El socialismo romántico en el Perú: 1848-1872

Romantic socialism in Peru: 1848-1872

Socialismo romântico no Peru: 1848-1872

Ricardo Melgar Bao

RECIBIDO: 13-09-2016 APROBADO: 09-11-2016

 

Acerca de los orígenes

La historia del socialismo peruano como la del latinoamericano y mundial, nos revela una malla intrincada de relaciones. El papel y perfil de los intelectuales tradicionales en contextos multiculturales y multiétnicos como el peruano, demanda nuevos esfuerzos. Toda tradición historiográfica debe rememorar sus orígenes. Si la historia concreta del socialismo en el Perú, América Latina y el mundo abarca los tres últimos cuartos del siglo XIX, sus primeros registros historiográficos fueron hechura del siglo XX.

Las experiencias radicales de los utopistas cristianos en la Bolivia de Belzú y la de los gólgotas, draconianos y democráticos en la Nueva Granada bajo los gobiernos de Hilario López, Obando y Melo, no fueron distantes ni ajenas a la vanguardia ideológica peruana, a pesar de que estos países estaban atravesados por la mismas inquietudes espirituales y políticas frente a problemas nacionales análogos. Pesaron mucho en estos distanciamientos los litigios comerciales y financieros con la Bolivia de Belzú y los fronterizos con el Ecuador de Urbina, en donde se reflejaba a manera de caricatura, según la versión del conservadurismo peruano, la tempestad roja del pueblo neogranadino. El Perú no tuvo litigio fronterizo con Colombia hasta 1880, por lo que no fueron afectadas sus relaciones. Lima fue lugar de residencia temporal de los políticos e intelectuales colombianos de filiación conservadora, por lo que es posible que sus comentarios contra lo que ellos llamaban «serpiente» o «hidra» roja, hayan contribuido a estigmatizar y reprimir al socialismo romántico.[1]

Suscribimos la idea de que el socialismo romántico es una temática emergente en el campo de la historia intelectual en Argentina y México, gracias a Horacio Tarcus (2016) y Carlos Illades (2008). Estos autores han abordado los procesos de constitución y desarrollo del socialismo romántico, ensanchando la mirada acerca del horizonte internacional del ciclo revolucionario de 1848, hasta hace poco considerado como estrictamente europeo. La lectura de estas obras nos hizo recordar la tesis de Manfred Kossok (1974), el cual ya nos había advertido que con la Revolución francesa se inició el primer ciclo revolucionario moderno internacional y con el segundo, se desarrollaron las expresiones revolucionarias de 1848 (Roura, L. y Chust, M. 2010).

En la historiografía peruana los tres primeros atisbos acerca de nuestros socialistas románticos los encontramos en los escritos Jorge Guillermo Leguía (1925), Jorge Basadre (1931) y Mario Vargas Llosa (1956). El primero menciona a Enrique Alvarado como parte actuante de la generación del 48. En cambio, los dos últimos lo reconocieron como la figura más destacada del ala radical: «auténtico precursor del socialismo» (Basadre, 1931: 78). Luego de un prolongado silencio, advino un señalamiento crítico de Alberto Flores Galindo en 1982[2] y una aproximación panorámica (Melgar, 1998: 23-92). Le siguieron tres particulares y fecundas interpretaciones acerca de la generación del 48 en el Perú: Natalia Majluf (1999, 2003), Natalia Sobrevilla (2002) y José Ragas (2007). Se suman a las anteriores las ediciones en facsímil de dos obras: el Diccionario para el pueblo (1856) de Juan Espinosa, precedida de un acucioso estudio preliminar de Carmen Mc Evoy en 2001, así como la reedición de la primera novela utópica, Lima de aquí a cien años (1843) de Julián M. del Portillo, acompañada de un riguroso estudio introductorio a cargo de Marcel Velásquez Castro en 2014. 

Nuestra mirada se proyecta en torno a un espacio liminar de encuentro intelectual y político entre republicanos peruanos y conosureños en el exilio en la ciudad de Lima entre los años de 1842 y 1856. En la ciudad de Lima la presencia de los desterrados sudamericanos fue más visible en los medios intelectuales y políticos que en otros sectores sociales. La auto adscripción política de los exiliados igualitarios dejó huellas testimoniales relevantes. En 1853, Francisco Bilbao escribió en un opúsculo de combate contra el régimen chileno: «Hemos abrazado la causa de la revolución. En ella también nos abrazamos todos los proscriptos que formamos una nación sin territorio, raza sin patria, ciudadanos sin estado…» (Bilbao, 1853: 3). Las otras figuras exógenas fueron la de los viajeros e inmigrantes, la cual todavía no daba cabida a la de los turistas, mucho más tardía. Poco se conoce acerca del papel cumplido por los artesanos y proletarios europeos en el mercado de trabajo, el asociacionismo naciente y la circulación de ideas socialistas en la ciudad capital de ese tiempo.  

Ha habido un cambio en la manera de caracterizar la fase del primer socialismo que se expresó entre 1837 y 1870 en Nuestra América, potenciada por su fase de ascenso en torno al 48 revolucionario mundial. Fue designado indistintamente «utopismo socialista» o «socialismo utópico», categoría propuesta por Federico Engels en 1880 para la historia tradición y la pedagogía militante. Compartimos los señalamientos críticos formulados por Horacio Tarcus (2016).[3] Rama (1977), autor del primer estudio continental, atisbó la dificultad inherente a su caracterización. Sin embargo, fue precisamente el investigador uruguayo quien reconoció en el romanticismo socialista una categoría alternativa para estudiarlo por su amplitud y valor hermenéutico: 

H. J. Hunt (1935), Roger Picart (1944) y David Owens (1948) han estudiado metódicamente las relaciones complejísimas del primer socialismo y del romanticismo literario de la época, al punto que han acuñado la expresión de romanticismo socialista.

Esto permite incluir en la corriente del primer socialismo a autores de ficción literaria, que si no fueron creadores en el campo de la teoría, multiplicaron, por su adhesión a las nuevas ideas, sus efectos a través de un público extenso y no politizado (Rama, 1977: XII).


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Conferirle al romanticismo la primacía ontológica que descifra los orígenes del socialismo decimonónico es una desmesura, considerando que aquél tuvo como principal frontera ideológica el porvenir y la sociedad futura, tanto como representación como ideal político. Se agrega a ello, que darle un peso sustantivo al socialismo permite situar de modo más apropiado el lugar de la ideología, la política y el asociacionismo, sin negar sus relaciones con el arte, la literatura y otros valores románticos como el amor, el sueño o la muerte, heroica o no.  Sin embargo, el pueblo como representación romántica, devino en un referente de mediación con el socialismo, que lo significó como sujeto histórico con voluntad de transgresión y cambio social. El romanticismo tuvo tres caminos en su develamiento: el de colectividad unida y fuerte asociada a la figura del héroe; el de unidad política telúrica y el de actor que insurgió contra «la fe racionalista y el utilitarismo burgués» idealizando lo «primitivo y lo irracional» (Martín-Barbero, 2003: 5-6).

Disentimos de quienes postulan que la crisis del socialismo real agotó el ciclo histórico del socialismo en el mundo, y que, por añadidura, volvió irrelevante todo esfuerzo investigativo al respecto, sea sobre sus desarrollos, sus heterodoxias, sus crisis o sus ignorados orígenes. Nada que haya modelado la vida de la mitad de la población mundial a lo largo de medio siglo puede serlo. Resulta curioso que posturas extremistas de este tipo pretendan sembrar temas tabúes y sigan gravitando en nuestros espacios académicos. Otros colegas neoconservadores, algo más complacientes, creen ver el nacimiento de un nuevo género, el de la historia de los derrotados. En realidad, ¿se trata de sólo derrotas? La historia de los procesos concretos dice algo más que eso.

En la primera mitad del XIX, el término socialista cribado por Pierre-Henri Leroux en 1834 fue ganando terreno en las corrientes de izquierda como opción de futuro y de cambio social y político, llamado también religión del porvenir. La frontera entre sus representaciones utópicas y sus proyectos fueron lábiles. Fue unificador su antagonismo hacia las corrientes liberales por su exaltación del individualismo burgués. Lo fue también su antagonismo frente a lo que representaba el legado colonial: esclavismo y servidumbre para las mayorías subalternas, la centralización del poder, el control católico autoritario de los cultos y creencias. Su tercer antagonismo se libró contra el caudillismo militar. Su concepción del pueblo estuvo vinculada al reconocimiento de su soberanía, su asociacionismo y sus ideales de solidaridad, justicia, libertad y moral pública. Sus símbolos y rituales tuvieron un halo de religiosidad laica y romántica. Su amalgama con el romanticismo social, reforzó sus cartas de identidad nacional e internacional. Se recuerda a Víctor Hugo, el escritor francés, como uno de los principales mediadores entre el romanticismo y el socialismo, muy leído por dos generaciones, cuya composición fue heterogénea por sus raíces y texturas ideológicas diversas, sus reivindicaciones y sus prácticas. Hubo puntos de proximidad entre Pascual Cuevas (1800), Juan Espinosa (1804) y entre estos y la nueva generación republicana: Enrique Alvarado (1833), Casimiro Ulloa (1829), Nicolás Corpancho (1830), Arnaldo Márquez (1832), Luis Cisneros (1837) y Francisco Bilbao (1823).

El socialismo fue percibido como unidad a combatir por sus adversarios políticos liberales de derecha y los conservadores, pero también por la iglesia católica. Sus modos de enunciar el pueblo avanzaron en el camino de configurar una identidad colectiva republicana, entre convergencias y disensos con los liberales y románticos. La palabra pueblo, a pesar de sus matrices ideológicas diversas, reivindicó el derecho a la ciudadanía de la heterogénea unidad de las clases subalternas. A través de ella se reivindicó también su derecho a ser nación soberana. Dicho vocablo legado en su sentido laico y revolucionario por los enciclopedistas franceses, fue remozado en la retórica romántica, del liberalismo social y la socialista. Mucho tuvo que ver en ello la conducción que ejercieron Lorente, Pedro y Manuel Gálvez del Colegio Guadalupe, como polo defensor de la doctrina de la soberanía del pueblo y del ideario de Benjamín Constant, hasta que en 1855 fue reprimido y censurado por el gobierno de Echenique (Basadre, 1931: 74). Benito Laso le asignó un lugar central en su exposición doctrinal de 1846 en defensa de la «soberanía del pueblo». La nueva generación liberal y filosocialista se desarrolló principalmente en los espacios de sociabilidad extra-académicos. Sus integrantes promovieron la creación de las primeras sociedades y asociaciones políticas y culturales con la finalidad de divulgar y contrastar sus ideas en torno a las cuestiones nacionales, continentales y mundiales. En 1846 se opusieron a la expedición del general ecuatoriano Juan José Flores que auspiciaba un proyecto de restauración monárquica española en América del Sur.


Imagen 2. http://kerloar.com

Desde una perspectiva más radical, Enrique Alvarado, articuló la voz del pueblo a su voluntad revolucionaria y a su libertad de elegir entre la tradición y un utópico porvenir:

…escuchad el grito de los pueblos, divisad el astro de la civilización, y entonces divisad si la revolución debe respetar la independencia de las naciones o ahogarla: marchar siempre hacia un porvenir grandioso reconociendo el derecho en todo hombre y en todo pueblo, o parodiar la barbarie con su vandalaje y sus cadenas («La alarma», en Corona…: 14).

 

Del lado conservador, el pueblo ante todo tenía que ser católico y su voluntad convertida en natural, despojada de su contenido social como lo hizo Bartolomé Herrera apoyándose en las tesis de Louis de Bonald (Rivera, 2008: 205). La tesis de la soberanía de la inteligencia, llevaba a su extremo elitista y autoritario la representación y sumisión del pueblo. Hubo también otras entradas para decir pueblo, que sirvieron a su vez para dotar de identidad republicana a algunos talleres tipográficos como la Imprenta del Pueblo (1855-1856) por J. M. Ureta y Pedro P. Fernández. Entre 1854 y 1856 se publicó El Amigo del Pueblo bajo la dirección del republicano español Sebastián Lorente, desde cuyas páginas abogó en contra de toda forma de opresión y expoliación. Por su lado, Enrique Alvarado vio en la imprenta la más poderosa palanca de transmisión de ideas revolucionarias del pueblo para el pueblo:

…si se abre esa gran tribuna todas las opiniones: si todo hombre lleva su contingente a la grandiosa obra de la regeneración, la juventud inicia las reformas, el pueblo juzga a sus funcionarios, manifiesta sus necesidades y exige la garantía de los derechos; si la imprenta es el espléndido banquete de las ideas, adornada con tan bellos colores lucirá majestuosa como el iris de las naciones, como el arco de paz entre los pueblos y los gobiernos («Libertad de Imprenta», en Corona…: 4).

 

Hubo más convergencia y síntesis que unidad entre los socialistas románticos. Hubo más heterodoxia, transformismo y sincretismo que dogma. Sus cultores levantaron las banderas de la libertad, la igualdad, la justicia social y la soberanía del pueblo. Promovieron la edición de impresos y la lectura como pivotes de su misión moderna y civilizadora de cambio social. Participaron en el proceso de desarrollo del asociacionismo republicano entre la pequeña burguesía y el artesanado. Es necesario subrayar el hecho de que el ideario y la emocionalidad del socialismo romántico peruano, de manera parecida al de sus símiles y afines de Chile y Argentina, asumió contornos juvenilistas, comunitarios, trasfronterizos e insumisos. La dimensión connotativa de las palabras usadas por nuestros socialistas románticos fue inherente a su retórica desplegada en los espacios públicos. Los románticos ya habían transitado por esta misma vía y lo seguían haciendo en clave nacionalista.

