Los rituales sistémicos e hipermodernos de la muerte y la catástrofe cultural: reflexiones desde una teoría crítica de la indecidibilidad biosocial [1]

Systemic and Hypermodern Death Rituals and Cultural Catastrophe: Reflections From a Critical Theory of Undecidability Biosocial

Os rituais sistêmicos e hipermodernos da morte e a catástrofe cultural: reflexões a partir de uma teoria crítica da indecidibilidade biosocial

Miguel Ángel Guerrero Ramos[2]

Recibido: 13-06-2016 Aprobado: 01-07-2016

 

“Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida”.

Octavio Paz (1970).

 

Las colonialidades globales y las paradojas de un principio pro homine atrapado en la esfera de la juridicidad moderna

Importantes teóricos de la hegemonía global como Walter Mignolo (2007), en el marco explicativo de sus respectivas teorías, afirman que es preciso que en los estudios contemporáneos se hable de colonialidades globales en el sentido de que no existe un único tipo de mentalidad moderna e institucional, y por ende, de colonialidad, o incluso de ejercer poder dominante. A razón de ello, bien se podría asegurar desde el ámbito del debate teórico, que las diversas colonialidades y dominaciones globales, desenvueltas estas en el despliegue híbrido de una gran variedad de formas de usurpación y violencia simbólica y subjetiva (Mignolo, 2015), han propiciado que el ámbito religioso humano se haya ampliado y diversificado de manera considerable. Dicho supuesto partiría de la idea de que a las múltiples y muy variadas formas de colonialidad y dominación, les interesa ampliar y apropiarse del campo religioso (o por lo menos de la esfera de la sacralidad), ya que dicho ámbito de lo humano, por fuera de la esfera meramente ritual de las instituciones religiosas (y aun dentro de aquella), suele entrecruzarse, confundirse y vitalizar con gran frecuencia la metafísica del logos universal (idea de verdad), que históricamente ha servido para justificar la primacía de quienes detentan el poder sobre los dominados (González Arribas, 2015).

De dicha forma, el ámbito religioso humano (visto no en su aspecto concreto institucional sino más bien como toda una dimensión compleja y multifacética propia de una especie que se halla inserta en el mundo de las significaciones y sus consecuentes clasificaciones y jerarquías) se encuentra hoy día, y en gran parte, subsumido en la esfera del consumo y el dinero. Hablamos, en ese orden de ideas, del consumo como una nueva esfera religiosa. Por esta razón bien se podría afirmar que la esfera religiosa en sí misma ha dejado de pertenecer con cierta exclusividad al ámbito de las certezas primordiales y “trascendentales”, las cuales sobrenaturalizan en bloque toda la realidad mundana al construir sentidos destinados a mitigar la incertidumbre de quienes se desenvuelven en las vicisitudes del lenguaje (Borghesi, 2007). Es así como, de hecho, podemos encontrar hoy día (en su sentido social más fuerte) que en la construcción misma de la realidad y de las relaciones sociales de producción, le otorgamos más confianza o más fe a la idea de progreso industrial que a nosotros mismos como humanidad. Una religiosidad secularizada y orientada hacia un sentido que sin duda alguna aliena a las personas. Ello contrasta, desde luego, con la esfera de la evolución jurídica y constitucional, en donde han surgido importantes abstracciones jurídicas como el principio pro homine, que bien podría ser considerado a efectos prácticos y relacionales el más importante principio de interpretación hermenéutica del derecho en el mundo contemporáneo, puesto que indica que en la interpretación de la ley se debe dar preferencia a aquella norma o aquel punto de vista jurídico que mejor proteja y garantice los derechos humanos de las personas (Nader, 2013; Nogueira, 2015).

