La colonialidad es una isla que se repite. La historiografía canaria como metáfora atlántica

Coloniality is an island that repeats itself. Canarian historiography as an Atlantic metaphor

A colonialidade é uma ilha que se repete. Historiografia das Canárias como metáfora do Atlântico

Roberto Gil Hernández

 

El Atlántico es el centro […] el primer paso histórico de una ambición que se forjó en Canarias. El Archipiélago quedó constituido en plataforma [… como] logro de los objetivos ambiciosos del Imperio Hispánico. Y, de este modo, Canarias, que había estado hasta entonces fuera de la Historia, se incorporó a la Historia. Pero, ¿a qué Historia?

Manuel Alemán. Psicología del Hombre canario.

 

El crítico literario Antonio Benítez Rojo defendía la sugerente idea de que “los Pueblos del Mar”, su particular manera de referirse a las culturas bañadas por el Atlántico, “se repiten incesantemente”, asemejándose entre sí a través de la reiteración de “ciertas dinámicas de su cultura” (1989: xxiii). Con este planteamiento apuntaba a la existencia de amplias equivalencias entre un conglomerado realmente numeroso de territorios oceánicos, a pesar de su evidente fragmentación y heterogeneidad.

Bajo el epíteto de Nueva Atlántida, este escritor y crítico literario estableció la posibilidad de delimitar, por primera vez, la existencia de un inesperado continente concebido en torno a las numerosas islas que despuntan en el Atlántico, capaz de encarnarse en los cerca de 270.000 kilómetros cuadrados de tierra en que viven sus más de 44 millones de habitantes, presos de su elíptica lógica tropical y subtropical. Por usar sus mismas palabras, dentro de esa “fluidez sociocultural”, descrita como una suerte de “turbulencia historiográfica”, pueden percibirse los “contornos de una isla que se “repite” a sí misma, desplegándose […] hasta alcanzar todos los mares y tierras del globo” (Benítez, 1997: 301). Y, esta recurrencia en las narrativas que han animado su pasado podría ser la responsable de su metafórica unidad.  

Este novedoso planeamiento, sin embargo, ha desvelado también algunas dificultades, sobre todo a la hora de establecer la entidad y alcance de dicho “meta-archipiélago” (Benítez, 1989: xxxi), así como las razones que han legitimado su vertebración, más allá de su evidente interconexión marítima. A pesar de todo lo que se ha investigado y escrito sobre estas islas, todavía son muy escasas las obras que han estudiado a fondo y desde una perspectiva de conjunto a la Nueva Atlántida. De modo que, la imprecisa realidad física y enorme variabilidad humana de esta insospechada región insular, requiere de la articulación de nuevos trabajos cuya perspectiva provea, a partir del reconocimiento de sus diferencias, la búsqueda de acercamientos históricos, socioeconómicos o culturales que acoten la realidad de enclaves como:

Azores, Madeira, […] Cabo Verde, Bioko (la antigua Fernando Po), Santo Tomás y Príncipe, Santa Helena y Ascensión, las Bermudas, las Bahamas, las Turcas y Caicos, las Caymanes, Cuba, Haití, República Dominicana, Jamaica, Puerto Rico, las Vírgenes de Inglaterra, las Vírgenes de los Estados Unidos, las Antillas Holandesas, Anguila y Monserrat, San Cristóbal y Nieves, Antigua y Barbuda, Guadalupe, Dominica, Martinica, Santa Lucía, San Vicente, las Granadinas, Barbados, Granada, Trinidad y Tobago, Aruba, San Andrés y Providencia [… y, por supuesto], Canarias (Benítez, 1997: 301-302).

En el mapa puede comprobarse, a través de la ubicación de numerosos marcadores geográficos, la naturaleza fragmentada y eminentemente transoceánica del espacio que conecta los territorios insulares de la Nueva Atlántida. El objetivo de este artículo no es otro que aproximar todos estos puntos por medio del análisis de las diferentes fases que ha descrito la escritura que tiende hacia el pasado de Canarias, aquí explicitada como una cadena significante que invita a pensar en el desplazamiento de ideas, objetos y seres que se ha producido en este escenario como parte de un proceso compartido por todas sus islas.
Imagen 1. En el mapa puede comprobarse, a través de la ubicación de numerosos marcadores geográficos, la naturaleza fragmentada y eminentemente transoceánica del espacio que conecta los territorios insulares de la Nueva Atlántida. El objetivo de este artículo no es otro que aproximar todos estos puntos por medio del análisis de las diferentes fases que ha descrito la escritura que tiende hacia el pasado de Canarias, aquí explicitada como una cadena significante que invita a pensar en el desplazamiento de ideas, objetos y seres que se ha producido en este escenario como parte de un proceso compartido por todas sus islas. Fuente: www.maps.google.com

Mediante el presente texto voy a tratar de estrechar los límites litorales de este continente inédito. Lo intentaré poniendo el acento en el papel crucial que, a mi entender, ha jugado el Archipiélago Canario como puerto de referencia para esta intuitiva circunscripción. Por eso, los contenidos de su historiografía van a ser presentados aquí en cinco capítulos que pretenden resumir alegóricamente su orientación temática durante los últimos seis siglos, demostrando que su naturaleza transmarina puede actuar como la metáfora perfecta para simbolizar su reiterada pluralidad.[1]

 

Capítulo primero. El “descubrimiento” y la conquista

Los orígenes de la Nueva Atlántida podrían fecharse a partir de una efeméride que se ha repetido varias veces en el espacio y en el tiempo oceánico. Me refiero al pautado proceso de “descubrimiento” de un Nuevo Mundo iniciado por Europa precisamente en el Archipiélago Canario durante el siglo XIV. Este “hallazgo” debe interpretarse como la obertura de un proceso de expansión que acrecentó enormemente las expectativas de enriquecimiento de la minoría de sujetos masculinos, occidentales, blancos y cristianos que lo alentaron en una y otra orilla. Y, tales acontecimientos, además de significar el arranque de la modernidad como fenómeno histórico, también supusieron la activación simultánea de su lado oscuro y recurrente: la colonialidad.

De acuerdo con este planteamiento, la modernidad/colonialidad no debe entenderse, tal como sostiene Enrique Dussel, como “un fenómeno que pueda predicarse” desde una “Europa considerada como un sistema independiente, sino desde una Europa concebida como centro” (en Castro-Gómez, 2005: 47). De hecho, fue del Viejo Continente desde donde partieron los pioneros hacedores que comunicaron el planeta por primera vez. En este sentido, la centralidad de Occidente en la inauguración del sistema mundial capitalista no respondió únicamente a su “superioridad interna acumulada durante el medioevo […], sobre y en contra de las otras culturas”, sino que fue efecto de la “conquista, colonización, integración y subsunción” de los numerosos territorios que, a partir de ese momento, permanecieron conectados por la fuerza elíptica del mar. En otras palabras, fueron estos acontecimientos los que otorgaron a Europa su particular “ventaja comparativa”, absolutamente determinante sobre el resto de civilizaciones que entonces rivalizaban con ella por ensanchar sus fronteras, como el “mundo otomano-islámico, India o China”. Luego, es posible asegurar que la modernidad/colonialidad fue “el resultado de estos eventos, no su causa” (Dussel, 1993: 148-149).