El asunto del lenguaje y la retórica socialista sigue siendo controversial, al no quedar entrampada en las versiones doctrinales y formalistas de la historia conceptual. Algo parecido sucede con los socialistas románticos y las corrientes republicanas afines. Seguramente compartieron el parecer de José Gálvez cuando refiriéndose a la vida republicana y democrática afirmó que bastaría: «… analizar la índole del pueblo peruano y ver la tendencia irresistible a la igualdad en la mayoría y la decrepitud inevitable en que han degenerado todas las aristocracias…» (Leguía, 1925: 28). Las banderas igualitarias iban en ascenso. Convergían en abogar a favor de que todos los peruanos lo fueran ante la ley, habiendo sido emancipados previamente los que padecían del yugo del yugo de la servidumbre y la esclavitud. 

Benito Laso de la Vega
Imagen 3. Benito Laso de la Vega
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Por lo anterior, consideramos que debemos prestar más atención a la forma laxa de sus respectivos campos semánticos, y en su seno diferenciar las proximidades, matices y sinonimias en el habla y la escritura de nuestros protagonistas. El camino de seguir, recuperar e interpretar los tropos de la identidad ideológica discursiva es más polémico. Hayden White (2014), por ejemplo, filió al socialismo por la presunta hegemonía del tropo de la metonimia, acuñando un estigma retórico que oscurece y deforma el pensamiento de nuestros socialistas románticos en Nuestra América. 

El lenguaje y el pensamiento socialista han dibujado una problemática compleja que ya había concitado la atención de Hamon en 1894. Illades en su obra precisa con acierto que el lenguaje fija en cierto plano la unidad y la identidad de la familia socialista, más allá de sus adscripciones nacionales. Coincido plenamente con él cuando afirma que:

Esto valdría tanto para versiones nacionales (el socialismo francés, mexicano, argentino, etcétera), como para pensadores diversos que comparten lenguajes, problemáticas, enfoques y horizontes parecidos, y que están discutiendo dentro de una misma tradición, que asumen reglas básicas más o menos condensadas, apelan frecuentemente a las autoridades y textos de rigor, y suelen identificar a enemigos ideológicos comunes. Vaya, se entienden porque se mueven en el mismo universo discursivo, en “juegos de lenguaje” comprensibles para los que están dentro, por hasta cierto punto, -como dice Pocok-, cada uno de los lenguajes “selecciona y prescribe el contexto dentro del cual debe reconocérselo”, permitiendo de acuerdo con Burrow, entablar “conversaciones” (Illades, 2008: 28.). 

 

Develar el campo semántico presente en la escritura de nuestros socialistas nos permitía comprender los nexos existentes entre términos tales como evangelio, pueblo, soberanía popular, libertad, igualdad, revolución, moral, educación popular, trabajo, progreso, porvenir. De todos esos vocablos hemos destacado la importancia del evangelio como eje de unidad ideológica, pero también como puente de mediación con el habla y las creencias populares. Considerando que el socialismo romántico estuvo históricamente ligado al exilio y al ideal internacionalista continental, resaltan sus modos de significarlos. Por esos años, términos como desterrado, exiliado, proscripto y extranjero configuró un campo semántico aleatorio, denso y polisémico, que suscitaba entre la población y sus autoridades, conductas diferenciadas u opuestas: tolerancia, solidaridad, aceptación, rechazo o estigma. Sin embargo, el vocablo más genérico era la de extranjero. Juan Espinosa, el uruguayo transterrado al Perú, en su Diccionario para el pueblo (1856) manifestó su pesar al escribir que la extranjería en el habla popular, tenía ribetes de insulto o descalificación, aún de quienes, como él, habían contribuido a la causa independentista y republicana.[4] La independencia fue un término relevante en las obras de nuestros socialistas románticos para reivindicar los orígenes republicanos de carácter anticolonial que suscribían, pero también para juzgar el presente y lo no cumplido en aras del bienestar del pueblo. 

El corredor letrado de socialismo romántico se movió en dos direcciones borrando fronteras gracias a los exiliados, viajeros, editores, libreros y traductores de libros y folletos. Una con Francia y otra con Chile, Argentina y Uruguay. Resulta ilustrativa la red a la que estaban adscritos el peruano Pascual Cuevas y Francisco Bilbao en Santiago de Chile. Cuevas llegó exiliado a Chile en 1836.[5] Bilbao dejó testimonio escrito acerca del papel jugado por Cuevas en el esclarecimiento de las redes intelectuales transfronterizas, la presencia en el Perú del exilio intelectual chileno y rioplatense. Rescátese las huellas de los chilenos liberales Pedro Félix Vicuña (1846) y José Victorino Lastarria (1850); del socialista argentino José María Gutiérrez que promovía la lectura de Lamennais y del uruguayo Juan Espinosa, radicado en Lima desde 1821 y autor del Diccionario del Pueblo (1857).

De todas ellas destacaremos la prédica de Bilbao. Se insertaba en esta tradición democrática del exilio sudamericano. Cierto es que la reacción conservadora de los países vecinos fue mucho más nutrida y no menos activa; pero aun ellos, en su propaganda antiliberal y antisocialista, abonaron por oposición el terreno de un debate precoz e intenso que se libró en los clubes liberales, pero fundamentalmente en el parlamento y en los órganos periodísticos y espacios públicos. Más próxima fue la frustrada experiencia de la Sociedad de la Igualdad, de Francisco Bilbao, quien se exilió en 1851 en el Perú, no sin antes haber recibido el influjo ideológico de Lammenais a través de su diálogo con Pascual Cuevas.

Los nodos que potenciaban el desarrollo de una malla de relaciones socialistas transatlánticas estaban representados por figuras prominentes que vivían su tiempo de madurez intelectual y política, salvo Henri Saint Simón (1760-1825), fallecido unos años antes de su recepción sudamericana. Sus coetáneos, en cambio –Charles Fourier (1772-1837), Hugues-Félicité Robert de Lamennais (1782-1854), Étienne Cabet (1788-1856), Barthélemy-Prosper Enfantin (1796-1864) y Pierre-Henri Leroux (1797-1871) entre otros, dejaron sentir sus ideas a través de sus discípulos y sus publicaciones, insertos en un complejo circuito internacional de relaciones. Reconstituir un inventario de la recepción de las obras de estos autores sigue siendo tarea pendiente, por lo que anotaremos los indicios y huellas halladas. Comparto la idea de que «leer textos ajenos genera inevitablemente respuestas autóctonas» (Dotti, 2008: 98).

En América del Sur, esta corriente de pensamiento tuvo reconocidos exponentes como Esteban Echevarría en Argentina; Francisco Bilbao en Chile y, Enrique Alvarado y Casimiro Ulloa en el Perú. Los hermanos Bilbao, Juan Espinosa, el utopista republicano uruguayo y Juan María Gutiérrez, argentino, cofundador de la Joven Argentina, más allá de su condición exiliar, pueden ser considerados como internacionalistas en el Perú del medio siglo XIX.

Las urgencias de la nación suscitaron otra compleja convergencia entre socialistas románticos y liberales, es decir, modelaron un tiempo de yuxtaposición o confusión de ideas, con inevitables incidencias en las prácticas políticas. Por esos años, se debatía acaloradamente sobre las cuestiones de la esclavitud de los negros, del tributo indígena, de la libertad de cultos y del derecho al trabajo. Los años de 1845 y 1849 fueron de significativa confrontación entre el Estado y la Iglesia católica en torno a las capellanías, los diezmos y fueros eclesiásticos (García J., 1986). La literatura y el teatro se convirtieron en verdaderos instrumentos de propaganda republicana y socialista en las capas medias urbanas. Las tesis abolicionistas se vieron reforzadas por la traducción y publicación en 1854 de La Cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe. La cuestión indígena entendida como problema fiscal (tributo) y de ciudadanía apareció en la primera novela del indigenismo republicano, nos referimos a El Padre Horán (1848), de Narciso Aréstegui, publicada por entregas en El Comercio. La cuestión de la real diversidad etnoclasista motivó un desencuentro entre liberales y socialistas románticos. No fue casual el irónico comentario de Juan Espinosa: «Da risa ver a nuestros liberales en teoría molestarse porque un negro, un zambo, un cholo o un indio les quite la vereda en la calle [...] ¡Farsantes!» (Espinosa, 2001: 523).

La generación del 48, entre romántica y socialista, careció de un programa, pero sí contaron con un ideal republicano fuerte y regeneracionista: «… coincidieron en criticar el caos generalizado de la temprana república, el peso del militarismo en la política y las costumbres coloniales que aún persistían en la sociedad peruana» (Majluf, 2003: 21).

Portada de la primera edición del <em>Diccionario republicano…,</em> de Juan Espinosa (1856)
Imagen 4. Portada de la primera edición del Diccionario republicano…, de Juan Espinosa (1856)

Las ideas liberales se remozaban con las más frecuentes remisiones bibliográficas de la Europa moderna, pero también con las traducciones y artículos que promovía un nuevo y joven periodismo. Las élites intelectuales criollas leían en francés las obras del ecléctico Cousin; de neoliberales como Quinet; de republicanos como Pierre Lerroux; de socialistas románticos de filiación cristiana como Saint Simón, Lamennais y Enfantin. Circulaban también los escritos de Villemain, Richelet, Jules Janin, Marinee, Nizard, Proudhon y Fourier. Las obras literarias de Víctor Hugo, Saint Beauve; las tragedias de Casimiro y Delavigne; los dramas de Dumas, Víctor Ducange y George Sand, cautivaban las ansias espirituales de los limeños (Leguía, 1925).

Ricardo Palma evocó: «Allá por los años 1848 a 1860… Lamartine, Musset y Víctor Hugo, eran manjar delicioso para la juventud latinoamericana… Márquez (José Arnaldo) se sabía de coro a Lamartine» (1899: 3-5). La formación autodidáctica de orientación humanística y romántica de la generación, accedió a contados escritos socialistas. Aparecieron así, nuevas expresiones teñidas de heterodoxia que incidieron en la modelación de su sensibilidad ciudadana.  Las lecturas de Enrique Alvarado brindan una idea aproximada de este complejo proceso de recepción y apropiación de ideas:

Aristóteles, Platón, Pelletand, Proudhon, Castelar, Balmes, Musset, Ariosto, Descartes, Campoamor, Goethe, -Byron, Lamennais, Donoso Cortés, Lamartine, Calderón, Cervantes, Emerson y Chateaubriand; además, nombraba con frecuencia a personajes de la mitología griega y de la Biblia. La influencia que sobre su espirito ejercieron estas lecturas fue variable y quizá débil: en sus escritos ninguno de aquellos autores está demasiado presente. (Vargas Llosa, 1956).

José Casimiro Ulloa
Imagen 5. José Casimiro Ulloa
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Bajo ese panorama se multiplicaron  los traductores de las obras románticas como Arturo Morales Toledo, Federico Flores (bajo su seudónimo Dalmiro), Ricardo Rossel, reproducidas en el semanario El Correo peruano y algunos otros de las obras del socialismo romántico francés. José Casimiro Ulloa tuvo una relación muy cercana con Lamennais, fue uno de sus traductores (García y Mondragón, 2013: 195) y lo acompañó en la fase final de su existencia, según hizo constar en relevante escrito.[6] El halo cristiano presente en los escritos de Alvarado, Ulloa y los hermanos Bilbao, posee cierta presencia del ideario de Lammenais. Existe también en su retórica radical cristiana a favor de la configuración de un espacio liminar entre el arraigado catolicismo popular y el camino de la secularización propio de las religiones del Porvenir.  El «Deísmo» no admite revelación ni cultos externos y viene a ser una forma de «religión natural». Esta versión tiñe también a la masonería, cuya versión peruana se debe al liberal Francisco Javier Mariátegui, presidente de la Corte Suprema a mediados del siglo antepasado (Sánchez-Concha, 2002: 1208).

El liberalismo fue asumiendo nuevos sesgos ideológicos y políticos en su contradictoria convergencia con el romanticismo, el socialismo y el republicanismo. El liberalismo contribuyó a frenar el agobiante discurso religioso y sus fueros que le permitían modelar el ritmo urbano a punta de campanadas y rituales, controlar los registros de nacimiento, matrimonio y deceso, los hospitales y cementerios. El romanticismo fue algo más que una manifestación o proceso literario, toda vez que nutrió una nueva sensibilidad social.

