Del Tercermundismo al Islamismo

Carlos Flaskamp

Recibido: 07-03-2015 Aceptado: 19-03-2015

 

En 1955 se realizó la Conferencia de Bandung, origen del Movimiento de Países No Alineados. Era el Tercer Mundo, que, en el contexto de la Guerra Fría entre los campos que respondían a los Estados Unidos y a la Unión Soviética, canalizó a un conjunto de Estados que pugnaban por abrirse un camino de desarrollo autónomo.

Líderes nacionales como Nasser, Nehru, Tito, Nkrumah, Sukarno y otros imprimieron al Movimiento un carácter esencialmente popular y antiimperialista. También Fidel Castro ocupó en nombre de su país durante un período la presidencia del Movimiento de Países No Alineados.

En un primer momento se trató de un bloque afroasiático. América Latina no estuvo representada en su fundación. Es que la propuesta estaba relacionada con  el proceso de descolonización, que en esos años tenía lugar en países de Asia y sobre todo de África. La mayoría de los actores eran países recientemente descolonizados o en vías de superar la situación colonial.

Las naciones latinoamericanas, en general, llevaban siglo y medio de independencia política formal. Y otra razón fue decisiva para que quedaran al margen de los países no alineados: la región era el patio trasero de los Estados Unidos. Había en el continente voces antiimperialistas, pero poco se reflejaban en el ámbito institucional.

Años después esa situación cambió en Sudamérica, porque en varios países los pueblos gravitaron más en las decisiones de sus gobiernos y fue creciendo la conciencia de que la independencia latinoamericana era un mito que recubría una relación neocolonial semejante a la de otras muchas naciones de África y Asia.

Poco a poco, se fueron sumando algunos países del continente al Movimiento de Países no Alineados. Pero lo hicieron cuando el movimiento empezaba a declinar. Había tenido su auge en los años sesenta y después perdió espacios. Argentina se afilió en junio de 1973, por iniciativa del gobierno peronista de Héctor Cámpora.


Imagen 1. www.cjch.cl

La claudicación fue un fenómeno generalizado en el último cuarto del siglo XX. Si hasta comienzos de los años setenta el “tercermundismo” supo desempeñar un rol pujante en el mundo, apoyando las luchas de liberación que se desarrollaban y sosteniendo la necesidad de un orden económico internacional más justo, poco después los signos de debilitamiento y desintegración se hicieron evidentes en el bloque. La combatividad pareció agotarse. Varios líderes fueron derrocados, otros murieron y muchos transaron con las imposiciones del Fondo Monetario Internacional. En un grupo de naciones se desarrollaron procesos internos de descomposición y abandono de las políticas emancipatorias.

Sobre las causas de fondo de esta decadencia todavía debe discutirse. Se habla del agotamiento del sistema de sustitución de importaciones, de la capitulación de las burguesías locales, de la ventaja económica lograda por los capitalismos centrales al deshacerse de las ataduras del “Estado de bienestar” y de otros factores.

Lo cierto es que no solamente el nacionalismo antiimperialista encontró su límite. Paralelamente se desarrolló el proceso que culminó en el colapso del bloque soviético, desapareciendo así del mapa el otro polo que se presentaba como alternativa al poder imperial. Como único dueño del terreno internacional, intangible y victorioso, perpetrando más violaciones y tropelías que nunca antes, quedó eso que algunos teóricos postmarxistas consideran que ya no existe: el imperialismo.

Este proceso no tuvo nada de pacífico. Se fue concretando a través de agresiones, presiones brutales y represiones sangrientas que atacaron, hirieron y degradaron a muchos pueblos del planeta. El modo de reaccionar frente a esta situación fue diferente en las distintas áreas del Tercer Mundo.

En América Latina hubo un aplastamiento y desorientación extendidos de los movimientos populares, quedando la Revolución Cubana como un foco solitario de resistencia durante un cuarto de siglo. Recién después de varios años, en una serie de países, los efectos aplastantes de la derrota estratégica dejaron lugar a la recomposición de los movimientos populares, que retomaron lejanas banderas de igualdad y justicia.

En el área cultural islámica la respuesta fue distinta. Ante la agresión imperial, los musulmanes se replegaron a su identidad religiosa, atrincherándose en ella. Es una forma de resistencia, ejercida desde un escalón más elemental, pero potencialmente agresivo, como lo es el de la fe religiosa.