La expresión de esta “primera forma de subjetividad moderno-colonial” (Castro-Gómez, 2005: 48-49) tuvo en Canarias nombres y apellidos, y también caligrafía propia. Hablo de las primigenias descripciones de las Islas y su población indígena rubricadas en Le Canarien (1404), una vez iniciada la invasión normanda de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro. Pero también, de las narraciones que describen el posterior intento de anexión portuguesa de Tenerife, La Palma y Gran Canaria, cuya autoría corresponde a Gómez Eanes da Zurara (1448) y Alvise Ca´da Mosto (1457), junto a las relaciones castellanas encontradas en los archivos de ciudades como Madrid, Oviedo o La Laguna, y los textos atribuidos a Francisco López Ulloa, Antonio Sedeño o Pedro Gómez Escudero (1478-1496), los cuales conforman el grueso de las crónicas que se han conservado sobre la conquista del Archipiélago.

Entrando a valorar los contenidos de estos relatos primigenios, lo cierto es que todas ellas dan cuenta de un proceso frenético, consistente en la explicitación de los paradigmas y metodologías que fueron aplicados a un contexto en que, parafraseando a David Abulafia (2009), la humanidad se redescubrió a sí misma. Es más, el expresionismo legendario en el que estos textos se envolvieron, hace que su particular manera de rememorar la ocupación de estos territorios, sobrepase con creces la mera descripción histórica para englobar también una evidente dimensión semiótica. Una dimensión que, en última instancia, obró la transformación de sus monotópicas representaciones de la Otredad europea en un hábil ejercicio de traducción ontológica de un escenario que, siguiendo los postulados de Edmundo O´Gorman (1958), acabó por inaugurar un estilo narrativo propio: el “occidentalismo” (W. Mignolo, 2003:121).[2]

De acuerdo con estos planteamientos, se puede encontrar en la crónica de la conquista de Pedro Sedeño la siguiente descripción de los primeros habitantes del Archipiélago Canario:

Los spañoles les decían perros traidores, que comían carne de cabra cruda i que los uillanos daban a los hidalgos sus hijas y mujeres porque se hiciesen nobles haciéndose infames, i que los valientes en la guerra viéndose apretados se arojaban de los riscos despeñándose y decían “tistirma” en su lengua (cit. Morales, 2008: 366).

 

“Los canarios residentes en las regiones del mediodía son infieles y no reconocen a su creador”. Es más, “viven casi como animales” y, por eso, “sus almas se van a condenar” (2006, I: 110). Con estas palabras, Le Canarien legitima el sometimiento de sus naturales a los designios de la Europa civilizadora a partir de un doble movimiento de representación que establecía, por una parte, las carencias que justificaron la subalternidad de las poblaciones precoloniales de la Nueva Atlántida y, por la otra, la posibilidad “milagrosa” de su salvación.

Grabado perteneciente a las crónicas de la Conquista normanda de Canarias
Imagen 2. Grabado perteneciente a las crónicas de la Conquista normanda de Canarias (Le Canarien) que lleva por título Cómo se debe creer el sacramento del altar, del cual se puede deducir el modo en que se desarrollaba uno de los procesos cruciales de la Conquista de las Islas: la conversión religiosa de los indígenas al cristianismo, representados en él junto a sus evangelizadores, que lucen rodeados del instrumental preciso para dar forma a un ritual que se repetiría en todas las islas del Nuevo Occidente (en Millares, 1977, II: 57).

Desde entonces, pueblos como el guanche concentraron buena parte de la energía pulsional emanada de las mismas sociedades que se habían propuesto la destrucción de su modo de vida ancestral. Aunque, lo verdaderamente destacable de este ejercicio de reificación, no solo fue la inevitable espectralización de tales naturales, sino el hecho de que la misma lógica catequizadora que operó sobre ellos, se repitió de manera mimética en los sucesivos episodios de conquista que protagonizó Europa en el resto de las islas de la Nueva Atlántida.

 

Capítulo segundo. El discurso colonial

Nuevas rutas facilitaron la “aparición” de nuevas tierras, ampliando los límites de un mundo oceánico tildado hasta entonces de tenebroso, por el que empezaron a circular todo tipo de alianzas tecno-culturales cada vez más móviles y duraderas. Me refiero a los barcos que hicieron posible que los grandes centros metropolitanos “ejercieran la fuerza” y el “control” en la “larga distancia” a la que se encontraban sus respectivas colonias. “La periferia debía responder, por así decirlo, mecánicamente, a instancias del centro” y, siempre conforme a una misma obsesión: “que no se degeneraran las comunicaciones”, que “ningún ruido” fuera introducido en el “circuito” atlántico (Law, 1986: 5).

A través de este corredor marino, el discurso colonial desembarcó en sus playas como un dispositivo de saber y del poder orientado, no solo a la colonización de los orígenes de las poblaciones asentadas en sus islas, sino también de su destino, evocado mediante un incansable ejercicio de reconocimiento y renegación de las diferencias culturales, raciales, de género, epistemológicas e históricas que debían distinguir a los nativos de los recién llegados. Su función estratégica predominante, como asegura Homi Bhabha, no era otra que:

la creación de un espacio para “pueblos sujetos” a través de la producción de conocimientos en términos de los cuales se ejercitaba la vigilancia y se incitaba a una forma compleja de placer/displacer. Busca autorización para sus estrategias mediante la producción de conocimientos del colonizador y del colonizado que son evaluados de modo estereotípico pero antitético. El objetivo del discurso colonial es construir al colonizado como una población de tipos degenerados [… para] justificar su conquista y establecer sistemas de administración e instrucción. [Así pues,] el discurso colonial produce al colonizado (2003: 95-96).

 

Tal como lo describe Arturo Escobar, el objetivo era, básicamente, “conocer para dominar” (1996: 383). Escribir la historia de la Nueva Atlántida con la clara finalidad de escenificar la sapiencia y supremacía de quienes, después de apropiarse de estos territorios y sus poblaciones, necesitaban también resolver el problema de su asimilación. De manera que, el hecho de describir a estas sociedades implicaba “algo más” que la elaboración de una “simple relación noticiosa”, para suponer también “un acto de creación que cedía en formas muy variadas ante la pluralidad descompensante que mostraba el Nuevo Mundo” (Pupo-Walker, 1982: 37-38).

