No bastarán las sonrisas: Retos y límites del pontificado del papa francisco

Smiles won't be enough:  Possibilities, challenges and limits of the pontificate of the Pope Francisco

Nem smiles suficientes: Possibilidades, desafios e limites do Pontificado do Papa Francisco

José Luis González Martínez[1]

Recibido: 05-06-2013; Aprobado: 01-07-2013

La sonrisa, ese distintivo tan singular de la especie humana,  puede ser el reflejo del alma o bien su disfraz.  Después de Benedicto XVI, cuya sonrisa, sin menoscabo de otros méritos, parecía provenir de un esfuerzo heroico, es de agradecer el talante afable del nuevo pontífice católico. Pero, para una responsabilidad como la que ha asumido y en unos tiempos como los que corren, con toda seguridad, no bastarán las sonrisas.

El papa Francisco, llega al pontificado   por sorpresa. Pero sólo un poco, porque  la historia de los últimos 35 años del Vaticano  permite suponer que su ministerio será resultado bien preparado por la acción de los dos últimos  pontífices (Juan Pablo II y Benedicto XVI). Ellos,  que asumieron como objetivo rescatar e impulsar el proyecto de una iglesia católica centralista, autoritaria y controladora  de sus mejores talentos, estuvieron, sin duda, convencidos de que lo primordial de su misión era conservar la pesada tradición de dos mil años de historia del cristianismo. Falta saber cuál será el peso de la deuda contraída en relación con  el avance innovador hacia un futuro más humano y más justo. Porque, a fin de cuentas,  esos son los indicadores sociohistóricos y tangibles en los que podría reconocerse aquella su original misión de ser “sal de la tierra y luz del mundo” que, según reza su evangelio,  recibió desde los inicios.

Ese modelo centralista, asumido como misión venida de lo alto, con el que Juan Pablo II se propuso rescatar a su iglesia de los excesos y desviaciones derivados del Concilio Vaticano II, se convirtió en norma de la administración de toda la Iglesia y todas sus diócesis; también fue el núcleo inspirador de los mensajes verbales y simbólicos de todos sus viajes. Quien se sienta con libertad para hacerlo, podrá acusar a Juan Pablo II de unas cuantas cosas; pero no, de no saber lo que quería y cómo lograrlo. Se sentía, por voluntad de Dios expresada en el correspondiente cónclave,  el salvador de la Iglesia de los excesos de la modernidad. Este es el camino por el que el papa Francisco llegó al papado, pasando por el puente de Benedicto XVI.

 

¿De dónde viene el pontificado  del papa Francisco?

 Para poder comprender el camino y los procesos de donde llega la Iglesia Católica que recibe, para su gobierno, el papa Francisco en 2013,  es indispensable remontarnos, aunque sea brevemente, a la gestión de Pío XII, el papa de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, que ejerció su ministerio pontificio desde el 2-III-1939 a 9-X-1958. Fueron unos años llenos de emboscadas y de desafíos impostergables que, tanto  la Iglesia Católica como otras iglesias cristianas, tuvieron que vivirlos entre los dos frentes en pugna de la guerra y la postguerra fría. Durante la guerra, Occidente se despedazaba, el pueblo judío era exterminado;  el dolor y la destrucción imperaban por doquier. Más allá de los juegos malabares pretendidos, la neutralidad era imposible. En muchos ámbitos del occidente desgarrado se miraba y se juzgaba a la Iglesia Católica como, por momentos, la única instancia que podría, circunstancialmente, ser el fiel de la balanza y un cierto baluarte de defensa.

Pío XII fue uno de tantos papas que, a lo largo de la historia del cristianismo,  llegaron a la cumbre de la Iglesia Católica, desde la burocracia eclesiástica; otros lo hicieron desde la política  si es que no de los campos de batalla. Un papa sin experiencia pastoral directa significaba un pastor sin contacto  con las condiciones reales de la vida de sus fieles. Toda su vida eclesiástica había pasado en la burocracia del Vaticano, siendo, en su momento, el mejor conocedor de su dinámica. La incertidumbre de Europa era tal que, antes de su coronación y como medida preventiva, redactó ante notario una carta de renuncia en el caso de que fuera hecho prisionero por los nazis.

