Los comunismos del siglo XXI ante la herencia del socialismo real. Elementos para relanzar un debate desde la experiencia cubana

The XXI century communisms to the legacy of real socialism. Elements to relaunch a debate from the Cuban experience

O comunismo do século XXI para o legado do socialismo real. Elementos para relançar um debate a partir da experiência cubana

Boris Nerey Obregón[i]

Recibido: 16-06-2013; Aprobado: 01-07-2013

El proyecto socialista cubano cruza hoy una fase crucial en materia de definiciones a futuro. El actual proceso de actualización se produce en un momento histórico de fuerte modificación en el patrón de relaciones sociales que caracterizaron durante décadas al proceso revolucionario. Desde el discurso político se reconoce que el pleno empleo no puede seguirse manteniendo como objetivo central de política, que se debe restringir la compleja arquitectura de subsidios que caracterizó al estado de bienestar isleño, y la necesidad de que el estado se retire paulatinamente del control de importantes sectores de la actividad económica. Sus propósitos centrales denotan un redireccionamiento en el proceso de construcción socialista; es mucho más intensiva, tanto en los procesos productivos como en la política social, en elementos que reducen los gastos del estado y aumentan sus ingresos, que en aspectos donde se proponga la subversión de la división social del trabajo capitalista y su régimen de apropiación.


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Lo que está hoy en juego es el futuro de un proyecto socialista cuyas contradicciones internas fundamentales se han desplegado históricamente siguiendo una dinámica donde una visión de sobrevivencia a corto plazo ha coartado la realización de los objetivos de larga duración que una sociedad anticapitalista precisa. Tiene la restricción de realizarse en un momento de contracción económica, de crisis capitalista mundial, en medio de una política internacional deliberadamente hostil contra el socialismo cubano.

Como explicaremos a continuación, es una respuesta que trata de enfrentar las contradicciones centrales de una sociedad hija de los socialismos del siglo XX, cuyos impactos han puesto al sistema frente de un proceso de cambio inevitable en aras de su sostenibilidad al futuro. Estas contradicciones no siempre han sido correctamente comprendidas, al punto que su impacto ha sido clasificado generalmente, en el discurso político, como producto de la incidencia geopolítica externa, en tanto efectos coyunturales que pueden resolverse en el mediano plazo. En las páginas siguientes demostraremos que son intrínsecas a los procesos de construcción de sociedades alternativas, y que un abordaje superficial de esta complejidad puede dar al traste con la realización de proyectos anticapitalistas.

 

Las contradicciones centrales del socialismo cubano[ii]

La experiencia socialista del siglo XX y lo que va del presente se planteó el dilema de construir sociedades anticapitalistas desde países que integraban su periferia. Las condiciones de partida fueron diferentes, pero el problema del desarrollo estuvo presente en todos, con mayor urgencia en las zonas pertenecientes a los últimos anillos de dicha periferia, marcadas por el hambre y la exclusión, y que jamás contaron con el “bono de despegue” desde un despliegue de las relaciones de productivas similar al de los países del capitalismo central.

La posterior  restauración capitalista en la gran mayoría de estas experiencias demostró que no basta con tomar el poder político, contar con apoyos electorales mayoritarios, la elevación sustantiva de los niveles de vida, o una larga y costosa trayectoria de lucha (incluso eliminar la clase capitalista) para evitar el regreso del capitalismo. Cuando no se subvierten los elementos que perpetúan al capital en tanto relación de dominación central, ni se trasciende en lo cultural su metabolismo, la historia mostró el resurgimiento de sus representantes, el regreso del estado burgués y la profundización de la enajenación de los trabajadores que se entregaron jubilosos al orden restaurado o lo presenciaron inermes. Una vez concluidos los largos procesos de liberación y delimitación de la soberanía para los sujetos, la práctica cotidiana siguió marcada por la experienciación enajenante de la participación en los procesos productivos, en los que se perpetuaba la división del trabajo capitalista con su estatus de trabajadores asalariados.

Cuba es un caso paradigmático del despliegue de estas contradicciones, cuyo eje central es la conservación de la asalarización de los trabajadores como característica central de las relaciones de apropiación dentro de su modelo de desarrollo. Ello se vincula estrechamente con el mantenimiento de una división del trabajo que no se ha democratizó más allá de los límites de la capitalista, sin llegar a proponer una transformación que apuntara a la profundización de las relaciones socialistas en materia de gestión de la propiedad.

Si bien la gestión estatalizada de la propiedad colectiva mostró ser práctica en los inicios; esta no transitó hacia una eficaz socialización a través de procesos de apropiación (ordenados orgánicamente a partir de la progresiva desalarización) que contribuyeran a la real emancipación del trabajo, entendida como desalienación gradual a partir de subvertir de manera efectiva la división del trabajo de la acumulación capitalista.

Por ello, los trabajadores continuaron con una apropiación alienada el trabajo actual (cuyo resultado es entendido solamente en tanto posibilidad de acceso al consumo) y el trabajo pasado (entendido como medios de producción e infraestructura propiedad del estado, no un resultado de su participación efectiva en los procesos productivos). Ello implicó la mediatización de la emancipación del trabajo y la no consecución de un nuevo tipo de calidad en las relaciones sociales de producción.

Un elemento que definió los nuevos procesos de alienación fue la socialización asincrónica de la producción, el conocimiento y la capacidad decisional. Mientras que el conocimiento se socializó en gran escala, producto de los evidentes éxitos de la política social adoptada, sobre todo la referida a la creación de sistemas educativos universalistas, este aumento del potencial humano no se incorporó de forma realmente efectiva en las relaciones de producción, lo que significó que la gestión de la propiedad se realizara según un patrón marcado por la asimetría en los procesos de toma de decisiones. Esta desigualdad ocasionó que la socialización del conocimiento no se tradujera en un proceso de empoderamiento real de los trabajadores, imposibilitando que se asumieran a sí mismos como sujetos de apropiación.

Al no subvertir la lógica institucional de la modernización liberal, a partir de crear un sistema de relaciones de producción de calidad diferente en cuanto a la gestión de la propiedad, el socialismo cubano es un fenómeno más de la (re)distribución que de la producción de la riqueza nacional. La justicia (re)distributiva se convirtió en el eslabón básico de la organización social, sin trascender la lógica institucional bipolar (estado-mercado) del capitalismo dentro del régimen de acumulación.

Lo anterior está fundado en que el plusproducto obtenido se redistribuyó sin arreglo a la participación efectiva en los procesos de trabajo, de forma universalista, por lo que el acceso al bienestar podía producirse aunque la participación en la creación del valor que lo sustenta fuera mínima o ninguna. Al crecer con mayor velocidad la gama de productos y servicios a los que una persona podía acceder como derecho de ciudadanía, que los relacionados con un esfuerzo productivo extra, se originó un desbalance que tuvo un fuerte impacto desmotivador en la producción de mayores volúmenes de riqueza social. Ello ocasionó que los actores productivos fundamentales percibieran su participación en el bienestar desconectada de su aporte en trabajo real a la sociedad. La redistribución entonces se universaliza y se separa de la distribución; este proceso, si bien dotó en sus inicios a la sociedad cubana de una homogeneidad salarial y de acceso al bienestar entre grupos sociales, a la larga se convirtió en igualitarismo y en freno al desarrollo económico.

La decisión de garantizar la equidad a partir de la universalización del bienestar gestionado desde la centralidad estatal, pero manteniendo la asalarización de las relaciones de apropiación, se inserta en una concepción del desarrollo que implicaba la priorización de la modernización en tanto bien común, y relegaba a un segundo plano la situación de las economías familiares. Por ello, el salario nunca podía crecer más que la productividad del trabajo, o lo que es lo mismo, siempre la cuota de bienestar adquirida, sin arreglo a la cantidad y calidad del trabajo aportado, superaba a una capacidad de consumo desde los salarios cuyo despliegue fue postergado indefinidamente en función de priorizar el desarrollo del país. Entonces, la modernización socialista no fue multidimensional, en paralelo e igualitaria en todos sus niveles de agregación, sino que a la postre se convirtió en un proceso también asimétrico donde las familias (y las comunidades) diferían a futuro (que nunca llegaba) la posibilidad de participar en la gestión de la acumulación, cediendo al estado (sus representantes) la gestión de prácticamente todo el plus valor producido (gestión estatizada del empleo, la inversión y el bienestar).

Este desbalance del proceso entre los distintos niveles societales y el estado originó una matriz de relaciones de dependencia que hacía a las familias y a las comunidades particularmente vulnerables a las crisis económicas, pues sus niveles de adaptación y supervivencia estaban encadenados a la economía central, que por esta circunstancia se hacía también a sí misma más frágil, al punto de tener que financiar la extensión de los servicios de bienestar y el proceso de modernización muchas veces mediante un fuerte desbalance externo.

De esta manera, las relaciones de apropiación asalariadas no pudieron garantizar un vínculo orgánico entre los intereses individuales y los colectivos, entre el consumo y el bienestar, y terminaron produciendo una relación donde una de las partes sólo podía crecer en detrimento de la otra. Una política salarial cuyo principio fue diferir casi todo el consumo que trascendiera la reproducción simple de la fuerza de trabajo implicó que el bienestar no fuera autosustentable, precisamente el sentido desde el que se diseñaba.

Así, el desbalance de acumulación entre lo familiar y lo estatal no pudo históricamente resolverse. El modelo de socialismo desarrollista con apropiación asalariada, consumo diferido, pleno empleo y bienestar universal desmercantilizado se fue resquebrajando en la misma medida en que no podía financiar la densidad de su política social a partir de la elevación de la productividad del trabajo, lo que generaba una demanda de recursos externos cada vez mayor y no permitía que el consumo aumentara, pues la elevación de los salarios suponía desviar recursos -cada vez más escasos- del bienestar y de la acumulación con vistas al desarrollo.

