Antiimperialismo. La tarea del héroe en Nuestra América[1]

Anti-imperialism The hero’s task in Our America

Anti-imperialismo. A tarefa do herói em Nossa América

Rodrigo Quesada Monge

Universidad Nacional de Costa Rica

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Recibido: 05-02-2020
Aceptado: 16-03-2020

 

 

I

Los trabajos y los días del héroe latinoamericano son de naturaleza antiimperialista o no lo son. Este es el postulado teórico y metodológico que está presente en toda nuestra investigación académica y política, como lo habrá podido notar el lector que ha tenido la osadía de acompañarnos en todos nuestros quehaceres. La motivación central que se encuentra en casi todos estos ensayos, hasta el momento, ha sido la denuncia franca y directa del abuso, la codicia y la brutalidad que fueron características de la expansión colonialista e imperialista en América Latina y el Caribe, desde que tuvo lugar su inserción en la geografía europea y luego estadounidense, durante los siglos XV primero y en el XIX después, respectivamente. La historia de nuestros pueblos es incomprensible sin mencionar los saqueos a los que han sido sometidos, tanto a nivel interno como externo, en una espiral de criminalidad, manipulación y sometimiento sin parangón en la historia del Hemisferio Occidental. Para las narices de ciertos historiadores y políticos europeos y norteamericanos, no debería de hablarse de abuso o de saqueo, porque la pestilencia que les llega es insoportable. Curiosamente, estos mismos expertos extranjeros hablan de la vulgaridad de denunciar al sistema capitalista; pero, luego, ellos mismos argumentan que una de las motivaciones principales de la conquista española, por ejemplo, fue la extracción de oro y de fuerza de trabajo indígena.

Alguien podría pensar que se corre el riesgo de caer en los excesos de una moralina inoportuna e inconsecuente. Sin embargo, debería tenerse claro que existe una moral imperialista y otra antiimperialista. La primera podría ser caracterizada como la ausencia total de ética, pues el imperialismo siempre tuvo como soporte histórico esencial de sus excesos económicos, financieros, políticos e ideológicos, al sistema capitalista y este, bien se sabe, como diría Marx en su momento, vino al mundo para depredar, humillar y esclavizar a las personas, no para protegerlas, pues lo único que le interesaba era la acumulación de riqueza y no el bienestar de los seres humanos. El antiimperialismo, por su parte, demanda un sentido de la moral muy elevado, pues se nutre de la solidaridad, la amistad y la comprensión que debería existir entre los pueblos, para que la existencia en este planeta fuera menos dolorosa, triste y limitada, una de las mayores aspiraciones del socialismo como propuesta social, política y cultural. Es un hecho ampliamente demostrado por la historia: el sistema capitalista traía siempre consigo la barbarie; mientras que el socialismo era la suprema expresión de la cultura y la civilización, según nos recordaba Rosa Luxemburgo, cuya infame muerte se recordaba este enero pasado de 2019.

 

II

Con eso en mente, se pretende en este ensayo abordar varios temas a la vez, con los cuales se busca provocar en el lector, una lectura crítica y reflexiva de la historia particular de América Latina y del Caribe, desde su inserción en la historia del mercado capitalista mundial, en el siglo XVI. Para ello, se ha construido un acercamiento histórico lo más objetivo posible. No se quiere caer en el objetivismo clásico de los enfoques positivistas tradicionales. De esta manera, se logra diseñar un espacio amplio e inmejorable para la subjetividad de una lucha ideológica en la que el socialismo tiene testimoniadas sus mejores batallas, pero también sus más resonantes derrotas.

Ahora bien, el sistema económico y social del capitalismo tiene dos formas de expandirse y de crecer: una es mediante la acumulación de la riqueza extraída a los trabajadores de forma relativa, con el incremento de la tecnología; o de manera absoluta, con la ampliación de la jornada laboral, un ingrediente hoy día considerado por muchos como superado; pero, el cual ha vuelto a ser tema de discusión entre los académicos e intelectuales dedicados a la cuestión de la economía política. La otra forma de expansión capitalista, bastante común y corriente, es por medio del despojo, del simple robo, del genocidio, de la realización plena y total de la codicia. El colonialismo más brutal y agresivo ha reposado históricamente en este último procedimiento, el cual no contradice al primero, sino que, más bien, lo complementa y lo expande. En estas circunstancias, la ausencia de moral es una forma de moral, en la que se encuentra legitimado el crimen, el robo, la violación y el despojo.

 

 

III

Tiene nuestra aspiración, entonces, tres objetivos esenciales: 1) emprender una reconstrucción de la ética imperialista, en contraste violento con lo que aquí se ha llamado una moral antiimperialista; 2) hacer la historia del antiimperialismo en Nuestra América; y 3) aproximarnos, lo más posible, a una historia de nuestros pueblos, en la voz de aquellos que se han atrevido a hablar en su nombre. Mucho me temo, sin embargo, las objeciones del lector asustadizo pero avezado, con capacidad suficiente para apuntar que nuestro enfoque enfatiza, excesivamente, todo lo relacionado con “la filosofía de la víctima”. Lejos se encuentra de nuestras intenciones ideológicas, partir del punto de vista de que la historia de Nuestra América es la de la víctima. Todavía seduce a muchos, la vieja paradoja de estudiar la historia de nuestros pueblos, como una confrontación entre víctimas y victimarios. Esto nos deja en la estacada todo aquello relacionado con uno de los puntos vertebrales de la ética antiimperialista y esto es la comprensión posible entre seres humanos diferentes.

La humillación, el maltrato, el abuso y el genocidio aplicados contra aquellos que piensan y sienten distinto, han sido recursos utilizados por individuos que se ven a sí mismos predestinados para conducir a la Humanidad hacia jardines de prosperidad insuperable. No nos corresponde evaluar la patología detrás de esta clase de enfoques, pero los que estorben el proceso impulsado por aquellas personas, para lograr sus propósitos, deberían ser eliminados lo más pronto posible de una forma o de otra. El sistema económico del capitalismo ha propiciado este tratamiento de las relaciones entre las personas con distintos credos, sexualidades y color de piel. El pretendido sistema económico de libre mercado, ha demostrado ser, a todas luces, uno de los más inhumanos, egoístas e individualistas que hayan existido. Para este sistema, el pobre los es porque quiere. Lo peor es que ha encontrado quienes dignifiquen este tratamiento de las relaciones entre las personas y ha logrado construir toda una cultura donde el héroe es el villano, el criminal, el pistolero o el asaltante. Quienes piensen y sientan distinto se exponen a ser aniquilados. La solidaridad no tiene cabida. La amistad es simplemente una aberración que tiene precio, como cualquier otra mercancía. El fetichismo de la mercancía, del que hablaba Marx, como una de las formas más efectivas de objetivación de todo lo banal en el sistema económico, encontró que la amistad entre los seres humanos era algo con un precio determinado y en su cotización no cabían las emociones o los sentimientos.

Mucho se podría decir sobre lo que constituye una ética del imperialismo, diferente tal vez a lo conocido como una ética imperial, pero su estrecha relación y dependencia con el desarrollo de los patrones ideológicos propiciados por el sistema económico capitalista, no deberían ser descuidados en un ensayo escrito para promover el acercamiento con nuestros luchadores, héroes y libertadores. No se tiene, por tanto, otro propósito en este ensayo que llamar la atención del lector sobre la existencia de algo más allá de la simple “redención”, descrita por autores cuya mayor aspiración ha sido encontrar en Nuestra América similitudes y semejanzas con aquella otra América de habla inglesa y cálculo frío, tan duramente criticada por José Martí (1853-1895) en su momento.


Imagen 1. www.granma.cu

 

IV

La moral de los imperios, a lo largo de la historia, ha reposado sobre dispositivos diseñados por la realidad misma. Es decir, las condiciones físicas y materiales de los pueblos colonizados han determinado, la clase de moral impuesta por las naciones dominantes. Antes de la aparición del sistema capitalista, predominaba la expansión geográfica, la acumulación de riqueza material, la fuerza de trabajo en condiciones de esclavitud y, solo en último lugar, el despotismo cultural, el cual parecía responder a mecanismos automáticos de sometimiento y dominación por parte del poder imperial. Con la llegada del sistema capitalista, hace apenas unos quinientos años, surgieron otros ingredientes que no desplazaron a los anteriores, pero redujeron su influencia determinante, en las acciones de los agentes principales de la nueva economía política. La explotación de la fuerza de trabajo, el fetichismo de la mercancía, la plusvalía, la alienación de los productores directos de riqueza o sea los trabajadores y el volumen histórico de la acumulación fueron algunos de los grandes descubrimientos de la clase obrera, representada y dirigida ahora por mentes preclaras y valientes como las de Karl Marx (1818-1883), Mijail Bakunin (1814-1876), Pedro Kropotkin (1842-1921), Friedrich Engels (1820-1895), V. I. Lenin (1870-1924), Rosa Luxemburgo (1871-1919), Emma Goldman (1869-1940) y toda una tradición de lucha y formulación teórica que tenía y tiene como eje central al sistema económico capitalista.

 

V

El materialismo histórico, entonces, hizo su aparición; ese maravilloso método de indagación histórica, descubierto y utilizado por primera vez en el siglo XIX por sus creadores Karl Marx y Friedrich Engels, permitió el acceso a realidades y situaciones totalmente inéditas, apenas intuidas por los pensadores burgueses más ilustres como Adam Smith (1723-1790) o David Ricardo (1772-1823). El gran mérito de este novedoso y poderoso método de investigación histórica, económica, política y social, fue evidenciar las grandes contradicciones e injusticias del sistema capitalista, cubiertas por una cortina de humo ideológica, extendida por los dueños del poder y de la riqueza, para utilizar en su favor la fuerza de trabajo de millones de personas en todo el mundo. No era de extrañar entonces que Marx y los marxistas terminaran odiados, vilipendiados y, cuando fue necesario, asesinados, puesto que habían revelado el motivo principal, el eje central de todo el sistema económico: la explotación de los trabajadores.

Es en los últimos capítulos del primer volumen de El Capital de Marx, posiblemente, una de las obras de economía política más importantes de todos los tiempos y la última de la economía política clásica del siglo diecinueve, donde se pueden encontrar los principales instrumentos analíticos de lo que luego sería la teoría del imperialismo. Marx y Engels no tuvieron tiempo suficiente para presenciar el desarrollo de la última fase del sistema capitalita, el imperialismo como lo llamaría Lenin, pero alcanzaron a elaborar los principales instrumentos históricos, económicos y sociológicos de la acumulación de capital a escala mundial, que explicaba con certeza y agudeza indiscutibles los fundamentos de la expansión histórica del sistema capitalista por todo el planeta.

Por eso la lectura y el estudio de una obra como esta, es central para una comprensión cabal de la historia de las relaciones entre la clase trabajadora y sus explotadores. La gran fractura epistemológica, el quiebre fundamental en el método de trabajo para estudiar aquellas relaciones, introducido por Marx y los marxistas, a través del materialismo histórico, estaba en la denuncia de la explotación misma, que todos habían visto, durante siglos, como algo totalmente natural. Pero la revelación no se hizo desde una perspectiva puramente teórica, sino que estaba sustentada en una masa de información impresionante, producto de los veinte años que Marx pasó investigando en los archivos británicos. De aquí que, la denuncia más fácil y superficial que se le hace al marxismo sea que sus postulados son ideológicos y no racionales. Tal cosa no es más que puro resentimiento, pura agonía de quienes, por primera vez, se sintieron amenazados por clases sociales que, durante siglos, habían estado en condiciones de la más penosa humillación y arrinconamiento. Basta leer a Charles Dickens (1812-1870) o a Jack London (1876-1916), para detectar los límites hasta dónde podía llegar la opresión capitalista, en condiciones de total impunidad.

El marxismo es producto de su época. Es el resultado de lo más avanzado de las ciencias naturales y sociales del siglo diecinueve. Pero, al mismo tiempo, lleva en su haber, la impronta valiosísima de haber venido al mundo con el descubrimiento y la denuncia de la explotación de la clase trabajadora. El marxismo reveló que existe una diferencia sustancial entre la forma en que el trabajador o el campesino ve el mundo y, aquella otra desarrollada por los dueños del poder y de la riqueza. A eso se le puede llamar de muchas formas; pero, ante todo, es visión de clase, lo cual establece distintas maneras de sentir, pensar y actuar sobre el mundo circundante.