Hay razones para pensar que, si bien los ejércitos confrontados y las naciones atrapadas entre los campos de batalla  tenían los frentes definidos, el frente de batalla del papa de la Guerra era toda Europa. Posiblemente sea el personaje cuyo comportamiento y actuación hayan sido más debatidos durante la guerra y después de ella. En el caso, más álgido, del holocausto judío, los historiadores pasaron por tres etapas valorativas de su actuar claramente diferenciadas:

a)    Reconocimiento positivo de su actuación  en defensa y protección de los judíos frente a los nazis (1945-1963);

b)   Condena y denigración de su posición considerada de alianza con el nacismo: idea que fue consistente  desde 1963 hasta entrado el siglo XXI (Rolf HochhuthDaniel GoldhagenJohn Cornwell y otros);

c)    Una tercera etapa, la presente, en la que historiadores de la talla de Martin GilbertRonald J. Rychlak y David Dalin vuelven a rescatar una imagen positiva del pontífice respecto al tema judío.

Las tres posiciones, a nuestro juicio, constituyen una referencia a la complejidad casi infinita  que reviste el análisis interpretativo  de aquellos hechos bélicos y de los comportamientos de sus protagonistas en ellos.

Precisamente, más para mostrar tal complejidad que para dirimir la cuestión, nos parece pertinente el siguiente párrafo de Einstein  sobre el tema:[2]

Siendo un amante de la libertad, cuando llegó la revolución a Alemania miré con confianza a las universidades sabiendo que siempre se habían vanagloriado de su devoción por la causa de la verdad. Pero las universidades fueron acalladas. Entonces miré a los grandes editores de periódicos que en ardientes editoriales proclamaban su amor por la libertad. Pero también ellos, como las universidades, fueron reducidos al silencio, ahogados a la vuelta de pocas semanas. Sólo la Iglesia permaneció de pie y firme para hacer frente a las campañas de Hitler para suprimir la verdad. Antes no había sentido ningún interés personal en la Iglesia, pero ahora siento por ella un gran afecto y admiración, porque sólo la Iglesia ha tenido la valentía y la obstinación de sostener la verdad intelectual y la libertad moral. Debo confesar que lo que antes despreciaba ahora lo alabo incondicionalmente.[3]


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Los párrafos anteriores han pretendido reflejar los principales rasgos de la coyuntura en  la  que Iglesia Católica de mediados del siglo XX se encontraba enclavada,  en una vertiginosa aceleración de los procesos socio históricos que se estaba disparando al pasar a la Guerra Fría y sus correlativas batallas por el  armamentismo,  las tecnologías de punta,  las ideologías confrontadas y las libertades democráticas. En nuestra opinión es en ese periodo crítico de reconstrucción de Europa y de Guerra Fría que media entre 1945 y 1960, cuando la Iglesia Católica se atrinchera en una mirada moral de los cambios socioculturales que se están produciendo,   desconectando, en parte,  del mundo real en que vive su feligresía. Una etapa de desfase que se ha venido agravando en el campo de las estructuras eclesiásticas y creciendo en lo que se refiere a la distancia, que respecto a ellas,  han venido tomando importantes segmentos del catolicismo. Fue la coyuntura de Pío XII. Mi profundo respeto para un hombre y sus decisiones, en una coyuntura como aquella. Pero el respeto hacia sus actores, no basta para  reconstruir la historia.