Un principio que lamentablemente hoy día existe con ciertas diferencias (ya que no ha sido incorporado de igual forma en todos los espacios de lo estatal-constitucional) únicamente en el campo de la juridicidad, y de hecho, se restringe un tanto al campo específico de los derechos humanos, mientras que muchos procesos penales continúan operando bajo sus propias lógicas e influencias de poder, ya que al campo del derecho contemporáneo no le interesa la verdad en sí misma como ontología sino el desenvolvimiento de sus propios procesos normativos (Villaverde, 2016). Bien podríamos decir, en torno a esta idea, que dicha restricción del principio pro homine por el cual este se halla atrapado en una esfera jurídica limitada y no haya permeado el largo y ancho de todas las relaciones humanas, nace en las mismas dinámicas de las mentalidades modernas y sus instituciones. Bien podría ser así si consideramos que dichas mentalidades e instituciones tienden a caer en la conexión, o más bien en la confusión que de acuerdo con Luigi Giussani (1999), ha llegado a reducir para dicho autor la fe (una importante dimensión humana) a una mera expresión de la dinámica religiosa. Sin embargo, y para ir más allá del marco teórico de Giussani, centrado más que todo en la cuestión teológica, bien podemos decir que en y a través de las mentalidades modernas y sus instituciones, y de las mismas dinámicas de las colonialidades globales, también suele confundirse la “fe humana”, con “el sentido religioso”, pero orientado este último no al sentido religioso de lo humano y en ese orden de ideas a un principio pro homine generalizado, consensual y compartido, sino al sentido religioso del moderno progreso industrial.


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Es así como las formas rituales del sentido último (que son aquellas que pertenecen al ámbito de las certezas primordiales ya mencionadas), se han secularizado, se han hecho más sociales y relacionales, y a su vez más individuales y aislacionistas, y hoy en día la ritualidad humana gira, en su sentido religioso, en torno a unas formas de consumo destinadas a producir sensaciones fugaces e instantáneas con las cuales se busca, a su vez, incentivar la adicción o por lo menos la dependencia subjetiva al consumo masivo de productos (Bauman, 2003). Este culto a las sensaciones es asimismo un culto exacerbado de la vida en sociedades donde tienden a aparecer cada vez con mayor frecuencia fenómenos de gran complejidad social como el de las ciudades que no duermen. Ello, desde luego, afecta la forma en la cual entendemos la experiencia de la muerte (a la que últimamente tendemos a alejar de nuestros imaginarios cotidianos) y la vivencia de la misma dentro del despliegue de nuestras subjetividades. Tiende a maximizarse así la vida a la par que se constriñen y se regulan los impulsos y los instintos de las personas (desbiologización de lo humano (Mathov, 2014), en detrimento de la idea de la muerte. Acerca de la regulación de impulsos y de instintos que paradójicamente acompaña la exacerbación de la vida por parte del consumo, bien podemos decir que esta no es sino una de las nuevas formas de colonización del poder. De dicho modo, colonizar los instintos es procurar que los sujetos dominados ingresen al plano de lo simbólico donde reinan las jerarquías y las sacralidades, es decir, donde unos están arriba y otros están abajo, donde se puede tener incluso fe en el progreso industrial, y ello se logra, como se propondrá más adelante, mediante una estetización relativa de la vida. Una estetización resultante de un alejamiento de la idea de la muerte que nos haga conscientes de nuestra fragilidad como individuos. Bien podríamos asegurar, por tanto, que la moral en su sentido de desvitalizar los impulsos vitalizando las sensaciones del consumo, es una forma de dominación hacia los pobres y hacia todo aquel que se encuentre excluido de una u otra forma de las centralidades del sistema.

Una moral además poco dada a observar y reconsiderar dentro de sí el aspecto ético ontológico de la rostridad y su importancia en nuestro propio reconocimiento como personas, (es decir, la ética como filosofía primera de acuerdo con Lévinas). A causa de dicha inclinación, principios de gran calado normativo como el pro homine son poco dados, a su vez, y aun incluso en lo jurídico, a conducir a la directriz o principio favor debilis (Nogueira, 2016) que consiste básicamente en lo siguiente: en “la interpretación de situaciones que comprometen derechos en conflicto es menester considerar especialmente a la parte que, en su relación con la otra, se halla situada en inferioridad de condiciones o, dicho negativamente, no se encuentra realmente en pie de igualdad con otra” (Bidart, 2001: 18). Sin embargo, desde un punto de vista que se halla tanto dentro como fuera del campo de acción de los mismos procesos y la hermenéutica del derecho, encontramos que Helio Gallardo (2010) sostiene que no puede haber total práctica de los derechos humanos en el capitalismo, a raíz de sus cartografías de precariedad, pobreza y exclusión. Es así como el objetivo principal de este texto reside en relacionar los nuevos rituales propios de una modernidad tardía, los cuales orbitan en torno a la exacerbación de los sentidos mediante el consumo y la subsecuente desvitalización de la idea de la muerte en los imaginarios sociales, con los intereses de los grupos que un contexto de colonialidades globales desean mantener, perpetuar y extender sus diversas formas de aplicabilidad de la dominación subjetiva, económica, corporal e instintiva.