 

Imperialismo “socialista”

La principal fuerza que ataca económica, política y culturalmente a los pueblos musulmanes es el imperialismo, principalmente el norteamericano. Contra él se dirige hoy el eje de su reacción. Sin embargo esta reacción, luego de un crecimiento latente, hizo eclosión en la resistencia a otra agresión imperialista, la que protagonizó la Unión Soviética al invadir Afganistán.

La potencia dominante del bloque del “socialismo real” ya había mostrado en Hungría (1956) y en Checoslovaquia (1968) que era capaz de conducirse al mejor estilo imperial. Mientras tanto, en los cinco países musulmanes de Asia Central que formaban parte de la Unión Soviética como herencia del imperio zarista, no faltaron muestras del desprecio y la subestimación de la burocracia soviética por la religiosidad tradicional de esos pueblos.

Fuera de la URSS y en sus límites, un movimiento militar derrocó en 1973  a la monarquía afgana,  dando lugar a un proceso de reformas, pero también a una  por momentos sangrienta lucha de tendencias dentro del nuevo régimen. El gobierno soviético encontró en ese escenario un grupo que le respondía y manipuló para llevarlo al  poder. La oposición que enfrentó, particularmente entre grupos islámicos, fue difícil de doblegar. En 1979 el ejército soviético invadió el país para sostener al régimen títere.

La invasión soviética motivó en Afganistán una resistencia generalizada, que se llevó adelante con la bandera islámica. El gobierno norteamericano no perdió el tiempo y apoyó sistemáticamente a los grupos rebeldes con armas y suministros a través del régimen vecino de Pakistán, que organizó en su territorio escuelas de entrenamiento y adoctrinamiento para la insurgencia afgana. Como explica Ahmed Rashid:

“Tras un breve y dramático período de pocos meses, Afganistán había sido catapultado al centro de la Guerra Fría intensificada entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Los muyahidin afganos, apoyados por Norteamérica, se convertirían en las tropas de choque antisoviéticas, mas para los afganos la invasión soviética era un nuevo intento desde el exterior de someterlos y sustituir sus antiquísimas religión y costumbres sociales por una ideología y un sistema social ajenos...” (“Los Talibán”, pág. 36)

La guerra de Afganistán expresó un proceso interno de resistencia popular que se encuadró en el contexto internacional de la Guerra Fría. En este marco, sectores del fundamentalismo islámico de los países árabes encontraron la razón y la oportunidad para enviar voluntarios en gran número a los centros de entrenamiento en Pakistán y a la guerra misma en territorio afgano.

Los que dicen que Bin Laden y otros posteriores actores del terrorismo internacional “son una hechura de la CIA” expresan sólo una parte de la verdad. Recibieron de EEUU un importante respaldo material, pero esos recursos fueron a apoyar un movimiento afgano interno y extranacional islámico muy activo que hizo posible su aprovechamiento.

Cuando en febrero de 1989, tras casi diez años de guerra, las tropas soviéticas se retiraron en derrota, las dos fuerzas que se habían aunado para enfrentar al invasor comenzaron a llevar a primer plano las contradicciones profundas que las separaban.

 

Una revolución estancada

En Argelia crecía un movimiento del mismo signo pero de diferentes características. El Frente de Liberación Nacional, que había encabezado la guerra de liberación contra el colonialismo francés y asumido el poder en 1962, se fue corriendo hacia posiciones conservadoras asumiendo los planes de liberalización de la economía del Fondo Monetario Internacional, mientras la mayoría de la población se debatía en la miseria.


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En estas condiciones, la resistencia se corporizó en el Frente Islámico de Salvación (FIS), que a la vez que enfatizaba la identidad islámica, desplegaba un intenso trabajo social en los sectores populares. Aunque desconfiaba del electoralismo, el FIS optó en 1990 por presentarse a los comicios municipales, obteniendo un triunfo arrasador. Su éxito se repitió en las legislativas nacionales de 1991.

Ante la amenaza fundamentalista, las fuerzas armadas argelinas, construidas a partir de los cuadros que habían combatido en la guerra de liberación, se apoderaron del gobierno, anularon las elecciones y encararon una dura represión, que enfrentó a su vez respuestas de violencia creciente.