La iconografía guanche no difirió en exceso del imaginario más común con que se concebía a los nativos de América
Imagen 3. La iconografía guanche no difirió en exceso del imaginario más común con que se concebía a los nativos de América. De hecho, estos fueron descritos como irreductibles seres bucólicos y primitivos, que andaban semidesnudos, con un escaso desarrollo tecnológico, y que, por supuesto, no practicaban la “verdadera” fe. En la imagen se puede apreciar la representación gráfica de una mujer y un hombre (a izquierda y derecha, respectivamente) de acuerdo con dichos preceptos, identificados por el cronista Leonardo Torriani como indígenas de La Gomera.

El éxito de este tipo de ejercicios de occidentalización lo propiciaron en Canarias nuevas crónicas firmadas por autores como Thomas Nichols (1583), Leonardo Torriani (1592), Juan Abreu Galindo (1602) o Tomás Arias Marín y Cubas (1694), quienes sentaron las bases para el desarrollo de una nueva forma de invasión del Archipiélago: su “conquista semiótica” (Escobar, 1996: 382). Ahora bien, esta inédita ocupación solo se materializó mediante la reiteración de una actitud textual muy específica, destinada a reconstruir el pasado de las Islas a partir de su constante resignificación desde el presente. De modo que, categorías imprescindibles para la descripción de la alteridad europea de acuerdo a los principios de la colonialidad, como, por ejemplo, la de bárbaro, infiel o pagano, en lugar de desaparecer, arraigaron con más fuerza en discursos con cierto recorrido histórico, como el de la pureza de sangre, que no en vano, alumbraría en su interior el nacimiento de nuevos dispositivos para la especificación de las desigualdades humanas, como lo fue, de hecho, el imaginario de la blancura.[3]

En definitiva, el discurso colonial garantizó, tal como como lo afirmara el propio Marín y Cubas en sus crónicas, que los territorios de la Nueva Atlántida se poblasen “de castellanos, ginoveses, flamencos, portuguezes, franceses, y de otras naciones”, llenándose de “hermosas ciudades […] de calles encrusijadas”, “molinos” y plantaciones de “vidueños, y frutales, flores, yerbas de olor y aves domésticas”, brindando a sus moradores “el comercio del norte” (1986:247). Mientras que, para los grupos conformados fundamentalmente por el contingente nativo que sobrevivió a la conquista, la diáspora africana atada al esclavismo y otros colectivos proscritos, como, por ejemplo, el pueblo hebreo; no quedó otra opción que la contemplación de su subalternidad través de lo que Alejandro Cioranescu ha descrito como un “espejo azogado” (en Torriani 1999: 40), un espacio significante concebido para condenar a estas poblaciones a desconocerse sobre la superficie refractaria en que se convirtió el mar.

 

Capítulo tercero. El ideario de la anticonquista

Al calor de estos acontecimientos, no tardaron en alzarse voces contrarias a los injustos preceptos de la colonización. Hablo de las acciones de pioneros defensores de los naturales de la Nueva Atlántida, como Juan de Frías o Antonio de Montesinos, cuyas declamaciones, más tarde apodadas de indigenistas, prologaron el desarrollo de un debate transmarino que se extendió durante buena parte del siglo XVI: la Gran Controversia, una discusión a la que se acabaron sumando algunos de los pensadores más prominentes de la cristiandad, como Gonzalo Fernández de Oviedo (1526) Francisco de Vitoria (1539), Ginés de Sepúlveda (1550) o Bartolomé de Las Casas (1552).

Fotografía tomada de la placa conmemorativa realizada en mármol que adorna la plazoleta Francisco María de Legón
Imagen 4. Fotografía tomada de la placa conmemorativa realizada en mármol que adorna la plazoleta Francisco María de Legón, ubicada junto a una de las puertas traseras de la Catedral de Santa Ana, en Las Palmas de Gran Canaria. Realizada en 1991, esta representa los rostros de los obispos Juan de Frías y Fray Miguel López de la Serna, a los que describe como «insignes protectores y evangelizadores de los indígenas canarios». Ambos clérigos llegaron al Archipiélago a finales del siglo XV para acompañar a los conquistadores, convertidos en la máxima autoridad religiosa de las Islas, pero es cierto que, en cumplimiento de esta labor, protagonizaron varios enfrentamientos con otros estamentos de la sociedad colonial cuenta de las tendencias esclavistas de determinados sectores hacia estos naturales una vez finalizada la conquista (véase más en Morales, 2008).

Atareados en la labor de establecer o denegar la condición humana de unas sociedades que, hasta entonces habían sido relegadas a los márgenes de la Otredad absoluta de Europa, esta disputa no evitó referirse al trato recibido por las primigenias poblaciones del Nuevo Mundo durante su conquista. En relación al caso concreto de Canarias, el propio Las Casas, en su Brevísima relación de la destrucción de África (1552), se preguntaba:

¿qué causa legítima o qué justicia tuvieron estos Betancores de ir a inquietar, guerrerar, matar y hacer esclavos a aquellos canarios, estando en sus tierras seguros y pacíficos, sin ir a Francia ni venir a Castilla ni a otra parte a molestar ni hacer injuria, violencia ni daño alguno a viviente persona del mundo? ¿Qué ley natural o divina o humana hubo entonces ni hay hoy en el mundo, por cuya auctoridad pudiesen aquellos hacer tantos males a aquellas inocentes gentes? (Las Casas, 1989: 219).

 

El debate indigenista se saldó con la progresiva generalización de la visión respaldada por este último autor, cuyos planteamientos inspiraron la implantación de una especie de “libro de estilo” por el que se debía regir, desde entonces, el proceso de civilización. Esto es, una suerte de manual práctico que exhortaba a los colonizadores llegados de Europa a procurar que la población nativa del Nuevo Occidente aceptara “libremente la predicación y su incorporación al imperio”, a la vez que les era reconocida su “jurisdicción” como naturales, haciendo posible la distinción entre una “buena” y una “mala” colonización (Guerra en Las Casas, 2005: 45). Solo así, la bestialidad y rudeza que reinó en sus primitivistas representaciones dejó de penalizar sus usos y costumbres, destinando ahora toda la fuerza narrativa del género cronístico a la reelaboración de los roles históricos asumidos por ambos bandos durante el proceso colonizador.