El romanticismo invitó a explorar las vías de la nativización cultural, es decir, de los particularismos, por lo que no fue casual que animase los primeros estudios del folclore urbano y rural, y la legitimación de las Tradiciones como un nuevo género literario, que a veces, se amalgamaba con el de las Leyendas. Además de la obra de Ricardo Palma recuérdese la propia de Clorinda Mato. Fue el romanticismo en que, contrariando, los excesos racionalistas que se fueron derivando del Siglo de las Luces, reivindicase la emocionalidad como forma de significación de las relaciones sociales. El romanticismo reivindicaba los productos del pasado y del presente y rechazaba o se oponía a la modernización que alteraba la cotidianidad, sin probado beneficio de una mejor calidad de vida. Ese era su límite, esa era su veta reaccionaria. El romanticismo, a mediados del siglo XIX, frente a las ideologías ascendentes y hegemónicas del progreso, se presentó como una corriente minoritaria pesimista, creyente en el advenimiento del ocaso. Estuvo «impregnado de un sentimiento trágico del futuro» (Reszler, 1984: 90). Fue el socialismo romántico, quien potenció sus legados bajo modos plebeyos del hacer, el pensar, el apostar a favor de las utopías y de los proyectos de cambio del orden social y civilizatorio. En el ensayo, la novela y la poesía se incubó a contracorriente, una vena utópica. Hubo escritores como Julián M. del Portillo (1818-1862) que, en el curso de los años de 1843 a 1844, fuera del canon romántico, publicó por entregas a través del diario El Comercio, una novela de tinte utópico intitulada: Lima de aquí a cien años. Se la atribuye al narrador filiación masónica y posibles ligas con los socialistas románticos chilenos. Fue la primera novela utópica urbana en el Perú escrita bajo los ostensibles signos de la ideología del progreso. Por lo anterior, dicha obra, puede ser leída no sólo por las bondades de la facultad imaginativa de su autor de reinventar la ciudad, sino también como negación de Lima, la ciudad real, atrasada, polvorienta, desaseada y expuesta a los miasmas.

Entre las obras de orientación nacionalista se ubicó la pieza teatral romántica El Pabellón peruano de Luis Cisneros, estrenada el 28 de junio de 1855 y dedicada a Juan Espinosa, el utopista y republicano uruguayo. Fue una alegoría de la Libertad. Lucía en la mano izquierda el pabellón peruano enrollado en la asta, y en la derecha, cuatro coronas para los héroes de la patria (Cisneros, 1939: 113). Más importantes fueron las piezas románticas y nacionalistas de Carlos Augusto Salaverry, representadas en el «Teatro Principal» de Lima: Rodil (1851) que fue censurada, Atahualpa o la conquista del Perú (1854), Abel o el pescador americano (1857), El bello ideal (1857), La estrella del Perú (1862) y El pueblo y el tirano (1862).

 

Lima y la modernidad republicana

Durante el ciclo pos independentista se acentuó la crisis que acompañó al proceso de rearticulación económica del Perú en el mercado mundial bajo los signos del libre mercado, el cual estimuló la diferenciación y autonomización regional; una la disputa más militar que electoral de los caudillos militares y sus redes clientelares autoritarias y una cultura política fragmentada y reaccionaria. La cuestión de la abolición de la esclavitud y de la servidumbre, no quedó disociada del debate en torno a la posible ciudadanización de afrodescendientes e indígenas. Los costos de las guerras fratricidas, libradas entre la década del treinta y mediados de la del cuarenta del siglo XIX, llevaron a Francisco González de Paula y Vigil a condenar a los caudillos militares regionales y a exhibir impúdicamente «los hábitos viciosos de la revolución». Consideraba que otro era el camino de los ideales de la justicia y de la virtud republicana (Mc Evoy, 2014: 37). De otro lado, el boom guanero, favoreció el proceso de modernización de las vías de comunicación con la entronización del servicio ferroviario.  A partir del 17 de mayo de 1851 los trenes unieron Lima con el puerto de El Callao. Recorrían catorce kilómetros entre la estación de San Juan de Dios y la del puerto de El Callao. Fue impactante que dicho trayecto solo se llevase 21 minutos sin paradas intermedias, o en su defecto, 28 con ascenso y descenso de pasajeros y mercadería en seis estaciones: La Salud, La Legua, Bellavista, Mercado, Santa Rosa y Chucuito (Costa y Laurent, 1908). Esta red ferroviaria asociada a la modernización del transporte naviero y la modernización portuaria, incrementó el flujo no solo de pasajeros y mercancías, sino también de publicaciones y, por ende, de ideas. Al afirmarse como polos de difusión e intercambios las costas atlánticas europeas y estadounidenses, el puerto chileno de Valparaíso en las costas del Pacífico por su mayor cercanía al paso biocéanico, desplazó y subalternizó al puerto de El Callao a fines de la década del 30 de dicho siglo.

Lima constaba de cinco cuarteles, cuatro a la margen izquierda del río Rímac y uno a la margen derecha. Esta forma de división del espacio urbano abarcaba 46 barrios. Los barrios más populares se ubicaban en los cuarteles IV y V, aunque no faltaban los callejones y viviendas populares en los demás cuarteles. El cuartel V correspondía a lo que se llamaba Abajo del Puente. Las fábricas no tenían una zona precisa de ubicación, encontrándose dispersas a lo largo del perímetro urbano. En cambio, los artesanos, según sus particulares ocupaciones, todavía se asentaban en ciertas calles a las que daban sus nombres: petateros, plateros, sombrereros, etc.

La navegación a vapor a partir de 1840 acortó los tiempos de transporte. Si en un barco de vela se tardaba veintidós días para cubrir el trayecto de El Callao a Valparaíso, en uno de vapor se reducía a una semana y media. Esta vinculación facilitó el proceso de recepción del exilio liberal chileno en la ciudad de Lima. Las expulsiones fueron realizadas por órdenes de los presidentes conservadores chilenos: Manuel Bulnes de 1841-1851 y Manuel Montt de 1851 a 1866. Del exilio chileno, el contingente más castigado formó parte de la llamada generación del 42, receptora del socialismo romántico francés. Uno de ellos, Manuel Bilbao, afirmó haber llegado a Lima en enero de 1852: «ciudad en que se reunieron los proscriptos chilenos» (Bilbao, 1972: 143).

Los volúmenes de población en el Perú de confiabilidad discutible, reproducían tendencias demográficas. El Departamento de Lima en 1828 estaba rezagado, muy por detrás de La Libertad, El Cusco y Junín (Bonilla, 1991: 202). La diferencia poblacional de algún modo estuvo asociada a la disputa interregional a través de sus caudillos militares. El departamento de Lima, los pesos demográficos departamentales en 1850 revelaban que el Cusco (346,211), La Libertad (261,553) y Junín (245,722) eran mucho mayores que los que ostentaban Lima (180,923) y El Callao (8,352) juntos (Cosamalón, 2014: 225). El crecimiento demográfico de Lima precedió a su remodelamiento urbanístico. Sin embargo, la ciudad amurallada comenzó a evidenciar claros indicios de modernidad en su decorado y servicios públicos, así como en sus patrones de consumo y de vida. Por esos años, se realizó:

…cambio de las cañerías de barro a fierro en la conducción del agua potable hasta el interior de las casas y piletas públicas, en 1855-57; el alumbrado a gas inaugurado por el presidente en mayo de 1855 en la plaza mayor y en los meses siguientes en calles principales, comercios y lugares de recreo de Lima y en el puerto del Callao (Zárate, 2006: 469).

 

Se ha llamado con propiedad, al periodo comprendido entre los años de 1826 a 1844, de «permanente estado de beligerancia» (Mc Evoy, 2014: 38). Los excesos represivos y autoritarios de Manuel Ignacio de Vivanco, autoproclamado, «Supremo Director de la República» realizado entre abril de 1843 y julio de 1844. El 17 de junio, Elías, a cargo de la prefectura de Lima, se pronunció contra el caudillismo militar y los dolorosos costos de una ya prolongada guerra civil. Nueve días después, abolió el Tribunal de Seguridad Pública creado por Vivanco para reprimir a sus opositores.[7] Por esos días, dos amenazas militares se cernían sobre Lima: el avance de las fuerzas al mando de Echenique y el retorno de Vivanco al mando de sus tropas  (Orrego, 2005: 179-180).  La rebelión liberal liderada por Domingo Elías de 1844, signó un viraje en el papel rector jugado por los artesanos organizados en gremios y sociedades. Los artesanos limeños al depender de la demanda y consumo de las élites, adolecían de debilidad política propia. Se comportaron por vez primera como «ciudadanos armados», lo que ha llevado a percibir en esta nueva fisonomía social, el influjo mítico del artesanado francés tras el proceso revolucionario parisino de 1830, barnizado por la retórica de la fraternidad y del asociacionismo (Irurozqui/Peralta, 2003: 236).

Resulta revelador el decreto dado por Domingo Elías y José Manuel Tirado convocando al pueblo de Lima y a los del departamento en «asamblea permanente», con la finalidad de formar milicias y la Guardia Nacional. No Habían mellado de manera suficiente en el ánimo popular, las críticas contra Elías, lo que le permitió afirmarse como caudillo liberal y republicano. Igualmente les advirtió que los vecinos al escuchar el tañido de las campanas de las torres de las iglesias distritales, debían concurrir con sus armas para atender la señal de peligro, salvo los empleados públicos que irían al Palacio de Gobierno para su organización militar.[8]

Los espacios de sociabilidad se iban ampliando gracias a los cafés que pasaron de cuatro en 1850 a quince siete años más tarde según una versión (Miró Quesada y López M., 1998: 189-193) aunque quizás su número fuese mayor. Se ha señalado que su público pertenecía a las capas medias. Dichos locales fueron menospreciados por las élites. El más prestigiado de ellos era el «Bola de Oro» (Águila, 1997: 54). A partir de la década del 30, varios cafés y fondas comenzaron a funcionar simultáneamente como hoteles u hospedajes. Sabido es que, en 1833 Flora Tristán, nuestra socialista romántica, se había alojado en la Fonda Francesa (Armas, 2016: 106).


Imagen 6. http://lsiabala-almanzur.blogspot.mx 

En general, los cafés como las fondas, fueron importantes espacios de interacción social y de formación y ampliación de redes sociales. Pedro Félix Vicuña, un exiliado liberal chileno, en 1846, presentó un cuadro más dinámico: «En la capital un gran número llena los cafés y fondas, donde pasan muchas horas del día lo que proviene en parte de la falta de ocupación, y de comer una multitud de ellos fuera de sus familias» (Vicuña, 1847: 64). De otro lado, la sociabilidad intelectual y política encontró otros espacios más activos y comprometidos como: la Sociedad Patriótica (1846) liderada por Benito Laso y respaldada por Matías León, Francisco Javier Mariátegui, Manuel Ferreyros y Francisco González de Paula Vigil; la Sociedad Patriótica de Fraternidad, Igualdad y Unión (1848) de San Román y Laso. Bilbao, Corpancho, Ulloa, fundaron la Sociedad Republicana y animaron los diarios El Porvenir, La Revolución y El País (Basadre, 1949: 359-360).   Los referentes de Igualdad y Unión han sido mencionados como huellas visibles del legado socialista francés, pero también el hecho de que todos sus integrantes: «insistían en llamarse a sí mismos «ciudadanos» o «hermanos», amparados en el principio de «fraternizar para amarse, usar de igualdad para tener armonía» (Rosas/Ragas, 2007: 57). Esta conjugación de amor y armonía fue distintiva del pensamiento de Charles Fourier y de sus adherentes, aunque en el caso peruano no existan indicios de la existencia o proyecto de algún falansterio. Mención especial merece el Club Progresista de orientación liberal fundado en 1849. Propusieron diversas reformas políticas, destacando su interés en la reactivación de los fueros municipales con participación ciudadana, así como su defensa del desarrollo de las manufacturas nacionales: «merecerán de nosotros que en todas circunstancias procuremos promover cuantas medidas sean parte a facilitar su prosperidad e incremento» (Orrego, 1990: 342).

El asociacionismo obrero-artesanal de filiación mutualista y republicana tuvo sus dos primeros antecedentes en: la Sociedad Democrática y Filantrópica de El Callao fundada en 1848 y en la Sociedad Tipográfica fundada en la ciudad de Lima el 15 de abril de 1850. La primera fue reprimida por el gobierno de Echenique, acusando a Mariano Salazar Zapata, su líder, de haber realizado acciones conspirativas a favor de Ramón Castilla (Temoche, 1987: 78-79). El régimen de Echenique, en lo político, el 20 de abril de 1851, el mismo día en que fracasó el movimiento igualitario en Chile asumió el poder en el Perú (Varona, 1973: 140-141), siendo su política hostil hacia las ideas del republicanismo radical y del socialismo romántico. No obstante, logró cooptar algunos intelectuales bajo el señuelo del empleo burocrático letrado, como José Arnaldo Márquez o de un viaje a París, como Nicolás Corpancho. La vulnerabilidad política de la intelectualidad romántica, republicana y socialista se debió al anémico campo intelectual de esos años y a la limitación de sus recursos económicos. Bajo su régimen se promulgó el Código Civil (1852) amparando legalmente la esclavitud en el Perú (Basadre, 1949: 354).

Francisco Bilbao, mientras conspiraba contra el gobierno de Echenique, continuó escribiendo y publicando sus polémicos ensayos: El Gobierno de la Libertad (1852) y La Revolución en Chile o los mensajes del Proscrito (1853). Se refugió en la Legación de Francia al ser perseguido. En 1853 tuvo una conversación con el presidente peruano, de la cual Bilbao dio su versión:

Soy enemigo del socialismo le dijo, yo no permitiré que tales doctrinas se alberguen en el Perú. Soy el poder, Ud. está en un país en que no es ciudadano, no puede ni debe mezclarse en los asuntos de él. Si Ud. quiere permanecer aquí, gozar de hospitalidad, debe darme su palabra de no mezclarse en la política. A esta condición concedo a Ud. la libertad.