Varios grupos armados entraron en acción por fuera de la estructura del FIS. Entre ellos, el Grupo Islámico de Liberación (GIA) se destacó por la brutalidad de sus atentados, algunos de ellos contra poblados enteros considerados colaboradores del gobierno. En el GIA participaban algunos militantes llamados “afganos”, que eran argelinos que habían hecho una experiencia en la guerra de Afganistán.

En busca de un liderazgo más convincente, los militares argelinos llamaron a Mohamed Boudiaf, dirigente histórico de la guerra de liberación que había sido años atrás desplazado por la radicalidad de sus posiciones, designándolo en enero de 1990 Presidente de la República. Boudiaf  habrá esperado poder reverdecer los laureles de la Revolución Argelina desde el gobierno. Pero los islamistas no se dejaron impresionar. En junio de ese mismo año Boudiaf fue asesinado en un atentado. El conflicto armado se agudizó. Tan sangrientas fueron las acciones de los grupos islamistas clandestinos como la represión estatal.

Hacia fines de los noventa, el gobierno argelino había logrado consolidarse, no precisamente por la vía de ganarse el corazón del pueblo, sino con la aplicación de los métodos de contrainsurgencia que los combatientes del FLN habían sabido aprender al sufrirlos en carne propia por parte del ejército francés en la guerra de liberación. La “escuela francesa” de tortura y exterminio como vía para destruir organizaciones urbanas clandestinas encontró buenos discípulos, tanto entre militares de naciones tan lejanas como Indonesia y Argentina, como entre  los que habían sido sus propios enemigos en Argelia,

 

Arabia Saudita, socio inseguro

La ocupación de Kuwait por Saddam Hussein, dando oportunidad a la intervención militar de Estados Unidos y sus aliados en 1991, originó a la larga un desplazamiento de fuerzas en la región.

La monarquía saudita mantuvo por décadas un delicado equilibrio entre su pretensión de liderazgo religioso en el mundo musulmán sunnita, basada en un “salafismo” que predicaba el retorno a los orígenes islámicos, pero también en la custodia de los lugares sagrados en Medina y La Meca, por un lado, y su estrecha asociación económica y política con Estados Unidos en función de la explotación del petróleo saudí, por el otro. Desde 1979 se desarrolló una corriente islamista radical enraizada en la clase dominante de Saudiarabia que comenzó a cuestionar esa asociación, al principio sin romper con la casa real.

Ese sector, dentro del cual se movía Osama bin Laden, apoyó a la monarquía saudita en su rechazo de la ocupación de Kuwait por Saddam –vista por los sauditas como una amenaza a sus fronteras- y aprobó la participación de Saudiarabia en la alianza antiirakí promovida por Estados Unidos. Sin embargo, se vio contrariada por la presencia de tropas norteamericanas en el país, en la que veía una afrenta y una violación de sagradas tradiciones. Su oposición se tornó más virulenta cuando, terminada la guerra, el gobierno norteamericano acordó con la monarquía la permanencia a largo plazo de las tropas yanquis allí estacionadas.

Este conflicto fue creciendo hacia 1993, en vinculación con la crisis interna de la clase dominante saudita y también con procesos que se desarrollaron en países vecinos con intervención de grupos saudiárabes. En Somalia la intervención militar norteamericana había desatado una amplia resistencia armada, encabezada por corrientes islamistas somalíes que eran apoyadas desde Sudán y Arabia Saudita. Partiendo de bases tribales, la resistencia acosó a las tropas norteamericanas hasta obligarlas a retirarse.

En abril de 1994 el gobierno de Arabia Saudita expulsó a Bin Laden, privándolo de su ciudadanía. En setiembre de ese año arrestó al popular líder islámico Salman bin Fahd al-Udah, en el marco de una política tendiente a desplazar y reprimir a los grupos saudiárabes que con sus críticas estaban poniendo en peligro las relaciones de la monarquía con Estados Unidos. En noviembre de 1995 uno de esos grupos entró en acción detonando dos bombas de alto poder en un centro de entrenamiento militar norteamericano en la capital Riad con la muerte de seis hombres, cinco de ellos yanquis, y dejando treinta heridos norteamericanos y otros treinta saudíes.