A consecuencia de esta variación, las monarquías ibéricas empezaron a perseguir la crueldad contra los naturales del Nuevo Mundo, pero no la ejercida hacia otros colectivos, como, por ejemplo, el contingente musulmán y subsahariano, que continuaron atados al sistema esclavista. A lo que habría que añadir el hecho de que, para la mayoría de las ínsulas de la Nueva Atlántida, las denominadas como las Leyes Indias llegaron demasiado tarde, visto que, en apenas un siglo, sociedades como las que prosperaron en las Antillas, manifestaban ya un avanzado estado de “relajación” de sus elementos premodernos, en detrimento de la criollización de su mayoría social.[4]

De nuevo en Canarias, y bajo el influjo de esta novedosa perspectiva, vieron la luz los primeros trabajos que se alinearon con las estrategias de inocencia que Mary Louise Pratt (2010) ha definido como el germen del ideario de la anticonquista. Me refiero a los novedosos contenidos de las Historias escritas en prosa por Alonso de Espinosa (1594) y en verso por Bartolomé Cairasco de Figueroa (1606) y Antonio de Viana (1606), cuya inédita aproximación al pasado del Archipiélago podría resumirse en la siguiente cita del primero de estos tres autores:

la guerra que los españoles hicieron, así a los naturales destas islas, como a los indios en las occidentales regiones, fue injusta, sin tener razón alguna de bien en que estrivar; porque ni ellos poseían tierras de cristianos, ni salían de sus límites y términos para infestar ni molestar las ajenas. Pues decir que les traían el Evangelio, había de ser con predicación y amonestación, y no con tambor y bandera, rogados y no forzados (Espinosa 1980:97).[5]

 

La progresiva irrupción de estas narrativas en el escenario Atlántico, investidas con el fin de “blanquear” el pasado del colonialismo europeo, si bien no detuvieron su avance como dispositivos esenciales para el desarrollo del capitalismo global, sí que lograron desagraviar a una parte de sus víctimas, aunque la mayoría de ellas, en aquel entonces, ya se hubiera convertido en fantasmas. Así pues, se podría afirmar que las numerosas crónicas de la anticonquista que fueron escritas en la Nueva Atlántida del siglo XVII en adelante, no supusieron más que un golpe de efecto, una suerte de expurgación histórica que, al final, solo logró reforzar las nuevas formas de violencia política, cultural y sobre todo epistémica que continuó practicando el Viejo Continente más allá de sus fronteras.

 

Capítulo cuatro. El principio nacionalista y el imaginario científico de la raza

Un estado, una nación: con este clarividente axioma, Ernest Gellner (2008), sintetizaba la lógica que se impuso desde que el novedoso régimen gubernamental liberal resignificó las categorías de raza y nación. Se refería con ello al establecimiento del “principio nacionalista” (2008: 230), un nuevo patrón de poder que, cuando se incumplía, significaba un “agravio” para aquella “población culturalmente homogénea que no tuviera un estado al que llamar propio” (2008: 171-172).

Fruto de esta metamorfosis, las burguesías apostadas a ambas orillas del Atlántico adquirieron la legitimidad suficiente para acaparar la dirección de dos fenómenos sociológicos trascendentales: la revolución industrial y el surgimiento del Estado-nación. Dos procesos que, tal como los ha detallado Benedict Anderson (2007), manifestaron una estrecha vinculación entre sí, especialmente en las sociedades coloniales en las que “pioneros criollos” basaron su “resistencia a la metrópoli” (2007: 100) en el dominio de innovadoras alianzas tecno-culturales, materializadas en el desarrollo, por ejemplo, del “capitalismo de imprenta” (2007: 241), una apropiación decisiva sin la que jamás se hubiera concretado el “tiempo homogéneo” ni el espacio “limitado y soberano” (2007: 48) en que empezó a imaginarse la nación.

Como parte de este proceso, las atomizadas élites de la Nueva Atlántida también se enredaron en la enunciación de sus respectivos “sentimientos de pertenencia y desolado orgullo patrio” (Benítez Rojo, 1991: 307), registrándose durante esta nueva etapa una serie de episodios de suma importancia, como el caso paradigmático de la revolución haitiana (1791-1804) junto a otros movimientos de carácter anticolonial, como el nacionalismo emergido con posterioridad en lo que es hoy la República Dominicana (1821-1865), el independentismo cubano y las primeras apelaciones a la identidad puertorriqueña (1868-1898), además de los numerosos episodios de cimarronaje registrados en la mayoría de las islas caribeñas, desde Jamaica hasta Trinidad.[6]

Ciñéndome de nuevo al censo historiográfico canario, fue el primer representante del pensamiento ilustrado en su suelo, José de Viera y Clavijo, quien protagonizó una de las pioneras alusiones a la naturaleza distintiva del Archipiélago. Alineado con los fundamentos prodigados por un positivismo todavía naciente, sus Noticias de la Historia General (1772) se entretienen, no solo en profusas referencias a la cuestión indigenista desde el novedoso punto de vista de su anticonquista, sino también en la definición de su realidad transmarina, alegóricamente descrita como “la llave maestra del océano” (1950, I: 12). Es decir:

[Como un] puente de comunicación para las cuatro partes del mundo, pues de las Canarias se puede navegar a España en cuatro días; a Portugal en cinco; a Francia en ocho; a Inglaterra e Irlanda en diez; a Holanda en doce; a Hamburgo, Dinamarca, etc. en diez y ocho a veinticinco; a los puertos e islas principales de América en quince a veintiséis. Un reino a la vista del África, cuyos puertos son los más cercanos a las Indias orientales, pasados los peligros de los mares del Norte, canales y vientos variables, y cuya altura es el paso de todos los navíos que navegan a ellas o a la costa de Guinea (1951, II: 15).

 

En cierta sintonía con estos preceptos, la mayoría de los autores que sucedieron a Viera, tanto en el ámbito de las ciencias como en el de las humanidades, incorporaron sus tesis acerca del carácter transoceánico de las Islas, poniéndolas en práctica, por ejemplo, al asumir los preceptos que Williams Friédéric Edwards (1829) defendería como máximo exponente de la escuela raciológica a nivel internacional. Esto es, que “ni el clima, ni la mezcla de razas, ni siquiera el progreso civilizatorio” (en Estévez, 2008: 146), podían alterar los caracteres físicos que definen a las distintas razas humanas, aún con el paso del tiempo. Así pues, desde la narrativa historicista de Manuel de Ossuna y Saviñón (1837) a la escritura poética de Graciliano Afonso (1853) y, especialmente en las indagaciones antropológicas de Gregorio Chil y Naranjo (1976), René Verneau (1890) o Juan de Bethencourt Alfonso (1913), entre otros, se insistió en el estudio comparativo en el contexto atlántico de lo que Sabin Berthelot (1842), como precursor del discurso científico de la raza en Canarias, describiría como la “fisonomía nacional” de su población, concluyendo que:

los bereberes de la raza rubia, fueron la rama originaria de esos guanches de tez blanca […] una población muy antigua [… de la que] puede […] creerse, que los Bereberes rubios, Tuarecks, Riffeños, ó Guanscheris, son otochthonos, como igualmente todos los demás Africanos de raza líbica o atlántica. [… Y,] estas diferencias que distinguieron á los antiguos isleños de Canarias, subsisten aún en nuestros días, tanto en lo físico como en lo moral (1842: 265-266).