Critican a Marx y al marxismo, aquellos que han defendido al sistema económico capitalista de acuerdo con la síntesis de dos tendencias fundamentales: 1) el derecho al enriquecimiento, sea este lícito o ilícito; y, 2) el poder que tienen los seres humanos de convertirlo todo, absolutamente todo, en una mercancía, que se compra y se vende al mejor postor. Es decir, hasta la vida humana tiene precio y el sistema económico lo hace posible. El crimen imperdonable de Marx y los marxistas fue haber evidenciado la espantosa injusticia sobre la que reposaba el sistema económico. Algo que se veía y se trataba con una gran naturalidad, la explotación del hombre por el hombre, el derecho que tenían algunos a explotar y vivir los unos de los otros, la supuesta superioridad de una elite elegida sobre la mayoría despojada; todo esto envuelto en una nebulosa de naturaleza política e ideológica, que hacía tolerable y digestible la explotación, como eje vertebral del sistema económico, fue denunciado por Marx, los marxistas y toda una larga tradición de revolucionarios que nunca creyeron en semejante adefesio explicativo para interpretar y comprender el mundo. El enorme acierto revolucionario de Marx y los marxistas estaba en haber revelado, con brutalidad, crudeza y rigurosa sustentación histórica, los mecanismos y principios institucionales, sobre los cuales reposaba el saqueo, el robo, la humillación y el odio que legitimaban el sistema económico.

Por eso el marxismo no es una simple toma de posición frente a la voracidad de unos pocos que buscan justificar sus anhelos a través del enriquecimiento a cualquier costo. El marxismo no es únicamente un conjunto de procedimientos metodológicos para comprender mejor al sistema capitalista. Constituye toda una filosofía de la vida, una manera de ver el mundo y de cambiarlo, al servicio de los trabajadores. Es a estos a quienes corresponde apropiarse del marxismo y convertirlo en un instrumento para la acción, a favor de sus intereses de clase, totalmente diferentes a los del capitalista, para quien, en virtud de sus aspiraciones empresariales, todo es posible y es legítimo en aras de acumular dinero. El sistema económico verifica, manifiesta y normaliza la explotación como algo totalmente natural. Es por esta razón que se habla de una moral, de una ética empresarial la cual, constituye un conjunto de principios de conducta que giran en torno al afán de enriquecimiento, según ellos, habitual en todos los seres humanos. La ética capitalista indica que la producción de riqueza no es para todos. Los procedimientos para su distribución tampoco. Corresponde a cada cual, su cuota de existencia y la forma en que se las agencia para probarla.

Por eso, con el afán de impedir que unos pocos se apropien de la riqueza producida por todos, Marx y los marxistas le mostraron al mundo quiénes en realidad producen aquella y cuáles han sido los mecanismos y procedimientos, mediante los cuales, los primeros se apoderaron de todo, muchas veces, sirviéndose de la violencia, la guerra, la fuerza y la crueldad en todas sus expresiones. Por eso, el sistema económico capitalista es profundamente guerrerista. El expansionismo, el acaparamiento, la voracidad, la avaricia, la envidia, están en la esencia de su moral. El árbol espinal de la ética del sistema capitalista lo constituye la voracidad. Y los imperios, así como sus distintas expresiones de naturaleza capitalista, después de la segunda mitad del siglo diecinueve, han convertido esa voracidad en algo legítimo, idéntico a los derechos de la civilización superior sobre aquellas consideradas inferiores.

 

VI

El pensamiento económico y social de inspiración marxista entonces, así como sus distintas teorías inspiradas en las ideas de gente como Lenin, Rosa Luxemburgo, Trotski y otros, busca comprender, antes que nada, al sistema capitalista a través de su expresión política y ética más notable, como lo es el imperialismo. La ética del capitalismo encontró en el imperialismo su expresión óptima, al buen decir de Lenin. Dicha ética, sin embargo, posee un conjunto de principios, métodos y procedimientos, mediante los cuales es posible reconstruir su historia y sus realizaciones. En estos escenarios, la obligación del historiador revolucionario y marxista, no reside en elaborar un anecdotario de los excesos y desmanes del sistema económico capitalista y del imperialismo, como su expresión más lograda, sino, antes que nada, en comprender, de la forma más justa posible, el hecho de que la voracidad, el egoísmo y la ambición desmedida constituyen el principio rector de toda moral burguesa. No es suficiente argumentar que a los ambiciosos y a los pobres los tendremos todo el tiempo con nosotros. La pregunta y, posiblemente, el contra-argumento, está en el conjunto de factores que hace permisible que una minoría de insolentes, abusivos y violentos se hagan con el poder y sometan a la gran mayoría. Marx y los marxistas se atrevieron a denunciar, con argumentos históricos, sociales y políticos, que la violencia del sistema económico capitalista tiene su primer motor inmóvil en la forma en que los seres humanos se relacionan entre sí. A eso y a todo el universo que se puede construir a partir de ahí, lo llamaron relaciones de producción.

Podría no ser suficiente argumentar que la ética protestante dio origen al espíritu y a la moralidad del sistema económico. Si el punto de partida de toda esta historia reside en que el enriquecimiento es legítimo, indistintamente de los medios con los cuales se alcance, como forma de desbancar el profundo sentido de la pobreza promovido por los católicos, a la larga, puede resultar muy simple la explicación de que la ética capitalista, es decir burguesa, reposa sobre la construcción de un amplio sentido práctico sobre los distintos mecanismos, elaborados por los individuos en sus relaciones con los demás; sentido práctico que viene a ser la medida con la cual los seres humanos acumulan riqueza, sin reparar en las consecuencias.

 

VII

La moral imperialista es una exacerbación de la ética del sistema económico capitalista. Para este existe una relación muy estrecha entre el héroe, el sentido de lo heroico, el individuo, el poder, la ambición y el afán de explotación de unas personas por otras. A lo largo de quinientos años o más, los defensores y los cultores del sistema económico capitalista han promovido la idea de que el individualismo heroico le abre espacios posibles al ejercicio del poder, porque las ambiciones de unas cuantas personas necesitan de los demás, hasta el punto en que estos se rebelen y traten de sacudirse la opresión asegurada por esta noción de lo heroico.


Imagen 2. ©Ricardo Ruiz de Porras (2014). www.flickr.com

El atrevimiento de Marx y de los marxistas estuvo en indicar que tal posibilidad existía. La rebelión como arte de sacudirse la opresión necesitaba de un largo y doloroso proceso de concienciación de clase, algo que también Marx y los marxistas hicieron evidente. Decirle a la gente que se encontraba alienada, es decir, sometida, adormilada, por un conjunto de valores y principios que no eran suyos, sino de los que ejercían el individualismo heroico y el poder, era una audacia que echaba abajo siglos de opresión y distorsión de la realidad. Tal estado de alienación sigue vigente y está pendiente la abolición total del mismo.

Porque, en muchas partes del planeta, la clase trabajadora, los obreros, los campesinos, las mujeres, los estudiantes, los medianos y los pequeños empresarios continúan creyendo que el enriquecimiento, la acumulación de dinero, de tierras y formas de hacer negocios, son la única salida válida para su postración económica y social. Marx y los marxistas demostraron que la seguridad de la conciencia de clase era un asunto esencialmente político e ideológico; pero, antes, era necesario revelar el contenido económico de dicho asunto. Marx dedicó su vida a ello, algo que, para muchos, resulta indigestible.

Explicarle a la gente que la explotación y la opresión no eran naturales, de la misma forma en que tampoco lo eran las relaciones entre trabajadores y patronos, a lo largo de quinientos años, era un atrevimiento que, cuando menos, debía ser penado con la muerte de quien lo pronunciara. Y así se hizo. La historia de las relaciones entre trabajadores y patronos está jalonada de enormes tragedias, masacres, torturas, manipulaciones y revoluciones; todo debido a que Marx y los marxistas hicieron evidente esa historia. Si algo debiera agradecérsele al materialismo histórico, como procedimiento metodológico de análisis social, es haber evidenciado, precisamente, que la historia de las relaciones entre trabajadores y patronos ha sido de todo menos pacífica, desde el momento en que Marx y los marxistas vinieron al mundo.

 

VIII

El marxismo recogió una bella herencia de iniciativas, imaginación, sacrificio y dedicación, perteneciente a la clase trabajadora, que brotó y cristalizó luego de que la moral individualista del héroe empresarial, inventado por los capitalistas y burgueses dueños del poder político se dedicaron, a su vez, a sistematizar su sentido de la individualidad sin límites. Es por esta razón, entre muchas otras, que la noción de empresario tiene tintes heroicos para los grandes teóricos de la ética individualista de nuevo cuño, ideada por pensadores del calibre de Max Weber (1864-1920) y sus seguidores. Toda la filosofía liberal, a lo largo del siglo diecinueve y del supuesto neoliberalismo del siglo veinte, giraba en torno a una idea del heroísmo que convertía al empresario, al capitalista, en un héroe, porque la fortaleza de su individualidad, su voluntad de poder, su capacidad de ahorrar y su egoísmo eran ingredientes indiscutibles de que todos aquellos de su estirpe estaban hechos para triunfar por encima de los demás, a cualquier costo.

La tradición marxista, simplemente, recogió y sistematizó un conjunto de medios, ideas y sentido de la lucha que se encontraban en el ambiente social, económico, político y cultural de la clase trabajadora, desde hacía, aproximadamente, unos quinientos años; aunque, para otros, entre ellos los anarquistas, aquella tradición de lucha podría llevarse milenios atrás. No debería perderse de vista que la llegada del sistema capitalista al mundo, supuso tender un puente entre lo que bien podría llamarse “su moral y la nuestra”, como decía, con sabiduría, una figura del calibre de León Trotski (1879-1940). La moral del saqueo, del ahorro obsesivo (objeto de sarcasmo en obras como Canción de Navidad de Charles Dickens y otras obras similares), de la iniciativa empresarial dirían ideólogos como Weber, de la ambición envidiosa y del deseo de posesión de aquello de que carezco estaba, totalmente, al otro lado de la moral de aquel que no posee nada, quien solo es dueño de su fuerza de trabajo, la cual vende y regatea, como cualquier otra mercancía, dirían los marxistas, evidenciando algo que siempre estuvo ahí en los meandros de la historia, pero que, a partir de su intervención en ella, se convertirá en uno de los ingredientes esenciales, para comprender el desarrollo y crecimiento del sistema económico.

Marx y los marxistas, la tradición revolucionaria, la clase trabajadora en su totalidad, encontraron que el sistema capitalista había promovido por siglos la idea de que era perfectamente natural que unos individuos vendieran su fuerza de trabajo y de que otros pagaran por ella. Tal cosa creaba un abismo cultural entre ambos grupos de personas, una forma de vida diferente, distintos gustos, ambiciones desiguales, anhelos orientados en direcciones tan disparejas, que los sueños debían ser canalizados hacia objetivos muchas veces ubicados en el terreno de la utopía y nada más.

El burgués soñaba con una sociedad donde las protestas sociales hubieran desaparecido, en la cual los trabajadores laboraran hasta catorce horas diarias y terminaran por aceptar un salario mínimo, apenas indicado para sobrevivir. Los trabajadores, al contrario, soñaban con ser dueños de su propia fuerza de trabajo y todo lo que venía con ella. Porque el problema no era el tiempo invertido en trabajar en algo que lo hiciera feliz y lo llenara de plenitud. El problema era trabajar en algo detestable, alienante, humillante y repetitivo durante toda una vida. La tragedia era tratar de brindarle un futuro a la familia con un salario de hambre y en el cual la fuerza física, mental y emocional se invirtiera para enriquecer a los dueños del poder político y económico, adquiridos a sangre y fuego, despojando y asesinando a sus verdaderos propietarios.

