Che y Fidel: amistad, Revolución y debates

José Arreola[1]

RECIBIDO: 13-09-2016 APROBADO: 09-11-2016

 

A Ricardo Piglia y Fernando Martínez Heredia

 

Ernesto Guevara de la Serna y Fidel Castro Ruz se conocieron en la Ciudad de México, una noche de julio de 1955 en casa de la cubana María Antonia González. Luego de una larga conversación, el argentino decidió unirse a la expedición guerrillera planeada por el cubano que, a la postre, sería un parteaguas en la historia de Latinoamérica. Esa noche significó el surgimiento de una amistad forjada diariamente. El proceso de la lucha guerrillera –de su planeación clandestina en México a su victoria en Cuba–, representó también la construcción de una relación amistosa que repercutió en el devenir del socialismo cubano. La amistad entre el Che y Fidel fue una potencialidad política que dejó huella en la Revolución cubana. En ese sentido, la Revolución puede pensarse no sólo como un proceso político y económico que reconfigura las relaciones humanas, sino también en cuanto proceso de relaciones humanas capaz de intervenir y transformar condiciones políticas, económicas y sociales. Cuando Ernesto Guevara conoció a Fidel Castro apenas había iniciado su militancia política un año antes, contra la invasión de Castillo Armas en la Guatemala de Árbenz. A diferencia de Fidel, quien desde sus años universitarios en Cuba tenía ya una larga y consolidada trayectoria política (Guanche, 2016), Guevara era un novel al respecto. No obstante, en palabras de Fidel Castro, “La coincidencia de ideas fue uno de los factores que más me ayudó a mi afinidad con el Che” (Ramonet, 2009: 181). Vale la pena, entonces, pensar el inicio de una amistad en términos ideológicos, como afinidad intelectual que permitió la incorporación del Che a la expedición guerrillera y, asimismo, lo que implicó la cercanía humana, la puesta en juego de emociones y, por lo tanto, los sentimientos desarrollados entre ambos como elementos fundamentales para la transformación revolucionaria.

 

Che y Fidel antes de su encuentro

Entre diciembre de 1951 y julio de 1952, Ernesto Guevara viajó junto a Alberto Granado por diferentes países latinoamericanos; en ese recorrido, el Pelao Ernesto conoció a Hugo Pesce quien marcó hondamente el desarrollo posterior de su vida. Según Granado, Pesce tenía una “cultura marxista formidable y una gran sensibilidad, así como gran habilidad dialéctica en la discusión y en los enfoques de los problemas. Nos ha demostrado que si bien a veces el medio hace al hombre, éste también puede transformar a aquél” (Granado, 2007: 258). Del testimonio destacan dos aspectos, el primero de ellos se relaciona con la sensibilidad de Pesce, quien además era un admirador de la obra poética de César Vallejo; el segundo, con el conocimiento de la teoría marxista y la interpretación de ésta. Es decir, la sensibilidad y el bagaje teórico en cuanto componentes fundamentales para el desarrollo de la capacidad que el ser humano tiene de transformarse y transformar su medio; elementos que el Che aprendió y que trató de aplicar en su accionar político.[2] Desde la adolescencia, Guevara inició la elaboración de índices y cuadernos de notas de aquellas lecturas que realizaba. A los 17 años empezó su Cuaderno filosófico –mismo que se compuso de un total de seis cuadernos de los que hizo un resumen durante el tiempo que vivió en México–, en el que entre otros autores figuraban Marx, Engels, Lenin y Stalin. Sobre la teoría social marxista transcribió 53 fragmentos, lo que además de revelar una disciplina de estudio también refleja un precoz y amplio conocimiento acerca de dicha corriente de pensamiento.[3] No obstante, fue en el segundo recorrido por América Latina cuando se definió como alumno de “San Carlitos” y profundizó sus conocimientos marxistas.[4] En una carta dirigida a su madre escribió “La nueva etapa de mi vida exige también el cambio de ordenación; ahora San Carlos es primordial, es el eje, y será por los años que el esferoide me admita en su capa más externa” (Guevara, 2007a:169). En ese segundo recorrido –iniciado en julio de 1953 y finalizado en noviembre de 1956 cuando partió hacia Cuba–, la Guatemala de Jacobo Árbenz significó un punto de inflexión en el desarrollo político del Che, tanto por los propios acontecimientos que pudo vivir de cerca, como por el cúmulo de personajes con los que se relacionó. En la tierra de Otto René Castillo conoció a la peruana Hilda Gadea, exiliada política y militante del APRA. El encuentro con Gadea resultó de suma importancia pues ella lo incorporó a varios círculos de intelectuales y militantes políticos, lo que le permitió el conocimiento de otras experiencias de lucha como la cubana; ahí se acercó a la que sería “la primera versión que tuvo Ernesto de boca propia de algunos de sus protagonistas” (Gadea, 1978: 39). El Che tuvo la oportunidad de discutir con Harold White, un estudioso norteamericano del marxismo, así como con Edelberto Torres especialista en la obra de Rubén Darío, los propios cubanos y otros militantes latinoamericanos. A decir de Gadea, Ernesto descollaba en los círculos de discusión por su radicalidad y su comprensión del marxismo. Lo que vale la pena resaltar al respecto es, precisamente, el conocimiento de los textos marxistas, la socialización de éstos por medio del intercambio de ideas y su integración a una comunidad políticamente activa. Para entonces Guevara tenía 26 años, y no contaba con ninguna experiencia de participación política. Sin embargo, compartía un horizonte ideológico similar al de los militantes que conoció. Es decir, por la vía de las lecturas, y del conocimiento de la realidad a través de los viajes, planteó ideas similares con respecto a la necesidad del cambio radical en las estructuras económicas y de poder en Latinoamérica. Mientras los exiliados políticos se formaron un punto de vista a través de su acción militante, el Che hizo lo propio mediante las lecturas. El proceso guatemalteco fue sumamente significativo en su experiencia política y la consolidación de sus ideas: Ernesto llegó a la conclusión de que para una transformación radical de la sociedad era necesario el desarrollo de una fuerza popular capaz de defenderse de las embestidas imperialistas pues “un pueblo en armas es un poder invencible” (Guevara, 2007a: 142). Desde su perspectiva, Jacobo Árbenz pudo armar al pueblo y no lo hizo, lo que derivó en su derrocamiento y en el freno al proceso democrático guatemalteco.  

En Guatemala, a pesar de diversas dudas sobre su futuro próximo, el Che unió los caminos de la experiencia política y la lectura como componentes de su accionar revolucionario. En ese sentido, las lecturas realizadas por Guevara resultaron fundamentales: representaron la simiente de su despertar político. El ejercicio lector puede verse como la base primigenia de su participación revolucionaria, entendiendo la militancia lectora como experiencia política, como formadora de una potencialidad constitutiva del sujeto revolucionario.[5] El acceso que Guevara tuvo a los bienes culturales de su época resultó de suma importancia. Su formación ecléctica durante la niñez, el aprendizaje con Celia de la Serna y el ambiente bohemio que existía en su hogar le generaron una manera de leer, comprender y desenvolverse en el mundo. Además, el acercamiento temprano a lecturas y discusiones políticas sobre eventos trascendentales –la Guerra Civil Española, la segunda Guerra Mundial, el peronismo– así como su formación universitaria, su ambición autodidacta, lo dotaron de un amplio bagaje intelectual, de una capacidad de discusión profunda y de un acendrado afán de polémica. Por supuesto, el ejercicio de los bienes culturales realizado por el Che se relaciona con la posibilidad de acceder a ellos: Guevara nació un 14 de junio de 1928 y creció en el seno de una familia de historia aristocrática que si bien no era de clase alta tenía cierta estabilidad económica y renombre entre las influyentes familias de Rosario, Altagracia y Córdoba (James, 1983: 40). El Che vivió como un niño, un adolescente, de una clase social de la que aprendió y adquirió diversos gustos como la lectura, su afición por el ajedrez, la fotografía; prácticas deportivas como el rugby, el polo, el tenis y la natación. Aunque disfrutaba de esa vida “pituca”, prefería la compañía de los muchachitos del barrio con los que, cuando el asma no se lo impedía, se divertía jugando al futbol y a la guerra o perdiéndose entre los descampados. La formación universitaria, además de un título de medicina, lo incorporó a cierta bohemia intelectual en la que figuraban los hermanos Granado, Gustavo Roca y Tita Infante (Korol, 1988). En ese espacio circulaban la poesía de Neruda, León Felipe, Machado, así como textos de Borges, Faulkner, Steinbeck, (López Das Heras, 2006: 128). Había una movimiento de lecturas que marcaron su juventud y la de sus amigos que, como ha expresado José Luis de Diego (2014), pueden entenderse como “la época de oro” de la industria editorial argentina entre los años de 1938 y 1955. En dicho ambiente de bohemia universitaria existía un debate político explícito porque, a pesar de tener simpatía por el comunismo como movimiento internacional opuesto al imperialismo, Guevara no estaba de acuerdo con el actuar de la juventud comunista argentina a la que algunos de sus compañeros eran adeptos (González y Cupull, 1995). Cuando el Che pisó suelo guatemalteco tenía ya una formación política consolidada ideológicamente a través del ejercicio lector que contribuyó a su convencimiento para “arremeter contra el orden las cosas” según le confesó a su madre (Guevara, 2007a: 169). Dicha formación se vio enriquecida por el contacto directo con una realidad que pudo imaginar con los textos y que, sin embargo, hasta entonces le resultaba desconocida. Por ejemplo, cuando el Petiso Granado y él se encontraron con una pareja de perseguidos políticos chilenos con los que compartieron una manta para tratar de vencer el frío y que hizo al Che sentirse “más hermanado” con la “extraña especie humana”. O bien, cuando tuvo que “atender” a una vieja asmática que no tenía salvación y en ella vio “la profunda tragedia que encierra la vida del proletariado de todo el mundo” (Guevara, 2007b: 45). Había una denuncia al orden económico y social pero también una renuncia a un modo de vida que él mismo tuvo, por eso anotó en su diario de viaje que “El personaje que escribió estas letras murió al pisar de nuevo tierra Argentina, el que las ordena y pule, ‘yo’, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar sin rumbo por la ‘Mayúscula América’ me ha cambiado más de lo que creí” (Guevara, 2007b: 14). En otros términos: se produjo una transformación en su perspectiva política, desarrollando así una sensibilidad opuesta al modo de vida de la clase social de la que provenía. De ese modo, su militancia lectora ejerció una influencia en su viaje, pero también el viaje y el contacto con otras realidades contribuyeron a que su ejercicio lector encontrara correspondencia con sus inquietudes políticas e intelectuales. En el diario del segundo recorrido por Latinoamérica, Ernesto describió como “un acontecimiento político” el hecho de haber conocido a Fidel, “muchacho joven, inteligente, muy seguro de sí mismo y de extraordinaria audacia; creo que simpatizamos mutuamente” (Guevara, 2007a: 92). De sus palabras hay dos aspectos a resaltar: por una parte, que haya registrado el encuentro como un “acontecimiento” político y trascendental en su perspectiva de vida; por otra, la descripción del cubano como un joven de “extraordinaria audacia” y, especialmente, la idea de una simpatía mutua. El Ernesto Guevara que había adquirido su formación política a través del amplio abanico de lecturas evaluaba un encuentro personal como político resaltando la simpatía surgida entre ambos personajes, es decir, el carácter emocional que el encuentro le generó.