En junio de 1996 otro atentado explosivo en Al-Khobar volvió a conmover a Arabia Saudita. En agosto de 1998, sendos atentados tuvieron por blanco a las embajadas norteamericanas en Nairobi (Kenya) y Dar es Salam (Tanzania). Estos atentados fueron atribuidos a la red de Bin Laden por los norteamericanos, que respondieron bombardeando con misiles tipo crucero supuestas bases de Bin Laden en Afganistán y una fábrica en Sudán. 


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Terrorismo islámico

La propuesta fundamentalista de instalar la religión como inspiradora y rectora de la política es una reacción defensiva que hace carne en pueblos que se ven agredidos en sus condiciones materiales y también en su identidad cultural. Esta reacción toma formas diversas. Así como hay movimientos de masas, también hay grupos militantes que clandestina y militarmente realizan ataques a los puntos vitales del enemigo.

La estrategia norteamericana de “guerra contra el terrorismo” apunta a estos últimos grupos, presentándolos como una estructura terrorista internacionalmente organizada: la red “Al Qaeda”. Existen con toda evidencia grupos que se organizan y operan internacionalmente, pero ellos y muchos otros son emergentes de un movimiento más vasto, que no es susceptible de ser controlado policialmente. 

Hay muchas versiones de lo que se entiende por terrorismo. Por lo general se admite que el terrorismo consiste en acciones dirigidas contra sectores masivos de la población civil no beligerante, con el fin de crear un clima de pánico e inseguridad que favorezca la consecución de objetivos políticos. Siguiendo ese concepto, el ataque a las torres gemelas (2001) y el de Atocha (2004) son característicos actos de terrorismo, ya que se golpeó a sectores civiles para dañar políticamente a sus dirigentes.

Acciones de ese tipo, aun inspiradas en un sentimiento justo, como  es el que proviene de una cultura agredida que se rebela, no se encuadran propiamente en una lucha por la justicia, sino en el “conflicto entre culturas”, que exige pronunciarse por la propia identidad cultural y contra las otras. Así las cosas, por muchas razones que tengan los islamistas para operar como lo hacen, su causa, desde la humanidad en su conjunto o desde una región como América Latina, sólo puede ser vista como parcial y excluyente.

El imperialismo, que es el factor determinante de esta reacción, niega su responsabilidad en el proceso y focaliza al agresor en el fenómeno emergente del “terrorismo”, pretendiendo englobar a todo el planeta en la lucha contra este fenómeno. Además, lo utiliza en su propaganda para lograr objetivos que nada tienen que ver con una lucha contra el terrorismo, como fue el caso de la invasión a Irak.

Es tal la instrumentación que hace el gobierno de Bush del tema terrorista, que algunos críticos suspicaces llegan a suponer que el terrorismo internacional no existe en absoluto y que lo de las torres gemelas fue una operación montada por el propio presidente norteamericano para justificar sus acciones posteriores.

La desconfianza es sana, pero parece que esto es llevar muy lejos la teoría conspirativa. Se puede apreciar que el gobierno de los Estados Unidos aprovecha esos atentados para generar, en nombre de la lucha contra el terrorismo, una reacción agresiva que va mucho más allá de los objetivos declamados. Pero otra cosa es atribuirle a ese gobierno o a sus agencias la autoría misma de los atentados contra sí mismos con ese fin. En 1991 el gobierno norteamericano no necesitó destruir sus propios símbolos ni masacrar su propia gente para invadir Irak. ¿Por qué habría de hacerlo diez años después para repetir la invasión?  

La acción del 11 de septiembre de 2001 fue en lo simbólico y en lo humano un golpe a Estados Unidos. Hubo un gran número de víctimas civiles y se quebró el aura de invulnerabilidad del imperio en su propio territorio. Esto no se borra con las medidas posteriores de instrumentación. No fue positivo para los yanquis. Pensarlo como una maniobra es, por otra parte, subestimar la tremenda acción depredadora desplegada por el imperialismo en el mundo árabe y musulmán, que explica con creces la emergencia del terrorismo como réplica.

Una organización en particular, como “Al Qaeda”, puede ser un mito. Bin Laden puede no haber tenido personalmente la importancia central que se le asignó. Pero el movimiento masivo del fundamentalismo islámico existe y es un semillero para miles de hombres dispuestos a inmolarse en acciones semejantes.