─ Acepto, le contestó Bilbao… (Bilbao, 1866: 135).

 

La difusión de la ciencia, las artes, las ideas filosóficas, los derechos políticos y la propia educación elemental, fue parte constitutiva de su misión civilizadora, de su vocación nacionalista, de su espíritu romántico. La configuración de una esfera artística pública fue parte del proceso de secularización. Las primeras expresiones de la nativización artística se debieron a dos pintores provincianos Ignacio Merino (1817-1876) y Francisco Laso (1823-1869), relevantes pero insuficientes para fundar un campo artístico. Merino fue enviado por sus padres a estudiar a París en 1827. Retornó al Perú en 1838 quedándose hasta 1850, año en que viajó para radicarse definitivamente en París. Sus retratos para la élite suelen desviar la mirada de sus escenas cargadas de sentido nacionalista y popular: Proclamación de la Independencia, Lima por dentro y por fuera, La Jarana (Chorrillos), Limeños en el portal o de figuras religiosas como la de Santa Rosa de Lima y Martín de Porres. Por su lado, Laso, pintó un cuadro que muestra su sensibilidad social de corte republicano, llamado indistintamente Las tres razas o Igualdad ante la ley, expuesto en 1859 en las vidrieras de la tienda de Emilio Prugue, ubicada en la calle Plateros cerca de la iglesia de San Pedro (Majluf, 1999). Esta propuesta alegórica en la que los niños adscritos por inconfundibles señas pigmentocracia limeña, construyen una cierta horizontalidad, gracias al juego. Sus cuadros, La lavandera, Entierro del mal cura, Yawar fiesta y Pascana en la cordillera considerando su vocación republicana, pueden ser caracterizados como algo más que cuadros costumbristas. 

La esfera artística auspiciada por el estado iba en otra dirección, según lo refrenda la entronización de figuras escultóricas en los espacios públicos, al servir de vehículo de la secularización, caro al gusto europeizante de la élite gobernante y a la novísima pedagogía cívica liberal. Dieciocho figuras escultóricas marmóreas greco-latinas fueron colocadas en la Alameda de los Descalzos entre los años de 1857 a 1859, impactando en el imaginario social y el gusto artístico de los limeños. Las esculturas fueron agrupadas en dos series (los doce meses del año y los seis dioses griegos), las cuales fisuraron el monopolio del arte sacro defendido por el clero católico (Vifian, 2014: 72).

 De manera convergente, con sentido más laico, se mandaron a hacer e instalaron las esculturas de Simón Bolívar y de Cristóbal Colón, propiciando en perspectiva la activación de rituales cívicos. La «Estatua ecuestre de Simón Bolívar» fue esculpida por el italiano Adamo Tadolini (1788- 1868) y colocada el 9 de diciembre de 1859 en la plaza de la Constitución, poco después llamada del Congreso, signo inequívoco de su importancia. La elección del espacio tenía elevada carga laica y republicana toda vez que durante la colonia fungió como plaza de la Inquisición. Representó el primer avance republicano en el espacio público, proponiendo una especie de sacralidad laica nutrida por la noción de los héroes y padres de la patria (Ibíd.: 75). La figura de Bolívar reafirmó, al margen de su sentido fuerte de libertador, el ideal unionista sudamericano y su orientación anticolonialista. Fue la tercera escultura en nuestro continente, solo siendo precedida por la de Habana en 1830 y la de la plaza de armas de Santiago de Chile en 1836. Esta última asumió una representación más alegórica alusiva a la batalla de Ayacucho y sobre todo a la emancipación por lo que fue llamada Monumento a la Libertad Americana. La bolivarolatría comenzó gradualmente a cobrar fuerza simbólica e ideológica entre América del Sur y el Caribe.

La decisión de mandar hacer una escultura de Cristóbal Colón solicitada por Tirado bajo el régimen de Echenique en 1853 tuvo que esperar a que el gobierno de Castilla otorgase los fondos para su confección en manos del escultor italiano Salvatore Revelli (1819-1859), quién ya había elaborado la de «Colón encadenado», encontrándose en la Plaza Acquaverde de Génova. Elegir a Colón como escultura pública fue toda una novedad para el decorado urbano en nuestro continente.[9] La escultura arribó al puerto de El Callao el 9 de septiembre de 1858, instalándose en el óvalo de la Alameda de Acho el 3 de agosto de 1860, a manera de evocar de evocar el inicio de su primer viaje a nuestro continente. Sus atributos simbólicos tenían carga eurocéntrica, cristiana y patriarcal. Lo refrenda una América sumisa, representada por una indígena semi desnuda en posición sedente recibiendo de la figura altiva de Colón la cruz, al mismo tiempo que deja su flecha a sus pies. Tal representación no contrariaba la visión del ala hegemónica criolla limeña que consideraba que los indígenas deberían ser sumisos y religiosamente aculturados. Lo disonante tenía que ver con su matriz estética. La importancia de este proceso de modernización, se expresó también a través de la difusión de nuevas ideas y organizaciones políticas y culturales que agitaron y oxigenaron la enrarecida atmósfera de la aristocrática capital criolla. Una nueva sensibilidad republicana se iba afirmando en las nuevas generaciones (Vifian, 2015: 86-91).

Desde otro campo, debemos ubicar el modo en que la burguesía comercial, se fue orientando hacia otros campos de la economía. Así fue asumiendo la forma de capital bancario y en menor medida de capital industrial. El Estado jugó un modesto papel de mediación en este proceso al financiar parcial y erráticamente la modernización capitalista a costa de parte de sus rentas fiscales y de la concertación progresiva de empréstitos en el exterior. El Estado exoneró del tributo fiscal a la población indígena, abolió los monopolios ocupacionales de los gremios y promovió el desarrollo urbano y de las vías de comunicación.

Francisco Laso de los Ríos, <em>Las tres razas o La igualdad ante la ley</em> (ca. 1859). Museo de Arte de Lima
Imagen 7. Francisco Laso de los Ríos, Las tres razas o La igualdad ante la ley (ca. 1859). Museo de Arte de Lima: http://mali.pe

Durante este periodo, en Lima y El Callao aparecieron y se concentraron las primeras industrias: la fábrica de hilados y tejidos de algodón de Santiago e Hijos (1847), la fábrica textil de Juan Norberto Casanova (1848), la manufactura de telas de Tocuyo (1848), la fábrica de papel de los editores del diario El Comercio (1848), la fábrica de artículos de seda de Navarrete (1848), la fábrica de objetos de vidrio soplado de Moreto (1848), la fundición de Bellavista (1851) y la fábrica de pólvora del estado (1851).

Fueron años de creciente descontento de los artesanos. Frente a las elitistas y pomposas celebraciones patrias de 1847, en artículo publicado en el diario El Comercio expresaron sus críticas al alza de los impuestos municipales. Pero fue mucho más fuerte su condena a las élites de poder por darle las espaldas a los pobres con su frívola banalidad e irresponsable gestión pública negando el «largo drama que se desenvuelve, solitario y desconocido debajo de las tablas del teatro, donde las clases privilegiadas exponen impudentemente sus fastuosas torpezas» (Whipple, 2013: 200). No tardó el descontento de los artesanos en tomar un cauce político intentando incidir en el rumbo de la política económica. José María García, cigarrero y dirigente intergremial, un 18 de octubre de 1849, se presentó y leyó ante el Congreso un alegato y demanda intergremial que cuestionaba de fondo la política librecambista del Estado por ser lesiva a los intereses de los trabajadores, del pueblo y de la propia nación. Propuso un giro de ideas y un proyecto:

El sistema de imitación que hemos seguido en todas nuestras instituciones sin los preparativos que en otros países de progreso seculares, sin examinar las circunstancias peculiares a esta región del mundo ha sido la causa primordial de haberse malogrado nuestros mejores proyectos, haberse perdido nuestras esperanzas y haber concluido por malear el carácter nacional. En vano se nos citará el ejemplo de los Estados Unidos, de Inglaterra y Francia (Gootenberg, 1990: 261).

 

Demandó apoyos para que los artesanos recibiesen una educación laboral que mejorase sus conocimientos, habilidades y rudimentos técnicos propios de cada oficio. Su intervención propició un giro gubernamental muy importante. El 21 de diciembre de 1849, el Congreso Peruano aprobó por unanimidad la llamada «Ley de Artesanos», la cual fijó una elevada tasa del 90% de impuestos sobre las mercancías importadas que competían con las nacionales. Dicha ley facultó a los gremios, al conferirles el derecho de vigilancia y cumplimiento (Ibíd.: 261).

Fue así como el desarrollo fabril se oxigenó por breve tiempo, atenuando las presiones sociales generadas por la ruina de la economía artesanal y la migración rural sobre la capital, en la medida en que conformó el primer contingente de la clase obrera moderna. No obstante, estos asalariados modernos en el mediano plazo no pudieron cimentar una base obrera permanente. La ruina de las industrias fue propiciada por sus deficientes ritmos de productividad y calidad, por la falta de apoyo estatal, por la competencia de las manufacturas extranjeras que lograban burlar los controles aduaneros, y por las maniobras crediticias del capital bancario, el cual era controlado por los grandes comerciantes importadores, nativos y extranjeros. La percepción hostil de lo extranjero que desarrollaron los artesanos se hizo extensiva a los asalariados fabriles y a ciertos sectores mesocráticos. La mercancía extranjera como el inmigrante europeo fue visto como una amenaza en el mercado de trabajo y en el rango salarial. Se ha estimado que un 18 por ciento del artesanado era de procedencia extranjera, más calificado y competitivo en sus respectivos oficios (Ibíd.: 251).

La ley del Artesano no representó la panacea a sus males como inicialmente pensaron sus presuntos beneficiarios, toda vez que el curso del deterioro de su calidad de vida siguió inexorable por la pérdida de sus empleos y la disminución de sus ingresos.

No tardaron en llegar los tumultos y revueltas artesanales en Lima y el puerto del Callao teniendo como blanco a comerciantes e importadores de mercancías extranjeras, muchos de ellos europeos. Fueron frecuentes los ataques a las tiendas y almacenes comerciales, pero también a las bodegas aduaneras, los muelles de desembarque de mercadería y las estaciones de ferrocarril. A raíz de la inauguración de la primera estación ferroviaria de San Jacinto en la ciudad de Lima el año de 1851 se produjeron varios actos de protesta y tumulto artesanal. La modernización de las vías de comunicación facilitó el ingreso periódico de crecientes volúmenes de mercaderías importadas en el mercado urbano, suscitando suspicacias y desórdenes artesanales. La soñada empleomanía quedó restringida a los fueros del capital comercial y sus socios minoristas, mientras que el desempleo cifraba el 20 por ciento de la fuerza de trabajo (Ibíd.: 257). Otra fuente menciona que, durante los años de 1852 a 1859 dos mil artesanos en la ciudad de Lima, cayeron en el desempleo (Pereda, 1982: 32).

Este proceso tuvo sus marchas y contramarchas. La burguesía comercial e industrial, así como los oficiales, aprendices, productores independientes y jornaleros, por diferentes razones e intereses, levantaron las consignas de la libertad de industria y trabajo. El liberalismo librecambista, el republicanismo igualitario y las corrientes socialistas les proporcionaron a los sectores populares elementos formativos de una nueva sensibilidad ciudadana, aunque no pudieron evitar frenar el proceso de proletarización del artesanado urbano y el conflicto social, los cuales se hicieron visibles y preocupantes, estimulando la recepción de ideas renovadoras y alternativas. Persistieron y se reanimaron a contracorriente «el republicanismo, el constitucionalismo y los procesos electorales», aunque estos últimos oscilaron entre reconocer o negar el voto de los indígenas y mestizos (Mc Evoy, 2014: 38, 63), pero también la intolerancia frente a los extranjeros, de la cual seguramente se quejaba Juan Espinosa en 1856, que no sabía separar la paja del grano. En 1857 residían en Lima: 4472 alemanes, 3469 italianos, 2639 franceses y 1197 españoles.

 

Secularización y evangelio socialista

La recomposición social en las principales ciudades peruanas, les confirió a las capas medias de manera desigual, mayor presencia y autonomía en el emergente campo de la cultura republicana. Había disminuido «la presión de los ideales cristianos» y con ello, «la moralidad pública perdió su asidero más firme.» Sin embargo, la ley no logró relevar a la autoridad religiosa, le faltó ganar a su favor «el convencimiento público» (Portocarrero, 2015, p. 107). El proceso de secularización de los espacios urbanos iba muy lento, casi a la deriva. José Manuel Tirado, Ministro de Gobierno, Policía y Obras Públicas bajo el régimen de Echenique, afirmó en su memoria:

Exceptuando los templos, tan necesarios para el cumplimiento de nuestros deberes religiosos; poco se ha hecho en obras destinadas á los usos de la vida industrial y civil, y que aun esto fué deteriorado ó destruido en la guerra de la Independencia, y en las conmociones civiles (Tirado 1853: 278).