De esta manera nuestro socialismo se continuó anclando sobre todo en la fase distributiva y no en la socialización del ciclo completo. Ante situaciones de crisis financieras recurrentes, y relaciones de producción caracterizadas por la baja productividad, la gestión del bienestar también fue perdiendo efectividad ante la disminución de su provisión financiera, y sus servicios disminuyeron calidad ante la falta de recursos.

Las circunstancias referidas tuvieron un poderoso impacto en la conformación de un ordenamiento social que se fue haciendo cada vez más complejo. Al intenso flujo interclasista inicial, caracterizado sobre todo por la consolidación de la clase asalariada a partir de la proletarización de grupos heterogéneos provenientes del ordenamiento social capitalista anterior, y de la afirmación como grupo de los sectores campesinos, se le suma también la conformación de un segmento que posteriormente ganaría en uniformidad y definición: los representantes del estado.

Dichos grupos, caracterizados por una alta capacidad decisional, y que en un inicio estaban integrados por la llamada “vanguardia” de la clase obrera, sustituyeron en la administración de la economía a la clase propietaria (y a sus administradores) del período precedente. En sus orígenes estuvieron caracterizados por elevados niveles de permeabilidad, y se constituyeron en garantes de la aplicación de las bases del modelo de desarrollo, convirtiéndose en la práctica en un canal de comunicación entre la dirección del proceso y el resto de los sectores sociales. Pero lo anterior significó también que se produjera un vaciamiento de sus características definitorias iniciales en los grupos aportantes (obreros, campesinos, trabajadores de los servicios, etc.) hacia una actividad social caracterizada por el trabajo intelectual y la concentración en sus manos del poder decisional.

Se estableció de este modo un canal legítimo de movilidad social ascendente a partir de la eliminación de las restricciones estructurales del capitalismo subdesarrollado, que propició un rápido cambio en la estructura social heredada, pero caracterizada por el surgimiento y consolidación de una clase de baja capacidad decisional en un régimen de administración estatal de la propiedad; y otra de alta capacidad decisional, encargada de la gestión de dicha propiedad.

 Implicó también la configuración de un patrón subjetivo de alta expectativa de movilidad ascendente, pero anclado en sistemas de enclasamiento que tenían importantes puntos de contacto con los de la etapa prerrevolucionaria. Las personas comienzan a representarse el ordenamiento social a partir de la percepción originada en la pertenencia o no a la clase decisional, clasificando a los grupos, y a sí mismos, como “trabajadores” y “dirigentes”, reproduciendo así el sistema de enclasamiento relacionado con la división social del trabajo capitalista.

Al mantenerse relaciones de trabajo donde la capacidad decisional queda en manos de grupos de representantes del estado, mientras que el resto de los actores tienen poca capacidad de participación real en los procesos productivos, el impacto socioestructural del modelo de desarrollo terminó generando, además de un régimen de acumulación de baja productividad, un ordenamiento social que naturaliza una estructura de desigualdades ajena a los fines de un modelo de desarrollo socialista. La perpetuación de la asalarización incidió en la configuración de un ethos de la participación en las relaciones de trabajo que se construye de forma diferente a las relaciones solidarias de producción, donde la acumulación se presenta a los actores sociales como una realidad externa a su contribución, pues no tienen participación sobre qué parte debe destinarse al bienestar (indirecta) y cuál al consumo (directa).

Las contradicciones antes señaladas se complejizaron durante la llamada crisis de los 90, donde se produjo una caída casi unísona del bienestar y del salario real en un breve período de tiempo, circunstancia que no se ha podido revertir completamente. El anclaje de la percepción de lo colectivo, fundado sobre todo desde lo político distributivo por encima de la democratización de las relaciones de trabajo, comienza a fracturarse cuando se individualizan (descolectivizan) los patrones de eficiencia de la acción individual en los sistemas productivos.

La crisis facilitó la emergencia de componentes estructurales con una presencia muy limitada en la etapa anterior. Estos grupos se han constituido en ordenadores del patrón de organización social y de asignación de estatus, imponiendo nuevas reglas fundamentalmente asociadas a la instauración de un tipo de consumo no asociado a los ingresos salariales, generando diferencias y desigualdades de contenido diferente al de la etapa anterior.

La apertura asociada implicó la transición hacia un régimen de acumulación multiespacial, donde diferentes segmentos económicos compiten a distintos niveles del funcionamiento económico y social. Ello produjo la creación de nuevos canales de movilidad social, en un proceso de reestructuración social que creó y empoderó a nuevos sectores vinculados a la propiedad no estatal en cualquiera de sus variantes, mixta, privada, informal o por cuenta propia, mientras arrastraba al descenso a grupos tradicionales asociados al tramo estatal de la actividad económica, ampliando y profundizando desigualdades sociales no legítimas, ampliamente distanciadas de los fines del modelo. Podemos afirmar que coexistiendo con el viejo modelo de estructuración (salarial) de las desigualdades por distribución del ingreso según la complejidad del trabajo, la nueva sociedad produjo otro basado en la distribución desigual y polarizada de ingresos no salariales, donde el estatus como representación se basa en un alto consumo en tanto criterio de movilidad social.

Siguiendo los objetivos planteados para el actual proceso de actualización, puede esperarse que entre los grupos participantes en los procesos productivos se mantenga la asimetría decisional que ha caracterizado sus relaciones durante el período revolucionario, por lo que su participación en los procesos de trabajo seguirá marcada por la generación de eticidades y epistemes fundadas desde la individualización de lo colectivo, muchas veces contrapuestas según la posición ocupada, y construidas desde una percepción del ordenamiento social donde los grupos de baja capacidad decisional se consideran en desventaja permanente, sin posibilidades reales de trascender su posición de partida. Mientras, en los grupos de alta capacidad decisional la alienación continuará expresándose en considerar la gestión del modelo de desarrollo coto exclusivo de su actividad social, así como en suponer que dichos procesos enajenatorios sólo se producen en los grupos no decisionales, que no alcanzan los niveles de compromiso necesarios para “sentirse propietarios” de los medios de producción, como ellos.

 Sin embargo, en ellos también se aprecia una percepción de individualización del compromiso, anclada en una identidad que los distingue como miembro de grupos decisionales diferentes a su colectivo laboral, con los que sí comparten una eticidad común signada por su posición en la división social del trabajo. En este sentido, las percepciones sobre la naturaleza y composición de lo colectivo, y su correlato correspondiente en las formas de actuación, seguirán cobrando matices contradictorios según la posición decisional ocupada en los procesos de trabajo, y por ende, en las condiciones de apropiación de la riqueza que colectivamente se crea.

El ordenamiento social se percibe entonces como un conjunto de estamentos con pocas posibilidades de conectividad o intercambio por la mayoría de los trabajadores, casi determinado por las condiciones de partida. Puede afirmarse que la actual subjetividad con que los actores sociales interpretan su participación en los procesos productivos no genera, en la magnitud necesaria, una toma de conciencia positiva que permita la creación de una cultura del trabajo basada en la capacidad auto transformadora de los sujetos productivos, y que origine movilizaciones hacia una nueva sociabilidad de carácter emancipatorio. Por esta razón, el modelo de desarrollo socialista no es percibido en función de un objetivo común, lo que mina seriamente sus potencialidades de aglutinar un proyecto de nación alrededor de relaciones solidarias de producción.

El aumento de la complejidad de la estructura social también minó la otra arista fundamental de la justicia redistributiva. Como aclaramos anteriormente, nuestra política social partía de una supuesta homogeneidad estructural donde no existían diferencias con el poder de generar condiciones de partida ventajosas para aprovechar una política social universalista y desmercantilizada. Sin embargo, al reducirse la oferta de muchos servicios de bienestar asociados a la reproducción ampliada, la presión de los grupos sociales en ventaja (nuevos y viejos) condujo a su remercantilización informal (debilitando la influencia del estado en los espacios privados y la dinámica familiar), donde las desigualdades en la distribución de los ingresos y la capacidad decisional comenzaron a hacer heterogénea la demanda de bienestar. La desigual situación económica de las familias condujo a que los grupos en ventaja ejercieran presiones informales sobre los servicios de bienestar, y así el mercado se fue imbricando en los agujeros que la crisis originó en nuestra compleja red de estos servicios, creando distorsiones incompatibles con los fines para los cuales fue creada.

Si bien una política social universalista es, en las primeras etapas de la transición al socialismo, una herramienta potente para la construcción y el afianzamiento de la equidad desde una estatalidad responsable e inclusiva, centrada en la alteración radical de las relaciones anteriores de distribución del bienestar, puede, ante situaciones de cambio del patrón estructural, volverse contra los mismos fines que persigue.


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Las contradicciones antes señaladas evidencian la impostergable necesidad de construir un proceso de experimentación que ponga a prueba la capacidad desenajenante de paradigmas productivos socializadores como la cogestión, autogestión y cooperativización, basados en el fortalecimiento de un funcionamiento productivo solidario, que pueda integrar tanto los elementos vinculados a los saberes y producciones tradicionales como los asociados a las nuevas tecnologías, innovación tecnológica y servicios de alto valor agregado, así como la incorporación al diseño de los puestos de trabajo las funciones de autodirección, desde el entendimiento que organización del trabajo en el socialismo no puede ser organizar bien el trabajo no emancipado. Si la división social del trabajo que la origina se basa en un paradigma productivo donde la capacidad decisional queda fuera del contenido de trabajo de los productores, se refuerza el componente alienatorio y el aislamiento relativo de estos.