 

La irrupción de este tipo de planteamientos fue extensible a la Nueva Atlántida en su conjunto, ampliando el radio de acción catequizadora de la colonialidad como un proceso que, lejos de detenerse en Occidente, encontró en África y también en Asia y Oceanía el lugar en que datar un inédito escenario narrativo geopolíticamente demarcado: el “orientalismo” (Said, 2007: 20). Aunque esta categoría, a consecuencia del linaje criollo de los habitantes de estos territorios, jugó un papel de “bisagra” entre ambos hemisferios, dando cabida a nuevas pugnas entre las principales potencias europeas por imponer sus respectivas lecturas imperialistas acerca de su historia colonial.[7]

Al centro de este escenario, las élites criollas del Archipiélago no dudaron en tomar posiciones, planteando, por primera vez, la posibilidad de aplicar en Canarias el principio nacionalista. De hecho, así fue como influyentes personalidades de la sociedad canaria decimonónica, como, por ejemplo, Alonso Nava y Grimón y de José Murphy y Meade –ambos miembros de la Junta Suprema Gubernativa de Canarias (1809-1810)– se convirtieron en voceros de una causa que, en plena Guerra de Independencia de España (1808-1814) y descolonización de su imperio en América (1809-1833), llegó a plantear la conveniencia de que las Islas continuaran bajo el dominio colonial español:

Hallándonos ya separados de la España, es indispensable el ponernos bajo la protección de una nación poderosa, o como protegidos, formando una República, o haciendo parte integrante de la referida nación […] que más se acerque a la conservación de los referidos privilegios (en Gil, 2009: 49).

 

Estas reclamaciones no fueron atendidas hasta la definitiva declaración de este territorio insular como Puerto Franco en 1852, una atribución que escenificó, de facto, la “consolidación” de “la españolidad de Canarias en lo político y la extranjera en lo económico” (Cabrera y Suárez, en Millares et al., 2011: 49), acentuando así “la vinculación de la economía isleña a su tradicional escenario, el mundo atlántico” (A. Macías, 2009: 129). Y, aunque este acuerdo contentó a amplios sectores de su sociedad, no fue suficiente para evitar que, lo que Txema Portillo (2006) ha definido como el sueño criollo, dejara de visibilizarse en las Islas bajo la apariencia de una promesa de plenitud nacional, tal como lo demuestra la trayectoria anticolonialista que, un lustro más tarde, impulsaron Secundino Delgado (1904), Luis Felipe Wangüemert y José Cabrera Díaz (1924). No obstante, en esta ocasión, la clave de su enunciación residió en la manera en que la causa nacionalista se apropió del discurso de la raza, paradójicamente, uno de los patrones de dominación colonial más efectivos:

La raza guanche no era salvaje, ni sanguinaria, ni supersticiosa. Los primitivos pobladores canarios eran pacíficos, valerosos y leales: una raza de hombres laboriosos y buenos y de mujeres bellas y honestas. En materia religiosa, adoraban a un Dios Creador Único. En organización política, practicaban el patriarcado, un patriarcado que infundía en el pueblo sentimientos de noble y generosa confianza mutua.

Y si rememoramos la obra de la dominación española, nuestros resentimientos se avivan. Poco a poco, lenta pero persistentemente, las islas Canarias han ido perdiendo sus prerrogativas características: el régimen centralizador español nos la fue arrebatando una a una. Y en pago de nuestra mansa servidumbre, ¿qué hemos recibido los canarios? (Gómez y Cabrera, 1924: 4).

 

Con el discurrir del siglo XX, la pugna identitaria en las Islas no hizo otra cosa que aumentar. Durante el breve interludio que supuso la II República española (1931-1936), por ejemplo, esta se decantó hacia posiciones progresistas, llegando a prever el desarrollo del autogobierno en el territorio. Sin embargo, esta situación cambió radicalmente tras la Guerra Civil (1936-1939) y el prolongado mandato autoritario del franquismo (1939-1975), descrito por Antonio Macías (2001) como la segunda conquista de Canarias. Esto es, como una nueva forma de invasión colonial que, no en vano, amparó el decomiso de sus libertades comerciales y tributarias en la escena atlántica, mientras hizo crecer exponencialmente “la presencia del Estado” mediante la implementación de un intenso proceso de “españolización en los planos ideológico y cultural” (Guerra y León, 2011: 197).

La imposición de este renovado “sueño imperial” (Suárez, 1997: 318) por parte de la dictadura, supuso una nueva articulación de su colonialidad histórica a través de un deliberado proceso de racialización de su población contemporánea, entre otras medidas. De hecho, investigadores muy próximos a los principios del régimen participaron en este, como fuera el caso de José Pérez de Barradas (1939), Sebastián Jiménez Sánchez (1949) o Miguel Fusté (1959). Aunque también es verdad que, frente a sus retóricas esencialistas acerca del pasado de las Islas, no tardaron en conformarse movimientos de oposición al régimen de diverso sino, resultando especialmente destacables aquellos que se insertaron dentro del espectro que Susan Martín-Márquez ha definido como el del “nacionalismo canario afrocéntrico” (2011: 376). Un movimiento que no dudó, como ya había sucedido en el pasado, en hacer suyas las peculiaridades étnicas de los canarios para integrarlas a su lucha por la descolonización del Archipiélago (1964-1978). En suma, tenía razón George W. Stocking cuando aseguraba que “raza” y “nación” no son otra cosa que términos aplicables a “diferentes niveles de una misma pirámide” (1985: 7-8).

Multitud de materiales de este periodo resultan útiles para mostrar la forma en que los principios de la colonialidad permearon en el ideario nacionalista
Imagen 5. Multitud de materiales de este periodo resultan útiles para mostrar la forma en que los principios de la colonialidad permearon en el ideario nacionalista. Tal es el caso de la adscripción creativa de la Escuela Luján Pérez, fundada en 1918 en Las Palmas de Gran Canaria. Esta institución artística se caracterizó por su papel pionero, dentro del contexto de la Nueva Atlántida, en la asunción de las vanguardias históricas. En la imagen se aprecia una reproducción de una de las obras más características de la pintura indigenista en las Islas. Se trata de Platanal (1948), un lienzo de Felo Monzón, en el que resulta evidente el tratamiento racializado que reciben los campesinos del Archipiélago. Siguiendo lo estipulado por Fernando Castro Borrego, este trabajo representa una de las primeras manifestaciones «de la lucha de clases en el arte canario» (2010: 21).

 

Capítulo quinto. La condición posmoderna

Aimé Césaire (1950) acuñó la expresión la crisis de Europa para apalabrar el corolario de su hegemonía moderna y colonial tras la II Guerra Mundial (1939-1945), con la creación de la Organización de las Naciones Unidas (1945), la descolonización de los continentes asiático y africano o la promulgación de las sucesivas declaraciones sobre la raza emitidas por UNESCO (1950, 1951, 1967, 1978). Se refería con ello, como diría Cornel West (1989), al inicio de un nuevo estadio cronológico marcado por la generalización de la autocrítica y la desmitificación de la superioridad atribuida a sus tradiciones metafísicas y sistemas filosóficos fundamentales. Es decir, al cese de todos aquellos elementos que contribuyeron a apuntalar la autoconfianza de sus élites económicas, políticas e intelectuales en la escena global.