 

IX

Contra la voracidad de unos pocos a costa del sufrimiento y las carencias de grandes porciones de la población se hicieron revoluciones y se produjeron levantamientos masivos. Las revueltas de los esclavos en la Grecia y la Roma antiguas; las revueltas campesinas en la Europa proto-industrial de los siglos XV-XVII; la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII; la Revolución Rusa de 1917 contra el zarismo, una excrecencia feudal inaceptable en la Europa moderna de la Primera Guerra Mundial; y todas las luchas antiimperialistas que tendrían lugar en África, Asia y el Caribe, a lo largo del siglo veinte, fueron el producto de un conflicto esencial: cómo engañar al que posee algo que yo deseo y que puedo utilizar en mi propio beneficio. La fuerza de trabajo, la tierra y el alimento son los ingredientes que le dan sentido a la lucha diaria de una clase social cuya única posesión es la posibilidad de supervivencia. Todo esto adquiere sentido histórico a partir del momento en que es parte de un programa de conciencia social y política en beneficio de los menos favorecidos, de los expropiados, de los explotados y de los despojados de todo derecho a la existencia. El fascismo, como fenómeno político, llevó hasta sus últimos extremos la legitimación de este vasto significado de la explotación y del derecho que tienen unos de vivir a costa de la vida de los otros. La gran tragedia del desarrollo social de los últimos quinientos años, ha sido que la gente viviera esta situación, tornarlos conscientes de su condición e impedir que terminaran por aceptar su arrinconamiento como algo natural, algo siempre soñado por los dueños del poder: convertir el engaño en una virtud. Marx y los marxistas lograron que los trabajadores pudieran ver, que olvidaran su ceguera y tomaran en sus propias manos su porvenir. La conquista del poder no era un asunto relacionado con una determinada idea del heroísmo. Porque, para los anarquistas, por ejemplo, el heroísmo era también la expresión justa de la negación total en el ejercicio del poder. Tal cosa no era una virtud, decían personajes como Bakunin, Kropotkin, Malatesta, Emma Goldman y otros. El poder solo puede ser ejercido por los ambiciosos, los egoístas y los vanidosos. Para conjurar todos estos riesgos, el leninismo vino al mundo, como una teoría del partido y de la revolución, en la cual, los trabajadores tomarían el poder en sus manos y llevarían a la práctica todos sus anhelos, sin el riesgo de terminar engullidos por la función esencial de toda maquinaria estatal: la autoridad. Estas dos concepciones estratégicas sobre el ejercicio del poder por parte de los trabajadores, la marxista y la anarquista, no impidieron que las revoluciones se llevaran a cabo y fuera la historia la que brindara, finalmente, su veredicto sobre la validez de una de las dos.

 

X

No es extraño, entonces, que en el presente la noción de lo heroico, del héroe y del heroísmo tengan ese peso específico tan notable, inclinado hacia el lado del individualismo más abultado. Si se le presta un poco de atención a la historia cultural de Occidente, durante los últimos quinientos años, se podrá notar la existencia de una relación casi automática entre individuo y heroísmo. Las grandes guerras emprendidas por la burguesía, como las de finales del siglo dieciocho y la Primera Guerra Mundial (1914-1918), pudieron haber borrado esa distinción tan determinante en casi todo el quehacer cultural del mundo occidental. Sin embargo, una idea del individualismo y del heroísmo, ha sido superior a la otra y esto fue demostrado en los campos de batalla.

La guerra imperialista, la cual hace su ingreso en la historia con el enfrentamiento entre Estados Unidos, España, el Caribe y Filipinas, a finales del siglo diecinueve, y alcanza su máximo desarrollo con la Gran Guerra del 14, tuvo como eje central una idea del individualismo en la cual las hazañas personales determinaban el quehacer militar, social, político y cultural de la nueva geopolítica en gestación a nivel planetario. Por eso se habla de guerras totales, donde todo y nada se define en el teatro de operaciones militares del campo de batalla. La Gran Guerra, si tuvo algunos éxitos militares parciales, para Francia, Inglaterra o Alemania, se fraguó no tanto en las trincheras, como en la sociedad civil del momento. Es por esta razón que la Gran Guerra acabó con la cultura burguesa, heredera del período napoleónico y abrió un nuevo siglo, el siglo veinte. Entre 1815 y 1915, durante esos cien años, Europa pudo haber experimentado un largo y gozoso período de prosperidad, conocido por los franceses, a partir de 1870, como la belle époque. Pero, entre 1870 y 1914, el glorioso capítulo vivido por la burguesía colonialista europea se acabó con la Gran Guerra, dejando espacio a un nuevo siglo, conocido como el más cruento de la historia humana.

 

XI

A todo lo largo de ese siglo, entre 1815 y 1915, el individualismo heroico enfrentó el espíritu crítico de los anarquistas, los socialistas, los marxistas y los revolucionarios de todos los signos e inclinaciones posibles. Si algo debe rescatarse de este siglo, de aparente tranquilidad militar, es haber permitido la atmósfera cultural y política, para levantar y sostener unas moles imperiales sin precedentes en la historia occidental, con la excepción de España y Portugal, en franca decadencia después de 1898. El marxismo es hijo de esta época y eso no debería ser negado, para iniciar la comprensión de dónde procede el espíritu crítico dirigido contra la noción de individualidad y heroísmo.

No se trataba tanto de establecer relaciones mecánicas entre el heroísmo y la cultura clásica greco-romana, realmente rescatada para Occidente por el Cristianismo. Se trataba de que aquella cultura y esta Fe de nuevo tipo validaran un conjunto de diferencias sustanciales, para comprender mejor quién tendría rostro en las confrontaciones del futuro entre individualismo y colectividad. Marx y los marxistas, los anarquistas y los socialistas les devolvieron el rostro a las grandes colectividades de trabajadores en todo el mundo. Las renombradas revueltas populares, las cuales despegaron casi en el mismo instante en que el sistema capitalista y la cultura burguesa se instalaban en la historia social de Occidente, dejaron de ser meras masas anónimas en busca de una identidad, a partir del momento en que los dirigentes y sus organizaciones les dieran una orientación determinada. Para los ideólogos occidentales, estos eran los héroes verdaderos. Marx y los marxistas le imprimieron un giro total a este enfoque y ubicaron en el lugar correcto el sentido de la memoria, la cual devolvía el rostro a los verdaderos luchadores; anónimos hasta ese momento. Este redescubrimiento historiográfico ha tenido un impacto decisivo en la nueva forma de escribir historia en la academia occidental. Con Marx y los marxistas, debería decirse con toda la fuerza necesaria, el héroe social ha sido redescubierto. El materialismo histórico redescubrió el significado de la rebeldía y la necesidad de priorizar las explicaciones materialistas, por encima de los enfoques idealistas, para los cuales los seres humanos eran juguete de sus instintos, pasiones y desgracias. A partir de este momento, los socialistas revolucionarios se hicieron cargo de la historia y pudieron plantearse objetivos, tareas y metas dignas de alcanzarse, ya fuera en el mediano o largo plazo. Nadie ha dicho jamás que la sociedad socialista sea el producto de una noche de delirios. Es un proyecto de largo alcance, en el cual deben estar involucradas las convicciones y necesidades más profundas de las personas, de los grupos humanos y no tanto de los individuos aislados en sus feroces pesadillas.

Con Marx y los marxistas el verdadero heroísmo reside en el corazón de los trabajadores, cuyos cerebros y fuerzas cotidianas sufren el tremendo sacrificio dialéctico de enfrentar a los patronos y de preparar su conciencia social y política, para iniciar un proceso revolucionario que los lleve a un tipo de sociedad, en la cual sea posible privilegiar los derechos humanos, por encima de cualquier otra cosa. El Manifiesto del Partido Comunista, escrito por Marx y Engels, aparece en el momento indicado, no antes ni después. Fue el resultado de un proceso evolutivo que se remontó a la Gran Revolución Francesa de finales del siglo XVIII y abrió un nuevo ciclo revolucionario en el que las ideas radicales, rara vez alcanzaron a superar la frontera de las demandas democráticas. Toda revolución social o socialista, producto de las más agudas contradicciones entre patronos y trabajadores, tuvo como objetivo esencial la construcción de una forma de democracia en la cual los segundos pudieran gozar de sus propios recursos, fuerzas, iniciativa e imaginación. Esta forma superior de democracia dejó de existir cuando la agenda revolucionaria de la burguesía, la cual la llevó al poder en Francia, a finales del siglo dieciocho, se convirtió en una simple defensa del dinero y de la riqueza como elemento motriz de la imaginación humana. El sentido de una democracia humanista, solidaria y niveladora, pasó a ser la mayor aspiración de los trabajadores. Estos nunca fueron los responsables del estancamiento experimentado por la burguesía en cuestiones relacionadas con la democracia; pero, les correspondió el relevo histórico de asumir un nuevo liderazgo, más humano y armonioso.

No debería olvidarse que el ciclo revolucionario ubicado entre 1789 y 1871 tiene como eje vertebral una mayor profundización de los alcances democráticos, electorales e institucionales impulsados con la crisis de la monarquía absolutista. Desde la Gran Revolución Francesa hasta la represión sangrienta de la Comuna de París, la historia de las ideas sociales y políticas giró en torno a la consolidación de los procesos democráticos, apenas vislumbrados en aquellos dos capítulos revolucionarios. Y no podía haber sido de otra forma, puesto que la consolidación de la democracia burguesa, después de la masacre de la Comuna de París en 1871, inició un ciclo de expansión imperialista sin precedentes.

Es muy curioso, pero la noción del héroe y del heroísmo viró hacia la derecha, hacia el conservatismo que las nuevas aspiraciones imperiales promovían. Esto fue el resultado de que la herencia sacrificial del viejo héroe cristiano rodó por los suelos, una vez que la Revolución Francesa se hizo con toda la plataforma institucional. Quienes se oponían a la misma, a sus alcances, logros y pretensiones, lo hacían no necesariamente por razones institucionales, sino también porque aquella revolución acabaría por destrozar los últimos ingredientes de la herencia cristiana de Occidente. El absolutismo monárquico tenía una propensión evidente hacia la legitimación de un orden de cosas, considerado divino y natural. La Revolución Francesa destruyó todo esto y lo suplantó, aparentemente, con la vulgaridad, la simplicidad y el pensamiento plebeyo. Pues, entonces, los socialistas revolucionarios les dieron voz, rostro y significado a la “chusma”, a las masas, desplazadas a jugar el protagonismo de soporte de los ricos y los adinerados, como pretendían las burguesías empresariales europeas. Fueron gente como Auguste Blanqui (1805-1881), Maximilien de Robespierre (1758-1794), Toussaint L’Ouverture (1743-1803) y otros, quienes hicieron posible que aquella gente pudiera gritar lo que deseaba.

 

XII

El ingreso de los trabajadores, los campesinos, las mujeres, los estudiantes, los intelectuales y de todas las minorías, no se hizo por la puerta grande de las transformaciones revolucionarias, como sucedería en Francia, Reino Unido, los Estados Unidos o Rusia. Esa fue una labor cotidiana, tejida día a día, con la fuerte convicción de que la justicia divina estaba con el pobre, el desamparado y el marginado. El ciclo revolucionario al que hemos hecho referencia, no se reducía puramente a las manifestaciones violentas de la burguesía contra el absolutismo y los terratenientes. En estos momentos, para la burguesía el trabajador es un aliado circunstancial, descartable una vez que el poder hubiera sido tomado. Por eso, su idea del heroísmo se recarga sobre las tareas individuales del empresario, el banquero, el terrateniente mercantil, jamás sobre las espaldas de quien ha contribuido tan seriamente a su llegada al poder, el trabajador, el campesino, la mujer, el estudiante.


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Con esta gente, Marx y los marxistas construyen un andamiaje de nuevo cuño, con el cual se busca devolverles a los trabajadores su capacidad de transformar y de imaginar una nueva sociedad, en la cual ya no es posible la discriminación o la explotación. De esta manera, el héroe y el heroísmo giraron de nuevo hacia la izquierda, porque poner contra la pared al sistema económico, supuso, antes que nada, una toma de conciencia política y social apuntaladas por una nueva idea, la revolución, dentro de la cual fue posible presagiar cualquier cosa. Estaba visto que, como en la noción de lo heroico, en la idea de revolución nada está escrito y todo es posible. Ya lo habían vivido los bolcheviques en la Rusia revolucionaria de 1917: podrían haber planeado una cuestión, pero les resultó otra completamente distinta. La capacidad para atender estos vaivenes es propia de todo poder revolucionario, como bien lo hubiera demostrado el liderazgo de Lenin en aquel proceso revolucionario. Los casos de las revoluciones que tuvieron lugar en Cuba y Nicaragua años después son otro ejemplo digno de tomar en cuenta.