 

Desacoplamientos de la muerte consciente en torno a la industria masiva y cultural (esquemas reflexivos desde una teoría crítica de la indecidibilidad biosocial)

De acuerdo con un gran experto en el tema de la muerte y su valoración cultural, como lo es Thomas Macho (2014), en las últimas décadas dicha valoración ha sufrido una transformación radical. En contextos premodernos, nos dice dicho autor, el reconocimiento tanto del nacimiento como de la muerte eran observados como límites, como cuestiones que se encontraban fuera del alcance humano. De esa forma, “se llevaban a cabo numerosas prácticas y rituales para comunicar las instancias de la providencia o del destino, para reconciliar y congraciarse, pero también, en el peor de los casos, para soportar sus decisiones –como prueba o castigo” (Macho, 2014). Sin embargo, el progreso científico, afortunadamente de cualquier manera, ha avanzado a tal grado que la incertidumbre del nacimiento ha disminuido en gran parte y la expectativa de vida ha crecido. A la par, y para indicar cómo el sentido de la vida ha cambiado de status, bien podemos decir que vivimos en una sociedad que incentiva el consumo desmedido de sensaciones y la misma idea de la valorización desmedida de la vital en torno a ellas (Bauman, 2003), una sociedad, asimismo, del rendimiento, dominada por el poder, en la que todo es posible, todo es iniciativa y proyecto, y en la que no tiene ningún lugar el amor como herida y pasión (Han, 2012; Yaccuzzi, 2014).

La muerte, además, ha sido bastante apartada de los espacios públicos y sociales (a excepción de los noticieros). El único espacio institucionalizado y público para ella hoy día es el de los funerales y velorios, cuando en antaño esta estaba más cercana y era más palpable para las personas (Macho, 2014). Es así como bien podemos decir que la vida se exacerba y la muerte se desvitaliza en los imaginarios culturales. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la producción cultural que coloca al consumo como el centro mismo de la existencia a la par que exacerba el anhelo de la vida a través de intensas pero pasajeras e instantáneas sensaciones, estetitiza el nuevo imaginario social en torno a la percepción cotidiana de tanto de la vida como de la muerte, ya que, de acuerdo con una autora como Juliane Rebentisch (2013), la propia producción cultural (atravesada por toda clase de intereses coloniales) es una radical tematización de los presupuestos de la modernidad contemporánea y sus convenciones constitutivas. Tenemos entonces que la vida es organizada para pensar en la vida en todo momento, lo cual nos aleja de nuestra propia banalidad y fragilidad como personas incentivando a su vez un exceso yoíco por el cual el individuo se ve a sí mismo como el centro del mundo[3].


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Es así como bien podemos suponer que en los últimos siglos ha surgido una nueva forma por la cual ser humano se acerca y percibe su propia realidad vital, teniendo en cuenta que siempre hemos tendido a problematizar la realidad en nuestro acercamiento simbólico con ella, ya que como afirma Torregroza, “los problemas con la realidad del hombre de nuestra época han puesto de manifiesto que nuestro modo de ser consiste justamente en eso, en tener problemas con la realidad. Cuando nos asomamos al vórtice de nuestra problematicidad ontológica constitutiva, encontramos que nuestro ser es un signo de interrogación” (Torregroza, 2014: 15). De hecho, la problematización de la realidad será siempre una tarea inacabada, ya que, de acuerdo con Yamandú Acosta (2014), el sujeto en términos de plenitud, es una utopía imposible y que por lo tanto, lo único que históricamente posible nos queda “es ejercer permanentemente la capacidad crítica sobre lo instituido en cuanto a sus eventuales y visibles efectos de distorsión; así como la capacidad constructiva en perspectiva instituyente, superadora de las distorsiones experimentadas” (Acosta, 2014: 1). Se trata de la idea laclaudiana de la crítica como una tarea siempre permanente en marcos de dominación y, por ende, como militancia política. La idea de que la tarea crítica siempre será necesaria[4], ya que somos una especie animal eusocial como bien lo son las hormigas o las abejas, pero con la distinción de que a causa de nuestras capacidades cognitivas ligamos de forma compleja un significado a un significante (de forma tal que sufrimos y padecemos los propios significados y las propias palabras (Lacan, 1959)). De dicha forma, tanto el aspecto biológico como el social se entrecruzan a la hora de construir nuestras vivencias en el mundo.