Sobre todo teniendo en cuenta que, construir el desarrollo socialista con trabajadores asalariados, y no con productores colectivos, contiene una imposibilidad en sus términos. Mientras subsista la actual división social del trabajo, y los grupos directamente vinculados a la producción sean sujetos asimétricos de la acumulación, quedando relativamente excluidos de los procesos decisionales, se originarán imaginarios colectivos contrapuestos acerca de qué entender como desarrollo, con la correspondiente generación de lógicas de asignaciones encontradas sobre qué parte de lo producido debe destinarse hacia el consumo y las economías familiares y cuál debe tributar a completar el proceso de modernización, al sustento de la política social y al desarrollo del propio aparato productivo.

Cabe preguntarse cómo la unidad productiva por excelencia del actual proceso de actualización, la empresa estatal socialista, va a funcionar de manera eficiente si no hay muchas posibilidades de que los procesos productivos sean entendidos como un proyecto colectivo por los grupos participantes, cuando la mayoría de los trabajadores están interesados en obtener para sí la mayor cantidad de beneficio posible y consideran una realidad externa tanto su aporte laboral a la colectividad como el beneficio que de esta reciben. Podríamos preguntarnos también si esta configuración subjetiva no perdurará en buena parte de los que hoy se disponen a trabajar por cuenta propia, y sus efectos a mediano y largo plazo.

¿Podría continuarse con la construcción del socialismo dejando incólumes las relaciones sociales que generan este tipo de prácticas, más allá de las restricciones financieras internacionales? ¿Lograrían resolverse sólo desde un modelo redistributivo con metas más modestas? No parece posible, si no se debate a profundidad el carácter actual de las relaciones de apropiación, de la política salarial que las instrumenta, y la división social del trabajo que las reproduce.


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El modelo de socialismo desarrollista con apropiación asalariada, consumo diferido, pleno empleo y bienestar universal desmercantilizado parece llegar a su fin. Construir el desarrollo con trabajadores asalariados, insertos en una división social del trabajo que continúa sin subvertir de manera efectiva la capitalista, y no con productores colectivos libremente asociados, mostró su imposibilidad histórica. La participación en los procesos productivos debe ser vista en el socialismo como un acto libertario, no de sometimiento, lo que implica la necesidad de concebir una medida colectiva de los resultados del trabajo, que trascienda el entorno individualista, eficientista, productivista y asalariado. Significa también la comprensión de que las transformaciones éticas y cognitivas que la construcción del socialismo precisa no se fundan en abstracto; exigen un correlato que implica la transformación de las prácticas productivas en función de trascender el estatus de colectivos de fuerza de trabajo asalariada hacia la conformación de comunidades de productores libremente asociados, mediante la instauración de paradigmas productivos auto transformadores, que puedan fundar el patrón de sociabilidad requerido en un proceso civilizatorio anticapitalista.

 

La complejidad de la agenda política en el programa de actualización[iii]

Aunque muchos ven en el reciente proceso una apertura mercantil con remembranzas asiáticas, lo cierto es que aún los cambios no alcanzan los niveles observados, por ejemplo, en China o Viet Nam. No parece probable que el actual gobierno esté en condiciones de asumir los costos políticos y de legitimidad girando hacia el llamado socialismo asiático, pues ello tensionaría aún más la compleja estructura de apoyos que hoy lo sostiene, sobre todo por el aumento poco controlado de la desigualdad social y la polarización de la riqueza.

El origen e intención de esta agenda de cambios puede rastrearse hasta la crisis de los 90 del siglo XX, cuando el desplome del bloque este europeo obligó al país a un programa de reformas adaptativas para enfrentar el “período especial en tiempos de paz”. Hoy es relanzado porque incluso el ingreso de Cuba en nuevas redes de intercambio, surgidas del ascenso de los gobiernos de centroizquierda en América Latina, y una nueva etapa de las relaciones económicas con China, no ha acelerado la tenue recuperación económica.

Además, porque se mantienen los problemas centrales que provocaron la mencionada crisis. No hay un aumento de la inversión productiva que permita renovar la obsoleta planta tecnológica de la isla, y la productividad del trabajo sigue siendo muy baja. No aumentan las exportaciones, si las importaciones, lo que se hace más grave cuando hay que mantener una infraestructura de servicios de bienestar (Salud, educación, seguridad social, empleo, etc.) comparable en muchos aspectos a países centrales. Lo anterior hace que la economía cubana siga siendo vulnerable a la dependencia externa, no solo de petróleo, la cual empeora el bloqueo norteamericano. Por otra parte, los salarios, según la opinión de muchos expertos, siguen estando muy por debajo del costo de la vida en la mayoría de los segmentos del mercado de trabajo, originando infra consumo, lo que completa el ciclo perverso contra el crecimiento económico.

Por lo anterior, los cambios vienen desde arriba y en varias direcciones. Una se propone ahorrar cuanto sea posible al presupuesto del estado, e incluye un nuevo diseño de los organismos de la administración central, la desaparición de dependencias tradicionales, la eliminación de empleos estatales considerados no productivos, el cierre de empresas irrentables, la supresión o recorte de subsidios, etc. Otra se plantea incrementar los ingresos y fomentar el consumo: la reapertura de circuitos mercantiles anteriormente proscritos para los nacionales incluye la compraventa de casas y automóviles, la posibilidad de adquirir líneas de teléfonos celulares, hospedarse en hoteles, etc. También el otorgamiento de tierras en usufructo a particulares, y una apertura en las ocupaciones que pueden desempeñarse por cuenta propia, por ahora de baja cualificación. Incorpora además un relanzamiento de la inversión extranjera directa, prevista tanto para los nuevos circuitos económicos como para las actividades productivas estatales, igualmente las exportaciones de fuerza de trabajo calificada y la puesta en vigor de una notable reforma migratoria. Sin embargo, algunos elementos que podrían profundizar en el carácter socialista del proceso han sido postergados, como la creación de cooperativas que podrían emplear fuerza de trabajo calificada en el sector no agropecuario, y el surgimiento de la llamada “propiedad colectiva de segundo orden”, las cooperativas de cooperativas. Para implementar esta parte de la actualización anunciada, es necesario cambiar casi por completo el marco legal que hoy regula esas actividades, y es un proceso que puede tomar un tiempo considerable.

Por ello, más que una franca apertura a las relaciones mercantiles, se trata de un intento por “regularizarlas”, y un reconocimiento de que operan en la vida cotidiana a niveles profundos. La mencionada crisis trajo aparejado una caída del poder adquisitivo de los salarios, de los que vive la mayor parte de la población, y un auge inédito del mercado negro, que mueve magnitudes de ingreso similares al circuito estatal, acompañado por la permisibilidad que obliga una economía restringida desde la oferta. De la crisis de los 90 surgieron grupos con presencia muy limitada en etapas anteriores: trabajadores independientes, cuentapropistas, arrendatarios privados de inmuebles (o vehículos) y los vinculados a la nueva aristocracia agraria, que lucró a expensas de la caída en las importaciones de alimentos y al fracaso del modelo estatal de agricultura extensiva. También, los que lograron insertarse en los circuitos de la inversión extranjera y los sectores “reanimados” de la economía, como el turismo. Aunque nada homogéneos a su interior, incidieron en un cambio en los mecanismos de asignación de estatus social, fundando un tipo de consumo no vinculado a los ingresos salariales, generando desigualdad y aumentando la polarización de la riqueza. Hoy compiten con las viejas élites burocráticas, imponiendo un nuevo ordenamiento estructural y de movilidad social, contribuyendo al descenso de muchos grupos tradicionales.

Aunque predomina la fuerza institucional del estado, los circuitos mercantiles han estado ampliándose en un movimiento constante desde abajo. Muchos de los cambios han consistido en poner bajo control estos espacios que escapaban a su vigilancia, a reconocer el poder adquisitivo de los nuevos grupos emergentes y su actividad económica. Otros están motivados en una política de austeridad ante la falta de respuesta productiva y el incremento del endeudamiento externo, que según el EIU Country Report asciende a casi 23 mmd. Resulta exagerado, por el momento, señalar la intencionalidad hacia un socialismo de mercado; se trata en realidad de un intento, desde la política económica, de controlar relaciones mercantiles que ya funcionan de forma relativamente independiente, y que disputan el poder económico al estado desde la cotidianidad. No hay una nueva economía política detrás de la actualización.

Otra línea fuerte del discurso de la actualización es el enfrentamiento a la burocracia. A ella se atribuyen muchos de los problemas actuales de la sociedad cubana, y se le interpreta como una desviación perversa del aparato institucional, causante de un sobregasto del presupuesto estatal, del aumento de la corrupción y de tomar decisiones en su propio beneficio, en detrimento de los intereses populares.

Sus orígenes están en el propio proceso de institucionalización de la revolución, cuando sustituyó a la clase económica que regía el aparato productivo capitalista. Aunque podrían haberse adoptado otras formas de organización más acordes con el ideal socialista, se optó por crear una maquinaria profesional para dirigir la vida social del país. Surgieron de los propios trabajadores, pero terminaron abandonando las tareas que antes realizaban para concentrarse en funciones de dirección. Con el tiempo, ganaron cohesión interna, adquirieron identidad propia como grupo social, y terminaron por acaparar la capacidad decisional, ofreciendo saber hacer y lealtad política. Sus intereses se fueron separando paulatinamente de la gente, sin que mediaran procesos de escrutinio público de su gestión. Hoy son la polea trasmisora más importante en el proceso de toma de decisiones, que involucra al sistema económico y al sistema político. A la vez, el “enemigo público” número uno del socialismo.