El redescubrimiento de la colectividad, de la “multitud” como dirían algunos historiadores occidentales radicalizados, supuso, simultáneamente, el redescubrimiento de las masas populares, de la desigualdad, de la injusticia, de la humillación y de la explotación a las que podía llegar este sistema económico, apremiado por el enriquecimiento a cualquier costo y en el cual las personas no tenían ninguna importancia, sino la simple acumulación de objetos, de dinero y de signos externos de prestigio y opulencia. Ante esta evidencia, resultaba absurdo, por decir lo menos, que historiadores occidentales de cierto renombre, le reclamaran a una figura como Lenin, Marx, Engels o Fidel, ser hijos de la Ilustración, pero, al mismo tiempo, ser incapaces de entender el enorme peso específico del individuo y de la individualidad en el diseño de los nuevos quehaceres de la historia. De acuerdo con aquellos historiadores, las revoluciones que tuvieron lugar en el siglo veinte, fueron masivas, colectivas, en las que la colectividad lo dictaba absolutamente todo. El liberalismo surgido de la Ilustración recuperó al individuo y convirtió su crítica contra la colectividad en el caballo de batalla de la nueva mentalidad burguesa, en la cual la personalidad fuerte y destacada es lo más importante.

Autores como Thomas Carlyle (1795-1881), Max Weber o Karl Popper (1902- 1994), en sus lecturas de la historia occidental llamaban la atención con fuerza y convicción sobre el hecho, para ellos contundente y revelador, de que los héroes, los individuos o las personalidades excepcionales, eran responsables de los grandes cambios logrados por la humanidad, a lo largo de los siglos. El heroísmo era una tarea individual y nada, o muy poco, tenía que ver con la colectividad, las masas humanas o los grupos sociales organizados, casi siempre desteñidos o despersonalizados. Estos solamente atendían las demandas y exigencias impuestas por los primeros. De esta forma, era muy fácil caer en la trampa de argumentar que la Revolución Rusa la había hecho Lenin, o que la Revolución Cubana la había llevado a cabo Fidel Castro. Incluso en autores supuestamente revolucionarios, o cuando menos considerados simpatizantes del marxismo, como Eric Hobsbawm (1917-2012), de probado anti-sovietismo y evidente pro-norteamericanismo, se pueden encontrar afirmaciones como estas, según las cuales eran las grandes personalidades las que habían llevado a cabo los cambios requeridos por las sociedades, economías y culturas del siglo veinte.

Las críticas, casi siempre injustas y no demostradas, del reputado historiador británico contra el sistema soviético y los partidos comunistas occidentales, durante la guerra fría, siembra la duda de hasta qué punto su pretendido comunismo no dejaba de ser una pose, para lograr cierto ascendiente entre los medios intelectuales y revolucionarios de China o de América Latina. Sus observaciones sobre la revolución cubana son, cuando menos, absurdas y siguen de cerca los dictados de críticos de la misma, quienes fueron desalojados del proceso por la fuerza de las convicciones de la colectividad. Quien no haya entendido el papel de los grupos humanos en los procesos revolucionarios latinoamericanos, de los últimos cien años, cuando menos, tendrá serias dificultades para comprender a cabalidad lo que se conoce como un “liderazgo colectivo”. De aquí que Hobsbawm, constantemente, hable de “la revolución de Fidel” en sus trabajos más conocidos.

Haciendo abstracción de la poca comprensión desarrollada por autores como los ya mencionados, sobre América Latina y el Caribe en particular, no está de más recordar que Lenin, Marx y los marxistas redescubrieron a las colectividades, les dieron un perfil ideológico y político; pero, además, lograron instalarlas en el poder, durante casi un siglo, con lo cual se le brindó al mundo occidental, individualista y consumista, un pésimo ejemplo sobre lo que podría llegar a ser el poder de la chusma cuando se le abren las puertas de la historia. La gran tragedia del siglo veinte, decían pensadores como José Ortega y Gasset (1883-1955), era que la rebelión de las masas había borrado todo trazo de heroísmo a las sociedades contemporáneas. Con el afán modesto, pero, a la vez, pretencioso y soberbio de superar el enfoque marxista, ahí donde incomodaba a los académicos e intelectuales de las clases dominantes, la rebelión de las masas borró de un plumazo todo aquello relacionado con la vieja noción del héroe y del heroísmo, porque trajo a colación uno de los ingredientes fundamentales, para comprender mejor el desarrollo histórico de los últimos quinientos años, cuando menos. El redescubrimiento de las multitudes le dio un giro inesperado a la historia social en el siglo veinte e introdujo en la historia a grupos humanos, naciones y países que habían sido olvidados por los historiadores.

 

XIII

De esta forma, el imperialismo dejó de ser simplemente un gesto abusivo en las prácticas culturales y políticas de algunas burguesías europeas, para convertirse en un sistema ideológico, económico, social, político y cultural que llevaría hasta sus extremos más violentos las necesidades expansionistas del sistema económico capitalista. Con Lenin, Marx y los marxistas, el colonialismo y el imperialismo hacen su ingreso en la historia para convertirse en la bestia negra que los grupos humanos organizados, los partidos políticos y los gobiernos populares tratarían de combatir y de derrotar para recuperar la identidad, la dignidad y el verdadero sentido de lo heroico que el abuso y la violencia del sistema capitalista les habían arrebatado a los pueblos pobres y oprimidos del planeta.

Si los marxistas occidentales convirtieron a Marx en una mera pieza académica; Lenin, Trotski, Stalin y los revolucionarios rusos de 1917, lo llevaron a la realidad para brindarle un perfil ideológico y político totalmente diferente. Entre una y otra concepción la diferencia sustancial la establecía el sentido de la práctica revolucionaria. En la historia de África, Asia, América Latina y el Caribe, aquella práctica revolucionaria contra los desmanes del imperialismo europeo y norteamericano, han sentado las bases de una concepción de la lucha profundamente anti-capitalista. Así lo probaron, ampliamente, la Revolución China, la Revolución Vietnamita, la Revolución Cubana y la Revolución Sandinista en Nicaragua.

 

XIV

El antiimperialismo es la forma superior de lucha del anticolonialismo. Con ella, la llegada del marxismo, del leninismo, del castrismo y de otros ismos igualmente románticos y revolucionarios, se estableció la frontera ideológica y práctica entre la lucha puramente académica y la lucha real contra los excesos, los abusos y la violencia del sistema capitalista. El antiimperialismo, de manera conceptual e histórica, es posterior a la práctica del anticolonialismo como conjunto de teorías y pericias relacionadas con la capacidad de lucha de los pueblos, contra el abuso, la explotación y la voracidad de las potencias imperiales. A las teorías marxistas del imperialismo, las cuales incomodan terriblemente a los teóricos y defensores de los imperios, ya sean españoles o británicos, les sigue una determinada concepción del antiimperialismo. Una cosa es cierta: toda teoría marxista del imperialismo, parte de la sustancia histórica de que este es el resultado superior del desarrollo capitalista. Es decir, la lucha contra el imperialismo, desde la perspectiva marxista es, antes que nada, una batalla a muerte contra el sistema capitalista. No puede haber antiimperialismo marxista sino es porque se piensa y se aspira a la construcción de una sociedad superior al sistema capitalista, en la cual predominan la solidaridad, la hermandad, la igualdad y una participación fuerte y sostenida de un aparato de estado de nuevo tipo, es decir el estado socialista. De esta forma, todo antiimperialismo de procedencia marxista es por definición anticolonialista; pero, no todo anticolonialismo es antiimperialista. Resulta que no toda lucha anticolonialista propone el socialismo como alternativa. No toda lucha anticolonialista es de naturaleza anticapitalista.

Por esta razón, es fundamental que se tenga claro que el conjunto de teorías y de prácticas antiimperialistas de naturaleza marxista tiene como eje central su aspiración mayor por una sociedad superior a la sociedad capitalista. De esta manera, el antiimperialismo marxista, cuya procedencia viene definida de manera clara y nítida a partir de los últimos capítulos del primer volumen de El Capital, es el producto de lecturas teóricas y prácticas hechas por los herederos y seguidores de Marx y, sobre todo, a raíz de las enseñanzas dejadas por la Revolución Rusa de 1917. El antiimperialismo marxista, surgido de la Tercera Internacional, fundada por los bolcheviques en 1919, de profunda vocación anticolonialista, escogió el diseño de una estrategia novedosa para llevarle al mundo la idea del socialismo, que nacía con el nuevo estado obrero y campesino que se construía en la URSS, y que llegó a constituir la peor amenaza que el sistema capitalista haya experimentado jamás desde su nacimiento hacía quinientos años. En este sentido, la Tercera Internacional llegó a ser la mejor organización imaginable para expandir las ideas, teorías y prácticas revolucionarias impulsadas, no solo por el socialismo de inspiración soviética, sino también por todos los partidos, organizaciones, sindicatos, cooperativas y grupos revolucionarios de distinta naturaleza que aspiraban a la construcción de una sociedad diferente a la heredada por el capitalismo de la Primera Guerra Mundial.

De acuerdo con lo expuesto arriba, se puede decir que toda lucha anticolonialista en América Latina y el Caribe, nació casi desde el primer momento en que los americanos entraron en contacto con los europeos. La resistencia indígena ante la conquista española y de otras procedencias es algo que debe ser recordado con énfasis, en virtud de su enorme utilidad histórica, para entender un poco mejor los orígenes más remotos de organizaciones como el Movimiento Zapatista en México. El anticolonialismo busca recuperar y devolverles a los pueblos originarios, su verdadera ubicación en la historia, arrebatada por el abuso y la voracidad de los imperios coloniales europeos. La ética del colonialismo se sustenta en el derecho que se atribuyen los imperios coloniales, para considerar inferiores, por razones de orden racial, cultural, ideológica, religiosa, política y social, a todos los habitantes de África, Asia y América Latina. Las insistentes comparaciones entre el idealismo europeo y el paganismo indígena en América Latina y el Caribe, por ejemplo, busca resaltar las posibles desigualdades existentes. El colonialista se cree con derecho para indicarle al colonizado cómo vivir su vida, siempre y cuando esta esté en función de las necesidades del colonizador. La tragedia es que este acudirá con mucha frecuencia a la violencia, para hacerse obedecer. En tal caso, si la respuesta del colonizado es igualmente violenta, para liberarse de la opresión y de los excesos del colonizador, se entra en un dilema moral sobre la validez de la violencia anticolonialista, asunto que fue más allá de todas las disquisiciones teóricas de los intelectuales europeos y norteamericanos, cuando en la práctica la lucha anticolonialista dejaba miles de muertos en Argelia, Indochina, el Caribe y muchos otros sitios más.

La tradición marxista y la teoría revolucionaria del leninismo, al interior de la Tercera Internacional, entonces, les dieron forma a las luchas anticolonialistas, en el sentido de forjar la unidad de dos cuestiones, aparentemente, contradictorias: por una parte, el nacionalismo y el sentido de la nacionalidad; y, por otro lado, todo aquello relacionado con el internacionalismo y su expresión más radical, el internacionalismo proletario. El colapso del imperio español, que se inicia en América Latina y el Caribe, en el siglo diecinueve y que toma una dirección inédita en manos de los Estados Unidos, después de 1898, constituye el mejor ejemplo de la textura histórica de los imperios en general. El colonialismo imperialista que se inició en ese momento, era la mejor muestra de que los imperios eran transitorios, pero la mentalidad colonialista no.

Ante esto, la presencia del imperialismo sin colonias no es un puro capricho teórico o ideológico. En esta coyuntura la ética del colonizador antecede a la ética del imperialista, pero se torna en algo explosivo cuando ambas se unen para legitimar la violencia capitalista. El colonialismo imperialista es el vehículo más agresivo para proteger en la práctica los valores y aspiraciones del sistema económico. Esto era lo que combatía el marxismo y esto fue lo que pretendió erradicar el primer estado obrero fundado en Rusia, después de la Revolución Bolchevique de octubre de 1917. El pretendido realismo de algunos historiadores occidentales, tiene que olvidar estos asuntos para poder dejarles espacio a las críticas sustentadas en la propaganda.

Las teorías marxistas del imperialismo promueven una ética antiimperialista que aspira a la superación del sistema económico y a su sustitución por un orden de cosas superior. Son profundamente revolucionarias y se servirán de cualquier recurso para expulsar al colonialista quien, si es consciente, defenderá a su vez una ética colonialista en la que el imperialismo es el ideal supremo para promover el capitalismo. El colonialismo imperialista, entonces, posee profundas raíces burguesas y capitalistas. Es a esta clase de colonialismo a la que hacían referencia Marx y Engels. El imperialismo es un descubrimiento de los marxistas del siglo diecinueve, quienes, de acuerdo con Lenin, Rosa Luxemburgo y Trotski, era la etapa superior del colonialismo. Si, de acuerdo con Lenin, el imperialismo era la etapa superior del capitalismo, bien podría argumentarse, siempre de la mano de Lenin, que el imperialismo era la expresión superior de toda forma de colonialismo.