La muerte, por su parte, existe de manera indefectible dentro del campo biológico, es decir, tarde que temprano moriremos, pero dentro del universo de lo simbólico que es el universo de las significaciones esta adquiere ciertos matices que son culturalmente construidos y que como veremos más adelante están inmersos en relaciones de poder. Pero antes que nada, hay que dar cuenta del hecho de que el mismo campo de lo simbólico, es decir, el campo de las significaciones es un campo de complejidad indecidible. Es necesario aclarar, en torno a ello, que la indecidibilidad, de acuerdo con Jaques Derrida (1977), son cadenas de significación que en su iterabiilidad o desplazamiento continúo de sentido forma unidades de simulacro (para el caso que nos compete ya sea bien el aspecto biológico o el aspecto simbólico de lo humano), que a su vez son falsas propiedades verbales, nominales o semánticas,  en cuanto que no dejan comprender la indecisión que en ellas mismas habita, una indecisión parcial que no obstante va más allá de todo cálculo y de todo programa. En otras palabras, la indecidibilidad es la condición de lógica doble o plural por la cual jamás se agota de forma plena el proceso de significación (en términos de Derrida, un tejido de diferencias y sentidos diseminado al infinito) (Derrida, 1967; 1977; De Piretti, 2005). Pues bien, para el tema que nos pertoca en estas líneas se considera que tanto lo biológico como lo simbólico humano son aspectos indecidibles. Tanto lo uno como lo otro posee aspectos negativos y positivos. Respecto a lo simbólico, por ejemplo, la capacidad humana de establecer sistemas de significantes y significados ha posibilitado la construcción de clasificaciones por las cuales ciertos aspectos discursivos se sitúan en una categoría más alta que otros, como ya ha sido mencionado en líneas anteriores, razón por la cual es que, tal como afirma Yamandú Acosta (2014), la tarea crítica, e incluso la lucha social, debe estar siempre presente, ya que siempre existirán clasificaciones y oposiciones y luchas en torno a relaciones de poder y dominación, ya que nombrar, por ejemplo (es decir, subsumir lo mismo en lo Uno), es una forma primaria de control, de apropiación, y en ese mismo sentido de dominación.

Sin embargo, el ancho y diseminado mar de las significaciones también posee aspectos positivos ya que permite que por medio de la comunicación podamos llegar a acuerdos y a alianzas y que establezcamos aparatos o invenciones sociales de cercanía como las instituciones modernas. Aunque sería conveniente considerar que de acuerdo con autores como Antonio Carlos Wolkme y Marina Corrêa de Almeida (2013), toda la institucionalidad moderna está calcada y atravesada por la colonialidad del poder y por eso el mismo derecho y el mismo Estado sirven principalmente como instrumentos de colonización por parte de ciertos grupos que así lo utilizan. Por otra parte, se puede llegar a considerar a grosso modo que lo simbólico se ha hecho hoy sumamente vasto en cuanto a que, como bien afirmábamos, el mismo aparato de producción cultural que exacerba y estetiza la vida e intensifica como nunca antes el espectro instantáneo y pasajero de las sensaciones, ha intensificado el uso de las significaciones como nunca antes. En el artículo Desnaturalizando el capitalismo simbólico: ¿tiende el sistema a sobresocializarnos?, se afirma a este respecto lo siguiente:

Lo simbólico es hoy demasiado grande porque las dinámicas de consumo existen en exceso. Existen muchos códigos de consumo que dan forma a un universo simbólico demasiado vasto y que fluye velozmente en los medios tecnológicos que hoy por hoy así lo permiten y lo posibilitan. De esta forma, hay un exceso de marcas, un exceso de referentes, un exceso de sensaciones, un exceso de mensajes publicitarios (Guerrero, 2016a).