En el discurso de la “actualización” se percibe el llamamiento a una alianza en su contra, entre el gobierno y el “pueblo”. Sin embargo, no apreciamos una intencionalidad clara hacia una devolución de la capacidad decisional a las personas, por lo que esta alianza tiene límites claros: se propone adelgazar la burocracia, no abolirla; porque se sabe dónde comienza, no donde termina. Por eso, es un cambio en el papel. La tesis del adelgazamiento burocrático es riesgosa si tomamos en cuenta lo sucedido en Europa del Este, donde en un proceso similar terminaron aliándose con las disidencias en el derrocamiento de las élites históricas, compartiendo luego el botín del patrimonio público. Hoy el gobierno cubano se enfrenta a la misma decisión; o transfiere el poder decisional a través de una democracia directa, o sigue confiando en la “experticia” burocrática, aun sabiendo cuanto arriesga. Aquí la pregunta es si se puede eliminar la burocracia existente en el sistema económico sin eliminar la que milita dentro del sistema político, o sea, sin llevar a cabo una reforma política.No obstante, según el vicepresidente cubano Marino Murillo, se trata de realizar una “actualización” del modelo económico, que no incluye, ni incluirá, reformas políticas.

Este problema cobra especial relevancia porque el programa de actualización no ocurre en el vacío político. Precisamente lo que hoy distingue al panorama cubano nacional e internacional es la pluralidad de agendas de cambio, y de los grupos que las proponen. Si en etapas anteriores los proyectos fundamentales oscilaban entre la construcción socialista y la restauración capitalista, hoy conviven dentro y fuera de Cuba capitalismos y socialismos. Coexisten tanto en el apoyo como en la oposición al gobierno cubano actual, y suelen combinarse en infinitas modalidades. Actualización, transición, reforma, adaptación, regime change, etc., son algunos de los nombres que cada cual adopta, con más o menos reflexividad, pero que develan marcadores posicionales.

Para los Estados Unidos y sus aliados nada parece ser suficiente. El reconocimiento de un cambio verdadero implica que el actual gobierno debe ser derrocado, y convocada una junta de “transición a la democracia” que gobierne al país, cambie el régimen político y económico, etc. De esta manera “existirían” las condiciones para la eliminación del bloqueo y el restablecimiento de relaciones diplomáticas. Han anunciado que entonces favorecerían a Cuba con un jugoso programa de préstamos que apoyen el cambio de régimen, aunque desde ahora asignan importantes montos a este objetivo, financiando oposiciones y programas de desestabilización. Se favorecería la creación de múltiples partidos políticos, donde ellos apoyarían, como siempre, a quien mejor propicie el rendimiento de las inversiones de sus empresas.

Muchos analistas afirman que la pluralidad de agendas de cambio que hoy encontramos es reflejo del proceso de diversificación de lo social que se ha producido, tanto dentro de la isla como en las principales comunidades cubanas en el exterior. La tesis que acompaña ese razonamiento es que, producto de ese proceso de diversificación, sobre todo al interior de  la isla, el sistema político debe cambiar, pues el actual régimen de partido único ya no puede integrar a una sociabilidad que lo desborda. Estas afirmaciones se fundan en un exceso interpretativo estructuralista, pues la historia nos muestra procesos contrarios en todas partes. En partidos de todas las orientaciones políticas se producen hoy procesos de exclusión, acompañados de mecanismos más o menos eficaces para captar la dinámica de los votos, o para imponer programas de gobierno que van en contra de las mayorías. Afirmar que el unipartidismo debe ser sustituido porque es un sistema antidemocrático per se esconde ciertas ingenuidades interesadas. Lo mismo quienes afirman que un partido único es la garantía para mantener un proyecto nacional independiente de las influencias de naciones extranjeras, entiéndase Estados Unidos. En este sentido, nada impide pensar que pueden existir lo mismo unipartidismos entreguistas que multipartidismos patriotas. Las llamadas democracias “secuestradas”, que son hoy denunciadas por indignados en casi todos los países, ya no provienen mayoritariamente de naciones comunistas o socialistas, y los “estados fallidos” que hoy hacen crisis provienen tanto del capitalismo neoliberal como del socialismo burocrático. No hay, hasta el momento, soluciones “limpias”.

También resulta francamente reduccionista afirmar que cada agenda tiene una esencia clara y distinta. Los contenidos que usualmente se utilizan para definir el comportamiento político y las propuestas para la gestión del espacio público hoy no funcionan para el caso cubano, donde muchas veces aparecen entreverados a tal punto que confunden. También porque se suelen utilizar, para estas clasificaciones, los pronunciamientos públicos o documentos constitutivos de los grupos, que en numerosas ocasiones ocultan más de lo que muestran. Además, porque este tipo de análisis intenta hacernos creer en una mayoría apolítica, no movilizada, a la que hay que proponerles agendas de cambio porque no tienen ninguna. La baja productividad del trabajo, y la mercantilización de muchas relaciones de la vida cotidiana pueden ser interpretados de muchas maneras, pero son síntomas claros.

Les propongo entonces que intentemos precisar estas agendas, aunque sea en un ejercicio de minimalismo conceptual, sabiendo que existen múltiples eslabones mediadores, pero que no tendrían definición sin estas posiciones nodales. Proponer etiquetas, y luchar contra ellas, es parte del ejercicio público y colectivo de la razón.


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Por agenda conservadora definimos la oposición o negación del proceso de cambio. Incluimos acá a los grupos fundamentalistas: Los partidarios del viejo socialismo burocrático del siglo XX, y los vinculados a los grupos reaccionarios aliados de los Estados Unidos. La propuesta de ambos es un interesado regreso al siglo pasado, cada uno a su propio paraíso; los primeros a los años 80, época de esplendor del socialismo desarrollista subsidiado, los segundos a los 50, que nos venden como la realización del ideal económico y democrático nacional. No necesitan el diálogo, pues el aislamiento es la condición necesaria para su reproducción; y es en la división de la nación y el mantenimiento del bloqueo donde encuentran su sobrevivencia. Ante la actual pérdida de legitimidad de su agenda, reaccionan reclamando la patria como su patrimonio, bien atacando y reprimiendo a los otros grupos o entrando en un estado de negación de la realidad, que tratan de imponernos desde la posición de fuerza que aún conservan. Para ellos los cambios sólo serán suficientes si logran eliminar al otro de la vida política, y nunca han desechado la opción violenta. Mientras le apuestan a la extinción (natural o violenta) de su contracara, sus “sujetos” del cambio se extinguen, o casi.

La agenda liberal, por su parte, impulsa una “evolución” al capitalismo, o a un socialismo de mercado tan emparentado que a veces las diferencias huelgan. Liberales soft, demócratas cristianos, socialdemócratas, etc., aspiran a sustituir un socialismo burocrático obsoleto por la democracia representativa y la economía de mercado. Preconizan que es la única manera de salvar al país, propiciar la reconciliación nacional y con los Estados Unidos, atraer inversión (extranjera o migrante) y aumentar el consumo; venden un futuro rápido, promisorio, que aproveche lo logrado: Tanto estado como sea necesario, y tanto mercado como sea posible. Confían que continúe la extinción del socialismo real; que el aval USA y la avanzada edad de la dirigencia histórica cubana obren a su favor. Cuentan con que la expansión, incipiente pero “inevitable” de la propiedad y la inversión privadas, unida a la aspiración al consumo como estatus de una buena parte de los cubanos, dentro y fuera, les permita capitalizar mayorías, consensos y reconciliaciones, produciendo la creencia de que su opción es inevitable. Aunque comparten con los conservadores (de Miami) muchas veces la preferencia por el regime change, saben que si estos triunfan tendrán pocas oportunidades de inversión y de controlar los procesos políticos, entonces es mejor que el gobierno cargue con los costos de la transición, para emerger triunfantes. Le apuestan a aprovechar la crisis económica para introducirse mediante las inversiones y la apertura de nuevos circuitos mercantiles, apoyando los procesos de acercamiento producidos entre el gobierno y los migrantes, pero son atacados por los grupos conservadores que, o no los reconocen, o los tachan de oportunistas.

En la agenda libertaria la refundación del socialismo (socialismos) es única opción para salvar un proyecto verdaderamente anticapitalista, que no ha podido “trascender” su condición actual por la agresividad estadounidense, la influencia del “modelo soviético” y los errores de implementación internos. Aunque no excluyen el trabajo privado, apuntan que la política social desmercantilizada y universalista, la autogestión de la propiedad y la vida, las cooperativas socialistas y la democracia directa son los aspectos que deberían centrar el proceso de cambio, no las concesiones al mercado capitalista. Tienen el reto de emplazar a una burocracia gatopardista y empoderada, reconstruir una economía devastada, enfrentar la hostilidad norteamericana, proponer un nuevo proyecto de nación para todos, y resolver presiones sobre el aumento del consumo que no puede producirse de inmediato. Su proyecto contiene la esperanza de construir una sociedad inédita, pero es quizá la agenda menos definida en la práctica, menos “probada” en tanto experiencia histórica. Paradoja: Su principal fortaleza implica una debilidad para construir alianzas con el resto de las agendas, porque como continuidad es una ruptura de la presente actualización, y porque la restauración capitalista implica continuar ad infinitum la resistencia, desaprovechando lo logrado en 50 años de construcción socialista, obligándolos a empezar de nuevo.