 

Destrucción en el mundo árabe

Con el argumento de la “lucha contra el terrorismo”, Estados Unidos invadió y destruyó el Estado de Irak. Allí Saddam Hussein, al fin y al cabo un representante del nacionalismo árabe, había ejercido una dictadura férrea que mantenía la unidad del país.  Pero esa historia no terminó con la derrota y ejecución de Saddam Hussein. La invasión norteamericana provocó el alzamiento en rebeldía de diversos grupos armados irakíes, muchos de los cuales confluyeron en el Estado Islámico, un movimiento sunnita  más extremista y violento que todo los demás que se había visto en Irak.

A la vez, el gobierno supuestamente representativo de la mayoría chiita de la población, encabezado por Nuri al Maliki, que los norteamericanos al retirarse dejaron al frente de Irak, profundizó el enfrentamiento sectario con el sector sunnita que hasta entonces había gobernado, empujando amplios sectores de la población del país, como reacción ante las persecuciones de que era objeto, a la adhesión al Estado Islámico.

Este Estado Islámico –también llamado ISIS o “el Califato”- llegó a ocupar partes importantes del norte de Irak y también de Siria, donde el alzamiento iniciado en 2011 contra el gobierno de Bashat al-Asad, estimulado por las potencias occidentales, alumbró en 2012 una rama siria del Estado Islámico, que al parecer opera asociada con el Frente Al Nusra, supuestamente adherido a Al Qaeda.

Actualmente Siria está viviendo una guerra civil que no es entre dos bandos, sino entre tres: el Ejército Árabe Sirio, leal al gobierno, las fuerzas opositoras que iniciaron la rebelión de 2011, apoyadas por Occidente, y las fuerzas fundamentalistas del Estado Islámico y Al Nusra.

Expresión del partido panárabe Baath, Bashar al-Asad se identifica con el alawismo, una rama del Islam cercana al chiismo. Los alawitas son una minoría en Siria, donde la parte más numerosa de la población es sunnita, pero ocupan la mayoría de los puestos del poder. Al ser el Baath un partido laico, está teóricamente abierto a las otras corrientes religiosas. Siria mantiene una alianza con Irán y con el Hezbolláh libanés, también adherido al chiismo.


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El “Califato” sacó partido también de la destrucción en Libia del régimen del coronel Muammar Ghaddaffi, otro gobierno nacionalista con el cual las potencias de Occidente habían llegado a negociar. Esos mismos países de la NATO aprovecharon los conflictos internos libios para intervenir militarmente, logrando el derrocamiento y linchamiento de Ghadaffi y generándose una situación de anarquía que aún persiste. Pero parte de las fuerzas alzadas contra Ghaddaffi eran también los fundamentalistas del Califato, que ahora gobiernan una parte de Libia. Los norteamericanos y europeos se encuentran con problemas mayores de los que con  su intervención quisieron resolver.

El enfrentamiento entre tres bandos se está verificando también en Yemen. Allí un levantamiento exitoso de los hutíes chiitas logró el desplazamiento de Abdel Rabo Mansur al-Hadi, quien tuvo que huir de la capital Saná, refugiándose en Saudiarabia. Al-Hadi cuenta con la protección saudita y mantiene posiciones desde la ciudad de Adén. Arabia Saudita organizó entonces una “coalición árabe” integrada en lo fundamental por los Estados del Golfo, la que intervino militarmente bombardeando zonas ocupadas por los hutíes. Pero una tercera fuerza, al parecer integrada por jihadistas de Al Qaeda, tomó cartas también en la disputa, ocupando por asalto la ciudad de Al Mukala, en la provincia de Hadramut.          

           

Palestina

Palestina juega un rol especial en el contexto de la tendencia al fundamentalismo islámico. Se vive ahí desde hace décadas un conflicto sangriento entre dos pueblos que se disputan su territorio. A partir de 1987, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) intentó con la primera Intifada bajar el nivel bélico, pasando a una lucha de masas protagonizada por jóvenes y criaturas tirándoles piedras a las fuerzas de ocupación. El experimento no prosperó, porque la represión israelí fue tan feroz como lo había sido frente a las guerrillas. La violencia volvió a recrudecer y los sectores que pregonan y practican el genocidio del pueblo enemigo se hicieron fuertes en los dos bandos.