 

XV

Porque la tradición anticolonialista en África, Asia, América Latina y el Caribe siempre estuvo estrechamente ligada a recoger los fragmentos abandonados por los imperios europeos, con relación a la memoria, la identidad y el sentido de comunidad destruido por sus prácticas colonialistas de control y destrucción de las civilizaciones desconocidas. Era inevitable que un determinado sentido de la moral anticolonialista terminara por desarrollarse entre los pueblos ya mencionados, porque la ética del colonizador terminó por imponerse y justificar los desmanes y todo tipo de exceso, por parte de los poderes extranjeros.

Los afanes expansionistas financieros, económicos, sociales, políticos y militares del sistema de civilización capitalista y burgués, no podían agotarse en las exigencias éticas establecidas por las culturas antiguas en Occidente, la herencia cristiana el Renacimiento y la Ilustración. El despojo de los nativos, tanto en África como en la América Latina y el Caribe coloniales, aunque podía haber respondido a las demandas expansivas del sistema económico, iba más allá y abarcó otras áreas, hasta ese momento, ignoradas o abordadas superficialmente, tales como la moral, la espiritualidad y la tecnología.


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Es importante aclarar algunos asuntos relacionados con este tema, porque existen autores europeos y norteamericanos que han tratado de definir el colonialismo sin que haya en dicha definición una clave por comprender mejor la participación de la colonia. Una definición del colonialismo sin hacer referencia a la colonia, solo puede conducir a juegos de palabras que no generan claridad alguna sobre la verdadera lógica que está detrás del colonialismo. El grado de compromiso de algunos sectores sociales en la construcción institucional, política, cultural e ideológica de las relaciones entre el colonizador y el colonizado debe ser tomado en cuenta. De lo contrario, se pierde de vista la forma en que la mentalidad colonial, los grados de sometimiento a que fue reducido el sujeto colonizado y la vocación colonialista por parte de los poderes extranjeros fueron elaborados a lo largo de los siglos. Existía una relación contradictoria pero armoniosa que explica con mucho buena parte de las relaciones sociales e ideológicas entre el colonizador y el colonizado.

En el caso de América Latina y el Caribe, el colonialismo europeo siempre partió de la base de que todas y cada una de sus acciones eran legítimas, porque aquellas regiones geográficas estaban habitadas por pueblos incivilizados, en estado semisalvaje, descreídos, y abandonados por los grandes logros de la tecnología militar e industrial europeos. La ética del colonialista, en estos casos, reposaba sobre una autoridad concedida, no se sabe por quién, a los agentes y gestores de la economía política del colonialismo. Se trataba de una ética sustentada en la supuesta superioridad del colonialista, de sus tradiciones, cultura, leyes, costumbres y mecanismos para acumular riqueza; lo cual, al mismo tiempo, podría explicar también la actitud poco beligerante del colonizado, en un principio, antes de que el deslumbramiento tecnológico y militar hubiera hecho mella.

Todo lo que tenía que ver con el universo del colonizado estaba sujeto a revisión, pues era inferior, superable, defectuoso y podía ser descartable. Para ello, algo que rara vez se mencionaba en los mal llamados tratados sobre la teoría del colonialismo, se acudía a la práctica de la destrucción total del universo del colonizado. Se buscaba destruir su memoria y, para ello, su identidad se debía arrasar, hasta los cimientos, junto a todo aquello que la pudiera representar. A este respecto, los españoles, los ingleses, los franceses, los alemanes, los norteamericanos, fueron excelentes practicantes del colonialismo, cuando la historia les dio la oportunidad. Existió un vínculo inevitable entre el despojo violento y cruel del indígena, de sus riquezas, su historia y su identidad, ahí donde el sistema económico, financiero y comercial exigió que así se hiciera, pues, de lo contrario, como diría Marx, la acumulación perdía su sentido. La acumulación por despojo, como ha sido llamado este proceso, es la expresión más rudimentaria y tosca de las necesidades expansivas del sistema económico llevadas hasta sus últimas consecuencias.

 

XVI

El colonialismo impuesto por los españoles en América Latina, por ejemplo, estimuló la formación de una ética anticolonialista que adquirió todo su vigor con las guerras de Independencia, durante el siglo diecinueve. Dicha ética anticolonialista estuvo repleta de héroes, mártires, colectividades y expresiones de la cultura que se apegaron a lo más rancio y sistemático de las tradiciones culturales de los pueblos y civilizaciones anteriores a la llegada de los europeos y elaboró asimismo un acercamiento, siempre cauteloso y distante, a las mitologías de la modernidad. La incrustación forzada de las civilizaciones nativas en el magma de estas últimas, embistió con brutalidad contra todo lo heredado y trató de adaptarse a la modernidad capitalista, sacrificando personas, estructuras sociales, demografías y ecologías, las cuales permanecen como algo todavía no resuelto; al menos en el caso del mundo colonial.

La modernidad en América Latina y el Caribe pudiera haber encontrado en la formación del estado-nación uno de sus ingredientes más notables. Lo mismo podría decirse de la arquitectura barroca, de la pintura, la música y la literatura, cuando todas ellas se plegaron a la estética del modernismo, tal y como se entiende por estas latitudes y no de acuerdo a una estética modernista de profundo sustrato industrial, como sucedió en los países anglosajones. Sin embargo, la modernidad en América Latina y el Caribe adquirió su sentido a partir del momento en que logró redescubrir lo heroico y lo instrumentalizó a partir de una noción inédita de la guerra.

Está por escribirse un tratado sobre lo que ha significado la guerra para los pueblos latinoamericanos. Mientras tanto, puede ser suficiente anotar que las luchas anticolonialistas en América Latina y el Caribe adquirieron un significado totalmente diferente al descrito por los europeos y los norteamericanos, con profundas raíces en la ética de la destrucción, cuando se percibió que la guerra anticolonialista carecía de verdadero propósito sino se sustentaba sobre las espaldas de un heroísmo instrumental, sin antecedentes en la realidad histórica europea.

El heroísmo con propósito, tan bien descrito por sabios de la factura de Carlyle, no encontró ejemplos similares en los casos de América Latina y el Caribe, donde tal instrumentación de la cultura, solo podía generar alguna simpatía entre las élites coloniales. Para los habitantes de a pie, el heroísmo era una vivencia, una atmósfera y no meramente un objeto o una persona. Eso lo volvió intangible y un reto para los pensadores y revolucionarios de nuestros días que buscan en la historia de América Latina y el Caribe, la recuperación de vivencias y atmósferas que no se encuentran en los libros de texto.

 

XVII

La moral humanista del anticolonialismo europeo, que bien podría remontarse a sus orígenes más remotos en el siglo XVI, tendría una relación histórica, sumamente estrecha, con el antiimperialismo posterior a la guerra hispano-antillano-norteamericana de 1898. A continuación de esa fecha, solo quedó recordar que la influencia del marxismo, del leninismo, del anarquismo e, incluso, del liberalismo en América Latina, no se limitó a la pura toma de decisiones de naturaleza militar o ideológica. En el Caribe cubano, venezolano, colombiano, centroamericano o mexicano, el antiimperialismo reveló un conjunto de elementos los cuales, entrelazados con la influencia europea (específicamente española) les ofreció la vanguardia a las iniciativas criollas y nativas.

Toda la polémica en torno a la naturaleza humana de los “salvajes” latinoamericanos y caribeños, recogida magistralmente en los ensayos de Antonello Gerbi (1904-1976), estuvo también en las argumentaciones, clarificadoras y sabiamente elaboradas de José Martí, Eugenio María de Hostos (1839-1903) y Ramón Emeterio Betances (1827-1898), contra la supuesta malversación humanística de las mismas en figuras del imperialismo norteamericano como Teddy Roosevelt (1858-1919). Es decir, se tornará compleja toda investigación sobre la moral antiimperialista que desconozca la tradición anticolonialista en el Caribe. Si se agota dicha investigación en la pura reconstrucción institucional del anticolonialismo europeo, como plataforma para entender al antiimperialismo de José Martí, jamás se podrán comprender, entonces, las luchas de Betances u Hostos, para Puerto Rico y el Caribe en su totalidad.

El anticolonialismo europeo no renegó de su racismo y de todo el abanico de componentes ideológicos que lo integraron. El salvaje merecía vivir y morir con dignidad, a pesar de la inferioridad de su cultura y de su civilización. El humanismo clásico reconocía la grandiosidad de la persona, del individuo, pero desconocía la trascendencia o la perennidad de su herencia histórica. Era justo destruir templos, bibliotecas y acueductos en los casos del imperio azteca, incaico o maya, aunque se manifestara una solidaridad ficticia con los creadores de las mismas. La procedencia ética de dicho humanismo era de naturaleza religiosa y estuvo presente siempre que se emprendió la historia de la Iglesia Católica en América Latina. Esta comprensión era esencial, para aproximarse a la Teología de la Liberación, por ejemplo, y a toda la tradición pastoral de dicha Iglesia en estos países. Pero, el humanismo capaz de jerarquizar debido a razones esencialmente raciales, no era menos cuestionable que aquel humanismo en el cual predominaban las explicaciones de sustancia económica, social o política.

La obra de Martí, Betances y Hostos era un tratado de estrategia revolucionaria, para hacerle frente a las debilidades e insuficiencias del anticolonialismo europeo. Los procesos revolucionarios que se llevaron a cabo en América Latina y el Caribe, entre los años finales del siglo diecinueve y la Revolución Cubana, durante los años cincuenta y sesenta del siglo veinte, fueron portadores de la impronta estratégica desarrollada por aquellos tres grandes personajes, en virtud de lo transmitido por el racionalismo del siglo dieciocho, llevado a la práctica, de forma cruel y sangrienta, en las luchas anticolonialistas de países como Haití. Era inevitable establecer un puente teórico entre la agenda anticolonialista desarrollada en Haití y la Revolución Cubana, en la que destacaron los elementos prácticos, apenas vislumbrados por la perentoriedad de aquella guerra de independencia que se ubicó entre 1799 y 1804, en el caso del primer país mencionado.

No puede eludirse una relación política e ideológica entre Toussaint L’Ouverture y Fidel Castro (1926-2016). Si en el medio se encontraban héroes de la talla de Martí, Hostos y Betances, era porque estos tres grandes pensadores alcanzaron a fijar los fundamentos sobre los cuales se levantaría toda relación externa, diplomática, económica, social y cultural del Caribe con el resto del mundo. La Ilustración europea logró crear salidas racionales para el anticolonialismo como sistema, pero no alcanzó a instrumentar los resultados de la forma que lo harían los haitianos y los cubanos en momentos distintos de la historia del Caribe, aunque sumamente entrelazados por razones étnicas, políticas y culturales.

 

XVIII

El pretendido anticolonialismo de Toussaint L’Ouverture y el de Fidel Castro, tiene fundamentos éticos de incuestionable solidez, pero es el marxismo del último el que termina por hacer posible la metamorfosis del anticolonialismo ético en antiimperialismo revolucionario. Su hermandad ética y política, ideológica y humanística se sustenta en los hechos incontrovertibles brindados por el colonialismo europeo a todo el mundo; igual que el de los Estados Unidos. Ambas son formas de colonialismo cuyo origen está en la idea de que el sistema capitalista es un sistema económico de origen natural incuestionable; por lo tanto, su legitimidad ética es igualmente indiscutible. Entre el anticolonialismo ético y el antiimperialismo revolucionario se encuentra la figura de Marx y de toda la tradición marxista, la cual incluye a Lenin, a Stalin y la herencia de la Revolución Rusa y la fundación de la Tercera Internacional.

El sistema económico capitalista necesita expandirse, crecer de manera imparable y abarcar hasta el último rincón del planeta; por lo tanto, toda forma de voracidad, egoísmo y avaricia está justificada. En estas circunstancias, la posición original de Marx, respecto a su apoyo incondicional a las políticas colonialistas de los Estados Unidos, por ejemplo, con relación a México y al resto de América Latina y del Caribe, tiene sentido porque, de acuerdo con él, el crecimiento del sistema económico era revolucionario. Por eso, como se ha sostenido en otro texto, el trabajo de una persona como Rosa Luxemburgo, tiene un sustento ético del que no se acaba de obtener todas sus posibilidades. Ella enseñó a pensar el sistema capitalista como un mecanismo explotador en constante expansión, para el cual ningún obstáculo humanístico o moral tenía validez.