Una discusión importante radica en sus posibilidades de sobrevivencia, convivencia o de formación de alianzas. Los conservadores reaccionarios podrían asociarse con los liberales, aunque hoy se aprecien importantes tensiones entre ambos grupos. Su objetivo común es la restauración capitalista y la vuelta a la democracia representativa liberal. Si en la actualidad predominan las desconfianzas, y las acusaciones mutuas de oportunismos y fundamentalismos; lo que subyace es la disputa por el botín de la transición, donde los conservadores están dispuestos a asumir los costos, y tienen el suficiente poderío económico para hacerlo, pero no están dispuestos a compartir los beneficios. Mientras, los liberales preferirían transferirlos, sobre todo al gobierno de la isla, pues solo así podrían introducirse con ventaja. Por eso están dispuestos a participar con ellos en cualquier negociación política, tome esta la cara de regularizar las relaciones con la comunidad migrante, o de promoción de las inversiones en la isla.

Los conservadores del socialismo burocrático y los libertarios, por su parte, convienen en su intento por impedir la restauración capitalista en Cuba, y en su enfrentamiento con los reaccionarios y los liberales. Sin embargo, el actual proceso de cambio abre un espacio de discusiones sobre si la actualización económica es un proyecto para profundizar en el contenido socialista, o una apertura hacia un socialismo de mercado con el que no comulgan, por considerarlo una restauración capitalista. Los libertarios se preguntan por qué si las declaraciones oficiales insisten en la preservación socialista, se han dado pasos bastante escasos en esta dirección: hasta el momento sólo la promesa de permitir la propiedad cooperativa de algunos medios de producción más allá de la tierra. Reclaman que la mayoría de los cambios son muy lentos, y no se dirigen fundamentalmente hacia la profundización del contenido socialista. A ello muchos conservadores oponen que fomentar la autogestión, cogestión, el control de los trabajadores sobre las decisiones fundamentales del proceso productivo y la democracia directa, sería someter al país a una caotización de los cambios, pues lo importante es lograr un restablecimiento económico a corto plazo, a lo que los libertarios responden que con la intención de ganar tiempo real a corto plazo se pone en peligro la ganancia de tiempo histórico, pues en aras de cumplir objetivos de sobrevivencia a corto plazo se sacrifican cada vez más los ideales de la construcción anticapitalista.

 La posibilidad de alianza concreta más avanzada se construye hoy alrededor de la agenda que hemos denominado liberal. En segmentos anteriores argumentamos sobre el actual juicio político a la burocracia, y adelantamos que parecía sobre todo un cambio en el papel, pues no se le puede eliminar sin cambiar el sistema político, posibilidad consuetudinariamente negada por el gobierno de la isla. Podemos prever entonces que, con el objetivo de garantizar su sobrevivencia,  seguirá acaparando la capacidad para la toma de decisiones fundamentales en los procesos productivos, reclamando más apertura para las inversiones, mayor espacio para las relaciones mercantiles, y una reducción del gasto social, que se les hace inefectivo y exorbitante. Para ellos, el principal problema es la recuperación económica, y la adopción de medidas que aumenten la hoy baja productividad del trabajo, responsabilidad del insuficiente “compromiso productivo” de los trabajadores, lo que francamente representa un giro interno hacia la agenda liberal, pero que conviene a las expectativas de sobrevivencia a corto plazo de los partidarios del socialismo burocrático.


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En caso de que las principales fuentes de financiamiento externo actuales entren en recesión o desaparezcan ante coyunturas electorales adversas, esta avidez de inversiones podrían acercar cada vez más a los liberales de dentro y fuera, forjando alianzas en beneficio mutuo. Se presentarían como los salvadores del país, únicos capaces de presentar una alternativa viable para el incremento de las inversiones, el empleo, los salarios y el consumo familiar, y de negociar con los Estados Unidos el fin del bloqueo. Conste que lo anterior, aunque pudiera parecer fuertemente especulativo, ya tiene resultados concretos. Nótese que la presencia de empresarios cubanos residentes en el exterior aumenta cada día en la isla de manera oficial, reuniéndose con funcionarios gubernamentales, en actos políticos en el exterior reclamando el fin del bloque estadounidense, entrevistándose con cabilderos en el congreso norteamericano, u ofreciendo conferencias y debates para propiciar la reconciliación nacional.

También su presencia puede notarse en el financiamiento a muchos de los florecientes negocios privados en la Habana, sobre todo en restaurantes, en la compra de casas, e incluso en las relaciones comerciales entre empresas de mediana envergadura privadas y las empresas del gobierno, por ejemplo, en el sector turístico y de importaciones. De esta forma se están estrechando las relaciones entre burócratas e inversionistas cubanos del exterior, unos ofreciendo recursos financieros y los otros permisibilidad económica, es una ecuación de ganar. Hasta el momento actual, la relación sigue profundizándose sin que medien grandes restricciones impuestas desde las elites tradicionales, que ven con buenos ojos el flujo de recursos hacia el presupuesto estatal, y la aparente “moderación” de las demandas de estos sectores, que pudieran servir de portaviones para un fortalecimiento en la lucha contra el bloqueo estadounidense incluso desde su interior. Confían en que pueden mantener el control sobre este flujo, que tiene para ellos un bajo costo político, pues lo que piden no implica el reclamo de una reforma política que amenace su continuidad en el gobierno.

Lo peligroso de esta situación es su parecido con lo que ocurrió en buena parte de los países de Europa del Este. La alianza entre “burócratas de segunda generación” y las nuevas disidencias liberales se fundaba precisamente en relaciones de este tipo. La mayoría defendía la posibilidad de incorporar circuitos económicos mercantiles privados sin que esto mellara la esencia socialista que aparentemente defendían. Ante el pobre desempeño económico, o incluso cuando este no era despreciable, continuaron fomentando las alianzas para propiciar un aumento de la inversión nacional privada, y terminaron cambiando las reglas, propiciando la restauración capitalista. El hecho de que en el proceso rodaran algunas cabezas, sobre todo ante acusaciones de corrupción, peculado, enriquecimiento ilícito, y hasta traición a la patria, como ha ocurrido recientemente en Cuba, no impidió que a la larga consiguieran su objetivo. Cuando ya no las necesitaron, aprovecharon o incitaron a situaciones de desestabilización, apoyadas directa o indirectamente por las agencias de inteligencia occidentales, para derrocar a las élites históricas, incluso en los casos en que parecían tener determinado arraigo popular. De esta forma, como ya señalamos, terminaron compartiendo el botín del patrimonio público. Pero esta es una alianza que no se fundó el día que cayeron las élites tradicionales, sino que fue cimentada y aceitada durante un largo período de tiempo.

Nuestro criterio es que el único antídoto contra la realidad anteriormente comentada está contenido en la agenda libertaria. Sólo mediante la devolución de la capacidad decisional en todos los niveles de gobierno y relaciones sociales a la mayoría semiexcluida se puede lograr que cualquier programa de cambio tenga un carácter realmente popular, que los intereses de las personas “sin cargo” puedan ser tenidos en cuenta, y que la planificación sea ejercida por sus propios sujetos, no por mega cadenas de distribución que nadie sabe en realidad cómo funcionan. Así, una buena parte de la burocracia realmente perdería su razón de existir, tanto en el sistema económico como en el político, y la que quede estaría sometida al escrutinio público, no sólo a la evaluación de sus jefes.

Sin embargo, las propuestas de este tipo están sometidas hoy a múltiples presiones, al rechazo de la mayoría de las agendas constituidas. Por querer fomentar un beneficio para todos, resulta que parecen no convenir a nadie. Las élites tradicionales, en su intento por blindar el espacio público a sus enemigos, han terminado dejando fuera a quienes pretender impulsar realmente una profundización de contenido socialista, y han perdido con ello la posibilidad de una retroalimentación que desde la base pueda consolidar un proyecto de nación sin explotación. De esta manera, se confunde el uso de lo público con lo estatal o lo mercantil, negándoselo a quienes intentan recuperarlo para su uso social. Esto repercute en la merma de las posibilidades para controlar la corrupción sin tener que usar la fuerza policiaca, en un debilitamiento de su alianza con las bases sociales que los apoyan, y en el aumento de la vulnerabilidad ante las agresiones de los servicios de inteligencia norteamericanos, que destinan cada año cuantiosos fondos para apoyar proyectos de desestabilización interna.

Además, resulta pertinente preguntarnos, si analizamos las etapas previstas a futuro en el proceso de actualización, sobre las implicaciones que tiene lo anteriormente comentado en cualquier proceso de cambio u ordenamiento el sistema jurídico, absolutamente necesario para pasar de una primera fase básicamente de sobrevivencia a una de construcción. Aunque se convoque a procesos de participación popular como los ya realizados, en definitiva los diagnósticos y las soluciones pasan por los aparatos burocráticos, así como los diseños de las leyes futuras que deben adoptarse. Si permanecen sus actuales niveles de empoderamiento decisional, cabe preguntarnos además si en definitiva el contenido de dichas leyes terminará beneficiando a las mayorías o seguirá siendo una especie de candado regulatorio, que asegure el control político y económico a los aparatos burocráticos, pero esta vez permitiendo las alianzas que posibilitan la ampliación de la inversión privada nacional y garantizan el flujo de recursos para mantener el estatus quo. Si no se devuelve la capacidad decisional a los ciudadanos, ni se permite la socialización del espacio público, podemos pensar entonces que el proceso de cambios será cada vez mejor dominado por el gatopardismo de las burocracias, y su consabida actitud antinacional.