La organización político-militar Al Fatah, fundada por Yasser Arafat, que desde los años sesenta protagonizó la resistencia y también las  negociaciones en busca de una solución política que permitiera restaurar el Estado palestino, empezó a perder predicamento, enfrentando la rivalidad de sectores más radicalizados, cercanos al fundamentalismo.

El Hamás, que es la agrupación palestina predominante en la franja de Gaza, no es una organización clandestina, sino un movimiento de masas que tiene una amplia red social y que también ejecutó violentos atentados. Actualmente participa en la Autoridad Nacional Palestina, donde comparte y disputa a la vez la hegemonía con Al Fatah, relativamente más fuerte en Cisjordania.   

También el Hezbolláh libanés, que fue el factor que con sus acciones forzó la retirada israelí del Líbano en el año 2000, fue y sigue siendo caracterizado por el gobierno de los Estados Unidos –y desde luego por Israel- como una organización terrorista, cuando se trata de un movimiento de liberación nacional ampliamente reconocido en el Líbano y que incluso forma parte de la coalición gobernante en ese país. Que haya tenido responsabilidad en acciones violentas es parte de la dolorosa realidad existente en toda la región y en particular en el Líbano.

Aún después de la acción genocida realizada por su ejército en Gaza bajo el nombre de “Margen Protector”, en la que masacró a más de 2 mil 100 palestinos (la mayoría de ellos civiles) contra sólo 57 efectivos israelíes muertos, el gobierno de Israel sigue adoptando la pose de víctima que se siente amenazada.

 

Irán  

Irán no es una nación árabe, ya que tiene cultura, idioma e historia propios de origen persa, pero está también históricamente vinculado a la región. En 1979 una revolución popular terminó con el régimen del Sha Mohamed Reza Pahlevi, puntal de Estados Unidos en Medio Oriente, produciéndose una renovación política de fuerte contenido religioso, pero sin duda históricamente necesaria. No es una democracia representativa al estilo occidental. En su lugar hay un complejo sistema de instituciones, algunas electivas y otras no, donde lo clerical está estrechamente ligado a lo político.

Por su envergadura, Irán es una subpotencia regional, que además encabeza la rama chiita del Islam, influyendo por esta vía en varios países de la región, donde los chiitas son con frecuencia fuerte minoría y a veces mayoría de la población. Desde la revolución, los gobiernos occidentales atribuyen a Irán ser un Estado promotor del terrorismo internacional.

Desde los tiempos del Sha, hay en Irán un programa de desarrollo de la industria nuclear, que viene haciendo progresos. Avanzaron en el enriquecimiento de uranio y poco después de iniciarse el siglo el gobierno anunció que se había logrado el ciclo nuclear completo. Este desarrollo despertó señales de alarma en el otro puntal militar de Estados Unidos en Medio Oriente, que es Israel. El Estado sionista no solamente tiene el ejército más poderoso y mejor armado de la región. También es el único país de la región que es poseedor de armas atómicas. Los sucesivos gobiernos de Israel han defendido siempre celosamente esta exclusividad, entendida por ellos como última garantía de seguridad.         El gobierno de la república islámica sostiene que sus planes de desarrollo nuclear se limitan a fines pacíficos, pero el gobierno israelí afirma que su país se ve amenazado por el desarrollo nuclear iraní. Israel contaba en esto con el respaldo natural de Estados Unidos, que también es un país que se preocupa mucho por las armas atómicas que puedan llegar a tener otros.      

El tema fue llevado a la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA), que acordó inspeccionar las instalaciones nucleares iraníes. Los inspectores de la OIEA tuvieron libre acceso a los centros productivos de la nación persa sin encontrar  indicios de que Irán estuviera trabajando en el enriquecimiento de uranio con fines militares. No obstante, el gobierno norteamericano insistió en la OIEA en febrero de 2006 en llevar el problema del programa nuclear iraní al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La exigencia estadounidense fue aprobada en la OIEA por 27 votos contra 3 (los de Siria, Cuba y Venezuela) y 5 abstenciones.