 

Concilio Vaticano II y el renacimiento de la esperanza

El papa Juan XXIII: un anciano que sorprendió a sus electores

Aunque parezca paradójico, si nos atenemos al comportamiento de los electores de los últimos papas,  después de Pío XII, el cónclave en el que resultó elegido Juan XXIII estuvo dominado por la presencia y peso de un ausente : el arzobispo Giovani  Montini, uno  de los más cercanos colaboradores del papa Pío XII  quien en 1954 lo nombró arzobispo de Milán, la diócesis más grande de Italia. Con dicho nombramiento,  Montini pasó,  por derecho,  a ser secretario de la Conferencia Episcopal italiana. Es conocido que el arzobispo  Montini rechazó varias veces el ascender a  cardenal, honor al que Pío XII quiso elevarlo en varias ocasiones. También fue públicamente sabido, por ciertas traviesas infidencias de algunos cardenales participantes, que desde el inicio del cónclave que siguió a la muerte de Pío XII,  se impuso una convicción entre los cardenales: el más idóneo para ocupar la Sede de Pedro en aquella coyuntura,  era Montini. Pero no era cardenal. Entonces, (como en el caso del papa Francisco,  según algunas filtraciones que parecen provenir de ambientes diplomáticos cercanos al caso), los electores decidieron salir del paso optando por un papa de transición. Parte del mismo consenso era el encargo,  para quien resultase  elegido, de elevar inmediatamente al cardenalato al Arzobispo Montini, en vistas al siguiente pontificado.

El papa de transición fue Juan XXIII, (25/XI/1881  a 3/6/1963). Efectivamente, si nos atenemos a su edad, debería haberse comportado como   un papa de paso tal como se pretendía, pues falleció antes de los 5 años  en el cargo (1958-1963).  Sin embargo, aquel papa travieso que, saltándose los protocolos,  se escapaba del vaticano, burlando a la Guardia Suiza,  para visitar amigos y enfermos cercanos, no  se resignó a pasar como un papa intranscendente,  como querían sus electores. Aquel anciano (de más de 80 años!) con un fino sentido del humor lleno urgencias, se sublevó contra las intenciones del cónclave que lo había elegido. Su frase,  que pasó a la historia como inspiradora de su posterior decisión histórica, fue muy poco teológica pero muy vital, como fue su carácter: “Hay que abrir ventanas porque esto (el Vaticano y la Iglesia) huele a viejo y cerrado”. En Italia se le recuerda  como “el Papa Bueno”.

Antes de Juan XXIII habían ocurrido varios conatos de convocatoria de Concilio Ecuménico, pero, por falta de consenso, ninguno llegó a buen término.[4]

Con esos antecedentes, el hecho de que, tres meses después de su elección como pontífice,  Juan XXIII convocase, por decreto, a la realización del Concilio Ecuménico Vaticano II, remeciendo  los cimientos de la Iglesia católica del siglo XX,  desconcertando  a sus cardenales electores  y entusiasmando a muchos de sus sacerdotes y obispos que soportaban el peso de los ministerios más arduos y comprometidos. Con aquella decisión, alarmó a la mayoría de los altos cuadros de aquella iglesia envejecida y atrincherada en catacumbas. En cambio hizo estallar el entusiasmo de los mejores y más visionarios de entre los jerarcas, los teólogos, los movimientos católicos organizados  y las comunidades cristianas de base.

No pocos historiadores contemporáneos del momento, estuvieron de acuerdo en calificar la decisión de la convocatoria, como el impacto de una bomba.

Ya en pleno desarrollo del Concilio por él convocado, reafirmó su vitalidad y voluntad de transcender, reforzando el ministerio de la iglesia con  sus encíclicas Mater et Magistra (1961) y Pacem in Terris (1963), ésta última escrita en plena guerra fría, luego de la llamada «crisis de los misiles» de octubre de 1962. Sin duda, esa era la intención de aquella encíclica en tiempos en que, - si se nos permite la expresión – la Paz tenía que esconderse para que no la matasen.


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A juzgar por el derrotero que siguieron los acontecimientos después del Concilio,  hay motivos par  a sospechar que  muchos obispos no le perdonaron a Juan XXIII lo que consideraron,  su precipitada decisión,  para la cual  no estaban preparados ( y probablemente, nunca lo iban estar). Una reforma ideológica y estructural de una institución, necesariamente es una reforma  del andamiaje del poder. Pero las iglesias (no solo la católica) en cuanto a sus posibilidades de cambio, tienen en su contra que, con el tiempo, han identificado (en forma infalible, según su convicción) su estructura de poder sobre la feligresía, como el único camino de salvación de la misma. De esa manera, su poder queda teológicamente consagrado.