Al momento de conocer al Che, Fidel estaba a punto de cumplir 29 años, apenas dos años más que el médico argentino. Fidel Castro nació un 13 de agosto de 1926, en el pueblo de Birán, provincia de Holguín. Para ese momento, don Ángel Castro, padre del futuro revolucionario, “había acumulado bastantes bienes y era muy pudiente como dueño de tierras” (Ramonet, 2009: 40). Lina, su madre, aprendió a leer de manera autodidacta y hacía, según lo ha expresado Fidel, maravillas en la crianza de siete hijos. Cuando la guerra civil española se desarrollaba, Castro tenía 10 años y conoció el proceso porque las tertulias a las que asistían sus padres y vecinos giraban en torno al tema. Dichos convites estaban conformados por simpatizantes de los “rebeldes”, es decir, de los franquistas. También siguió de cerca los sucesos alrededor de la segunda guerra mundial, así como la lucha de Julio Antonio Mella y la caída de Machado en 1933 que dejaron una huella profunda en sus recuerdos.  Al igual que Guevara, Castro adquirió maneras de desenvolverse en el mundo por la influencia de la clase social a la que pertenecía. Sin embargo, en su infancia también aprendió los primeros números y letras casi de manera autodidacta, con muy poca ayuda de adultos y con algunas complicaciones físicas y materiales (Castro, 2010a). Siendo niño prefería la compañía de los más humildes con quienes “iba para arriba y para abajo”, aquellos niños eran “la gente más pobre” (Ramonet, 2009: 52). En cambio, durante su estancia en Santiago y después en La Habana, convivió con los hijos de la gente adinerada en los colegios sólo para los privilegiados. Durante ese tiempo, ejerció su afición al deporte, especialmente a la natación, al basquetbol y el montañismo. En 1945 ingresó a la universidad de La Habana, matriculando para Derecho. Ahí inició una activa vida política, fue elegido como representante estudiantil y se acercó a los militantes de izquierda. El propio Castro reconoció que fue un “mal estudiante”, que casi todas las materias las acreditó de forma libre, estudiando de manera autodidacta. En la universidad de La Habana fue donde, en sus palabras, “me hice revolucionario, me hice marxista –leninista” (Ramonet, 2009: 100). Entre sus lecturas marxistas figuraban El manifiesto del partido comunista, Las guerras civiles en Francia y España, El 18 Brumario, La crítica del Programa de Gotha, de Carlos Marx. Asimismo, leyó El Estado y la Revolución y El imperialismo, fase superior del capitalismo de Lenin, así como textos de Federico Engels. Como en el caso de Guevara, la educación autodidacta, la informalidad y las discusiones existentes en el recinto universitario fueron pilares imprescindibles de su formación política.[6] No obstante, a diferencia del argentino, su práctica política activa vivida se tradujo en su oposición al candidato oficial para ocupar la presidencia de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU) lo que hizo que se desatara una fuerte campaña en su contra, incluso prohibiéndole el acceso a la Universidad. Además, su ingreso al Partido Ortodoxo sería una parte importante de su configuración como militante. En 1947, Fidel se incorporó a la expedición de Cayo Confites para luchar contra Leónidas Trujillo, dictador de República Dominicana. Aunque la expedición fue más un proyecto que una realidad, la experiencia resultó fundamental porque “Se reafirmaba mi convicción de que no se podía pelear frontalmente contra un ejército en Cuba o en República Dominicana porque ese ejército disponía de marina, de aviación, lo tenía todo, era tonto ignorarlo” (Ramonet, 2009: 105). En ese sentido, es provechoso anotar cómo fue la experiencia práctica la que le brindó herramientas de pensamiento que posteriormente se vieron materializadas en la gesta de Sierra Maestra. En 1948, apenas un año después de Cayo Confites, se encontraba en Colombia justo en el centro de lo que se conoció como “El Bogotazo”, levantamiento popular tras el asesinato de Eliécer Gaitán. Como ha observado Farouk Caballero Hernández, “Castro pudo influir muy poco en El Bogotazo, pero El Bogotazo sí influyó mucho en él” (2016). Para el 10 de marzo de 1952, fecha en la que Batista dio el golpe de Estado con el que ocupó por segunda ocasión el poder en Cuba, el joven abogado tenía ya la plena convicción de que las vías institucionales cubanas estaban agotadas si se deseaba un cambio político real en la Isla. Por tal motivo, inició la organización del asalto militar al cuartel Moncada llevado a cabo el 26 de julio de 1953. A decir de Castro (1973), el objetivo era “apoderarnos por sorpresa del control y de las armas, llamar al pueblo, reunir después a los militares e invitarlos a abandonar la odiosa bandera de la tiranía y abrazar la de la libertad”. En términos estrictamente bélicos la operación fracasó: no pocos militantes de lo que se conocería como el Movimiento 26 de Julio fueron asesinados, otros encarcelados y varios más se vieron obligados a exiliarse. El propio Fidel estuvo preso cerca de dos años  en “una celda solitaria, total y absolutamente incomunicado, por encima de todas las prescripciones humanas y legales” (1973: 3). Sin embargo, la experiencia de la cárcel, la denuncia del régimen de Batista, la defensa jurídica que él asumió para sí mismo, demostraban tanto el cariz de su personalidad como el carácter del propio movimiento. Es decir, Fidel Castro como un líder político que enfrentaba hasta las últimas consecuencias los resultados de la estrategia planteada y la profundidad intelectual del movimiento sustentada en La historia me absolverá, el discurso de defensa pronunciado el 16 de octubre de 1953.

Fidel Castro y Ernesto Guevara en Lecumberri, México.
Imagen 1. Fidel Castro y Ernesto Guevara en Lecumberri, México.
http://www.dnaindia.com, consultado el 1-08-2017. 

 

Similitudes y diferencias

Entre Fidel y el Che hay una serie de similitudes que permiten pensar cómo fue su formación política, su configuración como revolucionarios y su ejercicio intelectual desde la praxis, pero entendiendo la praxis intelectual también como ejercicio político. Una de las primeras características que resalta es la de la rebelión contra la clase social de la que provenían, mismo aspecto que ya  E. P Thompson (1988) señalaba sobre William Morris. Romper con una forma de vida implicó la transformación de normas, concepciones sobre el mundo y un comportamiento distinto ante la vida. Tanto Fidel como el Che crecieron en el seno de una clase social acomodada alejada de carencias que les permitió el acceso a una formación universitaria y la posibilidad de conocer otros países. El ejercicio de una serie de bienes culturales generó en ambos una lectura crítica de esa clase social a la que pertenecían, además de la posibilidad de imaginar una alternativa a ella. Este aspecto permite pensar, en primera instancia, cómo a pesar de la fuerte influencia que ejerce el medio social sobre el ser humano no necesariamente lo condiciona en forma absoluta. Si bien hay aprendizajes culturales y estructuras sociales que delinean comportamientos y formas de ser, éstas pueden rebasarse e incluso ser aprovechadas para enfrentarlas de mejor manera. La educación en la que el Che y Fidel se forjaron, la posibilidad de obtener lecturas de época –entre las que destacan las del pensamiento marxista–, así como el conocimiento de una clase social desde su interior y la combinación de los conflictos políticos desatados por ésta fueron elementos centrales que derivaron en una inconformidad expresada, no obstante, de distintas maneras.