Si la actual baja productividad del trabajo es, como comentamos, el indicador de una agenda masiva pero silenciosa ante un orden social en el que las grandes mayorías ven cooptadas su capacidad para participar, entonces los problemas centrales que retrancan la recuperación económica ya comentados se mantendrán. Se tratarán de sustituir los bajos rendimientos por un aumento en las inversiones, y seguirá creciendo la deuda externa. Por eso, se priorizarán las condiciones para la atracción de capital privado, extranjero o nacional, lo que provocará una revisión de la legislación vigente en función de este objetivo, y los trabajadores verán reducida aún más su capacidad de incidir en la toma de decisiones. Cada vez serán menos los subsidios, y las garantías laborales se mantendrán sólo para pequeños segmentos del mercado de trabajo. Las burocracias habrían terminado su trabajo, únicamente quedaría el derrocamiento final de las elites históricas y empezar la lucha por el reparto del botín de lo que fuera el patrimonio público. La dependencia externa sería convertida en el pretexto para entrar en las instituciones financieras al servicio de las oligarquías internacionales, y ya sabemos la historia donde termina.

Aunque parezca contradictorio, hoy predomina el exceso de confianza en las élites históricas del proceso revolucionario. Confían en que el apoyo que reciben de los ciudadanos es aún mayoritario, que tienen la capacidad suficiente para que las burocracias puedan ser adelgazadas y controladas sin riesgos mayores, que los circuitos donde se ha introducido el mercado (blanco y negro), y los grupos sociales participantes, todavía pueden ser reducidos al control estatal, y que la inversión nacional privada (formal e informal) puede producirse sin cambiar la esencia del sistema social. Además, creen en que pueden seguir manteniendo el control de la esfera pública estatizándola, y que a la larga se producirá la recuperación económica. Consideran que adoptar la agenda libertaria produciría la caotización del proceso, y que no se necesita una democracia directa cuando hoy existen mecanismos que, al menos en el papel, garantizan la participación ciudadana. Queriendo ganar tiempo real, en realidad pierden tiempo histórico. Mientras tanto, la historia sigue su curso, y la suerte está echada.

Hoy cada agenda quiere producir una ilusión de mayorías adscritas, imponer su rumbo y velocidad, pero ninguna tiene capacidad para imponer su idea de lo bello, lo justo y lo verdadero. Tampoco para explicar la resistencia al cambio: Las teorías sobre la inmovilidad, el apoyo incondicional o el síndrome de Estocolmo ya no se sostienen. El gobierno sabe que los cambios en política económica, y sus tempos, son un asunto de seguridad nacional, y que los candados ideológicos plasmados en la Constitución están desbordados.

 

Alternativas para los proyectos de construcción social anticapitalistas[iv]

Por lo que argumentamos con anterioridad, tomando como ejemplo histórico el socialismo del siglo XX, y el caso cubano en particular, resulta imprescindible relanzar el debate sobre las condiciones de posibilidad y diseño de sociedades realmente anticapitalistas. El viejo tema (nunca resuelto) de la superación del subdesarrollo, y sus alternativas de solución, sale de nuevo a debate público, en tanto sustrato común a todas las alternativas. Ahora, parece ser el objetivo común de neodesarrollistas (postcapitalistas y comunitaristas) y socialistas, aunque su asimilación acrítica sea particularmente peligrosa para los últimos. Sobre todo, porque las primeras parecen asumir sin mayores inconvenientes el paradigma de la modernización liberal, y los socialistas no consiguen diseñar al respecto un proyecto propio, consintiendo alrededor de cierta convergencia estratégica en la explicación del subdesarrollo a partir de una relación fallida entre las instituciones hegemónicas de la modernidad liberal: mercados no controlados y estados insuficientemente constituidos.

Una situación que necesita ser analizada con más profundidad es que las potencialidades de desarrollo y/o modernización de nuestras sociedades están profundamente lastradas por la posición que ocupan en la acumulación del capitalismo occidental, correctamente historiada por Ribeiro (1992). Cualquier proceso que desde esta lógica intente “sacar adelante a nuestras economías” se enfrentará una trampa infinitesimal: no es posible cambiar los roles y Aquiles nunca alcanzará a la tortuga. La ilusión del postcapitalismo también tiene puntos de contacto con un supuesto asumido, explícitamente o no, por muchas propuestas de izquierda: la construcción del socialismo sólo es factible cuando el capitalismo ha culminado su proceso de modernización, o sea, sin este bono de despegue, el desarrollo de sus capacidades técnicas y fuerzas productivas, no es posible emprender la construcción socialista, y así sucesivamente.

Lo anterior conduce a repensar los supuestos señalados; a preguntarnos si el mercado puede proveer una tecnología de asignación de recursos (políticos y económicos) para la superación del subdesarrollo, o que se pueda corregir sus “desviaciones” desde una estatalidad correctamente articulada. Ambas instituciones, preponderantes en el proceso de modernización capitalista occidental, parecen tener capacidad de complementarse hacia una asignación eficiente según la tradición liberal, desde el principio de subsidiariedad que reza “tanto mercado como sea posible, tanto estado como sea necesario”. La realidad es que hoy las estrategias “exitosas” de acumulación siguen sin resolver el problema señalado, pero saltan con facilidad sobre la doctrina que difunden. Lo anterior es paradigmático en las llamadas asociaciones público-privadas, que aparecen como vitrinas de una supuesta economía mixta, cuando en realidad muestran la subsunción de todas las esferas de la sociabilidad por los circuitos de la acumulación capitalista (Stolowicz, 2009), donde las relaciones mercantiles parecen “resumir” la totalidad del entramado social.

De esta forma, la proclamada “refundación” de los estados nacionales se realiza desde la creencia de que es posible “emerger” del subdesarrollo “actualizando” las economías directamente hacia la fase actual de los modelos productivos del capitalismo central: la producción destructiva (Mészarós, 2005). Esta implica que se desplieguen a la par tanto las capacidades productivas como el potencial destructor de todos los recursos intervinientes, en los que se incluye el hombre, la naturaleza y la sociabilidad. Sin embargo, confían en poder resolver dicha destructividad, desconociendo que el metabolismo del capital no es compatible con sistemas de control que permitan trascender esta lógica, anclada en procesos como la tasa decreciente de los valores de uso, y que el subdesarrollo consiste precisamente en que se nos ha impuesto asumir la externalización de dichos costos.

De esta forma, el principio distributivo que pretende conjurar la segregación histórica en los mercados de trabajo, el “desfasaje” cultural en las fuerzas productivas y el hambre como realidad, tomando como rasero posiciones que van desde el asistencialismo y el igualitarismo moral hasta el justicialismo propio de la tradición liberal, no puede escapar de dicha trampa: crear sociedades inclusivas desde una acumulación que excluye.

Lo mismo ocurre con los procesos actuales de profundización democrática, surgidos más desde el endurecimiento de las luchas de los movimientos sociales que de un emprendimiento de “modernización” en los estados. No pueden garantizar la inclusión en la pugna distributiva más que desde el asistencialismo, pues sus modelos productivos son mayoritariamente excluyentes, incluso en los circuitos “emergentes” vinculados a las cadenas de valor trasnacionales. Esta tensión permanente marcará su gestión de la conflictividad y sus potencialidades para generar consensos alrededor de su modelo de desarrollo, así como su vulnerabilidad ante las crisis fiscales provenientes de las “fallas” de acumulación.

La “modernización” latinoamericana no puede escapar del metabolismo del capital, al contrario, le es funcional. Entre otras, al formar desde el asistencialismo un nuevo ejército de consumidores (de sobrevivencia) necesario para constituir un precario mercado interno, insustituible colchón de ajuste para las burguesías nacionales ante la crisis global, lo que les ha posibilitado cierta inserción en los circuitos trasnacionales de acumulación capitalista, de aquí su crítica al neoliberalismo. Ello explica en parte el relativo éxito actual de las (nuevas y viejas) oligarquías nacionales, tanto en países como Brasil (Antúnez, 2011) donde apoyan directamente al proyecto lulista, o en Venezuela, donde siguen enfrentadas al chavismo a pesar de que generan el 70% del PIB y mantienen una privilegiada tasa de apropiación de la renta petrolera (Sutherland, 2011).

Lo mismo ocurre con la otra propuesta alrededor del desarrollismo. El comunitarismo tiende a profundizar la creación de consensos alrededor de la propuesta neodesarrollista, aunque en apariencia la crítica. Cuestiona la superación del subdesarrollo desde una postura que recurre lo mismo a las tradiciones organizativas características de los pueblos prehispánicos o a procesos de modernización de las instituciones hegemónicas de la modernidad liberal (estado y mercado) y a la naturaleza de sus relaciones. Incluye también una detracción a los efectos que el neoliberalismo periférico ocasionara a las sociedades latinoamericanas, lo que promueve un efecto de comunión con los proyectos socialistas, a partir de un paquete de soluciones que parece priorizar las potencialidades de la organización desde lo territorial; una modernización “desde abajo” que apunta a solucionar los efectos de los estados insuficientes, fallidos e incapaces de controlar la dinámica de los mercados y un tipo de organización productiva que parece ser la más acorde a la dinámica actual de los movimientos sociales. Es el neodesarrollismo “local”.

Sin embargo, de sus propuestas se deriva una restricción del ámbito en las luchas asociadas a la distribución de la riqueza: de lo social a lo comunitario, invisibilizando relaciones de dominación que precisamente se cristalizan en lo primero. Las instituciones que posibilitan el proceso de acumulación capitalista no constituyen el foco de su atención, sólo en lo que toca a sus relaciones con la comunidad, por lo que atomiza la lucha social en función de conseguir micro empoderamientos que no trascienden el control del metabolismo del capital. Al aparecer como opositores del proyecto neodesarrollista, se presentan como una “tercera vía” alternativa a los proyectos postneoliberales y a los socialistas (Stolowicz, 2009). 