De tal manera, en muchos  de los planteamientos nuevos que fueron aprobados en el Concilio, se contenían desafíos de enormes  proporciones que hacían tambalearse las formas de gobierno tradicional. Juan XXIII, mediante la mejor selección posible de muchos de los cerebros del Concilio,  lanzó el desafío de una reforma estructural y profunda de la Iglesia del siglo XX que la hiciese salir de sí misma y de sus tradiciones para reinventarse a sí misma en una nueva inserción en la sociedad y en el mundo. Asumir el reto, para muchos analistas, era indispensable, pero para muchos  jerarcas burocráticos era impensable desde la zona de confort en que gobernaban.

Simplemente como un ejemplo de la profundidad de estas dificultades, transcribimos un párrafo fuertemente confrontador que aquel concilio aprobó al tratar de la relación de la Iglesia con las “otras culturas” en las cuales están implantadas lo que el texto llama “iglesias jóvenes” para referirse al catolicismo establecido en regiones tan amplias como América Latina, África y Asia. Es un tema profundamente antropológico que, trata, nada menos, que de la relación de lo “esencial cristiano” que históricamente tomó forma (y condicionamientos) de la cultura grecolatina, con el casi infinito pluralismo cultural que impera en el mundo.  La cultura grecolatina, en sí misma, no es más cristiana ni más humana que todas las demás con las que, a diario interactúa la iglesia  en su ministerio. Con todo, esa es la cultura que, por nacimiento o inculturación educativa, rige los cerebros y las emociones del Vaticano y de la mayoría de sus agentes en el mundo. Sin embargo, no pocos de los actores del Concilio se atrevieron a pensar en la posibilidad un camino  que permitiera guardar  la propia identidad cultural; es decir, ser cristiano sin ser colonizado.

El texto a que aludimos pertenece al Decreto Ad Gentes (que podría traducirse como “Decreto para todo el mundo” y, en especial para todas las comunidades católicas dispersas en él). Su contenido es un excelente ejemplo de la profundidad y complejidad de las reformas que se sentían necesarias por parte de las mentes más lúcidas de las aulas de discusión y, además, de las enormes dificultades que una institución que venía de casi dos mil años de saber y de poder, tendría para asumirlas. Refiriéndose a comunidades católicas no occidentales, dice el texto:

“Dichas Iglesias reciben de las costumbres y tradiciones, de la sabiduría y doctrina, de las artes e instituciones de sus pueblos, todo lo que puede servir para confesar la gloria del Creador, para ensalzar la gracia del Salvador y para ordenar debidamente la vida cristiana.

Para conseguir este propósito es necesario que en cada gran territorio socio-cultural se promueva aquella consideración teológica que someta a nueva investigación, a la luz de la tradición de la Iglesia universal, los hechos y las palabras reveladas por Dios, consignadas en la Sagrada Escritura y explicadas por los Padres y el Magisterio de la Iglesia. Así se verá más claramente por qué caminos puede llegarla fe a la inteligencia, teniendo en cuenta la filosofía o la sabiduría de los pueblos y de qué caminos puede llegar la fe a la inteligencia, teniendo en cuenta la filosofía o sabiduría de los pueblos y de qué forma pueden compaginarse las costumbres, el sentido de la vida y orden social con la moral manifestada por la divina revelación. Con ello se abrirán los caminos para una más profunda adaptación en todo el ámbito  de la vida cristiana… (y) se acomodará la vida cristiana a la índole y al carácter de cada cultura y se incorporarán a la unidad católica las tradiciones particulares con las condiciones propias de cada familia de pueblos, ilustradas con la luz del Evangelio.

Es por tanto de desear, más todavía, es de todo punto conveniente que las Conferencias episcopales se unan entre si dentro de los límites de cada uno de los grandes territorios socio-culturales, de suerte  que puedan conseguir, de común acuerdo, este objetivo de la adaptación”. [5]

A nuestro juicio, el texto  contiene la apertura más antropológica y universal de un documento religioso a la cultura humana.