La acumulación capitalista, recordaba ella, carecía de escrúpulos y limitaciones de toda especie. Asimismo, Rosa Luxemburgo, aspiraba a sentar las bases de una nueva forma de abordar el imperialismo, enraizada en las intuiciones de Marx y abría posibilidades inéditas al estudio del imperialismo como expresión sistemática del sistema capitalista. Los últimos capítulos del primer volumen de El Capital, son una verdadera obra maestra de argumentación histórica, porque en ellos se encuentran las herramientas justas para evaluar y describir las luchas anticolonialistas que se vendrían, unos cien años después. Una cosa es cierta: el antiimperialismo revolucionario de inspiración marxista, reconocía en el anticolonialismo renacentista e ilustrado, los fundamentos humanísticos de su quehacer, pero no se agotaba en las aspiraciones éticas de este último, puesto que su gran aspiración era la superación del sistema capitalista y su reemplazo por una forma de sociedad superior, es decir el socialismo. Todo el edificio teórico construido por Marx y los marxistas, de donde se desprende una nueva filosofía de la vida y una metodología inédita para la investigación social y política, reposa sobre la idea de que el sistema capitalista puede ser superado. El reformismo que surgió con la Primera Guerra Mundial y que se llevó entre los mecates a la Segunda Internacional de los Trabajadores, pretendía reformar el sistema económico para no sacrificar a los dueños del poder y de las riquezas acumuladas con injusticia y abuso. El marxismo solo tiene sentido si se parte de la base de que su eje vertebral es la superación del sistema capitalista, no su reforma y su supuesto mejoramiento, para hacerlo más asequible a todos aquellos que aún sueñan con enriquecerse y justificar sus ambiciones ilimitadas.

Acercarse al anticolonialismo de José Martí, Eugenio María de Hostos y Ramón Emeterio Betances, suponía dibujar toda una estrategia anticolonialista que recogía lo mejor de la herencia ideológica y de lucha de los próceres de las revoluciones de independencia contra el imperio español. El error de enfoque ha consistido en sostener la tesis, ideológica, ante todo, de que la guerra contra el imperio español era el resultado de la falta de reconocimiento de la superioridad de los imperios europeos. Las revoluciones de Independencia en América Latina y el Caribe, partían del postulado esencial de que era posible construir la propia vida, instituciones, identidad, memoria y tradiciones, con el acopio de los esfuerzos y la energía de los pueblos sometidos. Si el imperio español se oponía a ello, entonces, ese era el enemigo. Las figuras de Simón Bolívar (1783-1830), Francisco de Miranda (1750-1816), Antonio José de Sucre (1795- 1830) y otros, eran fuerzas nutricionales del sustento ético en el cual reposaba la lucha anticolonialista.

Pero fue el marxismo de Fidel Castro, del Che Guevara (1928-1967), de Farabundo Martí (1930-1932) y otros, el que les dio verdadera forma a tales luchas. Es decir, se encuentra en el anticolonialismo ético latinoamericano y caribeño la antesala del antiimperialismo revolucionario posterior a la segunda mitad del siglo veinte. Esta clase de antiimperialismo revolucionario, marxista desde sus raíces, era anticapitalista en su esencia, o no lo era. El anticolonialismo ético de cuya naturaleza ilustrada y renacentista no se puede dudar, vio en el sistema burgués de cultura una posibilidad de superación moral de sus excesos. La razón práctica que se encuentra detrás de esta última quería explicar los abusos del sistema económico, por medio de una racionalidad inevitable ante la evidencia de la inferioridad, supuestamente comprobada, de los pueblos sometidos. La racionalidad expansionista del sistema económico explicaba, a su vez, los abusos, los cuales podían justificarse, a partir de dicha racionalidad. Esta tautología debilitó por siglos el razonamiento anticolonialista de los europeos. El antiimperialismo revolucionario acabó con ella y le dio cabida a una nueva racionalidad: la de la revolución socialista.

Serían Lenin, los creadores de la Revolución Rusa y los grandes herederos y fundadores de la Tercera Internacional en 1919, quienes llevarían hasta sus últimas consecuencias este tratamiento anticapitalista del antiimperialismo como alternativa real contra el sistema burgués. Por esta razón, no dejan de existir otras variantes del antiimperialismo que tienen en el tratamiento liberal y conservador a sus máximos representantes. Era una forma de antiimperialismo que vio en la conservación de los imperios algo sumamente caro y de dudosa validez financiera. Muchos de estos liberales y conservadores creyeron posible remontar la necesidad de una estructura imperial que legitimara la defensa de un sistema burgués limpio de ambiciones y codicia excesivas. De esta manera, históricamente hablando, resultaba ridículo sostener que a los ambiciosos y los codiciosos se los tendrá siempre con nosotros, como a los pobres, los indigentes y los miserables de toda clase. La promoción de la desigualdad era una característica vertebral del sistema económico. Por ello, la individualidad, el egoísmo y un sentido de lo heroico que apelaba, sobre todo, a las potencias personales y al coraje del sujeto bajo circunstancias históricas excepcionales, llegaron a constituir el tono del idealismo que sustentaba la totalidad de la cultura burguesa. En estos escenarios, la colectividad escasamente tenía algo importante qué decir.

La Tercera Internacional introdujo una estrategia inédita, hasta ese momento, y fue la del antiimperialismo de inspiración marxista que era, esencialmente, anticapitalista y por lo tanto, revolucionario. Por eso, las teorías marxistas del imperialismo fueron duramente criticadas por todos los defensores del sistema capitalista, quienes trataron de esconder a los teóricos liberales y conservadores del antiimperialismo, como John A. Hobson (1858-1940) o Rudolf Hilferding (1877-1941). Para estos, el imperialismo tenía un costo financiero absurdo que Inglaterra, Francia o Estados Unidos no deberían asumir. Para los teóricos antiimperialistas de formación marxista, como Lenin, Rosa Luxemburgo, Stalin o Trotski, el antiimperialismo debería ser la estrategia de combate contra el sistema capitalista. Ninguno de ellos buscó reformar al sistema económico. Ninguno de ellos defendió al capitalismo o a la cultura burguesa como la última palabra en materia ética o revolucionaria.


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XIX

El anticolonialismo ético, hasta finales del siglo dieciocho, tuvo un sustento religioso y espiritual que el antiimperialismo, posterior a la guerra de 1898, jamás intentó disolver, sino que, al contrario, lo incorporó en una nueva agenda de lucha, ahora definida por los trazos teóricos, políticos e ideológicos establecidos por la Revolución Rusa de 1917. Es importante recordar, a pesar de que muchos biógrafos de Lenin e historiadores de aquella revolución parecen olvidarlo, la estrecha relación existente entre el anticolonialismo de inspiración socialista y el antiimperialismo de procedencia marxista y revolucionaria. La nueva era del antiimperialismo no puede ser comprendida si se olvida o se ignora, con mala intención, el enorme papel jugado por la Revolución Rusa de 1917 y la fundación de la Tercer Internacional en 1919. Estos dos gradientes historiográficos son decisivos porque, de lo contrario, demandará un gran esfuerzo establecer las relaciones sociopolíticas existentes entre el capitalismo financiero, monopolista y de alta concentración de capital y la defensa nacionalista impulsada por los nuevos grupos sociales emergidos en el mundo colonial, después de la Primera Guerra Mundial.

Fue increíble el esfuerzo realizado por los defensores y apologistas de esta nueva hornada capitalista, surgida de aquella guerra, como bien lo expresaba una figura de la talla de John Maynard Keynes (1883-1946), para justificar el saqueo y encontrarles un lugar ideológico a los nuevos significados relacionados con el imperialismo. No era extraño que hubieran sido los ingleses, los franceses, los alemanes, los españoles quienes dedicaran los mayores esfuerzos ideológicos para explicar la legitimidad histórica de los imperios. De ninguna manera, se trata del enfoque simplista de una supuesta “imperiofobia”, como la llama una historiadora española, ni de la “leyenda negra” que se ha utilizado en las explicaciones históricas de manual. El antiimperialismo posterior a la guerra de 1898 se encontró con un problema inédito: explicar el saqueo imperial y la rabia de los movimientos revolucionarios surgidos a su vera.

Si algo debería agradecerles a Lenin y a los bolcheviques que llevaron a cabo la primera revolución obrera y campesina de la historia humana en la Rusia de 1917, fue proponer una lista importante de respuestas y soluciones tangibles y prácticas contra aquel saqueo imperialista y aquella rabia revolucionaria. Esto enardeció terriblemente a la burguesía y a sus ideólogos, pues les predicaban a los revolucionarios una paz y ecuanimidad que ellos jamás practicaron. La rabia de los pueblos contra el saqueo, la codicia, el abuso y la humillación fue notablemente bien comprendida por una inteligencia y una sensibilidad excepcionales como las de Lenin y los bolcheviques y, cristalizó por primera vez, en organizaciones revolucionarias, partidos políticos y frentes de masas perfectamente bien dirigidos y orientados para la obtención de una independencia y de un sentido de la identidad que solo se registraba en los libros de historia. Lenin y los bolcheviques, a través de la Tercer Internacional, de la Revolución Rusa y de la nueva era revolucionaria, que recorrió el planeta, después de la Primera Guerra Mundial, le devolvieron a los pueblos sometidos, colonizados y arrinconados, un nuevo sentido de la identidad, de la memoria y de la independencia, totalmente desconocido, hasta ese momento.

 

XX

Estos ingredientes históricos son los que diferencian al anticolonialismo ético del antiimperialismo revolucionario. De esta manera, será fácil hallar similitudes y ecos ideológicos entre figuras tan distantes como Toussaint L’Ouverture y Fidel Castro, porque el anticolonialismo ético los hermana inevitablemente. Sin embargo, el antiimperialismo revolucionario de Fidel Castro está mejor proveído de elementos teóricos, políticos y organizativos que lo condujeron al triunfo de una revolución popular, para la cual el partido como organización revolucionaria fue vertebral. Será difícil, por otro lado, para cualquier historiador, demostrar que las revueltas insurreccionales dirigidas por los líderes negros en Haití, a finales del siglo dieciocho, no tuvieron la fuerza organizativa requerida, como lo ejemplifica el caso de la Revolución Cubana en el presente. Figuras revolucionarias de la talla de Miranda, Bolívar o José de San Martín (1778-1850), siempre tuvieron en su experiencia revolucionaria lo sucedido en Haití, no tanto por motivos idiosincrásicos, sino porque la tradición organizativa imaginada y creada por los rebeldes haitianos, se extenderá hasta las revueltas de Sandino en Nicaragua, durante los años veinte del siglo pasado.

Aún no se han estudiado con detalle los posibles problemas ideológicos y organizativos que pudo haber enfrentado Toussaint L’Ouverture para combatir a uno de los ejércitos colonialistas más poderosos del planeta. Una de las grandes enseñanzas que dejan estas revoluciones, espontáneas, instintivas y profundamente irracionalistas, fue que la organización militar no fue suficiente para superar al enemigo de clase. Era y es necesario un gran amor, una pasión desbordada y frenética para convertir las ausencias organizativas en verdaderos ditirambos ideológicos que le abran espacio a las más bajas pasiones de los hombres en masa. Se ha dicho, sin probarlo, que Lenin le tenía un miedo visceral a la espontaneidad de las masas. De aquí que tuviera tantos y tan serios desacuerdos con Rosa Luxemburgo, porque a esta última le encantaban los desafueros revolucionarios de las masas populares insurrectas. Sus hipótesis sobre la huelga de masas partían de la base, precisamente, establecida por la espontaneidad, donde las acciones son anteriores a las ideas.

 

XXI

La Tercera Internacional, Lenin y los bolcheviques tuvieron a su haber, en este asunto del antiimperialismo revolucionario uno de los aspectos centrales en el tratamiento del anticolonialismo como una nueva dimensión del universo explotador del sistema capitalista. Queda por demostrar que el asunto del anticolonialismo ético fuera un tema puramente ideológico. Lo mismo sucede con el antiimperialismo revolucionario. Es un hecho que el mismo puede quedarse en puras consignas si se olvida que el imperialismo era una cuestión esencialmente clasista. La expansión imperialista tiene raíces de clase incontrovertibles. Ahora bien, las luchas antiimperialistas también, si se parte de la base de que las revoluciones sociales por la independencia y la liberación de los pueblos, después de la segunda parte del siglo XX, fueron llevadas a cabo, en su gran mayoría, por obreros, campesinos y mediana y pequeña burguesías.