Su éxito está asociado a la reelaboración de conceptos como “economía social”, “responsabilidad social”, “desarrollo local”, etc., explotando sus puntos de contactos con formas de sociabilidad prehispánicas como el “buen vivir” del altiplano andino. La estrategia se basa en el apoyo y/o creación de organizaciones parcialmente desconectadas de los circuitos de explotación más intensa de la fuerza de trabajo, de garantizar una base de subsistencia a poblaciones excluidas del reparto capitalista, apelando al respeto a la diversidad cultural, a las potencialidades locales de “autogobierno”, y a resignificar expresiones de la solidaridad intrínseca de movimientos sociales constituidas durante las luchas contra los procesos de exclusión social (Oxoby, 2010).

La crítica a estas posiciones suele resultar difícil desde la izquierda, pues parece intentar demoler un tejido asociativo que ha garantizado mejorías en el nivel de vida a poblaciones excluidas de la acumulación y la pugna distributiva. Sin embargo, un proyecto anticapitalista no puede conseguirse dejando incólumes las instituciones que garantizan la perpetuación de la dominación del trabajo por el capital: no es posible trascender al capitalismo sin trascender a los capitalistas, y viceversa (Mészarós, 2005).

Sobre todo porque sus modelos productivos, muchas veces vinculados a movimientos cooperativos, suelen mantenerse dentro de los llamados “siete principios de Rochdale” que vertebran un cooperativismo interclasista y apolítico: matrícula abierta, neutralidad política, un socio un voto, interés limitado sobre el capital, ventas al contado, ganancias que vuelven al socio, educación y formación para los socios y sus familias. En este sentido, dicho movimiento constituye una apoyatura a los procesos de externalización de costos (productivos y reproductivos) asociados a la producción destructiva, pues suelen complementar muy bien la precarización de la clase que vive del trabajo en la actual reconfiguración productiva de la estrategia postneoliberal (Antúnez, 2011). El cooperativismo de los comunitaristas es un proceso de socialización de la producción mediatizado por la funcionalidad con la acumulación capitalista y sus circuitos de valorización, lo que Texier (2000) llama transición bloqueada, sobre todo desde la posibilidad de su cooptación política, “economía gobernable” (Stiglitz, 2003).

El reto para los proyectos anticapitalistas radicará en poder captar este tejido parcialmente desconectado de la acumulación y subvertir la naturaleza de dicha desconexión, sumando su experiencia de resistencia a un empeño cuyo éxito radicará precisamente en sus potencialidades inclusivas, en desconectar cada vez más tejido social del metabolismo del capital.

 

Elementos para debatir el relanzamiento de los comunismos del siglo XXI

Por lo anterior, aunque parezca pretencioso, una propuesta comunista del siglo XXI implica el entendimiento de que no hay nueva política económica sin nueva economía política. Este relanzamiento del debate debe comenzar por clarificar la comprensión de la magnitud del cambio social necesario. El proyecto de construcción de una sociedad que pueda trascender el ordenamiento del capital debe pensarse en términos de un nuevo proceso civilizatorio (Ribeiro, 1992), si pretendemos una respuesta verdaderamente sistémica al movimiento globalizador desarrollado por los círculos de poder financiero, que sea capaz de enfrentar con éxito el metabolismo del capital, en una nueva fase de resistencia constructiva.


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Sus bases deben ser la constitución de relaciones que puedan subvertirlo como continuo ontológico, o sea, proponer realmente un punto de vista nuevo al “punto de vista del capital” desde la emancipación del trabajo (Marx, 1971). La propuesta de que el capitalismo pueda trascender en postcapitalismo, implícito en muchos proyectos neodesarrollistas (Katz, 2006) olvida (o quiere) que este no es más que la forma histórica del capital en tanto relación de dominación, y que el postcapitalismo sigue estando inserto en el mismo proceso civilizatorio basado en la dominación del capital sobre el trabajo, aun cuando “desaparecieran” los capitalistas (Mészarós, 2001).

Para subvertir dicha relación debe generar relaciones anticapitalistas, basadas en la emancipación del trabajo, no ya como clase o factor de la producción, si no en tanto condición universal de existencia de las nuevas sociedades (Marx, 1971), con capacidad para conectarse más allá del estado-nación con otros procesos anticapitalistas. Sobre todo, porque la secularización entre los circuitos de lo político y lo económico es una de las prácticas de invisibilización de las relaciones de dominación del capital.

El nuevo proceso civilizatorio debe fundarse en la acumulación de prácticas culturales de autogestión de la vida, que avanzan desde las restricciones del orden del capital hacia su expansión en la sociedad anticapitalista. Es construir sociabilidad desde una dialéctica de la libertad. Su éxito radicará en que pueda originar un movimiento cultural que fundamente e integre sociabilidades con progresiva capacidad de desconexión de los sistemas de intervención del capital en la vida cotidiana, hacia otras donde la integración productiva permita que los movimientos sociales puedan constituirse, como el capital, en una verdadera lógica global.

Ello maximizaría las posibilidades de resistencia ante el empuje de los bloques geopolíticos de las potencias capitalistas para la región. En ese sentido, se hace imprescindible ahondar en las propuestas antisistémicas de desconexión (Amin, 2002), para que las prioridades en los modelos productivos estén enfocadas hacia las necesidades internas (regionales) y no desde su imbricación en las cadenas de valor de la economía capitalista transnacional. Sin embargo, es necesario que este proceso de desconexión se asimile además como micro práctica productiva y no solo en su contexto macroeconómico, en función de lograr que los nuevos modelos productivos puedan integrarse trascendiendo la lógica del capital.

Esta podría ser la base de los encadenamientos productivos comunistas, en tanto segmentos con capacidad desconectiva del capital, más allá de los clusters y distritos industriales que las cadenas de valor han instaurado en nuestros países según la tendencia del modelo de valorización del capitalismo actual, para minimizar sus costos de operación y aprovechar las ventajas de la globalización en su funcionamiento. Este proceso de creación de nuevo tejido productivo progresivamente desconectado de los circuitos de la acumulación capitalista podría servir de base para la gestación de nuevas formas de participación en la planificación regional de los recursos productivos, la formación de nuevas identidades laborales y de nuevas formas de gestión de lo político.

Sin embargo, dichos bloques no pueden constituirse a profundidad si no se proponen integrar el tejido social que la acumulación capitalista ha desahuciado (en distintos niveles de desconexión), como las empresas recuperadas y por recuperar, producciones marginadas por tener niveles de capitalización cercanos a economías de subsistencia, formas productivas premodernas ajenas a la valorización y la explotación, así como otras formaciones económicas hoy sólo nucleadas alrededor de los movimientos sociales. 

Los nuevos modelos de desarrollo comunistas, para subvertir el metabolismo del capital, deben basarse precisamente en transparentar dichas relaciones hasta el tejido social más amplio, donde el ciclo productivo completo se realice bajo el control de los trabajadores. El sentido de este régimen de acumulación sería entonces la inter constitución de un nuevo paradigma productivo autogestionario, nuevas formas de planificación de la vida social, y nuevas formas de autogobierno y soberanía popular. Su mayor potencialidad se conseguiría en condiciones de integración más allá de los estados nacionales, donde amparados por los gobiernos, crezca un tejido productivo emancipado a partir de las interacciones entre sujetos de apropiación que funcionen según lógicas complementarias.

Uno de los núcleos de acuerdo fundamentales involucra el entendimiento de que ni el estado ni el mercado son instituciones que pueden por sí mismas garantizar la calidad distributiva, pues la diversidad y multiespacialidad de los procesos productivos exige procesos regulativos diversos, y esta diversidad solo puede ser efectuada eficientemente desde los propios espacios. El cambio del consumo mediado de la producción mercantil al basado en valores de uso es la base de las relaciones de intercambio, donde no se separa la producción de la reproducción de la fuerza de trabajo.

Las acumulaciones comunistas deben originarse en una cultura de pluralidad y sostenibilidad económica, ética y ambiental. No pueden asentarse sobre un paradigma productivo depredador, donde las relaciones con la naturaleza sean puramente utilitarias (Acosta, 2010). Resulta imprescindible un nuevo acercamiento a la noción de sustentabilidad ambiental, donde las necesidades productivas y de crecimiento a corto plazo de nuestras sociedades no comprometan el desarrollo entendido como un proyecto ético sostenible a futuro (Gudynas, 2010).

 

Una nueva visión de la comunidad y lo comunitario

Los comunismos del siglo XXI necesitan una nueva definición de lo que van a considerar como comunidad. Hasta ahora ha predominado la noción de que es un espacio geográfica y tecnocráticamente determinado, donde las relaciones sociales casi siempre se subordinan a un ámbito superior, que le expropia su capacidad decisional. Las relaciones que se establecen son similares a las de los procesos de trabajo, las comunidades no son sujetos de la acumulación, sino “trabajadores de baja capacidad decisional”. Las relaciones que pueden establecer, incluso con comunidades contiguas, deben pasar por una instancia superior. En los socialismos del siglo XX fue la empresa estatal socialista la forma de organización social hegemónica dentro de los procesos de trabajo, y sus condiciones de existencia estuvieron dirigidas a garantizar funciones centralmente asignadas de producción o de servicios, según el criterio de enclaves productivos, relativamente aislada de las dinámicas territoriales y sus necesidades productivas. Por ello, prácticamente imposibilitó la creación de espacios productivos autónomos, o los asfixió dentro de marcos regulatorios sumamente poblados y en ocasiones contradictorios, que no podían dar margen a un funcionamiento basado en relaciones solidarias, multiespaciales y pluriactorales, donde se combinaran de manera orgánica saberes y producciones de lógicas diversas.