Fidel accedió a una educación de élite, tradicional y jesuita. Los puntos de vista de sus padres eran más cercanos a un pensamiento conservador bastante alejado de algún planteamiento progresista. Según sus propias palabras, “Creo que muy temprano, en la escuela, en mi casa, empecé a ver y a vivir cosas que eran injustas […] Tengo una imagen imborrable de lo que era el capitalismo en el campo […] todas esas experiencias me hicieron ver como algo inconcebible un abuso, una injusticia o la simple humillación de otra persona” (Ramonet, 2009: 88). En el testimonio hay un rasgo que se hizo permanente a lo largo de su existencia: fue la experiencia vivida la que le permitió entenderse de un modo diferente a esa clase social en la que se desenvolvía. “Ver” y “vivir” cosas que eran injustas sembraron en él un sentimiento de justicia, de rebelión contra esa forma de vida en la que “el capitalismo en el campo” le mostraba la desigualdad, la injusticia y la explotación de los más humildes. En otros términos: los incipientes planteamientos de igualdad y justicia pueden entenderse en cuanto atisbos de lo que sería su futura preocupación política. En ese sentido, fue la vivencia de la experiencia la que le desarrolló un sentimiento, una sensación, contra esa clase social, pero también una primigenia capacidad de análisis intelectual y político acerca de lo que el capitalismo significaba. Sentimiento y pensamiento configuraron una manera diferente de entender su desarrollo como sujeto en la realidad cubana. Asimismo, esos sentimientos de rechazo a la injusticia, a la desigualdad, a la explotación, se vieron altamente reforzados con su entrada a la Universidad de La Habana. El ingreso a esa institución educativa no sólo le otorgó la posibilidad de cursar una carrera profesional sino que además reforzó sus sentimientos e ideas de libertad y de justicia, pero sobre todo su construcción como sujeto revolucionario. Por esa razón, el activismo político que a partir de entonces ejerció puede entenderse en cuanto proceso nacido de la praxis y como resultado de un ejercicio intelectual constante. Como ha señalado Julio César Guanche, Fidel Castro bebió de las experiencias cubanas anteriores, se formó en “la cultura de política cubana” de la década de 1940, misma que tuvo las fuertes influencias de “la experiencia popular de la república española y el nacionalismo mexicano” (2016). Si además se toma en cuenta su participación en la expedición de República Dominicana, su presencia en El Bogotazo y el propio asalto al Moncada, la opción de la insurgencia armada desde la Sierra Maestra fue consecuencia de un análisis intelectual e histórico sobre la potencialidad política que la guerrilla significaba.

A diferencia de la familia Castro Ruz, los Guevara de la Serna simpatizaron con la causa de la República española y, de hecho, organizaron comités de apoyo. Asimismo, participaban en las tertulias en las que llegaban las noticias de la guerra, de los avances o retrocesos de las tropas franquistas, esos “rebeldes” a quienes los padres de Fidel miraban con aprecio. Otra diferencia que existió entre Guevara y Castro fue el tipo de educación recibida pues en el caso del argentino ésta resultó mucho más ecléctica y tuvo como base el cuidado de Celia de la Serna ya que debido al asma que Ernesto padeció desde muy pequeño le fue imposible asistir de manera regular al colegio (Anderson, 1997: 34). Gran parte de su formación se basó en la lectura de obras literarias clásicas, entre las que destacaban autores franceses pues Celia tenía una predilección especial por ellos. Como Fidel, el Che simpatizó con los humildes de los distintos barrios en los que vivió; en los viajes que realizó por el norte de Argentina y luego por distintos países latinoamericanos convivió con los desposeídos, con trabajadores, perseguidos políticos y linyeras. A decir del maestro Ricardo Piglia, en el Che la marginalidad fue una condición del lenguaje, de un uso particular de éste, “Y son siempre los linyeras aquellos personajes con los que Guevara encuentra un diálogo más fluido y más personal” (Piglia, 2005: 118). En ese aspecto hay también un parecido significativo entre ambos personajes: la experiencia del viaje, de la movilidad y el conocimiento de diversos procesos políticos, tanto al interior de sus países como fuera de éstos, los llevaron a conclusiones similares en cuanto a la estrategia armada como la vía de la liberación.

Sin embargo, en el Che hay, fundamentalmente, un sustrato intelectual, quizá mayor al de Fidel. Si bien ambos accedieron a la Universidad y tuvieron lecturas comunes, así como inquietudes personales y de época que se relacionan con la circulación de las obras tanto en argentina como en diversas partes de Latinoamérica (De Diego, 2014) no es menos cierto que en Guevara se encuentra un intento constante por la sistematización de lo leído.[7] De hecho, las listas y las anotaciones que hizo de las obras leídas permiten observar, por una parte, un método de lectura, una búsqueda por ordenar sus preocupaciones intelectuales; por otra parte, la importancia que para él tenía el ejercicio lector. Desde la adolescencia llevó un registro de las obras que leía, una costumbre que, incluso en las expediciones guerrilleras, no abandonó nunca. A diferencia de Fidel, quien reconoció haberse transformado en revolucionario durante sus estudios universitarios, Guevara no encontró un espacio de participación política en ese periodo. La preparación política del Che estuvo alejada de la acción militante hasta su arribo a Guatemala, pero encontró en la militancia lectora el catalizador de su potencialidad revolucionaria. Es importante anotar que en los dos, aunque en grados distintos, hubo una combinación del estudio y la práctica política. En Fidel resaltó, especialmente, la experiencia política como la generadora de una práctica intelectual profunda; en el Che, la experiencia intelectual derivó en una profunda práctica política. Al conocerse, al intercambiar puntos de vista, al experimentar una simpatía mutua, se reafirmó lo mejor de cada uno y hubo un aprendizaje común.

La expedición del Granma en 1956, el año en el que los cubanos serían “héroes o mártires”, puede entenderse, en efecto, como el fruto de surgido de las experiencias políticas vividas por Fidel, pero igualmente como el resultado de un serio análisis político e intelectual expuesto con amplitud en La historia me absolverá. En el alegato de defensa, Castro no sólo mostró una capacidad de síntesis acerca de los problemas existentes en la Cuba de Batista, además expuso un programa político de cinco leyes revolucionarias que fueron la punta de lanza del alzamiento armado y de los avances económicos y sociales tras la victoria del Ejército Rebelde.[8] De igual modo, el líder del Movimiento 26 de Julio legó un concepto sumamente revelador de una estrategia política de unidad y largo alcance: el pueblo. Me permito citar, in extenso, la idea de pueblo expresada por él:

Entendemos por pueblo, si de lucha se trata, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre […] Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo […] a los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables […] a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros […] a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya […] a los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios […] a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis […] a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores […] ¡Ése es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje! (Castro, 1973: 32-33).

 

De las palabras de Fidel conviene destacar, en primera instancia, la holgura del término “pueblo”. La enunciación era bastante clara –“si de lucha se trata”–, pero además significó una ampliación, y al mismo tiempo, una polémica con la idea tradicional de clase social. Es decir, buscándolo o no, el planteamiento debatía contra la escolástica soviética, tan difundida en América Latina y con alto arraigo en Cuba.[9] De igual forma, resalta la idea del “anhelo” de justicia, de verdad y las “ansias ancestrales” porque, en conjunto, representan una estructura de sentimiento (Williams, 1977) desatada por el sistema que imperaba en la Isla y, al mismo tiempo, contrapuesta a la hegemonía cultural, política y económica representada por Batista. Es decir, la posibilidad de que el pueblo, “que sufre todas las desdichas”, se rebelara contra la tiranía era también una puesta en juego de sentimientos distintos a los que engendraba la situación política y social predominante en esos momentos. La inclusión de distintos sectores sociales, de los obreros a los profesionistas, de los campesinos a los desempleados, mostraba una apuesta por la unidad de fuerzas que, teóricamente, parecerían opuestas. En otros términos: la unidad y la idea de pueblo fueron el resultado de un práctica intelectual que se vio complementada por la práctica política; ambos ejercicios se convirtieron en elementos cualitativos de la estrategia revolucionaria seguida por Fidel. Asimismo, es necesario señalar la importancia otorgada “a la masa irredenta” que se rebela luego de creer “suficientemente” en sí misma, capaz de dar hasta “la última gota de sangre”. La formulación era una manera sencilla de nombrar una toma de conciencia; el pueblo, en ese sentido, era capaz de constituirse como tal, como una fuerza consciente capaz de brindar su vida por la libertad y la justicia.

La expedición del Granma y la formación del Ejército Rebelde fueron frutos de esa toma de “conciencia” llevada a la práctica para derrocar a Batista. La “masa irredenta” quedaba así representada en esa apuesta política. Como parte de ese pueblo, el Che, Fidel y los expedicionarios que partieron hacia Cuba, estuvieron dispuestos a dar hasta “su última de sangre”. En México, luego de algunas delaciones, se descubrió el campamento de entrenamiento guerrillero que derivó en el encarcelamiento de los futuros combatientes. Casi todos los expedicionarios estuvieron presos; Fidel Castro, Calixto García y Ernesto Guevara fueron los últimos en abandonar la prisión luego de 57 días. Poco antes de alcanzar la libertad, el Che escribió una carta a su madre:

En estos días de cárcel y en los anteriores de entrenamiento, me identifiqué totalmente con los compañeros de causa, me acuerdo de una frase que un día me pareció imbécil o por lo menos extraña, referente a la identificación tan total entre todos los miembros de un cuerpo combatiente, que el concepto yo había desaparecido totalmente para dar lugar al concepto nosotros. Era una moral comunista y naturalmente puede parecer una exageración doctrinaria, pero realmente era (y es lindo) poder sentir esa remoción de nosotros (Guevara, 2007a: 162).