 

La gran mayoría de los días prescriptos por la Iglesia y el Estado para la realización de rituales públicos poseía carácter religioso. A pesar de que a partir de 1851 se establecieron los registros civiles, las partidas eclesiásticas seguían contando con la demanda social, y los distritos electorales seguían siendo parroquiales (Leguía, 1925: 24). Corrían todavía los tiempos, en los que los espacios públicos todavía permanecían circunscritos a los radios de influencia de las iglesias limeñas y sus campanarios. Conservaban cierto rango de eficacia en la convocatoria popular, independientemente de que se siguiesen debilitando los valores católicos. Las campanas regulaban y comunicaban los tiempos de la religiosidad cotidiana y extraordinaria, así como a través del Ángelus se anunciaba la hora límite de la moral cristiana para transitar o permanecer a calle abierta, en plazas y parques. Las reuniones extraordinarias de los ciudadanos para ventilar urgencias barriales, capitalinas o nacionales, dependían de los atrios de las iglesias o de los parques y plazuelas adyacentes.

Por lo anterior, resulta comprensible que el llamamiento de Elías al pueblo de Lima, con la finalidad de organizar la defensa de la capital frente a los que parecían inminentes ataques militares de los caudillos Vivanco y Echenique, diese luces, acerca de la cartografía religiosa de los espacios públicos. Los voluntarios debían concentrarse según sus adscripciones de residencia:

…los del distrito 1° en el Santuario de Santa Rosa; los del 2° en el Convento de San Agustín; los del 3° en el de San Pedro; los del 4° en el hospital de San Bartolomé; los del 5° en el Convento de la Buenamuerte; los del 6° en el Conventillo de Cocharcas; los del 7° en el antiguo Cuartel  de la Recoleta, 8° en el Convento de Guadalupe; 9° en el de San Francisco de Paula el nuevo, y los del 10°, en el antiguo hospital de S. Lázaro.[10]

 

La organización de la resistencia popular armada abarcó otros lugares, como la Plazuela de San Sebastián, la cual pertenecía a una zona muy popular que pertenecía al cuartel 5° en el Rímac- En dicho lugar donde se concentraron los herreros y talabarteros (Orrego, 2005: 180).

Por esos años, gravitaban en el imaginario del clero y de los sectores conservadores, las ideas reaccionarias contenidas en las Encíclicas del Vaticano: Mirari Vos (1832) en la que Gregorio XVI había condenado  a las críticas a republicanas la sumisión monárquica o de los príncipes, al cuestionamiento del Concordato por parte de quienes abogaban por la separación Iglesia y Estado, así como al Índex y quema de libros y publicaciones[11]; y la Noscitis et nobiscum (1849) de Pío IX en la cual condenó abiertamente al socialismo y al comunismo:

En lo que a esta depravada doctrina y a estos sistemas toca, ya es a todos notorio que ellos persiguen principalmente, abusando de los términos de libertad e igualdad, la introducción en el pueblo de esas perniciosas invenciones del socialismo y comunismo. Es un hecho cierto, que estos maestros del socialismo y comunismo, aunque valiéndose de caminos y métodos diversos, abrigan el propósito común de mantener en constante agitación a los obreros y demás hombres de condición más humilde, engañándolos con discursos seductores y con falaces promesas de un porvenir más feliz y habituándolos poco a poco a los más graves crímenes: confían con esto poder utilizar sus fuerzas para atacar cualquier régimen de autoridad superior, para robar, dilapidar e invadir las propiedades, primero, de la Iglesia, después de todos los particulares, para violar en fin todos los derechos divinos y humanos, destruir el culto de Dios y abolir todo orden en la sociedad civil.[12]


Imagen 8. http://www.wikiwand.com

Es conocida la disputa entre Francisco González de Paula y Vigil y el clero. Mucho menos, la confrontación entre Garibaldi y Carlos Ledos en torno a la separación Iglesia Estado, la libertad de Cultos y la unificación italiana en octubre de 1851.[13] El gobierno conservador de Echenique y Bartolomé Herrera, gestionaron con éxito en 1852 la reanudación de  relaciones con el Vaticano, a pesar de la tenaz oposición de Benito Laso (Aljovín, 2014: 117-118). En 1853, la ofensiva reaccionaria del Papa Pío IX se hizo de conocimiento público en Lima a través de un opúsculo publicado en la imprenta de J. M. Macías de: «Condenación y prohibición de la obra publicada en idioma español en seis tomos, titulada: Defensa de la autoridad de los gobiernos y de los obispos contra las pretensiones de la Curia romana, por Francisco de Paula G. Vigil. Lima, 1848» (Letras apostólicas…, 1853: 6).

En Lima, mientras Echenique y Castilla libraban la batalla decisiva, los igualitarios y republicanos capitalinos con el respaldo popular tomaron la capital. Los hermanos Bilbao, Enrique Alvarado y Manuel Ortiz de Zeballos asaltaron la torre de la iglesia de San Pedro frente a la plazuela del mismo nombre, llamada en tiempo de los jesuitas, de «los coloquios». Echaron las campanas al viento, convocando al pueblo a la insurrección. Congregada la muchedumbre se dirigieron sobre una armería y se proveyeron de armas de fuego. Luego los artesanos, jornaleros y jóvenes liberales de clase media, marcharon sobre el Palacio de Gobierno, enfrentando al general Suárez, quien representaba al gobierno de Echenique. Vencidas las fuerzas oficialistas, el pueblo de Lima vivió por unas horas el júbilo de su victoria democrática y popular. Manuel Bilbao resumió el programa con el que movilizaron a la masa: «La victoria de la Revolución vindicaba la humanidad declarando la libertad de los negros, la abolición del tributo indígena que pagaban los indios desde la conquista y parecía correr a la realización del ideal» (Bilbao, 1972: 147).

Nuestros insurgentes asumieron como eje ideológico la resignificación de los Evangelios popularizada por Lammenais y reelaborada por sus discípulos. El francés sostenía que el Evangelio debía reorientar el agitado y tormentoso curso del progreso:

…al desorden sucede el orden, a la superstición la verdadera religión, a la inmoralidad autorizada las virtudes del Evangelio, y al egoísmo sistemático las relaciones sociales con sus semejantes, con la sociedad por medio de la Religión con el verdadero Dios (Lammenais, 1846: 8).

 

Encontrándose la población capitalina impregnada de las creencias del catolicismo popular, el lenguaje socialista capitalizó algunos vocablos que cargaron de nuevos sentidos, transmitiéndole su legítima oposición al alto clero y sus pompas, así como sus ideales acerca de la soberanía popular, la libertad, la solidaridad y el socialismo. La resignificación socialista cristiana de los Evangelios estaba en curso en el Perú, Chile y otros países gracias a un flujo bidireccional de ideas transmitidas por los exiliados y viajeros de ambos países. Recordemos el papel cumplido por un tipógrafo peruano exiliado en Santiago de Chile en la formación ideológica de Bilbao según su propio decir: «Me encaminaba a ver a Pascual Cuevas, que vivía oculto y perseguido. Estaba leyendo una obrita, y al verme me dijo: he aquí, Francisco, lo que te conviene; era El Libro del Pueblo de Lammenais. Me leyó un fragmento, le pedí la obra...» (Bilbao, 1866: 123). Dicho pasaje debe ser situado entre 1839, año del regreso de Manuel Bilbao a Chile y 1843, año en que tradujo dos ensayos de Lamennais: De la esclavitud moderna (1839) y Du passe et l’avenir du peuple (Verona, 1973: 57). De otro lado, se debe mencionar el caso boliviano. Un reciente estudio sobre los orígenes del socialismo en dicho país refiere la circulación de periódicos y escritos socialistas procedentes del Perú (Schelchkov, 2014: 155).  Este legado desplazó a las demás vertientes del socialismo francés, por ejemplo, como el fourierismo.

La recreación socialista de los Evangelios tuvo algunos exponentes en Lima, además de Francisco Bilbao. Enrique Alvarado coincidió con sus tesis y las asumió como propias en un artículo que le dedicó a su obra y pensamiento en 1855:

Esa profesión de fe es «la resurrección del Evangelio», libro divino destrozado por los fariseos del catolicismo. […] Esa profesión de fe es la negación de todos los viejos errores que se llaman dogmas. […]

Del poder del papa que es el reverso de la humildad evangélica.

Del infierno que es un insulto a la bondad de Dios y la prolongación lógica de la inquisición más allá de la vida («Francisco Bilbao», en: Corona…: 35-36).

 

Por su lado, Luis Benjamín Cisneros, el 27 de junio de 1856 en las páginas de El Heraldo de Lima, escribió, reivindicó el liderazgo de Enrique Alvarado, amigo y correligionario, con motivo de su deceso: 

…la democracia ha perdido un demócrata: la Revolución ha perdido un soldado: la juventud ha perdido un amigo; hemos perdido todo esto a la vez. Los que esperamos en el día de la Democracia, los que creemos en el evangelio de la revolución, los que abrazamos la causa de los pueblos, los que miramos un hermano en cada joven (Cisneros, 1857: 129-130).

 

Por su lado, Juan Espinosa, desde Lima en 1858, reivindicaba el derecho del pueblo a la lectura de los Evangelios en idioma castellano, oponiéndose a la restricción elitista impuesta por el alto clero que solo permitía su lectura en latín. Expresó las razones morales de su lectura:

Recomendamos, pues, la lectura del Evangelio, como la del libro más provechoso para adquirir una buena moral, sentimientos de humanidad, y la elevación del espíritu sobre las pequeñeces que encadenan al hombre y lo hacen esclavo del hombre mismo. Un cristiano debe ser liberal, digno, caritativo y generoso de corazón (Espinosa, 2001: 402).

 

El discurso socialista en el Perú no se agotó en el nuevo evangelio que suscribían, toda vez que les tocó participar a favor de la libertad de cultos y creencias. Una verdadera tempestad ideológica se desató al publicarse en 1852, los escritos anticlericales de los hermanos Manuel y Francisco Bilbao: El Inquisidor Mayor o historia de unos amores y Santa Rosa de Lima. Estudios sobre su vida (Basadre, 1963: 100 y ss.). Esta última obra merece ser relievada por constituir una vía de nativización ideológico cultural del socialismo romántico en el Perú.

La biografía de Santa Rosa de Lima escrita por Francisco Bilbao, conmovió profundamente los ánimos del conservadurismo capitalino. Fue entonces intolera  ble para los medios eclesiales y conservadores que, un igualitario se hubiese apropiado de la personalidad símbolo del catolicismo criollo, para abonar en favor de sus ideas y, peor aún, para hacer campaña anticlerical: «La obra de porvenir es apoderarse del espíritu de abnegación y caridad de la Santa. Esto es la pacificación del Evangelio» (Bilbao, 1866: 426). Francisco Bilbao, en su ensayo, contrastó las pompas y lujos del clero y la oligarquía limeña con la penosa condición del indio y del esclavo negro. Reivindicó en Santa Rosa el cristianismo moral que se movió a contracorriente del catolicismo clerical. En el diálogo ficcional entre la ciudad de Lima y la Santa se aprecia esta recreación del papel de la segunda:

- [Lima]: He levantado un templo en el lugar que viviste, he levantado un templo en el lugar en que moriste. Conservo un monasterio que te tributa culto. Mis esclavos levantan el anda, mis esclavas perfuman el aire con incensarios de plata. Recojo las mejores flores de mis jardines para alfombrar el camino por donde pasas.

- [Santa Rosa]: …Indigna de alabanza me creía, porque me comparaba siempre con el ideal de la virtud. ¿Por qué razón me celebras con pompa mundana? Yo vivo con cuerpo glorioso en regiones superiores, marchando siempre y acercándome más al seno de mi Esposo. ¿Por qué me celebras con pompa mundana y con palabras sin cuerpo, con gritos sin acciones, con aparato y sin hechos? (Ibíd.: 420-421).

Francisco Bilbao
Imagen 9. Francisco Bilbao
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De otro lado, este tipo de propaganda del cristianismo igualitario se ubicó bajo símbolo nacional en los límites mismos entre una ideología religiosa y una ideología secular, facilitando la aproximación de un artesanado formado en el espíritu religioso de las cofradías, pero ávido de conocimientos e ilustración.