En definitiva es en la comunidad donde se produce la convergencia entre los proyectos de vida individuales, familiares y el modelo de desarrollo. Nuevas formas de cooperación comunista del trabajo son imprescindibles para lograr procesos emancipatorios anclados en el territorio, y superar los intercambios basados en la circulación de mercancías, hacia una coordinación social de la producción de valores de uso.

 

Nuevas formas de planificación social

También, habría que avanzar en la reconstrucción de relaciones de planificación comunistas, hacia formas organizacionales no alienantes, donde la base del intercambio funciona con reglas donde los sujetos de la planificación desarrollan relaciones de intercambio basadas en una economía solidaria, no en la ampliación de cuotas de ganancia. En los socialismos del siglo XX predominó la visión autoconstitutiva de un estado macho proveedor, que se erigía en sujeto hegemónico de la acumulación y la planificación, desestimando cualquier relación horizontal entre los productores directos que no respondiera a las asignaciones centrales.

La planificación de la vida social surgiría entonces de las relaciones entre productores libremente asociados, en función de la identificación y gestión de las necesidades sociales por sus propios sujetos, cuyo sentido se extendería más allá del ámbito económico hacia el territorial, regional, institucional y estatal, según una lógica de planeamiento no estadocéntrica. Es imprescindible entonces que sean los sujetos de la planificación quienes emprendan este nuevo camino de construcción de la densidad institucional como parte de su propio proceso de auto transformación, no impuesto desde una vanguardia o gobierno (Mészarós, 2001).

 

Nuevo sistema político

El cambio de proceso civilizatorio necesita refundar las prácticas tradicionales de participación política, que no puede constituirse sin nuevas formas de participación popular que irradie desde los procesos productivos emancipados, en apoyo a la interconstitución de sujetos colectivos legítimos de acumulación, como formas de construcción de soberanía individual y colectiva.

Es necesario fundar una nueva pedagogía de la democracia, donde la victoria electoral es sólo un momento de la construcción de autogobierno y soberanía popular, proceso que antecede y precede a la toma del poder político, y lo blinda ante coyunturas electorales adversas. La adopción de formas de actuación vinculadas a cualquier teoría de las vanguardias, como señalamos, es el origen de procesos de burocratización que terminan conspirando contra los fines de la construcción anticapitalista.

Los fundamentos de la nueva pedagogía democrática implican necesariamente un proceso de devolución y formación de la capacidad decisional en los ámbitos comentados, no su expropiación en aras de un supuesto beneficio de lo nacional, o de intereses a largo plazo. La experiencia histórica demuestra que estas burocracias, una vez empoderadas, jamás emprenden la devolución de la capacidad decisional confiscada a nombre de una supuesta construcción de larga duración. Terminan secuestrando el espacio de lo político y de la política, argumentando alrededor de la seguridad nacional, la sobrevivencia a corto plazo de los procesos políticos y una supuesta refundación del estado. Para ellas, el tiempo de las formas comunistas de producción y reproducción de la vida es una pérdida de tiempo histórico. Por ello, no es infrecuente que tilden de infantilismo de izquierda a quienes pretender impulsar realmente una profundización de contenido comunista, tanto en lo comunitario como en los procesos de trabajo, y con el tiempo pierden la posibilidad de una retroalimentación que desde la base pueda consolidar un proyecto de nación sin explotación.

 

Nuevos modelos productivos comunistas

Como ya hemos señalado, un asidero fundamental para la acumulación comunista, entendida sobre todo como acumulación cultural, es la experimentación sobre paradigmas productivos socializadores de las relaciones de producción y reproducción de la vida, basados en el fortalecimiento de un funcionamiento productivo solidario, que pueda integrar tanto los elementos vinculados a los saberes y producciones tradicionales como los asociados a las nuevas tecnologías, innovación tecnológica y servicios de alto valor agregado, así como la incorporación al diseño de los puestos de trabajo las funciones de autodirección, desde el entendimiento que organización del trabajo en el socialismo no puede ser organizar bien el trabajo no emancipado.

 Significa que los nuevos modelos productivos deben tener capacidad de proponer (mediante la “superación” de los modelos del capital, destinados a crear galeotes felices) nuevos sistemas de relaciones no enajenantes de los sujetos consigo mismos, con la naturaleza y con la sociedad, en función de la complejidad de su participación. El sentido del paradigma productivo comunista sería entonces la inter constitución de nuevos modelos productivos autogestionarios dirigidos a fomentar la capacidad de autotransformación, para generar relaciones solidarias en la producción, reproducción, distribución y  redistribución de la riqueza social.

Romper con la división del trabajo capitalista implica la generación de un proceso de socialización de la producción, el conocimiento y la capacidad decisional, que para ser efectivo, debe propiciarse en condiciones de simultaneidad, pues está obligado a subvertir, desde la organización del trabajo, la lógica de socialización de la dominación capitalista. Lo anterior significa el desafío de crear un nuevo concepto de óptimo productivo que supere la racionalidad eficientista y depredadora de la acumulación capitalista, y que pueda ser aprehendido por los productores en condiciones desenajenadas. Supone la creación de nuevos ethos alrededor del bien común (Hinkelamert, 2006) y nuevos epistemes productivos, que permitan darle un nuevo contenido a la innovación tecnológica, más allá de su función en la acumulación capitalista (Nerey, 2009), pues las nuevas prácticas y la generación de mentalidades asociadas son procesos que se inter constituyen en la formación de nuevos sujetos productivos con capacidad de auto desenajenación.

 Por ello, independientemente de su forma organizacional predominante: cooperativa, autogestionada, cogestionada, empresas bajo control obrero, etc., deben seguir principios que refuercen el componente emancipador. De esta manera, a) los costos sociales de la producción no deben ser vistos como externalidades de la racionalidad capitalista de la acumulación; b) no deben producir siguiendo una tasa decreciente de los valores de uso, sino potenciando su aumento; c )producir sólo para el consumo real de las necesidades de la vida, no en función de las preferencias abstractas del consumo capitalista; d) las escalas productivas empleadas deben tener su asidero en las necesidades de las comunidades, transcendiendo las necesidades de la acumulación capitalista, que sólo prioriza la ampliación del valor de cambio; e) que los aportes productivos al común bienestar se realicen desde los propios sujetos de la planificación, sin la dominación desde un estado proveedor, cualquiera que sea su naturaleza; f) que no existan, en los procesos laborales, puestos de trabajo cuyo único sentido sea la concentración de la capacidad decisional, y en caso de ser imprescindibles, que sean rotativos y de libre elección por los colectivos de trabajadores; g) el conocimiento, la tecnología y el resto de los saberes son bien común de todos los trabajadores, no patrimonio exclusivo. Deben usarse para humanizar el trabajo colectivo, no para expropiar trabajo vivo; h) el bienestar propio (individual o comunal) no puede conseguirse expropiando bienestar a otros trabajadores, por lo que no pueden mediar relaciones asalariadas entre los integrantes de colectivos de trabajadores; i) el criterio de factibilidad productiva para la acumulación debe ser sustituido por el de factibilidad para la vida.



[i] Boris Nerey Obregón (La Habana, 1971). Licenciado en Sociología por la Universidad de la Habana en 1995. Actuario, diplomado por CIESS- IEIT- OIT, 1998. Master en Sociología del Trabajo, Universidad de la Habana y Universidad Autónoma de Barcelona, 2003. Investigador, Profesor y Consultor en el Instituto de Estudios e Investigaciones del Trabajo de Cuba (1995-2010). Profesor Adjunto del Departamento de Sociología de la Universidad de la Habana. Ha publicado, entre otras: Los costos de la canasta básica  y su relación con los ingresos, MTSS (1998). La Seguridad Social en Cuba. Problemas Actuales y Perspectivas, ANEC (1999). Satisfacción de las necesidades básicas en Cuba en la década de los 90, (1999) MTSS, PNUD. Modelo de desarrollo y política de empleo en Cuba, (2004) David Rockefeller Center on Latin American Studies, Universidad de Harvard.  Problemáticas actuales acerca de la calidad del empleo en Cuba, (2009) Revista Cubana de Población.  Impacto de las relaciones salariales en los procesos de estructuración socio clasista en Cuba, (2011) CLACSO. Socialismo, integración regional y nuevos modelos productivos para América Latina, en “Crisis e Imperialismo”, John Saxe-Fernández editor, CIICH, 2012.

[ii] Para un análisis in extenso de los temas que se tocarán en este apartado, así como encontrar evidencia documentada, ver “Impacto de las relaciones salariales en los procesos de estructuración socio clasista en Cuba”, (2011) CLACSO, Informe de Investigación.

[iii] Algunos de estos elementos fueron esbozados en “El paso del mulo en el abismo. Las reformas en Cuba”, en Variopinto, Año 1, número 1, julio 2012, Pág. 62 - 67.

[iv] Una versión desde las condiciones de posibilidad para un nuevo modelo de integración latinoamericana puede encontrarse en: “Socialismo, integración regional y nuevos modelos productivos para América Latina”, en Crisis e Imperialismo, John Saxe-Fernández editor, CIICH, 2012, Pág. 247-272.

 

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Cómo citar este artículo:

NEREY OBREGÓN, Boris, (2013) “Los comunismos del siglo XXI ante la herencia del socialismo real. Elementos para relanzar un debate desde la experiencia cubana”, Pacarina del Sur [En línea], año 4, núm. 16, julio-septiembre, 2013. ISSN: 2007-2309. Consultado el

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