Usos de la memoria en los proyectos políticos de América Latina y el Caribe (1959-2010). ISSN: 2007-2309.

Consultado el Martes, 19 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1334&catid=58