La administración norteamericana impulsó esa resolución con el argumento de que las autoridades iraníes no le inspiraban confianza. “El gobierno iraní mostró durante dos décadas que no se puede confiar en él”, sostuvo Scott McClellan, portavoz del gobierno de los Estados Unidos (“Clarín” 7/3/2006). Esto fue dicho por las mismas autoridades norteamericanas cuya falsedad había quedado en evidencia cuando, después de invadir y ocupar Irak argumentando que escondía armas de destrucción masiva, sus tropas no encontraron nada parecido en el territorio.

Si se puede hablar de confianza en materia de armas atómicas, hay un país en el mundo que no la merece en absoluto, y ese país es Estados Unidos. Es el único Estado que no sólo las tiene, sino que también las ha usado, masacrando a cientos de miles de japoneses. Ése es el país que muestra mayor empeño en impedir el desarrollo nuclear de otras naciones. Al chocar en el Consejo de Seguridad de la ONU con  el veto de China y Rusia, optó por la política de las sanciones unilaterales, que implementó contra Irán durante todos estos años, imponiendo daños serios a su economía.

Pero algo parece estar cambiando en la política norteamericana para la región. Es probable que esto se deba a que la situación no es tan clara como en los tiempos en que Bush hablaba del “eje del mal”. Ahora hay varios ejes y se están multiplicando enfrentamientos que escapan al control norteamericano. El surgimiento del Califato, promovido por sectores que fueron socios del gobierno norteamericano y apoyado por otros que tal vez lo sigan siendo, y el crecimiento de la influencia de Irán sobre las poblaciones chiitas de Irak, el Líbano y Yemen, pueden estar llevando al gobierno de Barak Obama a reconsiderar su política de alianzas y acceder a cierto grado de entendimiento con el gobierno de la República Islámica.  

Finalmente este mes (abril de 2015), tras trabajosas negociaciones y enfrentando  la furiosa oposición de Netanjahu y del Partido Republicano estadounidense, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (Gran Bretaña, Francia, China, Rusia y EE.UU.) más Alemania arribaron a un acuerdo con el gobierno iraní consistente en periódicas inspecciones, desmantelamiento de algunas instalaciones, permanencia de otras y levantamiento de las sanciones.

En la actualidad parece estar reconfigurándose el escenario del Medio Oriente con los siguientes rasgos:

1)      El nacionalismo árabe de viejo cuño, tal como se lo conoció en la etapa nasserista, está aparentemente en vías de extinción. Siria es el último remanente del panarabismo laico. Su lugar empieza a ser ocupado por dos fuerzas: una es la de Irán con sus aliados y la otra es la del Califato más Al Qaeda.

2)      A diferencia del nacionalismo, la República Islámica tiene un componente confesional que la vincula con sectores chiitas de otros países, pero también la limita por el enfrentamiento sectario que se da entre las distintas ramas del Islam. En esta alternativa, la conducción iraní da muestras de cierta ductilidad para la política de alianzas, lo que mejoraría sus posibilidades.

3)      En contraposición con lo anterior, los grupos fundamentalistas se caracterizan por el sectarismo religioso y el extremismo metodológico. Por su combatividad ganan adeptos, de los que exigen adhesión incondicional. Todo indica que no se quieren aliar con nadie y que nadie quiere aliarse con ellos. Esto los inhabilita políticamente en un mundo en el que reina la diversidad. Pueden prosperar en las poblaciones sunnitas hasta el momento en que sus acciones se vuelvan contraproducentes.

4)      Israel sigue siendo un firme aliado de las potencias occidentales, pese a desacuerdos puntuales como los registrados con el presidente Obama en lo referente al programa nuclear iraní. Pero estos desacuerdos confirman que Israel está condenado a la soledad en la región. Es poderoso militarmente, pero políticamente ha perdido espacio en el ámbito internacional.

5)     Los demás socios de Estados Unidos son Arabia Saudita, los Estados del Golfo y Egipto, junto a otros menores. Ellos configuran una fuerza heterogénea con la que el Occidente puede trabajar si está dispuesto a tolerar sus eventuales complicidades con el islamismo radical. Los pasajes del salafismo conservador al fundamentalismo son frecuentes.     

 

Cómo citar este artículo:

FLASKAMP, Carlos, (2015) “Del Tercermundismo al Islamismo”, Pacarina del Sur [En línea], año 6, núm. 24, julio-septiembre, 2015. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 19 de Abril de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1190&catid=15