En estos años, voceros del liberalismo, republicanismo y socialismo, fueron los diarios: El Correo Peruano dirigido por Benito Laso, El Progreso vocero del Club Progresista dirigido por Pedro Gálvez, El Patriota, El País, El Semanario de Lima, El Intérprete del Pueblo, El Comercio editado por Manuel Amunátegui, etc. De todos ello, fue El Comercio un diario hegemónico, bajo la gestión de sus editores conosureños, los cuales habían optado por abrir sus páginas a todos los vientos. Fueron de alguna manera espacios de sociabilidad letrada. Lo anterior permite explicar las colaboraciones de republicanos liberales y socialistas y la amplitud social de su público. El chileno Vicuña, en carta del 23 de octubre de 1846, refiere la recepción popular del diario El Comercio: «No creas que los grandes señores aquí sólo leen, el pueblo, el artesano, el trabajador de toda clase ahorra para tener El Comercio y el más pobre lo busca prestado. El que no sabe leer escucha, entra en los comentarios y discurre como los demás» (Vicuña, Ob. Cit.: 81). La librería Dorado de la calle Judíos, cerca de la catedral de la ciudad de Lima, ofrecía las novedades editoriales procedentes de Francia, Estados Unidos, España y otros países. La Librería Central de Felipe Bailly fue también fue editora de libros, entre ellos, uno de Juan Espinosa y La Librería General, ubicada en la calle de Botoneros núm. 17, en 1856 se vendía el Diccionario para el Pueblo entre otras obras. La venta del Diccionario… se realizaba también, en algunas imprentas como la del sr. Macías de la calle Pescadería, independientemente de que hubiese salido de la Imprenta Libre de Juan Infantas. Igualmente se vendía en el Hotel Maury.[14]

El romanticismo contribuyó a la patrimonialización del capital letrado nacional y continental, vía las Bibliotecas públicas y privadas. Ricardo Palma, se movió en los dos ámbitos. No fue un caso aislado. Domingo Sarmiento, en ese entonces, socialista romántico, hizo lo propio durante su exilio y a su retorno a la Argentina. El estudio biblioteca de Juan Espinosa mereció un ilustrativo comentario de Hostos.[15] Juan María Gutiérrez, el más destacado estudioso de la literatura hispanoamericana, andaba de coleccionista armando su biblioteca personal. En su intercambio epistolar de mediados de 1847 sobre asuntos de búsquedas y hallazgos bibliográficos, el peruano M. Ros le dibujó un panorama deprimente atribuido al impacto devastador de las guerras entre los caudillos militares, que facilitó el:

…vandalismo que han ejercido los vi  ajeros extraños en nuestras abandonadas bibliotecas; la decadencia de un gran número de las familias más acomodadas antes de la Emancipación y el no haberse repetido ediciones de las obras que V. desea, han hecho escasear tanto los ejemplares que es dificultosísimo conseguir muchas de ellas, y del todo imposible obtener algunas. […]Ya he empezado a acopiar varios folletos de fines del siglo pasado y principios del presente, como discursos académicos, versos de circunstancias, descripciones de fiestas, etc. (Gutiérrez, 1981: 96-97).


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Gutiérrez, durante su estancia en Lima, continuó su búsqueda libresca. Tuvo la fortuna de localizar un valioso y desconocido libro en el descuidado acervo de la Biblioteca Nacional: El Arauco Domado (1605) de Pedro de Oña, cuya reimpresión, previa autorización de la Biblioteca, la tramitó en septiembre de 1848 a través de la Imprenta Europea de Valparaíso (Rodríguez, 2005: 355). La lectura en la Biblioteca Nacional permitía la lectura gratuita de libros y periódicos para un pequeño número de personas. Su pequeño presupuesto de 1830 que representaba el 3 % del impuesto aplicado a los escasos libros importados, subió al 6% en 1840. Veinticinco años más tarde, a pesar de la modernización de su espacio y mobiliario, solo podía dar cabida a 25 lectores simultáneos (Díaz, s/f). Resulta sugerente la ficcionalización utópica de corte juvenilista de Julián Manuel del Portillo en 1843. Arturo, su personaje, se admira de ver:  

Un gran edificio, sobre el que leí en grandes letras Biblioteca Nacional, esto exitó mi curiosidad y me decidí á entrar en él, dificil me seria explicarte, mi buen Carlos, la emocion de orgulloso placer que sentí al ver este santuario de los pensamientos de los siglos pasados, este santuario que los Limeños han elevado al saber; en él reposan las ideas grabadas de los mas antiguos sabios en un compartimiento destinado á sus obras; en otras se admiran las obras de los defensores del romanticismo moderno, por último hay uno exclusivo para los autores nacionales, en este lo primero que vi fué Historia del Perú, desde la conquista hasta nuestros dias; con la precipitacion que se arroja sobre una fuente aquel que despues de un viage de algunas horas sobre un arenal caluroso vé llegado el momento de apagar la sed que lo devora, me apoderé de esa joya para mi tan preciosa, que iba en fin á naturalizarme de nuevo por medio del conocimiento de los sucesos con el pais donde ví la primera luz y donde por primera vez amé. Tomé pues el primer volumen y me senté delante de unas mesitas destinadas para los lectores, recorrí rápidamente hasta el año de 842 época para nosotros demasiado conocida (Portillo/Bonifaz, 2006: 278).[16]

 

Otros espacios de sociabilidad lo constituían las tertulias, las cuales fueron más allá de los alcances artísticos literarios, según se desprende de un señalamiento de denuncia contra Ramón Castilla que recibía el apoyo de quienes solían concurrir a aquellas que apoyaban su liderazgo (El 7 de enero de…, 1854:142). Este nuevo tipo de tertulias ciudadanas se nutrían de sus lecturas de los periódicos y folletos. En 1851 una de ellas se realizaba en el local del diario El Correo de Lima donde trabajaba Ricardo Palma, y a la que concurrían Juan Espinosa, entre otros. La generación del 48 convirtió los teatros en otro espacio de sociabilidad, prefería en general encuentros y participaciones públicas que privadas o cerradas (Majluf, 1999: 6).

Los socialistas románticos contaron con sus propios periódicos. Su existencia fue breve y su comunidad de colaboradores y lectores pequeña. Merece citarse a El semanario de Lima (1848) fundado por José Casimiro Ulloa, Nicolás Corpancho y Arnaldo Márquez. Le siguió La Revista Independiente (1853-1854) de orientación más definida y radical, dirigidas por Manuel Bilbao y su hermano Francisco. Inspirada en la que bajo el mismo nombre editaron Pierre Leroux y George Sand en París entre los años 1841-1843. Sirvieron de vehículo de expresión de pareceres que guardaban entre sí relativa afinidad ideológica y política. Mostraron indicios de las redes existentes entre editores, colaboradores y lectores. La comunidad de lectores creció y se orientó a la lectura de periódicos, en parte, gracias al curso que tomó la educación bajo el gobierno de Castilla, así como a través de las clases informales para artesanos urgidos de cubrir los requerimientos de trabajo (Ragas, 2007).  

El clima ideológico existente al arribo de Bilbao al Perú, estuvo marcado por la polémica entre el liberal Benito Laso y el clérigo conservador Bartolomé Herrera. El segundo, abrió fuegos reaccionarios desde el púlpito de la Catedral el 28 de julio de 1846, día en que se celebraba el primer cuarto de siglo de vida independiente y republicana. Los conservadores como él, se escudaron en las páginas de los periódicos que les eran afines.  Se deshizo en elogios a la España colonialista y sentenció que, durante dicho periodo, se hubiesen difundido: «principios falsos, impíos y antisociales» (Basadre, 1961: 206). En aras de justificar sus ideas monárquicas, y autoritarias y de celosa subordinación papal, devaluó y descalificó la noción republicana de pueblo: «¿Por qué absurda maravilla el pueblo, conjunto de súbditos, podrá ser soberano?» (Herrera, 1929: 99). Se refería a la tesis de la igualdad social y la «Soberanía Popular» sostenida por los republicanos.

El gobierno de Echenique proclive al exilio conservador manifestó su intolerancia frente a los otros. Bilbao se tuvo que asilar en la Legación de Francia en Lima, tras ser perseguido a instigación de Bartolomé Herrera. El embajador francés Ulises de Rotti Menton acogió durante tres meses a Bilbao (Figueroa, 1894: 208). El ministro Herrera no le perdonaba a Bilbao su defensa de la abolición de la esclavitud de los negros y la liberación de los indígenas de la opresión terrateniente, realizada desde las páginas del diario El Comercio y la Revista Independiente. Brindó su polémica visión acerca de Salaverry. El año de 1854 Francisco Bilbao fue detenido y luego deportado juntos con sus hermanos al Ecuador (Ibíd.: 209). Escribió en Guayaquil un ensayo contra el gobierno peruano titulado La Revolución de la Honradez (Varona, 1973: XXII).


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Años más tarde al producirse el alzamiento del general Ramón Castilla contra el presidente José Rufino Echenique, y decretar éste la libertad de los esclavos que sirvieran por dos años en las fuerzas leales al Gobierno, Bilbao publicó, en la propia capital, en hoja impresa clandestinamente, su carta al presidente Echenique, en la cual le recordaba su juicio formulado en la entrevista de 1852. En dicha carta Bilbao prometió, a nombre de la revolución y de Castilla:

…la abolición absoluta de la esclavitud y de la mita”, extendiendo la esfera de la libertad para todos los esclavos, con independencia de su participación en la revolución. Todo este movimiento condujo, como es conocido, al decreto revolucionario firmado por Ramón Castilla, el 5 de diciembre de 1854, por el que se proclamó la libertad de todos los hombres que pisasen el territorio de la República. (Varona, 1973: 144).

 

El momento de quiebre del socialismo romántico coincidió con el gobierno de Ramón Castilla, tras su victoria militar de 1854. Del respaldo inicial los jóvenes radicales, pasaron unos a asumir cargos públicos, otros, como Enrique Alvarado pasaron a la oposición, convergiendo con las posturas de Francisco y Manuel Bilbao para terminar siendo enclaustrado en una hacienda por determinación familiar que lo llevó a la depresión, la enfermedad y la temprana muerte. Bilbao retornó al Perú clandestinamente y con motivo del levantamiento de Ramón Castilla contra el gobierno de Echenique, conspiró al lado de sus afines peruanos, tomando por asalto la torre de San Pablo. Bajo el gobierno de Castilla no mejoraron sustantivamente las cosas para los republicanos radicales. El ideario radical de Bilbao le valió nuevamente la prisión. Manuel Bilbao, asumió la defensa legal de su hermano Francisco hasta obtener su libertad. Ante el riesgo de ser asesinado decidió permanecer en la clandestinidad para luego enrumbar a Europa vía Buenos Aires (Figueroa, Ob. Cit.: 209).

Los republicanos igualitarios, escindidos entre sí, perdieron la oportunidad de desarrollarse como corriente crítica y alternativa, al liberalismo burgués y modernizante. Fue así que los «los núcleos juveniles, desaparecieron por su insipiencia económica, por la por la evolución de muchos de sus componentes hacia posiciones más cómodas o eficaces (Basadre, 1931: 78).

 

Tres figuras: Enrique Alvarado, Juan Espinosa y Juan María Gutiérrez

Los socialistas románticos representaron a la corriente más radical de la primera generación republicana en el Perú de mediados del siglo XIX. Procedían por su extracción social a la pequeña burguesía urbana. No constituyeron un grupo homogéneo ni una asociación unitaria y estable. En 1854 la mayoría de ellos se sumó al bando de Ramón Castilla, que congregaba a las corrientes republicanas, aunque un año más tarde vinieron los desencantos, deserciones y oposiciones. Hemos elegido arbitrariamente a tres figuras representativas del socialismo romántico, un peruano y dos rioplatenses, sin negar la importancia de Pascual Cuevas, Casimiro Ulloa, Nicolás Corpancho, Francisco y Manuel Bilbao entre otros. De los elegidos, el peruano Enrique Alvarado y de los rioplatenses, Juan Espinosa y Juan María Gutiérrez, ya habíamos adelantado algunos trazos sobre su presencia en Lima. Espinosa fue un internacionalista en el terreno militar, político e intelectual y Gutiérrez, un intelectual apasionado por la historia literaria de nuestro continente.   

Enrique Alvarado nació en la ciudad de Lima el año de 1835 y falleció en Trujillo en 1856. (Tauro, 1966: I: 64-65). Publicó sus artículos en las páginas de los periódicos: La Voz del Pueblo, La Ilustración y El Comercio. Como ya habíamos adelantado, adhirió a la revisión que venía realizando el socialismo romántico francés de los Evangelios criticando al Papado y a los órdenes políticos-sociales reproductores de la desigualdad y la opresión del pueblo. Editó el primer vocero socialista con el nombre de El Porvenir, el cual, al poner el énfasis en el futuro, tomó distancia frente a la impronta del romanticismo literario.

Participó en su ciudad natal en el proceso de constitución de la «Sociedad Republicana» bajo el liderazgo de Francisco Bilbao, sobre el cual escribió a nombre de la juventud radical peruana:

Bilbao, el primer republicano de Sur América y una de las más brillantes figura de la democracia moderna, y ha escuchado la voz del deber y desafiado a esa vieja cruzada del error y del crimen. […]

La cuestión es trascendental: entraña la solución completa del problema humanitario: en Europa traerá por consecuencia inevitable la destrucción de la monarquía y del papado; y en América la constitución definitiva de la republica la sombra de la libertad, en una tierra purificada y bajo un cielo de paz y de pureza («A Francisco Bilbao», en Corona…: 38).

 

Portada del libro en homenaje a Enrique Alvarado, <em>Corona fúnebre…</em>, publicado en 1857
Imagen 12. Portada del libro en homenaje a Enrique Alvarado, Corona fúnebre…, publicado en 1857.

En el ala radical del republicanismo liberal y el movimiento de los socialistas románticos que le habían otorgado apoyo en 1854 a Ramón Castilla se vieron desilusionados unos, traicionados otros. Fue Alvarado muy crítico, lanzando un llamado a reposicionarse desde la izquierda a favor de la revolución social y su conducta debilitó la red intelectual y política en la que participaba: «La Revolución no ha principiado. No ha sido variar a un hombre por otro; no nos alegremos con el triunfo de La Palma; allí ha vencido sólo Castilla, pero allí no ha triunfado la Revolución que no está en La Palma; sino en las ideas» (cit. Basadre, 1949: p. 291).

En su semblanza de Manuel Toribio Ureta, precisó los contenidos de la Revolución:

… el cambio de instituciones, la sustitución de la juventud al espíritu viejo, de la sencillez republicana a la doblez del despotismo: -más allá de la revolución política…la gran revolución social, la reforma moral, la educación de las masas, la libertad, como el principio, el medio y el fin de la política («D. Manuel Toribio Ureta, en Corona…: 78).