El imperialismo, como parte del proceso de expansión capitalista, después de 1898, no podía ignorar que sus principales ideólogos y promotores eran precisamente todos aquellos interesados en acumular riquezas a cualquier costo, dándole a la codicia, a la guerra y a las finanzas un protagonismo decisivo en dicho proceso de acumulación. Banqueros, empresarios, especuladores, comerciantes, intermediarios, todos aquellos que sostenían que la explotación del trabajo ajeno era una cuestión natural, vieron como algo muy normal apropiarse por la violencia de las riquezas de grandes extensiones geográficas de África, Asia, América Latina y el Caribe.

En los siglos XV y XVI los españoles y los portugueses encontraron en la religión y las ideologías una buena forma de legitimar su voracidad. Pero, en la era de la expansión imperialista, el sistema capitalista había llegado a tal grado de maduración que resultaba perfectamente natural adueñarse de ganancias ambicionadas, mediaran o no las justificaciones ideológicas. La defensa realizada por los ideólogos del imperialismo se apoya en el racismo para explicar y justificar sus afanes de civilización. Es inevitable: toda expresión teórica a favor de la expansión imperialista, siempre encuentra en el racismo, en la supuesta supremacía blanca, en el dominio absoluto de Occidente sobre todos los demás pueblos del planeta, el mejor ángulo para legitimar los excesos y desmanes militares del sistema capitalista.

El anticolonialismo ético encontró innecesario y oneroso cargar con los imperios coloniales. Las colonias eran caras y sólo con la violencia y la manipulación se podían sostener. La expansión imperialista las consideró necesarias porque el sistema capitalista debía llegar hasta los últimos rincones del planeta. Al imperialismo de los grandes empresarios y especuladores, de los ricos terratenientes y comerciantes era requisito que se le opusiera un antiimperialismo revolucionario, que no creyera en la promoción del abuso y la explotación del otro para enriquecerse. Si el imperialismo constituye todo un universo cultural e ideológico, el antiimperialismo revolucionario debería hacer lo mismo. Esto lo tenían perfectamente claro los grandes dirigentes de la Revolución Rusa y de la Tercera Internacional. Si la expansión imperialista estaba al servicio de la acumulación capitalista, el antiimperialismo revolucionario se proponía imaginar una sociedad diferente, donde los trabajadores y los campesinos se hicieran cargo de la recuperación de su memoria y del lugar que los vio nacer.

Las luchas anticolonialistas de raigambre antiimperialista, tenían como objetivo central no solo la independencia institucional de las naciones involucradas, sino la posibilidad de abrirle espacio a proyectos sociales donde el sistema capitalista, la extracción de la plusvalía, la explotación de los trabajadores o el fetichismo de la mercancía no tuvieran el privilegio. Para el antiimperialismo revolucionario el socialismo era la alternativa; de tal forma que, el héroe revolucionario se convierte en el depositario esencial de un proyecto de sociedad en el cual la tasa de explotación ha sido erradicada por completo.

En estos casos el antiimperialismo revolucionario puede ser nacionalista o socialista, o ambos a la vez. El héroe antiimperialista entonces deja de ser un simple “redentor” y se convierte en sujeto activo y participante de su propia liberación. El heroísmo revolucionario no puede agotarse en la dimensión auto-sacrificial y va más allá, hasta alcanzar la etapa de formulación de una cultura, educación y maquinaria estatal radicalmente distintas a las imaginadas por los promotores del imperialismo, para quienes la cuota de explotación es esencial en el desarrollo del sistema económico que sustenta a aquel.

Si existe un conjunto de teorías y de prácticas, de rituales, hábitos y usos, de lenguajes y de hechos propios de la ideología imperialista, de igual forma deberían existir una contra-cultura y un contra-lenguaje propios del antiimperialismo. El héroe antiimperialista revolucionario no pertenece a la esfera de los mitos y de las leyendas, de las consejas y de las acechanzas. No es un redentor iluso atrapado en sus ideales utópicos y misteriosos. El verdadero ejemplar de un héroe antiimperialista revolucionario es la figura del Che Guevara; pero, a partir de sus lecciones se puede empezar a construir el ideario de lo que en la práctica sería dicha clase de heroísmo.

Es imperdonable que algunos teóricos europeos del colonialismo continúen describiendo a este como si se tratara de una excrecencia inoportuna y fortuita de los afanes bienintencionados de los empresarios, banqueros, comerciantes e intermediarios que tuvieron algo que ver con las actividades de penetración, ocupación y saqueo de grandes extensiones geográficas de África, Asia, América Latina y el Caribe. Primero argumentan que el colonialismo no puede ser reducido a la vulgaridad capitalista del saqueo y luego cuentan de las obsesiones europeas con los metales preciosos y la fuerza de trabajo de aquellas áreas. Habría que ponerse de acuerdo, porque también existen feroces defensores europeos y norteamericanos de los imperios quienes, hoy día, hablan sin tapujos de que los salvajes habitantes de aquellas zonas eran poseedores de algo que los occidentales anhelaban y fueron despojados por la violencia, el robo y el asesinato. Esta es la moral que respalda a los imperios y a sus defensores, velados o no.

Pues bien, a esa moral había que oponerle otra diferente, sustentada en el antiimperialismo revolucionario, insurreccional y capaz de formular alternativas reales y prácticas al sistema económico impulsado por los capitalistas. Es decir, toda forma de antiimperialismo revolucionario debería ser, antes que nada, clasista y anticapitalista. En estos casos la idea del héroe y del heroísmo como tarea primordial alternativa a la sociedad burguesa, tendrá su punto de referencia esencial en la creación de una sociedad más solidaria, armoniosa, igualitaria y justa; esto es una sociedad socialista.

La Tercera Internacional otra vez, Lenin y los bolcheviques y los ideales fundamentales que condujeron a la Revolución Rusa hacia el triunfo contra el absolutismo monárquico en pleno siglo veinte, les abrieron a los pueblos saqueados de África, Asia, América Latina y el Caribe, la posibilidad de alcanzar el socialismo mediante el impulso organizativo de partidos políticos y plataformas revolucionarias, capaces de sentar las bases que permitieran aglutinar a grandes masas de seres humanos un ideal novedoso de sociedad en el que todos pudieran tener una vida productiva, sin estar al servicio de nadie, a cambio de un salario miserable.

Por eso, es importante recordar que existe un anticolonialismo ético en el que contamos con héroes del calibre de Bartolomé de Las Casas (1474-1566), José Martí, Ramón Emeterio Betances, Eugenio María de Hostos y muchos otros cuya mayor aspiración era confrontar la prepotencia de los imperios con espiritualidad, moral, educación y sentido de la memoria. Por otro lado, sin que esta clase de anticolonialismo pueda ser olvidado o superado, pues sus enseñanzas éticas continúan vigentes con más fuerza que nunca, existe también un antiimperialismo revolucionario, producto de la nueva situación creada por la Guerra Fría entre la Unión Soviética, China, la OTAN y los Estados Unidos.

China, cuyo triunfo revolucionario en 1949, les abrió a los países sometidos a potencias coloniales europeas, una alternativa inédita de poner en práctica el sentido de la dignidad, de la nacionalidad, de la independencia y de la cultura, hará su ingreso al siglo veintiuno como la mayor potencia antiimperialista de la historia humana de los últimos quinientos años. Este hecho incontrovertible, como lo fue el saqueo al que sometieron a África, Asia y el Caribe, a pesar de las frivolidades a las que acuden algunos historiadores europeos para explicar esta forma de colonialismo, sustentado en el despojo y la rapiña, forma parte de la historia revolucionaria del siglo veinte, junto a los grandes logros de Argelia, Viet-Nam, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua y Venezuela.

Finalmente, para ciertos historiadores estos héroes antiimperialistas revolucionarios no pasan de ser otra cosa que “redentores”; simples soñadores de utopías, manipuladores de los sueños de las grandes masas humanas, puesto que sus grandes aspiraciones, en el fondo, no eran otras que la conquista del poder, de las voluntades y de los votos de la gente. Por eso es importante recuperar la verdadera tarea del héroe latinoamericano. Al hacerlo, se recupera también un contexto revolucionario, el cual no puede desaparecer porque unos cuantos hayan instalado dictaduras criminales de derecha, al servicio de los imperios, para quienes la única moral posible es la del despojo y la avaricia.


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XXII

Además, sería muy complejo abordar la tarea del héroe en América Latina y el Caribe sin hacer ninguna referencia a los sucesos, procedimientos y transformaciones que tuvieron lugar en el resto del mundo, durante la Guerra Fría (1947-1991) particularmente. La Revolución Rusa de 1917 descubrió una nueva moral que no encajaba, para nada, en la moral convencional desarrollada por los historiadores, escritores y analistas de Occidente. El bolchevismo y el marxismo abrieron a golpes una nueva concepción de la vida, de la ética y de la creatividad que resultaba, cuando menos, repugnante para la mayor parte de aquellos intelectuales. Considerada vulgar, corriente y cotidiana, esta nueva moral contradecía todos y cada uno de los principios clásicos de Occidente, sobre lo que debía ser la integridad, la espiritualidad y la iniciativa de los héroes, construida a lo largo de los siglos de historia burguesa.

Si la moral clásica occidental sustentaba su ética de lo heroico en la individualidad, el marxismo y el bolchevismo, los cuales adquirieron estatura teórica y paradigmática con la Revolución de Octubre en la Rusia de 1917, sistematizaban una idea que, aunque no muy novedosa, contradecía a plenitud el antiguo criterio de que solo los individuos podían asumir factura de héroes. Esta idea era que las colectividades, indiscutiblemente, también podían apropiarse de esa nueva dimensión descubierta por los marxistas y los leninistas: el heroísmo colectivo.

Toda la tradición revolucionaria de Occidente y de otras partes del planeta, donde las colectividades se hubiesen levantado contra la autoridad establecida, reposaba sobre una moralidad de lo colectivo, redescubierta por los marxistas y por los leninistas, a regañadientes de la supuesta moral individualista que había penetrado la tradición cultural de Occidente. Las acusaciones de vulgaridad y simpleza hechas contra las revueltas populares, desde la crisis del Imperio Romano, porque atentaban contra las estructuras autoritarias apoyadas en la moral del individuo, eran el producto de una ética de lo heroico que renegaba de todo aquello vinculado con las masas populares.

Se acusaba a estas revueltas populares de milenarismo, de utopismo y de fantasías de liberación sin sustento alguno en la realidad, dado que esta era el resultado de los esfuerzos individuales de los dioses y de los hombres, en una suerte de larga tradición cultural aferrada a los logros de los héroes y no de las colectividades. El individuo que lograba sobresalir y ser seguido tenía asegurado su futuro en el Panteón de los héroes. Pero, todo el utopismo heroico de fuerte raigambre literaria era la lectura correcta de la realidad y no aquella formulada por los espasmos de espontaneidad de las revueltas populares. Terminaba contrapuesta, de esta manera, una moral de los individuos a la moral de las colectividades.

 

XXIII

Lo que los grandes teóricos de la moral individual llamaban, con no poco disimulado temor, la rebelión de las masas, no era otra cosa que el surgimiento y la sistematización de la moral de las colectividades, la cual se abría espacio a codazos en un mundo controlado y dibujado por los supuestos héroes, así bautizados por los dueños del poder económico y cultural. Parece imposible, pero un grueso importante de toda la tradición historiográfica occidental, ha intentado esconder, de una forma o de otra, el surgimiento de la protesta popular, a la cual ha calificado de irreverente, irrespetuosa y violenta. El sistema económico capitalista, no cabe duda, tiene en sus orígenes a la violencia como matrona histórica; pero, sus ideólogos, sus legitimadores y defensores más acendrados, han hecho lo imposible por descalificar a las colectividades, acusándolas de violentas, vulgares e incivilizadas.