Estos acontecimientos, descritos por François Lyotard como los eventos fundantes de la condición posmoderna (1979), han hecho posible que las numerosas culturas afectadas por la colonización en la Nueva Atlántida hayan traducido sus efectos al contexto insular, como mínimo, por dos vías distintas. En los casos en sus islas han logrado consolidar sus propias estructuras estatales, como ha sucedido en Cabo Verde, Guinea Ecuatorial y Santo Tomé y Príncipe, además de la República Dominicana, Haití, Cuba, Jamaica, Granada, Barbados, Antigua y Barbuda, las Bahamas, San Cristóbal y Nieves, Dominica, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas y Trinidad y Tobago; avanzando hacia procesos de integración posnacional que, en el contexto africano, incluirían la intuitiva unión de las regiones de la Macaronesia, mientras que, en el Caribe, se han materializado a través instituciones como el ALBA (2004- ) o la CELAC (2010- ). Por otro lado, las islas que aún guardan algún tipo de relación con sus potencias colonizadoras, como las Vírgenes británicas y estadounidenses, las Caimán, las Bermudas, Anguila, Martinica, Guadalupe, San Andrés y Providencia, Puerto Rico, Santa Elena y Ascensión, las Turcas y Caicos, las Caimán, las antiguas Antillas Holandesas, Anguila y Monsterrat, Guadalupe, Azores, Madeira o Canarias, han optado por mantener dicho estatus ultramarino a cambio del reconocimiento de sus singularidades mediante figuras como el Estado Libre Asociado, la Zona Franca o la Región Ultraperiférica, por citar solo tres ejemplos.

Esta nueva realidad ha provocado que, en muchos enclaves de la Nueva Atlántida todavía resulte pertinente preguntarse, parafraseando a Stuart Hall (2008): ¿cuándo fue exactamente lo poscolonial? Y es que, desde una perspectiva estrictamente semántica, se puede sostener que en el último grupo de islas que acabo de citar no ha existido un bloque histórico capaz de superar el colonialismo. Aunque también es cierto que, desde un punto de vista polisémico, este término podría ser asumido a modo de culturalismo. Esto es, como la aplicación de un novedoso marco analítico desde el que evaluar, en sus respectivas sociedades, la crítica establecida por dichas teorías hacia categorías de honda incidencia moderna, como el sujeto, la clase, la raza, el género y también la nación.

A causa de estas particularidades, la irrupción del programa fuerte del posmodernismo ha tenido, nuevamente en Canarias, un impacto bastante irregular, pudiendo constatarse la presencia de algunas de sus propuestas en su historiografía de una manera fragmentada y poco sistematizada. Esta deriva, de hecho, la han asumido la mayoría de sus historiadores, a excepción de los trabajos firmados por Manuel Lobo Cabrera (1979), Antonio Macías (2003), Manuel de Paz-Sánchez (2007) o Ricardo Guerra Palmero (2011), quienes han protagonizado un esfuerzo notable por visibilizar la presencia de ciertas herencias coloniales en el Archipiélago y su relación con el contexto atlántico. Y, esta visión ha sido compartida desde el ámbito de la crítica literaria por estudiosos como Pablo Quintana (1991), María Rosa Alonso (1993) Nilo Palenzuela (2006) o Eugenio Padorno (2006), lo que ha llevado a alguno de estos investigadores incluso a enmendar el papel que habrían cumplido las Islas en relación a preceptos tan novedosos como los planteados por el pensamiento descolonial:

No es uno únicamente el flanco del que proceden los olvidos de Canarias [en relación a Europa]; el lapsus memorístico puede provenir también de Hispanoamérica, según ilustra, entre otros testimonios, el libro de Enrique Dussel El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad. Dussel, como tantos nuevos pensadores hispanoamericanos del siglo XX, caracteriza el periodo que en el Nuevo Mundo se extiende entre 1492 y 1636 (año este último en que Descartes formula el ego cogito) como el del “primer momento de la constitución histórica de la Modernidad” […]. Ya se habrá, pues, adivinado el sentido de la rectificación que reclama esta reflexión final. Si se ha reiterado más de lo deseable que la conquista y colonización de Canarias supuso el laboratorio de la aventura de la conquista y colonización del Nuevo Mundo, ¿habrá que rectificar en Dussel el dato de que no es América Latina la “primera periferia de la Europa Moderna”, ya que ese papel le corresponde por exacta cronología histórica a Canarias, espacio en el que verdaderamente se inicia el proceso constitutivo de modernización? (Padorno, 2006: 104-105).

 

En el campo de la arqueología, Antonio Tejera Gaspar y Rafael González Antón (1987), además de Juan Francisco Navarro Mederos y Carmen del Arco (1992), también han hecho notables esfuerzos para aproximarse a la realidad de las Islas con el afán de superar los preceptos racistas y nacionalistas que sobrevivieron al franquismo. Aunque solo aportaciones más recientes, como la de José Farrujia (2010), han logrado juzgar la actividad de esta disciplina a través de la crítica postestructural inaugurada en las Islas por Fernando Estévez (1987). Es más, están en deuda con su paradigmática relectura del pasado de Canarias las investigaciones que en los últimos años han completado su análisis sobre los efectos de la colonialidad en el Archipiélago, destacando entre ellas los trabajos de Pablo Estévez (2016), Silvia Almenara (2016) o Larisa Pérez (2017).[8]

No quiero terminar este apartado sin mencionar otra de las disciplinas de conocimiento que ha registrado recientemente una mayor actividad en la historiografía insular: la biología, cuya incidencia puede evaluarse a través del impacto tecnocientífico que ha desatado el proyecto CRONOS (1992) y otros de naturaleza similar. Dirigido por Mercedes Martín Oval y Conrado Rodríguez Martín (2009), este tipo de estudios han ponderado la incidencia de las variaciones en el ADN de la población del Archipiélago Canario a lo largo de la historia, y, a partir de sus resultados ha sido articulado un nuevo discurso acerca de su complexión que ya se ha extendido al plano político, social y cultural de las Islas. Así pues, podría decirse que a partir de la codificación de las particularidades genéticas que comparten los habitantes de las Islas, no solo ha sido posible conocer y tratar mejor algunas de sus enfermedades, sino también prolongar los efectos de viejos arquetipos clasistas, racistas, sexistas y también epistemicistas, inevitablemente asociados a la incidencia que ha tenido sobre sus cuerpos el desarrollo histórico de la colonialidad.[9]

Noticia publicada por el periódico de alcance insular, La Opinión de Tenerife, el 22 de octubre de 2009
Imagen 6. Noticia publicada por el periódico de alcance insular, La Opinión de Tenerife, el 22 de octubre de 2009, en la que se cuenta la historia de dos jóvenes “unidos” por el haplotipo U6b1, «que en genética determinan algo así como el código de barras de los primeros pobladores canarios», lo que los «convierte en herederos de la carga genética que poseían» los guanches. Tal como he afirmado, el estudio bioantropológico de la población de las Islas corre el riesgo de reforzar el esencialismo predicado por las lecturas raciales acerca de su pasado desde hace casi dos siglos, al definir científicamente la base material de ciertos elementos genéticos que ya han empezado a concebirse como manifestación de lo “genuinamente” canario (véase más en Rodríguez y Martín, 2009: 99).