 

La “identificación” a la que el Che aludió se basó tanto en la proyección ideológica e intelectual que la expedición representaba como en la convivencia dentro de la cárcel, pero también en los días de entrenamiento. Dicha convivencia generó el paso de un “yo” a una moral del “nosotros”, paso que el Che describió como una “sensación”, como un sentimiento capaz de transformar a los individuos en un solo cuerpo. En otras palabras, su formación como combatiente y sujeto revolucionario se vio reforzada por la sensación de compañerismo y la pertenencia a un nosotros.[10] Un “nosotros” que, además, era incapaz de abandonar a sus integrantes, pese a las condiciones adversas. Al respecto, Guevara rememoró lo siguiente:

Y es que Fidel tuvo algunos gestos que, casi podríamos decir, comprometían su actitud revolucionaria en pro de la amistad. Recuerdo que le expuse específicamente mi caso: un extranjero, ilegal en México, con toda una serie de cargos encima. Le dije que no debía de manera alguna pararse por mí la revolución y que podía dejarme; que yo comprendía la situación y que trataría de ir a pelear desde donde me mandaran y que el único esfuerzo que debería hacerse es que enviaran a un país cercano y no a la Argentina. También recuerdo la respuesta tajante de Fidel: Yo no te abandono. Y así fue, porque hubo que distraer tiempo y dinero preciosos para sacarnos de la cárcel mexicana (Taibo II, 2007: 114).

 

El testimonio del Che es elocuente con respecto al lazo afectivo que, ya para entonces, existía entre él y Castro. Lejos de comprometer su “actitud” revolucionaria, el gesto de Fidel de no abandonar al Che, a pesar de invertir “tiempo y dinero preciosos” por su libertad, no sólo reflejaba el nivel de aprecio e intimidad entre ambos, sino también el peso de esa amistad para el proceso revolucionario. Es decir, no como una traba para la Revolución sino como una necesidad para la misma.

 

Debates

En la famosa entrevista realizada por Jorge Masetti al Che y a Fidel en la Sierra Maestra, conocida luego con el título de Los que luchan y los que lloran, el guerrillero argentino se refirió al cubano de la siguiente manera: “Fidel me impresionó como un hombre extraordinario. Las cosas más imposibles eran las que encaraba y resolvía. Tenía una fe excepcional en que una vez que saliese hacia Cuba, iba a llegar. Que una vez llegado, iba a pelear. Y que peleando, iba a ganar. Compartí su optimismo. Había que hacer, que luchar, que concretar. Que dejar de llorar y pelear” (Masetti, 1969: 36). La mutua simpatía pasaba por la “fe” y la “creencia” en la fuerza del pueblo, en la generación de un horizonte de posibilidad, como lo ha llamado Fernando Lizárraga (2006). Años más tarde, en La guerra de guerrillas, Guevara se refería a dicha situación pues la guerrilla era capaz de crear sus posibilidades de triunfo, es decir las condiciones para la Revolución (1960). Éstas  representaron un horizonte de posibilidades y, por lo tanto, una perspectiva de futuro en la que los combatientes –y el resto del pueblo tras el triunfo armado– iban poco a poco transformándose.

Aunque existió una identificación en la estrategia política general entre Castro y Guevara, hubo también algunas diferencias que se hicieron presentes en la Sierra Maestra. Si bien, como señalaron Pedro Vuskovic y Belarmino Elgueta (1978), ambos se formaron en “la escuela del hacer”, no es menos cierto que ésta les abrió perspectivas distintas dentro del mismo proyecto revolucionario. Por ejemplo, en aras de la unidad de todas las fuerzas políticas contrarias al gobierno de Batista, establecida ampliamente como directriz desde La historia me absolverá, Fidel firmó el manifiesto de julio de 1957. Tal documento era, desde la visión del Che, necesario pero “no estábamos de acuerdo” (2009:117). Para Guevara, el resto de los firmantes –Felipe Pazos y Raúl Chibás– no eran más que “vedettes”, “cavernícolas” políticos que no estaban dispuestos a dar una lucha frontal contra el batistato, además pretendían erigirse como los “representantes” y futuros líderes de la Revolución. Para colmo, buscaban moderar uno de los pilares que, por la vía de los hechos, se implementaba ya en Sierra Maestra: la Reforma Agraria. Según Guevara, “Fidel había tratado de influir para hacer más explicitas algunas declaraciones sobre la Reforma Agraria. Sin embargo, fue difícil romper el monolítico frente de los dos cavernícolas” (2009:119). Pese a ello, el acuerdo tenía que darse en ese momento ante la incapacidad de que el Ejército Rebelde estableciera su voluntad “desde la Sierra Maestra”. En las palabras del Che había una acritud sincera, para él aquellos políticos no tenían un peso moral importante; en cambio, para Fidel resultaba vital conservar la unidad contra la dictadura de Batista. Aunque el Che mostró respeto por la decisión final, su desacuerdo fue evidente. Pero quizá la polémica más aguda de la que se hizo partícipe fue la suscitada con las fuerzas del “Llano” como se conoció a la otra parte del movimiento 26 de julio y un cúmulo de organizaciones que operaban en la lucha urbana clandestina. A decir de Paco Ignacio Taibo II, Guevara “tendía a subvalorar el papel que la lucha urbana había tenido y seguía teniendo en el proceso revolucionario […] y al negar el proceso político que había cercado a la dictadura, veía a la guerrilla como un proceso autónomo y no como la vanguardia de una amplia disidencia popular de la que se alimentaba y a la que alimentaba” (2007: 200). La valoración del escritor mexicano muestra en efecto, un punto de disputa política, de visión acerca de la estrategia a seguir. Desde luego, Castro priorizó la actividad guerrillera, el avance militar que se desarrollaba en la Sierra, pero sin descuidar la consolidación del movimiento en el Llano. El Che, por su parte, consideraba que el Ejército Rebelde se había ganado, por derecho propio, la capacidad de dirección necesaria en la pelea contra la dictadura de Batista. Sin embargo, en los dos casos señalados, el desacuerdo principal de Guevara con las otras fuerzas políticas era ideológico. El proyecto político que él principalmente impulsaba era ya una muestra de la radicalidad socialista como la vía a seguir desde “el hacer”.[11] La diferencia con Fidel no estribó tanto en esa clave, sino sobre todo en el ritmo y los momentos de definición ideológica del movimiento. De hecho, como anota Jorge Masetti, de la mano del Che el Ejército Rebelde implementaba la Reforma Agraria en la Sierra Maestra, además contaba con escuelas, hospitales, talleres, una radio y un periódico que si bien eran parte del carácter “nacionalista revolucionario” tenían una impronta de mayor alcance y marcaban, en buena medida, el devenir del proyecto socialista defendido por Guevara. El Che definió de la siguiente manera dicho proceso:

Mucho de lo que estamos haciendo ni lo habíamos soñado. Podría decirse que nos hemos formado revolucionarios en la revolución. Vinimos a voltear a un tirano, pero nos encontramos que esta enorme zona campesina, en donde se va prolongando nuestra lucha, es la más necesitada de liberación de toda Cuba. Y sin atenernos a dogmas y a una ortodoxia inflexible y prefijada, le hemos brindado no el apoyo neutro y declamatorio de muchas revoluciones, sino una ayuda efectiva (Masetti, 1969: 59).

 

Hay un par de aspectos destacables de las afirmaciones realizadas por el guerrillero argentino. En primer lugar, el hecho de concebirse revolucionario a través de la práctica misma. Desde ese punto de vista, la lucha era el catalizador de la transformación en las condiciones de vida de los campesinos. En segundo lugar, la idea de que había flexibilidad en la estrategia política seguida por la dirección política del proceso. Es decir, no es que no se conocieran fundamentos teóricos, intelectuales y políticos sino que éstos eran obsoletos si, por un lado, no se llevaban a la acción y, por otro, sólo eran aplicados con rigidez, bajo dogmas “prefijados” y por lo tanto inamovibles.

Fidel y el Che en Sierra Maestra.
Imagen 2. Fidel y el Che en Sierra Maestra.
http://www.milenio.com, consultado el 1-08-2017.

Tanto Fidel como el Che, siempre desde la “escuela del hacer”, escribieron sus experiencias durante la guerrilla. Castro lo hizo mucho tiempo después, luego de haber dejado los cargos políticos del gobierno cubano en el año 2006. Las únicas obras escritas, además de las columnas de opinión que llamó Reflexiones, fueron La victoria estratégica y La contraofensiva estratégica, ambas de 2010. En cambio, Guevara realizó ese ejercicio de escritura muy cercanamente al triunfo, en La guerra de guerrillas (1960) y Los pasajes de la guerra revolucionaria (1963). Aunque los cuatro textos fueron concebidos como un análisis de la guerra, el crecimiento de la guerrilla y la victoria de “los barbudos”, las preocupaciones y, por lo tanto las perspectivas, resultaron diferentes. Al respecto, sería muy sencillo argüir un estilo distinto en la escritura, el punto de vista desde el que cada uno vivió la experiencia o, incluso, el tiempo transcurrido entre lo vivido y lo escrito. Sin embargo, hay una diferencia más profunda: mientras Fidel centró su análisis mayoritariamente en los aspectos prácticos de la guerra, en la estrategia militar y en los pormenores bélicos, el Che describió, sobre todo, el componente subjetivo de los acontecimientos, especialmente en Los pasajes. Desde luego, era inevitable que en uno y otro caso, por los distintos momentos relatados, ambos elementos se hicieran presentes.