La gran tragedia de la cultura occidental reside en que su idea de la civilización no puede imaginarse sin la idea de la violencia, la hegemonía o la autoridad como ingredientes vertebrales para explicar su nacimiento y su desarrollo. De tal manera que, para los latinoamericanos, los caribeños, los africanos y los asiáticos, todos sus esfuerzos por ganarse un espacio en las historias universales escritas y pensadas en Occidente, pueden ir dirigidos hacia una forma de justificación ideológica que solo reposa en la reconquista de su propia memoria e identidad. La violencia capitalista, de la que rara vez hablaban los historiadores occidentales, hasta la llegada de la supuesta revolución de los Annales en la Francia de 1929, tendía a ocultar todo lo relacionado con una nueva moral, una idea diferente de la civilización y de la cultura fraguada en los procesos colectivos de una vida cotidiana, radicalmente distinta a la predominante.

Para esta, el individuo no era solo el primer motor inmóvil de toda la supuesta civilización occidental, sino que la moralidad y el sentido de la ética construido a partir de ahí, reposaba sobre una concepción de la cultura que ignoraba, con arrogancia e insufrible indiferencia, la vida cotidiana de los pobres, de los desamparados, de los refugiados, de las mujeres, de los negros y de todas las formas imaginables de existencia minoritaria que pudieran existir. El anarquismo primero y luego el marxismo y el leninismo, nos guste o no, recuperaron esta historia y les devolvieron a las masas populares un sitio, justamente ganado, en el orden de la civilización occidental, todavía muy influenciado por los excesos y las exigencias teóricas del sistema económico.

La rebelión de las masas, que tanto asustó y medró en los predios de la cultura occidental, donde la moral de la individualidad continuaba apegada a una noción de lo heroico que reducía todas las acciones responsables de la cultura a los humores y temperamento de los individuos, tuvo que reconocer, necesariamente, la existencia de algo llamado hegemonía, un parámetro de la autoridad, en el cual no cabían solamente la voluntad de las personas, sino también el comportamiento colectivo y la creatividad de sus dirigencias. Es esto, precisamente, lo que continúan sin comprender los biógrafos de Lenin, que producen como hongos las universidades occidentales; pues, para ellos, si el biografiado no encaja en sus prejuicios acerca de lo que debería ser un héroe individual, todo lo demás es requisito innecesario.

Es asombroso el acervo de biografías sobre Marx, Engels, Lenin, Trotski o Stalin que se han producido en Occidente. Aparte de que el interés entomológico pareciera conducir mucho del esfuerzo de los biógrafos, dichas biografías han sido escritas como una especie de mea culpa, ante la contundente evidencia de que las revoluciones científicas, teóricas y metodológicas impulsadas por estas figuras, no puede ignorarse, a pesar de los intentos realizados por una historiografía más interesada en fortalecer prejuicios que en abrir espacios inéditos de investigación. Los geógrafos anarquistas, por ejemplo, tuvieron que combatir contra grandes masas de prejuicios ideológicos, antes que alguien les prestara atención.

 

XXIV

Por otro lado, si se establece una línea punteada y continua entre el anticolonialismo ético y el antiimperialismo revolucionario, se pueden descubrir patrones comunes realmente asombrosos. Estos últimos, son el resultado de especificidades históricas muy concretas, las cuales parecieran haber sido olvidadas por los supuestos grandes historiadores occidentales. El antisovietismo de un historiador como Eric Hobsbawm, para quien la revolución socialista tenía nombres y apellidos, no deja de ser un problema ideológico serio cuando se lo compara con biógrafos de Lenin como Robert Service, para quien el líder ruso no era otra cosa que un megalómano fanático sin sentido alguno de la realidad histórica de su país. Esta clase de distorsiones son el resultado de ignorar su propia realidad histórica, cuando las comparaciones solo tienen sentido si se contemplan cuidadosamente las razones que les han dado origen. Por ejemplo, igualar el liderazgo de Lenin con el de Hitler solo refleja la mala intención o la ignorancia desorientada de quien busca, a toda costa, establecer similitudes históricas entre situaciones históricas radicalmente diferentes. Nadie puede olvidar la vocación genocida de una figura como Winston Churchill (1874-1965) y, sin embargo, para los ingleses es considerado un héroe nacional.

El anticolonialismo ético de José Martí, por ejemplo, contiene sustanciales diferencias históricas con el antiimperialismo revolucionario de Fidel Castro, para retomar la comparación inicial que se hacía en este ensayo. Sin embargo, tanto en un caso como en el otro, el sentido de la hegemonía colonial española adquiere sentido a partir de lo moralmente defendido. El imperialismo norteamericano, luego de 1898, provocó un giro sustancial en toda la paleta estratégica utilizada contra los revolucionarios en el Caribe. La guerra de trincheras, el genocidio como práctica contra- revolucionaria, la aniquilación ideológica de todo aquel que se sintiera diferente, el chantaje y la manipulación propagandística, todo estuvo sólidamente imbricado para provocar el surgimiento de una alternativa ideológica que desconocía y maldecía de todo lo propuesto por Martí y sus seguidores. El surgimiento, a partir de aquí, de una mitología martiana, carece de sentido, por cuanto nada de lo impulsado por los Estados Unidos en el Caribe, tuvo que ver con el impacto mágico-religioso de la figura de Martí como luchador, poeta o ideólogo.

El contenido geoestratégico del imperialismo norteamericano, después de la Gran Guerra de 1898, mantuvo una estrecha relación histórica con la Doctrina Monroe de 1823 y puede resultar contraproducente olvidar que ambos capítulos de la historia del Caribe forman parte de una misma historia de expansionismo capitalista en una zona donde era y es posible ensayar todo lo relacionado con las posibles confrontaciones contra poderes mayores en el Pacífico como China, Japón o Rusia. El campo de tiro al blanco en que llegó a convertirse el Caribe, para los Estados Unidos, anunciaba una lucha de mayores proporciones contra poderes extraterritoriales que solo podrían amenazar la hegemonía norteamericana, ahí donde la confrontación por riquezas inexploradas ignoraba, totalmente, las reglas más elementales de las relaciones internacionales. No es en vano que del Caribe no hayan surgido jamás grandes acuerdos diplomáticos entre las potencias interesadas, cuando estos pueblos nunca fueron considerados de importancia en el diseño de las nuevas formas de dominación. Los acuerdos por la liberación de Cuba o Puerto Rico ignoraron siempre lo mucho o poco que tuvieran que decir las autoridades de estas naciones. Lo mismo sucedía con América Central. Nicaragua fue siempre un caso patético. Solamente cuando la invasión filibustera de 1856 fue ridiculizada en América Central, se les pudo dar nombres y apellidos a los héroes de estas batallas anticolonialistas.

De tal forma que, no es posible olvidar la forma displicente y desconsiderada con la cual el imperialismo norteamericano trató siempre la existencia de estos pueblos en el Caribe, después de 1898. El grueso de los ideólogos del imperialismo norteamericano después de esa fecha llegó a la conclusión, luego de un estudio detallado y cuidadoso de las pretensiones geoestratégicas del expansionismo británico, en aquella zona conocida por ellos como Eurasia, dominada por rusos, chinos y japoneses, que el Caribe era simplemente la válvula de escape para sus afanes guerreristas y por ello las personas, los seres humanos, no contaban para nada. El imperialismo era y es esencialmente un anti-humanismo, para el cual los individuos son básicamente sujetos descartables. Esto hace y ha hecho que el imperialismo carezca de toda moral, de toda ética sujeta a uno de los ingredientes vertebrales de cualquier forma de humanismo: el respeto por la vida humana.

El antiimperialismo revolucionario, entonces, tal y como lo enseñaron, lo practicaron y lo transmitieron figuras del calibre de Lenin, Stalin, Trotski, Rosa Luxemburgo, Mao, Ho Chi Minh, Fidel Castro, el Che Guevara, Augusto César Sandino, Agustín Farabundo Martí y muchos más que podrían mencionarse, es, indiscutiblemente, un humanismo cuya moral se sustenta en toda la tradición revolucionaria heredada por las revueltas populares que se han producido en el planeta, contra la opresión, el expansionismo capitalista y sus obsesiones por la propiedad y la riqueza adquiridas de forma ilegítima. El antiimperialismo revolucionario es un humanismo, cuya procedencia inmediata se remonta al anticolonialismo ético. Ahí donde este carece de estrategia revolucionaria, aquel se la facilita. Por eso es históricamente vertebral la existencia de una organización revolucionaria que lleve hasta sus últimas consecuencias todo lo relacionado con la lucha anticolonialista. Dar el salto hacia la lucha antiimperialista revolucionaria solo es posible si el anticolonialismo, antes, ha sembrado las bases de una conciencia revolucionaria, para la cual la memoria, la identidad y el orgullo nacional son algunos de los ingredientes esenciales en esta batalla por ganarse el reconocimiento físico del otro diferente.


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XXV

Para este ensayo se ha elaborado una agenda temática en la que se agrupan varios de los grandes ejes del pensamiento y de la acción antiimperialista latinoamericana. Se han escogido, aleatoriamente, varios de los grandes nombres de luchadores por la identidad antiimperialista en América Latina y el Caribe, en la cual la historia ha jugado un papel definitivo, cuando se ha tratado de caracterizar el grado de evolución de sus ideas y de sus acciones en momentos históricos muy precisos. Hasta donde ha sido posible se ha evitado la referencia personal de naturaleza biográfica, en vista de que existen en el medio, excelentes biografías de José Martí, Fidel Castro o Toussaint L’Ouverture, para mencionar algunos ejemplos.

Se han privilegiado seis ejes temáticos y en torno a ellos se hará girar la totalidad de nuestra reflexión sobre el macizo contenido moral del pensamiento antiimperialista, representado en unas veinte personas cuyas vidas estuvieron enteramente dedicadas a las luchas contra la dominación, el saqueo, la manipulación y la humillación de pueblos y naciones surgidos al calor de una concepción de la historia para la cual el ser humano diferente no tenía derecho a existir. En esta labor de reconstrucción histórica y temática no se tiene ninguna preocupación por conquistar las simpatías del lector. Quien se acerca a esta clase de ensayos, conoce de antemano el contenido de los argumentos esgrimidos y por ello no lo tomará por sorpresa confrontar sus ideas, prejuicios y conocimiento con lo que aquí se le expone. En esta historia no se buscan “redentores”, teóricos ilusos, utopistas descaminados, para quienes la construcción de un sueño solo es posible en el Más Allá y nunca en el aquí y el ahora. Este tratamiento tan cargado de cinismo oportunista ignora por completo la verdadera historia de América Latina y el Caribe o la modifica para que el supuesto realismo emergente tenga alguna vigencia dentro de un orden ético que no les pertenece a los latinoamericanos o caribeños. Los hombres y las mujeres que integran nuestra lista no fueron “redentores”, soñadores inacabados de una supuesta pesadilla, imposible de realizar o de conjurar. Fueron revolucionarios para quienes la vida solo tenía sentido si estaba estrechamente articulada a una aspiración mayor: el extrañamiento, la renuncia o el rechazo por formas de imposición cultural, ideológica o militar que no tenían ningún asidero posible en la realidad concreta e histórica de los pueblos latinoamericanos y caribeños.

Por esta razón, la recuperación y la reconstrucción de la memoria, de la identidad y de la visión del otro-diferente, componen un nuevo orden ideológico en el cual solo es posible una profunda convicción ética de que toda lucha antiimperialista, es portadora de una auto-percepción moral en la que solo caben las diferencias y no tanto las supuestas igualdades circunstanciales e históricas entre pueblos anglosajones y pueblos indo-ibéricos. Este universo inédito de relaciones está integrado por un orden jerárquico en el que la violencia, la brutalidad, el autoritarismo y la simple imposición geopolítica o militar predominan por encima de la armonía, la amistad, el reconocimiento maduro e inteligente del otro-diferente. La gran tragedia reside en que dicha jerarquía ha tenido un mayor reconocimiento histórico que cualquier otro contenido ético de la diferencia cultural entre pueblos. Por esta razón, se sostiene que el antiimperialismo en América Latina y el Caribe es un asunto esencialmente ético, además de histórico y político.

 

Notas:

[1] Este ensayo forma parte de un trabajo mayor con el mismo título, que se encuentra en la imprenta. Todo el aparato erudito ha sido eliminado, para un mejor aprovechamiento del lector. Se puede ver en el libro publicado.

 

Cómo citar este artículo:

QUESADA MONGE, Rodrigo, (2020) “Antiimperialismo. La tarea del héroe en Nuestra América”, Pacarina del Sur [En línea], año 11, núm. 43, abril-junio, 2020. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Martes, 16 de Abril de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1878&catid=4