En definitiva, ha sido el carácter marcadamente paradójico de historiografía canaria, la que ha hecho que sus contenidos también resulten válidos para ejemplificar el rumbo que ha descrito la colonialidad sobre el espacio atlántico. De poco ha servido que sus contenidos hayan tratado de negar o reprimir las huellas dejadas por esta especie de trauma instituyente que todavía impide la descolonización completa del “último” de los continentes. Tal como lo predijera el propio Fernando Estévez, “el pasado regresa con una fuerza extraordinaria para atrapar, para poseer el presente” en sus orillas, y esa fuerza pulsional también remite hacia el futuro, pues forma parte de “una historia que nunca se termina de escribir” (2015: 192, 218).

 

Epílogo. Para desandar la colonialidad

Como se ha podido comprobar, la Nueva Atlántida o cualquier otra voz habilitada para encarnar al espacio transoceánico del que forma parte el Archipiélago Canario, ha funcionado aquí como una especie de nombre “encubridor”. Esto es, como un recurso para evocar la “existencia” de un espacio más o menos delimitado: el Atlántico, llamado a cumplir la funcionalidad de un significante vacío. Lo que quiere decir que la frontera imperial en que estas islas convergen, debe ser definida no solo en base a sus evidentes carencias materiales, sino también en relación a su potencial para desmentir, a través de la manifestación de sus ausencias recurrentes, los verdaderos vínculos que aproximan a este “falso continente”.

En este sentido, podría decirse que la prosa de Benítez Rojo ha encontrado una manera sutil y expresionista de reivindicar lo que realmente se ha repetido a lo largo de la historia moderna de este meta-archipiélago: su colonialidad. La colonialidad entendida como la ha descrito Anibal Quijano (2000). O sea, como “uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista”, destinado a imponer una clasificación racial, de género, de clase, de credo y también espistemológica a la población del planeta como “piedra angular” para sostener la jerarquía capitalista, siempre dispuesta a operar “en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas de la existencia social cotidiana” (2000: 342). Y así lo demuestran, por ejemplo, sus economías, que han pasado del modelo de plantación a la “plantaciones de hoteles y restaurantes para turistas” (Benítez, 1997: 307), escenificando de manera calcada la forma en que la división internacional de la riqueza y del trabajo también se repite dentro del orden social libidinal al que responde el capitalismo de consumo insular.

Este paisaje, además de denotar la “conquista total del tiempo de ocio por las relaciones de producción capitalista” (Santa Ana, 2004: 14), ha sido determinante para la conformación de una nueva forma de subalternidad: la colonialidad global. A buen seguro, la más novedosa taxonomía de la posmodernidad/poscolonialidad, “distinta a la imperial-religiosa de los siglos XV y XVII, y de las formas imperial-nacional vigentes desde el siglo XVIII hasta la segunda mitad del siglo XX” (Mignolo, 2003: 45). Pero que, de ninguna manera ha supuesto una quiebra radical en su doloso pasado de dominación y violencias. Por el contrario, lo que esta ha significado es una rearticulación del discurso colonial mediante “una nueva forma de colonialidad del poder que ya no está localizada en un Estado-nación o un grupo de Estados-nación, sino como colonialidad global transnacional y transestatal”. Es decir, como una clasificación que solo adquiere sentido si consideramos al neoliberalismo “como una nueva forma de civilización y no sólo como una nueva organización económica planetaria” (Mignolo, 2003: 356, 23).

En resumen, la colonialidad ha cumplido a la perfección con su cometido, especialmente en los territorios insulares que han dado forma a las periferias del sistema mundial capitalista, globalizando las jerarquías que la han hecho posible y reproduciendo sus márgenes de desigualdad como si el mundo entero pudiera reducirse a una isla que se repite. Y este es, en mi opinión, el mayor de los aciertos de las formulaciones teóricas realizadas por Benítez Rojo: la posibilidad de empezar a descolonizar el conocimiento a través de la especificación de un continente que nos permita contrarrestar los efectos de la hegemonía, explicitando con claridad sus violencias, así como el origen de las inequidades que han ido moldeando su historialidad.

Apelar a la Nueva Atlántida debe entenderse entonces, como un ejemplo de lo que Spivak denomina esencialismo estratégico. La edificación de una suerte de “desafío material para la imaginación política”, destinado a “repensar” el papel que han jugado nuestros referentes identitarios fundamentales a lo largo de los últimos seis siglos, con el fin de resemantizar su diacrónico simbolismo para ser utilizados también en nuestro “presente geopolítico” (Spivak, 2010: 388). De modo que, lo que propongo es sacar rendimiento a la naturaleza ambigua que ha acompañado de manera perenne a las subalternidades isleñas, trascendiendo sus límites locales mediante de la procura de un contexto más amplio que haga posible globalizar la insistencia vital de nuestras poblaciones criollas, sus distintas formas de resistencia política y cultural.

Para lograr esto, desde la insularizada impostura que nos rodea, no se me ocurre otra cosa que empezar a construir sinergias, a hilvanar cadenas significantes y afectivas con que trascender el fatalismo geográfico que ha lastrado nuestras luchas a lo largo de los siglos… Y así hasta abarcar la totalidad de nuestro metafórico continente, la horma de una isla en se repita la esperanza de desandar la colonialidad.

 

Notas:

[1] Este trabajo forma parte de una investigación más amplia que ha dado como resultado la publicación del libro Los fantasmas de los guanches. Fantologías indígenas en las crónicas de la Conquista y Anticonquista de Canarias (2018). Aunque este texto en particular, fue redactado para ser expuesto en las primeras jornadas dedicadas al pensamiento descolonial que se han celebrado en la Universidad de La Laguna (Tenerife, Islas Canarias). Como objetivo principal, me he propuesto participar de la articulación de un «locus de enunciación descolonial» (W. Mignolo, 2010:108) que, partiendo del análisis de la historiografía canaria, permita establecer comparaciones con las tradiciones de otras islas del Atlántico, mostrando así la forma en que algunos de sus contenidos han sido relegados sistemáticamente de su espacio significante.