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Como se puede apreciar, un exceso de significación puede llegar a ser un exceso de cultura con una capacidad sobradamente grande como para deglutir al ser humano que vive en medio de interacciones relacionales hipersignificadas. De esa forma, considerar que hay un exceso de significados y significantes por el cual el propio yo de la persona sufre una ruptura por la cual esta se vuelve incapaz de reconocer su propia ignorancia como fuente de conversión, o de reconocer su incapacidad de eternidad en lo que atañe a la muerte (Foucault, 2001; Sevilla, 2014), es desnaturalizar todo el sustento del orden social, incluidos sus pliegues trasversales en forma de religión o política, al considerar dicho sustento como mera invención discursiva. Sin embargo, lo más interesante de hablar de un exceso mismo de lo simbolico, a decir verdad, es el experimento teórico de contrastarlo en la balanza de lo teórico junto a los aspectos biológicos del ser humano. En ese orden de ideas, si hay tanto un exceso o desbordamiento de significación simbólica así como una gran densificación de los universos globales que giran en torno al fetichismo del dinero y el consumo, bien se podría decir que lo biológico, incluida la idea de la muerte como culmen de aquel, cada vez pesa menos en la balanza de lo humano, ya que son dichas significaciones densificadas del consumo las que definen, las que dan identidad. Pero, aun así, hay que decir que lo biológico sigue manteniéndose fundamental. De hecho, al igual que lo simbolico es indecidible, y ciencias como la psicología evolutiva así lo han demostrado durante los últimos años (Guerrero, 2016b), ya sea para mostrar la conducta altruista materna, o para dar cuenta, en su paradojal contrapartida, de la violencia machista que en animales como los chimpancés se expresan en conductas de control y violencia que puedan llegar a derivar en violencia intergrupal (pequeñas guerras) (Salas, 2014; Malo, 2016; Guerrero, 2016b).

Es así que se considera pertinente en este texto hablar de una indecidibilidad de lo biosocial, entendiendo que lo indecidible, como indecisión conceptual entre aspectos aparentemente binarios, no es una falta de posición o compromiso frente a la realidad.

La experiencia de la aporía o, como también la denomina Derrida, la experiencia de la indecidibilidad (…), no es ni un «quedar en suspenso de la indiferencia» ni la «neutralización interminable de la decisión» (…), sino que, por el contrario, resulta imprescindible para tomar una decisión y para asumir una responsabilidad «dignas de ese nombre». Si, de antemano, sabemos o creemos saber cómo hemos de actuar, si, por adelantado, conocemos las respuestas necesarias para resolver un problema, lo que estamos haciendo es desarrollar casi mecánicamente un programa, algo que anteriormente ya estaba establecido, previsto, calculado y decidido. (De Piretti, 2005: 121).

 

Muerte sistémica y subjetividades que desean dejar de ser lo Otro: reflexiones desde el contexto latinoamericano

En las relaciones internacionales el derecho internacional latinoamericano, con algunas bajas y deficiencias, ha demostrado ser, de acuerdo con autores como Javier Surasky (2014), un derecho mucho más solidario que aquel que pudiéramos apreciar en la relación del Norte hacia el Sur Global. Ello parece indicar que aun somos vistos como un Otro colonial, quizás ya no tanto en un sentido espacial, ya que el paradigma contemporáneo de la soberanía, también con algunas bajas y deficiencias (y con algunos abusos por parte de los Estados), se ha impuesto con bastante vigor en el plano del derecho internacional. Sin embargo, las colonialidades globales siguen operando hoy en día principalmente de dos formas: a través de los grandes monopolios que mueven los factores productivos hacia ciertas partes del mundo, y a través del rapto de las subjetividades. Ello, cabe decir, ha generado a su vez dos formas distintas aunque entrelazadas de muerte sistémica e invisible. La primera forma tiene que ver con la misma división de los sistemas productivos a nivel mundial, una de las principales causantes, desde luego, de que haya zonas en el mundo que dependen de otras y que en esa misma medida posean grandes focos de pobreza, mientras que la segunda forma, por su parte, está relacionada con los rituales hipermodernos y sistémicos de la muerte que se llevan a cabo en la cotidianidad del mundo contemporáneo. Cabe acotar en torno a esta segunda forma que será ampliada más adelante, que la expresión rituales hipermodernos y sistémicos es utilizada en el sentido de un culto a los excesos, principalmente en lo que atañe a los excesos que orbitan la esfera del consumo en un mundo estructuralmente líquido (Bauman, 2003).