La victoria estratégica y La contraofensiva estratégica de Castro pueden leerse como un diálogo con La guerra de guerrillas del Che. Los tres textos se abocan al análisis de los avatares militares, pero en el caso de Fidel hay un énfasis en el tema del desarrollo bélico como tal. Se trata de una descripción cuya finalidad era mostrar la capacidad y el poderío de las tropas batistianas. Castro realizó un balance general de los operativos militares de Batista, así como de las respuestas del Ejército Rebelde. El siguiente pasaje, en el que describió la situación del enfrentamiento en la Sierra Maestra luego del fracaso de la huelga de abril de 1958, es una muestra del tenor global de su testimonio:

La tiranía consideró llegado el momento psicológico oportuno para dar la batida final en las montañas de Oriente. Partían del supuesto de que el fracaso de las acciones relacionadas con la huelga habría creado un ambiente derrotista y la desmoralización en las filas rebeldes. No conocían el temple de nuestro pequeño ejército ni el hábito de renacer de sus cenizas […] El 25 de ese mes –marzo de 1958– se ordenó el alistamiento de otros 4 000 ciudadanos como soldados de la Reserva Militar […] El alto mando tomó la decisión de incorporar a las fuerzas de la zona de operaciones, con vistas a la proyectada ofensiva, nuevos contingentes procedentes de distintos mandos militares, cuya participación no habías sido contemplada en un inicio. Así entraron a formar parte de la planificación cinco nuevas compañías de la División de Infantería, una del Regimiento de Artillería, dos del Cuerpo de Ingenieros, dos de la Fuerza Aérea del Ejército, una de la Escuela de Cadetes y nueve de los regimientos de la Guardia Rural, para un total de veinte unidades […] El 25 de mayo, primer día de la ofensiva, el enemigo contaba ya con no menos de 7 000 hombres disponibles para la ejecución directa del plan de operaciones, y llegó a movilizar, en total, alrededor de 10 000 hombres (Castro, 2010a).

 

Las palabras de Fidel son sumamente esclarecedoras de la preocupación primordial que lo guiaba durante las batallas de Sierra Maestra. Por un lado, la cantidad de efectivos batistianos que combatían a los guerrilleros; por otro, la necesidad de conocer, con el mayor detalle posible, las fuerzas y los movimientos del enemigo; finalmente, el modo en que narra la combinación de la derrota huelguística, la ofensiva de Batista y el “hábito” de los rebeldes ante la adversidad. Por supuesto, aunque existió un componente subjetivo acerca de la moral de los combatientes guerrilleros, lo que privó fue la descripción acuciosa de cuestiones objetivas y prácticas, es decir, cuántos efectivos batistianos eran partícipes de la ofensiva contra el Ejército Rebelde, sus movimientos y posibles flancos de ataque, el tipo de destacamentos, las armas con las que contaban. Por lo tanto, la narración de Castro se centró en temas prácticos, alrededor de los acontecimientos más pragmáticos de la guerra. Incluso en el segundo libro, La contraofensiva estratégica, en el que narró la parte final de su presencia en la Sierra Maestra, el peso fundamental lo puso en las acciones seguidas por el Ejército Rebelde. Gran parte del texto se basa en las comparecencias del mismo Castro en Radio Rebelde así como en los partes, comunicados y manifiestos que informaban sobre “las acciones bélicas en los diversos frentes de guerra” (2010b). Quizá por esas razones los textos de Fidel alcanzan, como en el caso del Che, un tono épico, de heroicidad y valor frente a las condiciones más adversas.

La guerra de guerrillas fue, como describió el propio Guevara, el primer intento de análisis en el que se buscó sintetizar las experiencias en la Sierra Maestra “porque son el producto de la vida misma” (1960: 5). Si bien el texto era un balance de la vida guerrillera y, por ello, necesariamente tocó temas referentes al abastecimiento de las armas y el desarrollo de la guerra, centró su análisis en los combatientes. Definió al combatiente guerrillero como “un reformador social, que empuña las armas respondiendo a la protesta airada del pueblo contra sus opresores y que lucha por cambiar el régimen social que mantiene a todos sus hermanos desarmados en el oprobio y la miseria” (Guevara, 1960:16). Según el Che, el guerrillero estaba dispuesto a dar su vida pero “no por defender un ideal sino por convertirlo en realidad”; desde su perspectiva, el guerrillero debía tener “una actitud” de lucha, pero sobre todo estar convencido de que a la fortaleza del pueblo nadie la puede vencer y “Quien no sienta esa verdad indubitable no puede ser guerrillero” (1960: 24). De sus apreciaciones resalta, en primer lugar, el énfasis en el carácter subjetivo que percibía en los combatientes: eran seres humanos capaces de brindar su vida por hacer realidad un ideal. El guerrillero era, además de un “reformador social”, un ser “sensible” y con una “actitud” de pelea; todos esos elementos recaían en un proceso subjetivo, de formación de conciencia desatado por el combate a la injusticia y la desigualdad social.

Los pasajes de la guerra revolucionaria, que Guevara comenzó a escribir en 1961, son todavía más reveladores del aspecto subjetivo de los combatientes. Aunque narra enfrentamientos y momentos políticos clave de la lucha en la sierra, el Che puso especial atención a sus emociones y a las que creía descubrir en sus compañeros. Por ejemplo, al contar cómo tuvo que dar improvisadas consultas médicas a los guajiros de la sierra quienes, en su mayoría, nunca habían visto a un médico, se hermanaba con las mujeres que tenían “ese agotamiento” continuo generado por las horas de trabajo y la mala alimentación. En sus palabras “las gentes de la sierra brotan silvestres y sin cuidado y se desgastan rápidamente, en un trajín sin recompensa. Allí, en aquellos trabajos, empezaba a hacerse carne en nosotros la conciencia de la necesidad de un cambio definitivo en la vida del pueblo. La idea de la reforma agraria se hizo nítida y la comunión con el pueblo dejó de ser teoría para convertirse en una parte definitiva de nuestro ser” (Guevara, 2009: 80). La identificación con los guajiros partía de un ideal que en los hechos se aplicaba: la Reforma Agraria. Había, de igual manera, una comunión, un “hacerse carne” con los campesinos, una empatía que pasaba de la “teoría” para formar parte de “nuestro ser”. En otro momento, con el mismo tono y ritmo narrativo, el Che narró el combate del Uvero en el que resultó mortalmente herido el guerrillero Cilleros y describió así la escena:

Su estado era gravísimo y apenas si me fue posible darle algún calmante y ceñirle apretadamente el tórax para que respirara mejor […] me saludó con una sonrisa triste que podía decir más que todas las palabras en ese momento y que expresaba su convicción de que todo había acabado. Lo sabía también y estuve tentado en aquel momento de depositar en su frente un beso de despedida pero, en mí más que en nadie, significaba la sentencia de muerte para el compañero y el deber me indicaba que no debía amargar más sus últimos momentos con la confirmación de lo que él ya tenía casi absoluta certeza (Guevara, 2009: 100).

 

Lo que el Che describía, más que episodios de la guerra, eran las sensaciones que ésta despertaba en los guerrilleros y en él mismo. La “tentación” de besar en la frente al herido era una manera de expresar, por un lado, el reconocimiento al compañero, una expresión de dolor y de cariño, pero asimismo una angustia por la impotencia ante la “sentencia” de muerte. En ese sentido, como ha señalado Graziella Pogolotti (1968), Guevara puso atención en las debilidades, las contradicciones, el dolor, para relatar la guerra mediante una “incontenible ternura”.

El aspecto práctico y el componente subjetivo pueden pensarse como un complemento necesario en la construcción del socialismo cubano. No obstante, la idea de complementariedad refleja, al mismo tiempo, una diferencia entre Fidel y el Che con respecto al énfasis en uno y otro elemento. Quizá no exista mejor ejemplo de tal diferencia que la polémica cultural en la que ambos estuvieron inmersos, durante los primeros años del proceso revolucionario. Al respecto conviene señalar, como lo expresó Fernando Martínez Heredia (2010), que los dos “pusieron definitivamente al marxismo en español, inspiraron la formación de una nueva vertiente marxista latinoamericana”. Aunque la polémica cultural se desarrolló en torno al papel y el lugar de los intelectuales y artistas en el proceso revolucionario, lo que reflejó sobre todo era una concepción integral del marxismo y el socialismo en Cuba. A decir de Graziella Pogolotti (2006), en esos primeros años se discutió el camino y el lugar de los intelectuales en la Revolución cubana; era, en otras palabras, un debate sobre las perspectivas del marxismo en el naciente proceso socialista. La apreciación de la ensayista cubana es de una gran valía pues muestra cómo la propia dirigencia revolucionaria se vio involucrada en el debate cultural. Este hecho, asimismo, habla del carácter plural del proceso y de la posibilidad real de discusión que hubo en esos años; muestra al socialismo como un amplio proceso de construcción, alejado de lo monolítico, de la univocidad y el dogmatismo.