[2] En la Europa cristiana no había constancia de la existencia de territorio alguno al otro lado del Atlántico, no pudiendo circunscribirse a las poblaciones del Nuevo Mundo dentro de las concepciones bíblicas que hablaban del origen de nuestra especie. Estas sostenían que la humanidad podía dividirse en tres grandes grupos, identificados con el linaje descrito por los hijos de Noé tras el Diluvio Universal, a saber; los descendientes de Jafet, que se correspondían con las poblaciones Occidentales; los descendientes de Sem, que habitaban el Oriente; y los descendientes de Cam, que poblaban África. De modo que, el “hallazgo” de sociedades como la precolonial canaria y los distintos pueblos nativos americanos, fue interpretado como un “descubrimiento” occidentalista, es decir, como la manifestación de una «prolongación de la tierra de Jafet (Europa occidental)» (Mignolo, 2003: 121). Esto explica el hecho de que cronistas como Iván Núñez de la Peña, explicitaran la ubicación de «estas islas de Canaria […] al Occidente del dicho cabo de Finis Terrae», añadiendo después que su «longitud se entenderá Occidental» (1994: 5).

[3] El discurso de pureza de sangre, de acuerdo con la interpretación de Mignolo, es el primer imaginario geocultural del sistema-mundo que se incorporó en el habitus de la población migrante europea, legitimando la división étnica del trabajo y la transferencia de personas, capital y materias primas a nivel planetario. Uniendo las tesis de Quijano con las de Mignolo es posible asegurar que el imaginario de la blancura fue producido por el discurso de la pureza de sangre como una aspiración internalizada por todos los sectores de la sociedad colonial, convirtiéndose en el eje alrededor del cual se desarrollaba su vida. En este sentido, ser blancos no tenía que ver tanto con el color de la piel como con la escenificación personal de un imaginario tejido por creencias religiosas, vestimenta, certificados de nobleza, modos de comportamiento y, lo más importante, formas de producir y transmitir conocimientos (véase más en S. Castro Gómez, 2005: 55, 60).

[4] El concepto de criollización propone derribar las ontologías coloniales establecidas en el escenario atlántico. Concebido en las Antillas, su significación teórica actual ha sido impulsada por los autores de El discurso antillano (1981), Édouard Glissant, y Elogio de la creolidad (1989), de Jean Bernabé, Patrik Chamoiseau y Raphael Confiant, entre otros. Describe la interacción, que no la simple mezcla, de elementos culturales, éntico/raciales, espirituales, ecológicos e incluso epistemológicos provenientes de América, África, Europa y Asia como la fuerza motriz de las identidades que han resistido al patrón de exclusiones promovidas por la colonialidad.

[5] El imaginario de la anticonquista emerge, según Pratt, como una «visión utópica e inocente» de la «autoridad europea global», la cual propuso una «apropiación del planeta totalmente benigna y abstracta». De modo que, la colonialidad quedó reconfigurada de una forma distinta a las «articulaciones francamente imperiales de la Conquista: conversión religiosa, apropiación territorial y esclavitud» (2010: 85) implementadas durante los siglos anteriores.

[6] La revolución haitiana escenificó, tal como lo ha defendido Michel-Rolph Trouillot, la conjunción inédita del ideario nacionalista con la crítica a la filosofía occidental instigada por la Ilustración, desafiando «el marco conceptual en el que sus defensores y adversarios habían pensado la raza, el colonialismo y la esclavitud en el continente americano» (1995: 364). Como reacción a estos acontecimientos, pero también a la huella colonial hispana, tomó cuerpo el nacionalismo dominicano desde la independencia efímera (1821) hasta la instauración de II República (1865-1916). Mientras, el Grito de Yara en Cuba y el de Lares en Puerto Rico, ambos acontecidos en 1868, marcaron el nacimiento de sus respetivos procesos de construcción nacional como parte del clima de «contra-conquista» (Mezilas, 2015: 59).

[7] A grandes rasgos, el orientalismo debe entenderse como «un modo de discurso» apoyado en una serie de «instituciones, un vocabulario, unas enseñanzas, unas imágenes, unas doctrinas e incluso unas burocracias y estilos coloniales» (E. Said, 2007:20). Su principal objetivo es definir, dentro de la tradición cultural europea, ese vasto e impreciso espacio conocido a partir de entonces como el “Oriente”. De modo que, este ejercicio sociosimbólico no puede explicarse como la mera consecuencia de una «simple disciplina o tema político que se refleja pasivamente en la cultura», ya que es el resultado «de la distribución de una cierta conciencia geopolítica», de una cierta «voluntad o intención de comprender, y en algunos casos, también de controlar, manipular e incluso incorporar lo que manifiestamente era un mundo diferente» (2007:34) de Occidente.

[8] De hecho, en mayo de 2018 se celebró en la Universidad de La Laguna, con motivo de la V Semana de Antropología Social Fernando Estévez, las jornadas De la colonialidad a la de(s)colonialiad: reinvenciones y subversiones geopolíticas, en cuyo cartel participaron la mayoría de los integrantes del Grupo de Investigación de Estudios Decoloniales adscrito a la misma universidad, coordinado por Carmen Marina Barreto Vargas y del que también forman parte Osvaldo Lorenzo Monteagudo, Grecy Pérez Amores, Domingo Garí, Silvia Almenara, Mariano de Santa Ana, Alba Rodríguez García, Ramón Hernández Armas, Yanira Hermida Martín, Roberto Rodríguez Guerra, Paula Fernández Hernández, Alberto Quesada, Pablo Estévez, Larisa Pérez y el suscribe estas páginas.

[9] Para Donna Haraway, este avance del positivismo debe ponernos sobre aviso acerca del potencial que los genes como concepto histórico pueden proporcionar a la ciencia a la hora de evaluar ontológicamente un cuerpo o un grupo social. El determinismo genómico, de hecho, ha sido señalado como el principal responsable del nacimiento de lo que esta autora denomina tecnohumanismo, una nueva categoría que, en comparación con sus antecesoras renacentistas e ilustradas, ha realizado algunos ajustes ideológicos en las disciplinas y tecnologías encargadas de estudiar al ser humano y su historia. La principal distinción, sin embargo, entre estos nuevos estudios y sus antecesores, estriba en que ahora las particularidades que definen a nuestra especie no son reductibles únicamente a la clasificación de las características de un organismo de carne y hueso, como sucedía con el paradigma de las razas naturales, sino que también se pueden sintetizar en una base de datos, convertida por mor de los últimos avances tecnológicos y científicos, en un objeto de práctica y conocimiento (véase más en Haraway, 2004: 280).

 

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Cómo citar este artículo:

GIL HERNÁNDEZ, Roberto, (2019) “La colonialidad es una isla que se repite. La historiografía canaria como metáfora atlántica”, Pacarina del Sur [En línea], año 10, núm. 38, enero-marzo, 2019. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1702&catid=14