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En lo que atañe a la primera forma de muerte sistémica mencionada que es la de los grandes monopolios, hay que tener en cuenta que en un régimen capitalista neoliberal donde existe competencia perfecta, las empresas más grandes tienden con el paso del tiempo a devorar a las más chicas, como resultado de ello la competencia deja de ser perfecta y las grandes empresas obtienen la capacidad de transformarse en monopolios u oligopolios que pueden mover el capital a lugares en los cuales la oferta de trabajo está representada por salarios muy bajos a causa de la gran cantidad de población (como bien lo puede ser el sureste asiático). Ello crea una división internacional de los factores productivos (comenzando por la misma fuerza de trabajo cuya oferta se desplaza a ciertos lugares del planeta). Viene entonces, tras ello, una muerte sistémica en primer lugar, en el sentido de un olvido del principio pro homine, más exactamente un relegamiento del mismo demasiado excesivo a la esfera del derecho internacional de los derechos humanos, ello debido a los focos de pobreza y exclusión que genera una desigual división internacional de los sistemas productivos. Sin embargo, hay que tener en cuenta, que en grandes regiones del mundo como en Latinoamérica, existen monopolios de menor escala que participan de la circulación transnacional de las riquezas monetarias y financieras. Se trata de los monopolios de la oligarquía latinoamericana (la idea general es que la competencia perfecta del liberalismo sólo puede ser perfecta durante cierto tiempo luego del cual se vuelve contra la misma sociedad). En la correlación de fuerzas esta oligarquía tiene un inmenso poder de decisión ya que además de un gran capital económico está a cargo de los grandes medios de comunicación que moldean la opinión pública (a este respecto recordemos con Laclau (1993), que la verdadera cuestión relacional del poder no es la de donde reside este sino cómo se negocia entre grupos opuestos).

Debido a la gran fuerza que posee dicha oligarquía y a los muy extendidos focos de pobreza que atraviesan las distintas ciudades de la región, pensadores como Atilo Boron (2009) han mencionado el hecho de que nuestras democracias latinoamericanas son solo democracias en la apariencia. Democracias donde los márgenes de elección popular se han limitado simplemente, a lo largo de nuestra historia,  a que las personas decidan cuál será el equipo encargado de aplicar la política que beneficiará a los ricos y poderosos (Boron, 2009; O´Donnel, 2002). Es así, como a efectos prácticos es este grupo quien ejerce una de las formas más agudas de colonialidad en la Latinoamérica de hoy. Una colonialidad interna transnacional, ya que como hemos mencionado dicha oligarquía participa en mayor o menor medida de los flujos transnacionales de capital en el capitalismo financiero internacional. Queda por ahora como hipótesis de trabajo, pero puede que dicho grupo sea el causante del impeachment por el cual Dilma Rousseff salió de la presidencia de Brasil, y puede tener incluso responsabilidad en coacciones diversas por ejemplo a los medios de comunicación de la izquierda latinoamericana como el del cierre del canal RT en español en la televisión argentina.

La segunda forma de muerte sistémica se sitúa en el plano del rapto de las subjetividades por parte de la amplia gama de institucionalidad colonial, principalmente la que lleva a cabo la industria cultural, la cual, como ya se ha mencionado en varias oportunidades, exacerba la vida en el consumo mediante la venta de sensaciones pasajeras. De este modo, exacerbar la vida pasa a ser una forma de ignorar la muerte, la cual, de cualquier forma, por más que se ignore, sigue dentro de los imaginarios y en el culto a la sensación que muere y que reclama, en su desaparecer, una nueva. Como bien menciona Massimo Borghesi (2007), una divinidad impersonal (como la del consumo o la fe en el progreso industrial que mencionamos al inicio de este texto) “requiere la despersonalización del yo. Su descomposición es el sacrificio que exige lo sagrado post-cristiano. El resultado es un politeísmo de la imaginación y del corazón cuyo espacio llenan como un torbellino los numerosos ídolos del mundo virtual” (Borghesi, 2007: 45). Una sociedad del vacío, por tanto, y en consecuencia, en su forma de experimentar la vida y la muerte, y que da lugar a los ya mencionados rituales hipermodernos y sistémicos de la muerte (es necesario agregar que lo ritual se observa a la manera durkheimiana, es decir, como la forma social de vivenciar periódicamente lo sagrado que es, a su vez, aquello que está rodeado de cierta reverencia y/o admiración (Durkheim, 1993).