Palabras a los intelectuales, el emblemático discurso de Fidel pronunciado en junio de 1961, fue un ejemplo esclarecedor de la visión que privó en él. Desde luego, se convirtió en un referente y en un punto de partida que, grosso modo, puso directrices para la política cultural de la Revolución. El problema central que se trató en el marco de las reuniones efectuadas en la Biblioteca Nacional con los intelectuales de la Isla, cuyo cierre fue el discurso de Castro, era el de la “libertad para la creación artística” (1961).[12] La Revolución, según Fidel, había tenido que resolver muchos problemas a los que otras revoluciones no se enfrentaron, “es decir, que nos hemos improvisado bastante”. Para situarse dentro del debate, el dirigente revolucionario formuló que pese a la obra que el proceso revolucionario significaba “nosotros no nos creemos teóricos de las revoluciones ni intelectuales de las revoluciones”. El reparo resultó significativo porque el público en su mayoría estaba compuesto, precisamente, por intelectuales. Había una suerte de desmarque entre el hecho político concreto que la Revolución encarnaba y los “teóricos” y los “intelectuales” que la pensaban, como si el ser dirigente revolucionario representara sólo el primer aspecto. A pesar de ello, señaló que las discusiones con los intelectuales eran parte de un “aprendizaje” necesario, que la dirigencia política estaba menos para “enseñar” que para aprender. No obstante, era necesario aclarar que si alguna preocupación tenía que existir para todos –intelectuales, artistas y dirigencia política–, era la de la propia Revolución, es decir, la de su permanencia, desarrollo y consolidación. Dado que Cuba se encontraba en un asedio constante, bajo los sabotajes terroristas y económicos desatados desde la potencia del norte, el objetivo primordial de todos los cubanos tenía que ser la subsistencia del proyecto revolucionario. Desde su perspectiva sólo aquellos artistas e intelectuales que no fueran revolucionarios, aunque fuesen creadores honestos y convencidos de los múltiples cambios surgidos desde el primer día de 1959, tenían la preocupación de la “libertad de creación”. Para Fidel, ser revolucionario significaba, ante todo, “una actitud ante la vida” y el creador “más revolucionario” era aquel que incluso “estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución”. Si bien la Revolución era fruto de “una actitud”, no era menos real el hecho de que ponía como objetivo central la supervivencia del proyecto; es decir, más allá de la caracterización de la labor artística e intelectual, en términos prácticos la Revolución estaba por encima de todo, incluso de la “propia vocación artística”. Al revolucionario lo que más debía importarle era “el pueblo”, “En el pueblo hay que pensar primero que en nosotros mismos. Y esa es la única actitud que puede definirse como una actitud verdaderamente revolucionaria”. Por supuesto, había un debate abierto sobre la labor del intelectual y el artista en el proceso de construcción socialista, pero éste partía del “derecho” de la Revolución a existir. Castro lo formuló de la siguiente forma: “Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución ningún derecho”. El debate que no quedó zanjado partía de una formulación de tal estilo porque no lograba establecer cómo se podía atentar contra el proceso desde una obra artística; no había parámetros para determinar qué obra pensaba “primero en el pueblo” y qué obra resultaba contraria a éste. Existía, en ese sentido, una suerte de supeditación de la labor artística e intelectual a los “intereses revolucionarios” que, dada la ambigüedad del planteamiento, tampoco se definían; sólo se señalaba que ciertas instituciones culturales medirían todas las obras, como “un derecho del Gobierno Revolucionario”. Fidel expresó que cada cual podía escribir lo que quisiera, “Y si lo que escribe no sirve, allá él; si lo que pinta no sirve, allá él […] Nosotros apreciaremos su creación siempre a través del prisma y del cristal revolucionario […]”. El punto del debate estribaba en la concepción del arte y la cultura, desde la óptica de Fidel como parte de la dirigencia revolucionaria, en función de la “utilidad”, del servicio a la Revolución, lo que reducía a la creación artística y cultural sólo a términos políticos e ideológicos. Inmerso en lo que sería un debate de gran calado, que se convirtió también en un debate de época en el campo intelectual latinoamericano (Gilman, 2003) Palabras a los intelectuales fue el punto de arranque para intentar delinear la política cultural que la Revolución cubana seguiría por lo menos durante una década.[13]

Aunque Fidel y el Che tuvieron en común una labor de convencimiento y discusión constante con la población a través de los discursos y las comparecencias a centros de trabajo, fue el primero quien más se distinguió por ello hasta que por razones de salud abandonó el cargo de primer ministro en 2006.[14] Guevara, en cambio, se caracterizó por abordar gran parte de los debates a través de la palabra escrita. En ese sentido, El socialismo y el hombre en Cuba, publicado en Marcha en marzo de 1965, representó el mejor ejemplo de la capacidad de síntesis, el espíritu de polémica y una toma de posición en el campo intelectual cubano y latinoamericano.[15] Como en el caso de Fidel, Guevara abordó la problemática del intelectual en la Revolución, y como aquel buscó definir la labor de éste en el proceso socialista. Pero a diferencia de Castro, el Che no tomaba distancia del quehacer intelectual, antes bien caracterizó a los dirigentes revolucionarios como pensadores. En una carta fechada el 12 de abril de 1960, le escribió a Ernesto Sábato que a través de sus palabras buscaba demostrar “ante un pensador, que somos también eso que no somos: pensadores” (Guevara, 1977a: 380). En ese sentido, la Revolución tomaba una significación no sólo práctica, sino nacida del ejercicio del pensar, es decir, con un fuerte sustrato intelectual. Por eso, cuando en El socialismo y el hombre en Cuba mencionó como uno de los errores del proceso revolucionario la carencia de la suficiente “audacia intelectual” estaba, por un lado, reconociéndose como pensador en la edificación del socialismo y, por otro, haciendo una crítica al campo intelectual cubano en su conjunto. Si para Castro los auténticos intelectuales eran los que pensaban en el pueblo, para el Che éstos eran aquellos que ponían su actividad creadora en aras de la “liberación total del hombre” que era el objetivo central del socialismo. A diferencia del planteamiento de Castro, quien puso el acento de su discurso en la defensa de la Revolución como finalidad, el Che concebía el papel del intelectual libre del “pecado original” para terminar con la enajenación capitalista. Es decir, la audacia intelectual capaz de contribuir a la liberación del ser humano, valiosa “dentro” del proceso socialista. Guevara, como Fidel, deslizó críticas a los intelectuales pero no sólo a quienes no eran “auténticamente revolucionarios”, también lo hizo para aquellos que se consideraban a sí mismos “revolucionarios”. Para el Che no bastaba una toma de postura con el proceso, “dentro” de éste, si no existía al mismo tiempo la suficiente audacia intelectual para cuestionar la simplificación “que es lo que entienden los funcionarios”. Por esa razón, el Estado cubano, la Revolución, no podía crear “asalariados dóciles al pensamiento oficial”. Si Fidel pidió a los artistas e intelectuales desarrollar al máximo sus capacidades y ponerlas “en favor” del arte y la cultura, “en función de la Revolución”, el Che ponía el énfasis en la contribución del arte, la cultura y el pensamiento social como catalizadores de conciencia; por ello señaló que “No se trata de cuántos kilogramos de carne se come o de cuántas veces por año pueda ir alguien a pasearse en la playa, ni de cuántas bellezas que vienen del exterior puedan comprarse con los salarios actuales. Se trata, precisamente, de que el individuo se sienta más pleno, con mucha más riqueza interior y con mucha más responsabilidad” (Guevara, 1977b: 269). En ese sentido, más allá de las condiciones prácticas y materiales que permitieran tanto la permanencia del socialismo como su desarrollo al máximo, Guevara colocó en el centro de la Revolución la creación de una nueva subjetividad en el individuo, la generación de una conciencia capaz de crear al “hombre nuevo”. Dicha conciencia sería, a su vez, el pilar que haría posible la permanencia y el desarrollo del proyecto socialista cubano. Es decir, más que el sistema como potenciador de las mejores capacidades del ser humano, era el ser humano, más pleno, más completo, el que podía potenciar y fortalecer la nueva sociedad revolucionaria.

 

Fidel en las palabras del Che

La admiración y el respeto que Guevara sentía por Fidel Castro fueron siempre manifestados. Poco antes embarcarse en el Granma, el Che escribió un poema dedicado al líder cubano. Más allá del valor literario de éste, refrendaba su compromiso con Cuba, Fidel y el futuro a través del vínculo amistoso. Para Guevara, Fidel era el “ardiente profeta de la aurora” y con él sellaba su destino contra la “fiera”, a pesar de que en el camino pudiera interponerse “el hierro” (Rothschuh, 60: 1984). Desde su perspectiva, Castro no sólo tenía capacidades excepcionales de dirigente sino que, además, era un maestro en la comunicación con el pueblo; era capaz de desatar un “diálogo de intensidad creciente hasta alcanzar el clímax en un final abrupto, coronado por nuestro grito de lucha y de victoria” (Guevara, 1977b: 256). A decir del Che, el bautizo de fuego que tuvieron luego de desembarcar del Granma pudo ser revertido gracias a las virtudes del líder cubano, “Unos quince hombres destruidos físicamente y hasta moralmente, nos juntamos y sólo pudimos seguir adelante por la enorme confianza que tuvo en esos momentos decisivos Fidel Castro, por su recia figura de caudillo revolucionario y su fe inquebrantable en el pueblo” (Guevara, 1977c: 11). El Che resaltó la estampa “recia” y la confianza de Fidel en el proyecto guerrillero, así como su “fe inquebrantable” en lo que la insurrección armada representaba. Fernando Martínez Heredia ha señalado estas cualidades como aportes que “brindan un caudal de enseñanzas, tanto para el individuo como para las luchas políticas y sociales”. Desde el punto de vista del filósofo cubano, Fidel tenía las siguientes características “nunca se quedó conviviendo con la derrota, sino que peleó sin cesar contra ella […] la determinación de mantener la lucha en todas las situaciones […] ser más decidido, más consciente y organizado, y más agresivo, que los enemigos” (Martínez Heredia, 2017). El análisis realizado por Martínez Heredia empató con el que Che hizo del “ardiente profeta de la aurora” cuando se refería a su ejemplo, su fortaleza y su importancia para Cuba y Latinoamérica. Pero tal vez no exista un testimonio más elocuente de todo lo que Fidel Castro representó para Guevara que la carta de despedida que escribió en 1965. En ella, en la que predomina un tono nostálgico, se refirió a él en los siguientes términos:

Mi única falta de gravedad es no haber confiado más en ti desde los primeros momentos de la Sierra Maestra y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor y de revolucionario. He vivido días magníficos y sentí a tu lado el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes de la crisis del Caribe. Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días, me enorgullezco también de haberte seguido sin vacilaciones, identificado con tu manera de pensar y de ver y apreciar los peligros y los principios […] Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y especialmente para ti. Que te doy las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo y que trataré de ser fiel hasta las últimas consecuencias de mis actos […] Te abraza con todo fervor revolucionario CHE (Guevara, 1977d: 394-395).