 

La perspectiva crítica y radical frente al gobierno de Castilla asumió un explícito tono juvenilista en su artículo admonitorio ¡Adelante o Atrás!: «La juventud busca por todas partes los frutos de la revolución y solo encuentra los mismos abusos, las mismas manchas de los gobiernos anteriores; los farsantes han cambiado pero la farsa continúa» (en Corona…: 5).

En 1855 escribió frente a la amenaza autoritaria del gobierno de silenciar la difusión de ideas y proyectos políticos:

…si se establece la censura previa, la imprenta es una vil prostituta, la imprenta sucumbe; porque la censura es un ataque al derecho de comunicación fundado en la libertad del pensamiento, porque la censura es una tutela humillante ejercida sobre la opinión, porque la censura tiende halagar a los gobiernos y sofocar por tanto la libertad de imprenta.  […]Invoquemos, pues, la libertad de imprenta para que la fuerza se arrolle ante la idea, la guerra ante la paz, el pasado ante el porvenir («Libertad de Imprenta», en Corona…: 4).

 

Su adhesión ideológica al legado socialista saintsimoniano se expresó en su artículo «El Porvenir» como idea síntesis de contenido libertario y justiciero:

La juventud marcha- errante por la tierra suspirando por un mundo desconocido: la democracia encadenada espera que brille en el horizonte la aurora de la libertad; el proletario clavado en la cruz de la miseria invoca el advenimiento de una era de paz y abundancia; […] la humanidad siente estremecimientos que anuncian una trasformación universal («El Porvenir», en Corona…: 15).

 

En convergencia con este juicio en su texto «La mujer», expresó una postura favorable a su emancipación: «… con todo el aliento de mi corazón maldigo los grandes vacíos que presenta la civilización, y me avergüenzo de la horrorosa tiranía que hace pesar sobre la mitad del género humano la otra mitad» («La mujer», en Corona…: 32).

Participó en la asonada revolucionaria de la ciudad de Lima de 1854. Fue anticlerical y antimilitarista. Al final de sus días- según el testimonio de Luis Benjamín Cisneros- dijo: «He sufrido mucho: deseo la muerte; me estoy volviendo ateo». (Vargas Llosa, 1956, s/p.).

La concepción de Alvarado acerca de la Revolución atendía varios planos de la existencia social, todos pensados fundamentalmente desde el horizonte urbano. Una apretada síntesis aclara sus sentidos:

Creía Alvarado que «la gran revolución» debía comprender «La Revolución filosófica», «La Revolución social», «La Revolución política» y que también debía realizarse en los órdenes religioso, científico, artístico e industrial e histórico. La revolución entrañaba para Alvarado «la reforma moral, la educación de las masas, la libertad como el principio, el medio y el fin de la política». La justificación revolucionaria era según él, divina: «Si los pueblos no tienen voz apelan a sus brazos; si se les niega la palabra, ármalos Dios y triunfan». Hablando en nombre de la juventud, dijo que la Revolución de 1854 no había satisfecho sus anhelos y que era preciso luchar: «la juventud no desmaya, lucha y lucha sin cesar, porque Dios la ha creado para el combate» (Vargas Llosa, 1956).

 

De una nota aclaratoria suscrita por Casimiro Ulloa, Nicolás Corpancho y los hermanos Cisneros, sus coetáneos y amigos, incluida en la Corona fúnebre… que editaron, se desprenden las reservas ideológicas que tenían para el difunto crítico del gobierno de: «las ideas del autor se deben mirar exclusivamente como propias de quien las concibió, pero de ningún modo como la profesión de fe de quienes coinciden unas veces en el todo y otras en parte con los juicios de Alvarado.» Se destaca el hecho de que dicha obra fue publicada en la imprenta del poeta Manuel Nicolás Corpancho: Tipografía Nacional, ubicada en el número 203 de la Plazuela de San Juan de Dios. El cuidado de la edición estuvo a cargo J.H. del Campo.

Juan Espinosa (1804-1871). Uruguayo de nacimiento. A los doce años de edad se sumó en Buenos Aires al ejército libertador de los Andes. Participó, bajo el mando del general San Martín, en las batallas de Chacabuco y Maipú contra las tropas realistas. Oficial del Batallón núm. 8 del Río de la Plata. Intervino en la gesta independentista del Perú. El 20 de septiembre de 1820 se embarcó en Valparaíso en una nave que formaba parte de la flota compuesta de once navíos, la cual iba rumbo al puerto de Pisco. Por su participación en su toma fue ascendido a oficial. Participó en la primera incursión en la sierra andina y el 12 de junio de 1821, en la ocupación de Lima, tras haberse retirado el Virrey al mando del ejército realista.  Concurrió al acto de declaración de la Independencia realizado por San Martín en la plaza mayor de Lima el 28 de julio. Formó parte del primer sitio militar a la fortaleza del Real Felipe en el puerto de El Callao. Se sumó a las campañas de Pichincha e Intermedios. En 1824 -bajo el mando del general Sucre- intervino en la batalla de Ayacucho y en la campaña del Alto Perú. Alcanzó el grado de teniente coronel en 1825. Intervino en la campaña militar peruana en Bolivia. Viajó a Chile donde residió hasta 1836 en el que volvió al Perú. Fue designado director del Colegio de San Carlos de Puno en 1841, el cual había sido fundado por Simón Bolívar en 1825. En 1846, Ramón Castilla lo designó Inspector General del ejército y le confirió el rango de coronel. Frecuentó los medios intelectuales republicanos nacionales. Cultivó la amistad con figuras representativas del exilio sudamericano, posicionándose en su ala radical. Comenzó a publicar sus escritos en periódicos republicanos bajo el pseudónimo de «El Soldado de los Andes.» (Palma, 1952: 1095; Scarone, 1942: 119-120). En 1852; Espinosa, gracias a su amigo el escritor Juan Sánchez Silva logró publicar en la imprenta del Correo a su cargo, su libro: La herencia española de los americanos: Seis cartas críticas a Isabel Segunda. El mismo año, Sánchez fue deportado a Chile por el gobierno de Echenique. (Tauro, III, 1967: 131). Apadrinó el libro La flor de Abel (1853) de José Arnaldo Márquez y el mismo año, publicó sus Comentarios a la constitución anónima de la Sociedad del Orden Electoral gracias al apoyo de José María Monterola, administrador de la imprenta de «El Comercio» en la ciudad de Lima. Un año después presentó la edición del texto de Vicente Rocafuerte, en Defensa del ex-coronel Mogaburu realizada en la imprenta limeña «El Heraldo». Con una perspectiva republicana y continental publicó en Nueva York: Mi república:  Justicia y verdad (1854), la cual dedicó al liberal colombiano José Hilario López por su defensa de las «libertades civiles y la democracia» y en la que desarrolló su proyecto utópico eligiendo al continente asiático para su realización.

Apoyó la Revolución de 1854. Tres años después, asumió temporalmente las prefecturas de Huancavelica, Ayacucho y Lima, optando por fijar su residencia en la capital. Con el curso del tiempo su formación autodidacta y su experiencia de lucha, le permitió «reconciliar el poder de la espada con el de la pluma», en defensa de la soberanía del pueblo y de la nación (Peña/ Zurita, 2015).  Participó en la batalla anticolonialista del 2 de mayo de 1866 contra la flota española. (Tauro, III, 1967: 131). Mantuvo intercambio epistolar con Juan Bautista Alberdi (Mayer, 1973: 589). Fue partidario del asociacionismo participando de manera activa en la Sociedad Liberal Central y su vocero La América, el Club Progresista, y, al lado de Juan Bustamante en la Sociedad Protectora de Indios, llegando a ser su presidente. En 1871 en la Sociedad Independencia Electoral logró, tras un zigzagueante proceso de acercamiento con la Sociedad de Auxilios Mutuos, construir una plataforma de demandas laborales y politizarlos. Bajo esa lógica de alianza y asimilación, cooptó a líderes artesanales: Ignacio Albán, Gregorio Basurto, José Bustamante, Enrique del Campo, Juan Pajuelo, Manuel Polo, José Ríos, José Zavalaga y un tal Luque. Años más tarde, de su seno, saldrían los candidatos artesanos al congreso. (McEvoy, 1997: 87).

Su obra mayor fue sin lugar a dudas su Diccionario para el pueblo (1856), el cual puede ser considerado el primer libro de pedagogía militante republicana y socialista del siglo XIX. Consideramos certera la siguiente caracterización:

Se trata de un repertorio alternativo que posee un trascendente significado doctrinario y puede estimarse como un ariete frente al liberalismo conservador (no solo de cuño decimonónico sino también extensible a los presentes tiempos globalizadores y a uno de sus principales desafíos teórico-prácticos: la impronta populista). (Biagini/Fernández, 2014, pp. 115-116).

 

Esta voluminosa obra fue financiada a través de suscripciones por una cantidad muy numerosa de civiles y militares, varios de ellos adscritos a la Convención Nacional entre los que se encontraban: Domingo Elías, Juan Bustamante, Francisco González de Paula y Vigil y José Simeón Tejeda. En su contenido se pueden encontrar algunas tensiones y antinomias discursivas, pero que no empañan o trastocan su visión republicana. Tomó distancia frente a los «más rígidos igualitarios» al no aceptar la existencia de cierta desigualdad entre los hombres. Reivindicó la igualdad de los hombres ante la ley en una coyuntura en que continuaba el debate acerca de la esclavitud y la servidumbre, abolidas dos años antes. Confesó una limitación y un deseo: «quisiéramos hallar la clave de hacer a todos iguales en bondad, en virtudes, en patriotismo y en guardarse mutuos respetos para ser menos desgraciados.» (Espinosa, 2001: 472-473).  En cuanto al comunismo tenía el mismo parecer que Littlé consignado años antes en su Diccionario, acerca de los «bienes en común», idea que rechazaba por afectar «la independencia individual, que sola compensa la dependencia social.» Remite a ver su idea de socialismo en la obra, aunque no fue incluida (Espinosa, 2001: 224). Concibió que las fuerzas del cambio están encarnadas en la juventud y en los artesanos:

El artesano de París como el de Lima, es el que viste y calza a los habitantes, les edifica casas, se las tapiza y amuebla, y en fin el que proporciona todas las comodidades de la vida con su industria, con su trabajo y con su inteligencia, toda consagrada al servicio de la sociedad: él arma al soldado y al  marinero, los equipa, los lanza a la defensa de la patria en busca del honor y del engrandecimiento nacional, los paga, y si es preciso los acompaña al combate, abandonando su querido taller (Ibid.: 159).

 

El Diccionario abre muchas ventanas ideológicas y políticas. Una de ellas, la de la «acción popular» ha merecido un consistente comentario crítico:

La centralidad de la “acción popular” en el Diccionario de Espinosa estriba en que ella recoge las implicaciones de la revolución democrática en América. La democracia así descripta no queda reducida a un modo de organización institucional, sino que expresa una forma de acceso al espacio público en el que “no cabe superioridad de hombre a hombre” (D. 307). A su vez, su fundamentación no está dada por un principio anclado en el dominio de la fuerza (e.g. la raza, el color, la fisonomía, la nacionalidad, la creencia). Dicho de otro modo, la acción popular de Espinosa niega la tesis alberdiana o del cesarismo democrático, según la cual la violencia constituye el único modo de incorporar la plebe bruta al “nosotros”.4 Por el contrario, sin derecho a la acción popular no hay república democrática en tanto esta garantiza que la voz del pueblo, sin intermediaciones, resuelva los conflictos sobre lo legítimo. La anarquía no acontece, se previene Espinosa, mientras la sagacidad del gobierno ceda lo innegable una vez conocido el descontento público (149, 279, 620) (Fernández, 2017: 96).       

 

Juan María Gutiérrez (1809-1878) el intelectual argentino que formó junto con Juan Bautista Alberdi y Esteban Echevarría constituyó la sociedad republicana la Joven Argentina, más tarde rebautizada como Asociación de Mayo, de orientación socialista. El año de 1846 publicó América poética (1846) convirtiéndose en la primera antología elaborada con criterios estéticos modernos. Vivía todavía su estación del exilio en Chile cuando a inicios de 1848 decidió viajar a Lima y residir en ella dos meses. (Vicuña, 1878: 75-78). Tiempo suficiente para iniciar sus primeros contactos con la intelectualidad romántica y republicana, aproximándose a Ricardo Palma y su círculo bohemio. En 1851 retornó a Lima y se abocó a estudiar y escribir acerca de la obra literaria de Juan de Caviedes, considerado por Vicuña «el más encarnizado enemigo de los médicos i de las alcahuetas que haya perfilado vulgares rimas». Desilusionado por el ascenso al poder de Echenique escribió: «Perú está enfermo; pero el gobierno no hace nada ni para él ni para el pueblo»  (Rodríguez, Ob. Cit.: 329-330).

Sus preocupaciones estéticas y literarias no eran ajenas a sus posiciones políticas. Pensaba que los próceres de la independencia derrotaron militarmente a la España imperial pero que no habían concluido el proceso de descolonización cultural, tarea que le correspondía a su generación:

Dos cadenas nos ligaban a España: una material, visible, ominosa; otra no menos ominosa, no menos pesada, pero invisible, incorpórea, que, como aquellos gases incomprensibles que por su sutileza lo penetran todo, está en nuestra legislación, en nuestras letras, en nuestras costumbres, en nuestros hábitos, y todo lo ata, y a todo le imprime el sello de la esclavitud, y desmiente nuestra emancipación absoluta. Aquella, pudimos y supimos hacerla pedazos con el vigor de nuestros brazos y el hierro de nuestras lanzas; ésta es preciso que desaparezca también si nuestra personalidad nacional ha de ser una realidad; aquélla fue la misión gloriosa de nuestros padres, ésta es la nuestra.