Pensar en vivir a un máximo de plenitud en torno a las sensaciones que brindan los objetos del consumo masivo, y en ciudades pensadas en casi todos sus diseños para intensificar la vida en cuanto a lo que a las compras y el consumo respecta, es una sociedad cuyas personas olvidan su propia fragilidad dentro del orden natural. En una sociedad así, más difícil resulta aún que los individuos observen por cuenta propia la fragilidad del Otro. Ahora bien, si al mismo tiempo traemos a colación el hecho de que la moral tiene una función de dominación en las personas de escasos recursos (ya que esta, al regular de forma excesiva temas como la sexualidad, de acuerdo con Erich Fromm (2001), busca quebrantar la voluntad del individuo para hacerlo más sumiso), encontramos que este mecanismo configurador de imaginarios, hace que en lugar de combatir a los de arriba, las personas de escasos recursos se ataquen frecuentemente entre sí, y de forma más o menos disimulada, ya que la falta de muerte cotidiana muy probablemente los lleva a inventarla en los demás, asesinarse los unos a los otros en vida, mediante la exposición de la envidia o la avaricia en los discursos y las acciones diarias. Se fabrican homo sacer en masa, en ocasiones en cada esquina, en cada lugar. El homo sacer, cabe agregar, es la máxima negación de los derechos de una persona, de acuerdo con Giorgio Agamben (2000), es aquel individuo que ha sido juzgado por el pueblo por un delito cometido por él (o en este caso por un rasgadura de la moral), pudiendo darle muerte cualquiera (en este caso discursiva) sin ser considerado homicida, cuando, de acuerdo con Luigi Zoja (2015), es el prójimo quien en verdad ha muerto. De forma tal que, como máxima negación de los derechos, el homo sacer es la misma nulidad de la vida. Así, la moral, que se supone debe tener la función de operar como cohesionadora social, hace que en muchas ocasiones el ser humano se deteste entre sí. En los oligarcas la moral tiene una función más laxa, lo que seguramente no sea mera casualidad.

El consumo que pretende afincarse en la liquidez de las sensaciones, y la moral que opera como desbiologización de los impulsos en marcos de jerarquías simbólicas por la cuales las personas de escasos recursos deben apegarse a ella (aun cuando en la práctica se ha llegado a decir que en regiones como la latinoamericana se distinguen por poseer en su cultura ciudadana una doble  moral), son raptos subjetivos que tienen efectos en la forma de experimentar la vida. En el primer caso la colonización de la subjetividad por parte del consumo nos lleva a una exacerbación de la vida en un exceso de la significación o de lo simbolico, y en el segundo caso, la colonización por parte de los aspectos morales, nos lleva a hablar de una desbiologización, ambos, desde luego, aspectos de un mismo todo dentro del plano de lo biosocial y su indecidibilidad. Dos aspectos, en suma, de un mismo todo colonial y de una construcción discursiva y relacional de lo Otro por la cual  un teórico de gran mirada como Walter Mignolo bien ha llegado a aseverar los siguiente: “No soy esencialmente negro, indígena u homosexual, pero devengo negro, indígena u homosexual por los principios raciales y patriarcales de la epistemología imperial” (Mignolo, 2015, 151).

En términos económicos, el problema tratado nos remite de nuevo a la fase neoliberal y salvaje de los grandes monopolios, que es la que sigue a la fase de la competencia perfecta. Esta fase bien puede ser la fase que anteceda a la crisis total del sistema (o lo que es lo mismo: un fin dramático del capitalismo por su exceso de éxito, tal como afirma el economista Wolfgang Streeck (2014)). Podemos suponer, para terminar, que cuando el capitalismo industrial fallezca, habrá en ese momento, muy probablemente, una restitución de la idea de la muerte o siquiera una nueva trasformación cultural de la misma. De cualquier forma, hay que recordar que para Karl Polanyi (2007), por ejemplo, la misma economía moderna es una “catástrofe cultural” que ha borrado brutalmente los imaginarios y tradiciones sobre la que se ha impuesto, ya que la economía se impone como dimensión totalizadora negando la alteridad. De hecho, para Polanyi (2007), antes del capitalismo el ser humano jamás había experimentado alguna sección de su praxis como algo específicamente económico, y he ahí la catástrofe cultural misma del capitalismo, la cual, bien podríamos asegurar, se ha intensificado bajo el imperio colonizador de las dinámicas de consumo contemporáneas.