 

Las palabras del Che son significativas, no sólo por toda la carga emocional que se percibe en ellas, sino también por el reconocimiento de las diferencias entre uno y otro sin que ello implicara desgaste en la identificación mutua. Guevara reiteraba ese elemento sensorial, sentimental, que Fidel logró despertarle, pero además hacía énfasis en una autocrítica “por no haber comprendido” rápidamente sus virtudes. Los días “luminosos y tristes” de la crisis de los misiles hicieron posible una compenetración con el pueblo cubano y, especialmente, con el “estadista” que como ningún otro en el mundo “brillo más alto”. Como en aquel poema de juventud, que por pudor literario nunca quiso publicar, mostraba total lealtad a la personalidad de Fidel. El Che se llenaba de “orgullo” por haberlo seguido sin vacilaciones, pero sobre todo por la afinidad de pensamiento, de acción y en “los principios” que los guiaron. Por eso, más allá de un guiño retórico, la declaración de que su “último pensamiento” en la “hora definitiva” sería para Fidel, era una muestra de la profunda conexión entre ellos. Como ha expresado Daniel Vittar (2016), en esa frase se “transmitía mucho más de lo que las palabras decían”. La carta de despedida es un documento de gran valía porque permite observar una cualidad presente tanto en Guevara como en Castro: el calor “del contacto humano” (Guevara, 1977e:13). Para decirlo a la manera de Roberto Massari, la carta es un texto guiado por “las referencias al mundo de los afectos” (2004: 334).

El Che Guevara y Fidel Castro fueron muy reservados en cuanto a la manifestación de sus emociones, especialmente en público, pero no es menos verdadero el hecho de que en cada referencia, en cada mención pública que cada uno hizo del otro, estaba presente el cariño sincero que tejieron desde el lejano día de julio de 1955. Nadie puede saber a ciencia cierta si el Che pensó en Fidel en el último momento de su vida aquel 9 de octubre de 1967; fiel a su palabra es altamente probable que sí y que en aquella escuelita de La Higuera, en plena selva boliviana, recordara todo lo que juntos vivieron y lo que juntos construyeron y soñaron desde los años difíciles de Sierra Maestra.

 

El Che en las palabras de Fidel

“He soñado que estoy hablando con él, que está vivo; una cosa muy especial”, con esas palabras Fidel se refirió al Che en una entrevista realizada por Gianni Miná (1987). Para el líder cubano, tan reacio a dar muestras de su afecto, la declaración era un reflejo de lo que Guevara significó en su vida: “una presencia siempre permanente en todo”. Para Castro, la carta de despedida que el Che le escribió fue “el ejemplo de todo el sentimiento, de toda la sensibilidad, de toda la pureza que puede encerrar el alma de un revolucionario” (1965). Si Guevara hizo notar el poder de seducción que Fidel ejercía con el habla, éste destacaba la palabra escrita de aquél como capaz de mostrar la sensibilidad, el sentimiento, el alma del revolucionario. A decir del cubano, el Che “escribía muy bien, redactaba muy bien, de una forma realista y expresiva, digamos un Hemingway escribiendo, la palabra precisa, exacta” (Betto, 1988: 372). Aunque la comparación con el escritor norteamericano resultaba un tanto exagerada, la afirmación era una prueba de la admiración y las sensaciones que la escritura del argentino le despertaban. Al leer el diario de Bolivia, afirmó que “yo podía, a través del diario, percibir cada uno de sus estados de ánimo, cada cosa, de tan bien que lo conocía” (Miná, 1987: 335). El lazo de amistad era tan fuerte, tan sincero, que a través de las letras del Che, Fidel lograba “percibir”, es decir, sentir los estados de ánimo, “de tan bien que lo conocía”. Castro reconoció en no pocas ocasiones la audacia, la valentía y el arrojo del guerrillero argentino, pero además señaló la importancia que éste tenía para el proyecto revolucionario de Cuba. Cuando Guevara fue puesto al frente de la escuela militar, en la que sería una de las etapas de la insurrección armada, Camilo Cienfuegos le escribió “tú has desempeñado papel principal en esta contienda, si te necesitamos en esta etapa insurreccional más te necesita Cuba cuando la guerra termine por lo tanto hace bien el gigante en cuidarte” (Taibo II, 2007: 211). La carta de Camilo, además de ser una testimonio del fuerte vínculo afectivo que existió entre ellos, representaba cuánto valoraba Fidel al Che; no sólo por el futuro inmediato luego de terminada la gesta guerrillera, sino sobre todo por preservar su vida. A decir de Castro, el argentino “no habría salido vivo de esa guerra si no se ejerce ese control sobre su audacia y su disposición temeraria” (Ramonet, 2009: 203). Esa misma preocupación estuvo presente cuando el Che se dispuso a realizar todo los preparativos necesarios para la que, sin saberlo, sería su última misión militar. Durante su breve estancia en Praga, recibió una carta de Fidel que, como ha señalado Aleida March (2007), confirmó la “unión entrañable” entre ambos “a contra pelo de calumnias y mentiras”. El Che no tenía la intención de volver a Cuba luego de que su carta de despedida fue leída públicamente y buscaba resolver todos los pormenores sobre la incursión en Bolivia desde lejos, por eso Fidel le insistía sobre la necesidad de preparar, en las condiciones más óptimas, la expedición guerrillera:

No media ninguna cuestión de principios, de honor o de moral revolucionaria que te impida hacer un uso eficaz y cabal de las facilidades con que realmente puedes contar para cumplir tus objetivos. Hacer uso de las ventajas que objetivamente significan poder entrar y salir de aquí, coordinar, planear, seleccionar y entrenar cuadros y hacer desde aquí lo que con tanto trabajo solo deficientemente puedes realizar desde ahí u otro punto similar, no significa ningún fraude, ninguna mentira, ningún engaño al pueblo cubano o al mundo […] Espero no te produzcan fastidio estas líneas. Sé que si las analizas serenamente me darás la razón con la honestidad que te caracteriza. Pero aunque tomes otra decisión absolutamente distinta, no me sentiré por eso defraudado. Te las escribo con entrañable afecto […] y al hecho de que puedes ver las cosas de otra forma no variará un ápice esos sentimientos ni entibiará lo más mínimo nuestra cooperación (March, 2011: 152).

 

Una carta escrita desde “el entrañable afecto” que mostraba las diferencias tácticas existentes entre ambos; pese a éstas, no hubo nada capaz de hacer que “esos sentimientos” cambiaran. El día en que “Ramón” –el sobrenombre que el Che uso para entrar a Bolivia– partió definitivamente de Cuba, apenas se abrazó con Fidel porque no eran “hombres de gran efusión. Él no lo era, yo no lo soy; pero sí sentimos las cosas fuertemente” (Miná, 1987: 347). En la confesión se percibe una paradoja: los dos sentían “fuertemente”, pero ocultaban su “gran efusión”. Había en ellos, por lo menos desde sus testimonios, una contención personal entre uno y otro siempre que se tenían frente a frente. Esa reserva no impidió que Fidel, en la ceremonia del 18 de octubre de 1967 cuando ya se había confirmado el asesinato de Guevara, se expresara en los siguientes términos:

Si queremos expresar cómo aspiramos que sean nuestros combatientes revolucionarios, nuestros militantes, nuestros hombres, debeos decir sin vacilación de ninguna índole: ¡que sean como el Che! Si queremos expresar cómo queremos que sean los hombres de futuras generaciones, debemos decir: ¡que sean como el Che! […] Si queremos un modelo de hombre, un modelo de hombre que no pertenece a este tiempo, un  modelo de hombre que pertenece al futuro, ¡de corazón digo que ese modelo sin una mancha en su conducta, sin una sola mancha en su actitud, sin una sola mancha en su actuación, ese modelo es el Che! (Castro, 1967).

 

Lo que el Che proyectó a través de las letras, Fidel lo hizo mediante la palabra hablada. La “gran efusión” ya no se contuvo y proclamó al rosarino viajero, luego médico, guerrillero, ministro revolucionario, como el “modelo” para las futuras generaciones. Es difícil saber qué pensó Fidel en los últimos instantes de su vida bajo el cielo Cubano aquel 26 de noviembre de 2016, pero quizá, por la amistad, por la historia, por la Sierra Maestra, recordó al Che.

Che y Fidel.
Imagen 3. Che y Fidel.
https://latinta.com.ar/, consultado el 31-08-2017]

 

Consideraciones finales

Néstor Kohan señaló que la presencia de la “subjetividad” en la política constituye un elemento fundamental para comprender el desarrollo de un proyecto, de una trayectoria y la construcción de una alternativa al capitalismo. Para el filósofo argentino, la acción política parte del rechazo al “moral del orden existente”, conformado por el “amor a los oprimidos” y el odio a “todos los dominadores de la historia”. Es decir, de una capacidad política construida a través de sensaciones, de sentimientos. Por eso, en sus palabras:

No se hace política revolucionaria sólo con argumentos escritos o con teorías. Eso es innegable. También juegan los afectos, las sensaciones, la imaginación, las fantasías, la confianza personal en los compañeros y compañeras, los compromisos y valores vividos en carne y hueso y la estructura de sentimientos construida hasta en el rincón más íntimo de cada subjetividad por la hegemonía de la revolución (Kohan, 2013: 25).