 


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Hizo amistad con Juan Espinosa en Lima y mantuvo en 1852 intercambio epistolar con él. (Moglia/García, II: 121). Tuvo otros corresponsales peruanos que permiten ubicarlo en esa red republicana en la que convergieron liberales y socialistas románticos. Publicó dos escritos, uno dedicado a Juan de Caviedes y el poema «A una mujer (Himno mundano)» (Rodríguez, Ob. Cit.: 347). Dos años más tarde publicó una obra sobre Derecho Natural para el Colegio de San Carlos, gracias al apoyo del editor y poeta romántico Fernando Velarde. Su amistad con Juan Espinosa está documentada epistolarmente para el año de 1852. (Ibid., p. 230).

Gutiérrez estaba familiarizado con las ideas y corrientes del socialismo romántico francés, las cuales evocó al elaborar la biografía de Esteban Echevarría. Compartía con él, la lucha contra la prolongada dictadura de Juan Manuel Rosas, según lo refrenda su carta enviada desde Valparaíso: «Ya vemos a Rosas en el suelo y tenemos arreglado nuestro viaje en caravana por las faldas de la Cordillera».[17] Dicho entusiasmo iba contra la lógica del poder, si recordamos que Rosas fue derrotado en la batalla de Caseros del 3 de febrero de 1852.

Fue un adalid, como los socialistas románticos peruanos, en hollar los diversos caminos de la nativización del pensamiento: «…[la] importación del pensamiento y la literatura europea no debe hacerse ciegamente […]. Debemos fijarnos antes en nuestras necesidades y exigencias, en el estado de nuestra sociedad y su índole».[18]

Nuestro personaje, años más tarde, pensando en retrospectiva acerca del romanticismo, el propio y el ajeno sentenció sin desperdicio: «A toda revolución en las ideas, corresponde en la historia una revolución en la manera de expresarlas, porque las cosas nuevas o renovadas, exigen vestidos a la moda intelectual que entra en uso» (Gutiérrez, 1874: XIX).

 

Cierre de palabras

Recuperar la historia de los orígenes del socialismo peruano coadyuva a romper dos bloques ideológicos de la pedagogía militante: el de Federico Engels, en Del socialismo utópico al socialismo científico (1880) y de la lectura igualmente limitada y rígida del ensayo «Antecedentes y desarrollo de la acción clasista» (1929) de José Carlos Mariátegui que signa como punto de nacimiento o partida del pensamiento revolucionario al siglo XX. No obstante esto último, Flores Galindo sostuvo que el primer estudio acerca del socialismo romántico realizado por Jorge Guillermo Leguía en 1925, independientemente de sus carencias, implicó un avance, recibiendo el estímulo intelectual de Jorge Basadre y José Carlos Mariátegui (1982). El socialismo romántico en el Perú tuvo una existencia discreta y de corta duración. Careció de una doctrina y programa político, aunque fue pródiga en ideas y acciones anticonservadoras, anticolonialistas, de moral ciudadana y justicia social. Llevó a los espacios públicos y a los trabajadores un nuevo lenguaje, un nuevo ideario y una nueva sensibilidad ciudadana. Reanimó sus entusiasmos y voluntades al lado de los artesanos con motivo de la Batalla del 2 de mayo de 1866 librada contra las fuerzas colonialistas españolas, desvaneciéndose su presencia hacia 1871 cuando el Partido Civil se convirtió en un polo de concentración republicana, a pesar de sus propias contradicciones.

El proceso de recepción del socialismo romántico fue casi simultáneo al del romanticismo, por lo que consideramos necesario aproximarnos a los espacios de sociabilidad intelectual de la época, así como, al mundo de los impresos propios y extranjeros, al de los periódicos y a la remodelación de la cultura de los artesanos. Su adscripción a la pequeña burguesía y las limitaciones propias de un campo intelectual, facilitó la atracción que ejercieron con desigual resultado, los gobiernos de Echenique y de Castilla.

 En lo general, el romanticismo y el socialismo romántico se entrelazaron entre sí, salvo por esa particularidad del primero, de apostar al porvenir, el cambio y el reencantamiento del Perú, al remozamiento del ideal bolivariano de la unidad continental. Los folletos y libros de orientación socialista fueron muy escasos en número, y sus artículos, siendo más nutridos en número, yacen sumergidos en las páginas de periódicos eventuales de difícil acceso o consulta.   

En lo general, fue una recepción compleja y heterodoxa, mediada por los exilios peruanos y sudamericanos (los hermanos Bilbao, Juan Espinosa, Juan Manuel Gutiérrez), más que a la visita o migración de algunos europeos, o vinculada a la importación de libros, traducciones, ediciones y reimpresiones. Hemos avanzado en su develamiento histórico, al reconstituir indicios sobre algunos vínculos interpersonales o redes, así como algunas de sus ideas republicanas vinculadas a lo que fue el balbuceante socialismo romántico en este país andino. Quedan por develar las experiencias de los jóvenes intelectuales románticos durante sus estancias en París como José Casimiro Ulloa, tan cercano a Lammenais, Nicolás Corpancho entre otros. La relación de Juan Bustamante con Juan Espinosa abre muchos interrogantes entre los años de 1841 y 1869.

Sigue siendo relevante explorar los corredores de ideas. Uno de ellos de origen rioplatense que se proyectó hacia Chile, tuvo ecos en Bolivia y en el Perú. Otro, vino vía Colombia en tiempos del general Juan Vicente Melo alrededor del año de 1854, o más tempranamente procedente de la Bolivia de Belzú.

 

Notas:

[1] «En una palabra, los rojos, o llámense progresistas, menos liberales, ¿para qué conspiraron sin plan ni concierto si no querían sufrir del gobierno lo que era más justo?» (López, 1851: 14).

[2] «Al promediar la década de 1920, Jorge Guillermo Leguía, bajo el influjo de Mariátegui y Basadre, emprendió una investigación histórica sobre los orígenes de las ideas socialistas en el Perú, que lo llevó a indagar por el impacto de la revolución europea de 1848. Pudo recoger abundantes referencias sobre otros países de América Latina como Chile o Colombia, pero en cambio las informaciones sobre el Perú apenas fueron fragmentarias, dispersas y en muchos casos presunciones sobre las ideas de los liberales peruanos que habían organizado a los artesanos limeños para fundar el “Club Progresista” e intervenir en la insurrección de 1854. Pero, más allá de estas anotaciones, no se podría afirmar que en 1848 se produce una sincronización entre Lima y París, a pesar de que un peruano fue testigo de excepción de la revolución parisina y llegó a escribir un libro de viajes donde, luego de narrar sus peripecias por Europa, termina anexando un pormenorizado relato de las barricadas en París y los choques entre los revolucionarios y el ejército: nos referimos a Juan Bustamante el viajero, para quien comunismo y socialismo también eran sinónimos, pero ambos términos tenían una connotación negativa y repudiable por cuanto significaban “la destrucción de la familia y de la propiedad”». (Flores Galindo, 1997: 358).

[3] «Buena parte de la historiografía clásica sobre la historia socialista construida sobre el paradigma de la oposición entre utopías sociales y ciencia social ha tendido a invisibilizar o a aplanar estas corrientes. Estas concepciones suelen englobar las teorías fourieristas y sansimonianas dentro del primer sintagma (“socialismo utópico”) y hacen emerger, con la acción pública de Marx y Engels a partir de 1848, el segundo sintagma, el “socialismo científico”. Tan potente ha sido ese paradigma fundado en la oposición entre los dos socialismos, que todo este conjunto de doctrinas y movimientos socialistas europeos propios de los años 1830, 1840 y 1850 que no se acomodaban al modelo de las “utopías sociales” fueron a menudo denominadas, de modo indeterminado, como “socialismos de transición”. Buscando sortear el paradigma evolutivo y etapista que presenta al “socialismo utópico” como mero preludio de un “socialismo científico” llamado a sucederlo y, por lo tanto, a “superarlo”, es que designaremos en la presente obra a este conjunto de figuras, doctrinas y experiencias políticas, siguiendo a autores como Picard y Alexandrian, bajo la denominación común de socialismo romántico» (Tarcus, 2016: 22-23).

[4] Aunque omite en su juicio mencionar al Perú por su nombre, el tenor de su escritura lo deja entrever: «…hay país que por no dañarlo no lo nombraremos, en donde se cree insultar a un hombre llamándole extranjero, y este país es, precisamente aquel que más ha debido a los extranjeros para conquistar su nacionalidad independiente.» (Espinosa, 2001: 405).

[5] Este utopista romántico, según Vicuña Mc Kenna, falleció el 5 de enero de 1848 en brazos de su amigo Manuel Guerrero y según Basadre retornó al Perú en 1851 donde se pierden sus huellas (Varona, 1973: 43-44).

[6] «Lammenais, sus últimos momentos y su entierro». París, 4 de marzo de 1854.

[7] Véase: El peruano, 26 de junio de 1844, p. 215.

[8] El Peruano, 6 de julio de 1844, p. 1.

[9] La difusión escultórica de Colón durante el siglo XIX siguió el siguiente corredor urbano: 1862: La Habana; 1870: Panamá; 1877: Valparaíso y Ciudad de México; 1887: Santo Domingo; 1889: Buenos Aires; 1892: Barranquilla, Comayagüela y Durazno; 1894: Cartagena de Indias; 1896: Guatemala. Con la inauguración de su monumento en Madrid, un 12 de octubre de 1892, se dio pie para que, en 1913, se iniciase el ritual del día de la raza, pivote de la ideología colonialista de la hispanidad.

[10] El Peruano, 6 de julio de 1844, p. 1.

[11] http://es.catholic.net/op/articulos/2501/mirari-vos-sobre-los-errores-modernos.html#VI

[12] http://www.mercaba.org/PIO%20IX/noscitis_et_nobiscum.htm

[13] Garibaldi dejó testimonio de ello: «Me sucedió en Lima un hecho desagradable antes de emprender viaje. Al principio de mi estadía en Lima, yo residía en la casa de Malagrida donde, convaleciente todavía de la fiebre, recibía por parte de él y de su amable señora un cuidado y asistencia verdaderamente gentiles. A aquella casa llegaba en algunas oportunidades uno de esos franceses que profesan el ‘chauvinisme’. Yo, por naturaleza poco accesible y percibiendo a ese individuo muy propenso a hablar, evitaba en lo posible entablar conversación con él. Pero un día logró atraparme y, con desagrado por parte mía, me llevó al tema de la expedición romana de los ejércitos de Bonaparte. Naturalmente ese argumento me resultaba tedioso e intentaba, inútilmente, cambiarlo: y él, no solamente se obstinó en continuarlo, sino que se extralimitó en términos poco decorosos para los italianos. Yo le respondí con palabras un poco ásperas, manteniéndome en los límites de la decencia que merecía la casa en la que me encontraba, y allí terminó el incidente».

«La policía de Lima alentada por un furioso cónsul francés, quería arrestarme violentamente: pero el comportamiento de los italianos le quitó las ganas. Todos se mantuvieron dignos, ¡estaban todos! en Lima les encontraba por miles, toda gente fuerte y disponible. Todos estaban dispuestos para la revancha y a pedir, respetuosamente, al comisario de policía que no me arrestase» (citado en Valdivia, 2010: 77-79). Otra versión la da Ricardo Palma, menciona que Garibaldi fue a buscar a Ledos para reclamarle el trato que le dio en uno de sus artículos, llamándolo «héroe de pacotilla», caricaturizando la cuestión italiana. (Palma, 1952: 1096).

[14] La red de distribución del Diccionario… de Juan Espinosa fue incluida en la primera edición de dicha obra, publicada en 1856.

[15] «La casa del escritor uruguayo que Hostos caracterizó como una “de las más humildes de Lima” constaba de un par de habitaciones, una de las cuales albergaba además de “un sofá, una butaca, pocas sillas y el salón de escribir” una “abundancia de papeles arrinconados, apilados y esparcidos” en medio de centenares de libros, una porción de mapas, montones de periódicos, bustos y retratos de hombres célebres, entre ellos Gálvez, y hasta, incluso, un “pájaro disecado”. Hostos señalaba que en la sala-estudio de Espinosa además de encontrarse “un archivo de un viviente en el pasado, había numerosos indicios” de que ahí laboraba “un activo colaborador del presente”.» (McEvoy, 2001: 35).

[16] Se respeta la redacción del original.

[17] De Juan María Gutiérrez a Esteban Echeverría. Valparaíso, octubre 25, 1845 (Gutiérrez, 2010).

[18] Gutierrez, Juan María. «Fisonomía del saber español: cuál deba ser entre nosotros». Cit. Tarcus, 2016: 139-140.

 

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Cómo citar este artículo:

MELGAR BAO, Ricardo, (2017) “El socialismo romántico en el Perú: 1848-1872”, Pacarina del Sur [En línea], año 9, núm. 33, octubre-diciembre, 2017. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 19 de Abril de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1520&catid=5