 

Para terminar

Al comienzo del presente texto, guiados por Walter Mignolo (2007), mencionamos que es preciso hablar de colonialidades globales, y por tanto de distintos grupos hegemónicos que se disputan el poder. Estas colonialidades globales operan bajo las lógicas de una fe humana, muy similares a las de la fe que se ha confundido con el sentido religioso. Pero con una excepción, los elementos rituales propios del entramado religioso no están destinados a ritualizar la muerte como destino, sino la vida como exacerbación de los sentidos. Esto favorece en alto grado el consumo y el fetichismo por la mercancía. Como dice Borghesi (2007), lo sagrado posmoderno es el lugar de la gran ilusión. La ilusión de vacío no sobre la que se hunde la sociedad contemporánea sino la que conforma el espacio aéreo de su propia libertad, esta última también ilusoria. (Borghesi, 2007). El consumo puede verse a sí mismo, por tanto, como un exceso de códigos, en este caso de códigos simbólicos de ritualidad hipermoderna, en una mentalidad social que se supone secularizada.

Así vista esta cuestión, puede que las formas no seculares de  conciencia y agencia, que aun ritualizan la muerte como destino en sus prácticas ancestrales (aun cuando estas también sean construcciones de lo simbolico), puedan, de acuerdo con autores expertos en postcolonialidad como Zahir Kolia (2016), y tomando como ejemplo el caso de varios grupos étnicos, proporcionar un discurso nacionalista flexible para resistir el estado colonizador. Lo no secular, en su tradición, y en esa medida, es una resistencia social gigantesca al no acoplarse a las lógicas dominantes[5]. Un resistencia en primer término hacia el Estado, ya que el Estado y las mismas clases que lo manejan operan como agentes de las colonizaciones transnacionales cuyo objetivo, desde que la modernidad es modernidad, son, de acuerdo con el siempre clásico Marx, las relaciones sociales de producción. Para terminar, puede que en antaño la experiencia vivencial de la muerte como destino, fuera una idea común que uniera un poco más a las personas. Por lo menos, podemos decir, les recordaba en alto grado nuestra propia fragilidad como seres de este mundo. Como llegó a decir en su momento Jean de la Bruyere, la muerte no llega más que una vez, pero se hace sentir en todos los momentos de la vida.

 

 

Notas:

[1] Este trabajo hace parte de mis reflexiones en torno a los procesos académicos e investigativos  dentro del Semillero de Investigación Con Paso Crítico de la Maestría en Derechos Humanos de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC), y  adscrito al grupo Primo Leví de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la misma

[2] Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia, ensayista y escritor. Diplomado en psicología educativa y comercio exterior. Estudiante de la maestría en Derechos Humanos de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC). Miembro del semillero de investigación Con Paso Crítico adscrito al grupo Primo Leví de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Su blog: sociologiaandreflexion.blogspot.com.es. Correo electrónico: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[3] Cabe traer a colación la siguiente cita en torno al tema de la banalidad de la vida respecto a la contundencia de la muerte, redactada por el escritor español Miguel Delibes:  “Al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales”.

[4] Recordemos que para otros teóricos de la hegemonía como Enrique Dussel (1989) la tarea crítica está inmersa en una realidad concreta, histórica e integral, y que por ello requiere del sujeto que es consciente de ello así como de los distintos aparatos y contextos que determinan el poder, un posicionamiento, o una praxis determinada. De acuerdo con Dussel, “no tener en cuenta estas condiciones de posibilidad, determinaciones relativas, es hacer de la filosofía un totum abstractum, un fetiche ideológico que se situará como centro de los aparatos hegemónicos de las clases dominantes, de los países desarrollados, para crear el "concenso" nacional y mundial que justifique la explotación actual del capitalismo en el mundo llamado "libre" u "occidental y cristiano". (Dussel, 1983: pp 30-31).

[5] Cabe destacar que en México se da una ritualización muy particular e interesante de la muerte la cual daría lugar a un debate sumamente amplio que de momento escapa a los fines inmediatos del presente texto.

 

Bibliografía:

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Cómo citar este artículo:

GUERRERO RAMOS, Miguel Ángel, (2016) “Los rituales sistémicos e hipermodernos de la muerte y la catástrofe cultural: reflexiones desde una teoría crítica de la indecidibilidad biosocial”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 28, julio-septiembre, 2016. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 19 de Abril de 2024.

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