 

Fidel y el Che, cada uno con sus características, con las diferencias en la táctica revolucionaria, con sus pesares y preocupaciones, pusieron en juego los afectos, la imaginación y la creatividad en la construcción de su amistad y del socialismo cubano. Su entrañable relación es un ejemplo de que la política no es “el arte de lo posible”, sino una apuesta por lo imposible construida con una fuerte dosis de trabajo intelectual desde la escuela del hacer; con una fe inquebrantable en las mejores cualidades del ser humano. Fidel Castro Ruz se definió a sí mismo como un “soldado de las ideas”; con esa perspectiva guerrera defendió el planteamiento de que un mundo mejor era posible, de que el socialismo no era solamente una utopía inalcanzable, sino una posibilidad palpable. Ernesto Guevara de la Serna, el “poeta fracasado” como se presentó ante su apreciado León Felipe, concibió la Revolución como un proceso no solamente político, sino también artístico, cultural, intelectual y espiritual. En esa apuesta guerrera e intelectual, Fidel, ese hombre de “tozuda voluntad y anticuado sentido del honor” como lo llamó Eduardo Galeano, apostó por “una Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes”. El Che, que como escribió también Galeano “decía lo que pensaba y hacía lo que decía”, consideró a la conciencia como el motor capaz de generar al hombre nuevo y, con esa idea, puso la vida por delante. Ambos dejaron un legado que se hace imprescindible analizar en estas horas de Nuestra América. Ambos, a través de su lazo afectivo, de su amistad inquebrantable y de un profundo respeto a sus ideas, demostraron que la Revolución es también una potencialidad política basada en estructuras del sentir capaces de movilizar y generar alternativas ante la cultura hegemónica. Es decir, la construcción de un proceso revolucionario se “vive”, se “piensa” y se “siente” (Williams, 1977: 155).

 

Notas:

[1] Licenciado y Maestro en Estudios Latinoamericanos. Candidato a Doctor por el Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Profesor en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Miembro del proyecto “El ensayo en Diálogo Hacia una lectura del ensayo” auspiciado por el CONACYT, con sede en el CIALC, UNAM. El proyecto es dirigido por la Dra. Liliana Weinberg. Miembro del Colegio Internacional de Graduados.  Publicaciones: Reporte de experiencia profesional para obtener el grado de licenciatura, Carta a Julio Cortázar. UNAM, 2009; El poder de la literatura contra la literatura del poder en América Latina: el debate entre Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa (Tesis de Maestría). UNAM, 2013;  “Ernesto Guevara y sus Diarios de Motocicleta. El viaje narrativo del Fúser hacia el Che”, De raíz diversa. Revista especializada en Estudios Latinoamericanos, México, 2015. ISSN en trámite; “Ernesto Guevara: una poética de la lectura”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 26, enero-marzo, 2016; “Ernesto Che Guevara: de la polémica de la cultura al hombre nuevo”, en el volumen Ensayo en diálogo, dirigido por la Dra. Liliana Weinberg, (en prensa). Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[2] En 1960, luego de publicarse La guerra de guerrillas, el Che le dedicó un ejemplar al “maestro” Pesce. “Al Doctor Hugo Pesce, que provocara, sin saberlo quizás, un gran cambio en mi actitud frente a la vida y la sociedad, con el entusiasmo aventurero de siempre pero encaminado a fines más armoniosos con las necesidades de América” (González y Cupull, 1995).

[3] La relación más completa de las lecturas que el Che realizó en distintos períodos de su trayectoria fue recogida en el volumen Apuntes filosóficos, bajo el cuidado de María del Carmen Ariet García, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2012.

[4] No obstante, según lo ha señalado Néstor Kohan, el estudio sistemático, especializado y de mayor profundidad realizado por Guevara inició ya en Cuba, como ministro de Industrias. A decir del filósofo argentino, ésta es una de las características que permitieron al Che una lectura aguzada y novedosa del marxismo (Kohan, 2005).

[5] Sobre el tema, Michèlle Petit ha analizado ampliamente la generación de una capacidad política a través de  la lectura de textos literarios. Para la ensayista, los textos literarios logran suscitar “no sólo pensamientos sino también emociones, potencialidades de acción, una comunicación más libre entre cuerpo y espíritu” (Petit, 2009: 76). Asimismo, Graciela Montes ha señalado cómo la literatura permite al lector “Fisurar lo que parece liso. Ofrecer grietas por dónde colarse. Abonar las desmesuras. Explorar los territorios de frontera, entrar en los caracoles que esconden las personas, los vínculos, las ideas” (Montes, 2000: 29).

[6] Según el ensayista cubano Rafael Rojas, Fidel Castro se acercaba a las obras literarias “como un político y, sobre todo, un militar que se interesa en las obras literarias desde los asuntos de la guerra y el Estado”. A su entender, Castro tenía una visión de la literatura “como arma y el artista como soldado de la Revolución, en la que el valor de una novela está dado por su realismo social y el talento de un poeta determinado por su patriotismo moral” (Rojas, 2009). Esta lectura, además de sugerente, puede contrastarse con algunos de los títulos y las reflexiones que el Che hiciera sobre el “valor” de lo literario. Aunque tienen en común una época, una serie de títulos y hasta opiniones similares, Guevara ponderó mucho más la estructura artística de las obras. Vale la pena, por eso, remitirse a las anotaciones que hiciera sobre Mamita Yunai, de Luis Carlos Fallas o su valoración acerca del Martín Fierro, de José Hernández. Con respecto al primero anotó que los personajes no tenían “complejidad sicológica” y que la novela, en su conjunto, caía en “lugares comunes de la novela social latinoamericana”. No obstante, era un “notable y vivo documento de las tropelías” de la United Fruit Company. En cambio, la obra de Hernández tenía un “valor perenne por el sostenido tono novelado y auténtico del poema” (Guevara, 2003).

[7] Gerald Martin, estudioso de la vida de Gabriel Márquez, señaló que el Premio Nobel colombiano a sus 17 años, antes que entrar a sus clases en Zipaquirá, prefería leer cuanta novela barata encontraba de Salgari y Verne, así como ejemplares de los clásicos del Siglo de Oro español. Además leía “libros de historia, psicología y marxismo –sobre todo Engels–, e incluso obras de Freud y las profecías de Nostradamus” (Martin, 2009:110).

[8] Las cinco leyes revolucionarias contemplaban la restitución de la Constitución de 1940, disuelta tras el golpe de Estado de 1952; asimismo, el carácter inembargable de la tierra para todos aquellos que ocuparan parcelas de hasta cinco caballerías de tierra. Establecían el derecho de participación de los empleados y obreros en las utilidades obtenidas por las grandes empresas industriales y, finalmente, la confiscación de todos los bienes malversados en los gobiernos anteriores.

[9] Como han señalado Pedro Vuskovic y Belarmino Elgueta (1987) hay cierta continuidad en los aportes teóricos de la Revolución cubana y los que, en otro momento, José Carlos Mariátegui planteó.

[10] Para profundizar acerca de la noción de un “nosotros” latinoamericano, el análisis de Arturo Andrés Roig es sumamente valioso (2009).

[11] Armando Hart, uno de los representantes del Llano –y que se convertiría también en un gran amigo de Guevara– recordó así la polémica con el Che, “El debate se relacionaba con las ideas socialistas que en él ya habían cristalizado y que en muchos de nosotros, los del Llano, estaban en proceso de formación no exentas de contradicciones y dudas. A la vez, no podía dejar de influir el hecho de que para evaluar una revolución nacional liberadora, la procedencia y posiciones de sus cuadros, pesaban en el pensamiento socialista, a escala internacional, concepciones que no se ajustaban a la realidad de nuestros países” (Hart Dávalos, 1998: 131-132).

[12] Liliana Martínez Pérez (1992) ha realizado un análisis sugerente con respecto a la polémica intelectual de los primeros años del proceso revolucionario.

[13] Orlando Jiménez Leal y Manuel Zayas (2014) compilaron algunos fragmentos de las participaciones que tuvieron varios artistas e intelectuales en las sesiones previas al discurso de clausura. Las intervenciones permiten tener una idea amplia del debate que, en los hechos, representó una disputa por el control de la política cultural de la Revolución cubana.

[14] Óscar Collazos (1970) escribió que los discursos de Fidel Castro representaban “una manera de decir” que a su vez “podría ser la fuente de un tipo de literatura cubana dentro de la revolución”. El señalamiento no era casual, sobre todo si se le enmarca en el debate que sostuvo con Julio Cortázar (1970). El escritor argentino, sin dejar de reconocer la capacidad política de Castro, anotó que América Latina necesitaba como nunca “a los Che Guevara del lenguaje, los revolucionarios de la literatura más que los literatos de la revolución” (el énfasis es del autor).

[15] El texto del Che se publicó en un momento intermedio entre Palabras a los intelectuales y el discurso de clausura del  Primer Congreso de Educación y Cultura en 1971, es decir, cuatro años después del primero y seis antes del segundo. El dato es importante porque entre uno y otro discurso hubo un cambio sustancial en la política cultural de Cuba. Véase Liliana Martínez Pérez (2006).

 

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Cómo citar este artículo:

ARREOLA, José, (2017) “Che y Fidel: amistad, Revolución y debates”, Pacarina del Sur [En línea], año 9, núm. 33, octubre-diciembre, 2017. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Martes, 23 de Abril de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1522&catid=5