Pero, evidentemente, muchos de los obispos y cardenales que, en cuanto padres conciliares, participaban en aquel acontecimiento histórico, no estaban ni mental ni emocionalmente listos para asumir y aplicar el reto que se les lanzaba. Es más: cabe preguntarse cuántos de los que dieron el voto aprobatorio al documento,  eran conscientes de que implicaba aceptar una dinámica imparable de inculturación del cristianismo en cada pueblo y en cada cultura, y esto, a su vez, conllevaba entrar al ámbito del relativismo cultural como parte de la esencia de las relaciones interculturales.

El catolicismo venía de muchos siglos en los que la institución se caracterizó por tres rasgos fundamentales: a.- Absolutismo teológico; b.-Dogmatismo moral y c.- Imperialismo papal. Cuando Juan XXIII convocó al concilio, los tres ámbitos eran parte esencial de todo aquello que, según el papa, olía a viejo y disfuncional. Será indispensable tenerlo en cuenta para entender algunas de  las razones que movieron a la dinastía papal de rescate que inició su camino en los últimos años  Pablo VI.

Quizás Juan XXIII tuvo la corazonada de una iglesia nueva,  mucho más libre de sus tradiciones desfasadas y mucho más cerca de la vida y problemas palpitantes de la humanidad de la guerra fría.

Tal parece que (sin conocerla, porque todavía no se había escrito), Juan XXIII tuvo algunas de las intuiciones certeras del autor de la obra “Vaticano 2035” que considero, en muchos de sus contenidos, el resultado de un pensador católico (pero sobre todo ecuménico) que se atrevió a imaginar la nueva misión de su Iglesia mucho más desde el pensamiento libre de su fundador que desde las pesadas tradiciones consagradas por la jerarquía de dos mil años de cristianismo.  En todo caso, el Concilio Vaticano II no se habría convocado si no hubiese habido un papa mucho más comprometido con la vida palpitante que con las tradiciones que, según él, “olían a viejo”.

 

 Pablo VI: el papa que heredó un concilio

Tal como había sido planeado,  después del corto pontificado Juan XXIII,  Giovanni Montini,  tras ser promovido al cardenalato como se había acordado, fue el siguiente pontífice con el nombre de Pablo VI (de 21/6/1963 a 6/9/1978).

La larga trayectoria de Pablo VI en las oficinas del Vaticano,  de ninguna manera  hacía de él, por principio,  un candidato a reformador e innovador, como, sorpresivamente, lo fue Juan XXIII. Algunos podrían haber pensado que le faltaba osadía y le sobraban horas de despacho. Los burócratas suelen ver la vida desde sus cristales, sin bajar al llano. Con todo, desde los primeros momentos de su pontificado, se manifestó como un lúcido líder de la tarea pendiente impulsando derroteros que se encontraban a punto de ser archivados por parte de grupos conservadores. Aquel papa no solo se mostró dispuesto a continuar  el concilio en la ruta trazada, sino a impulsarlo en temas audaces que parecían próximos a estancarse o a ser desechados. Así, de inmediato modificó la estructura interna del Concilio creando el Colegio de Moderadores encargado de dirigir los debates, haciendo a un lado al anterior Consejo de Presidencia. La composición del  nuevo instrumento de conducción,   fue en sí mismo un mensaje claro: solo uno de sus cuatro miembros pertenecía a la curia vaticana, abriéndose camino a personas de vanguardia. Todo indicaba que “el nuevo papa quería apoyar la tendencia aperturista que se había ido consolidando desde la primera sesión. Su discurso de apertura confirmó su deseo de que el Vaticano II “tendiera un puente entre la Iglesia y el mundo contemporáneo””. [6] El tema de la colegialidad episcopal (el conjunto de los obispos como autoridad máxima) apuntaba hacia reformas medulares sobre el ejercicio de la autoridad en la Iglesia. Pablo VI tuvo intervenciones decididas para limitar el poder de la curia vaticana en el concilio y de los efectos de sus tácticas obstruccionistas. El papa ejercía su autoridad en favor de la colegialidad episcopal (liderazgo colectivo), suprimiendo oficialmente en diciembre de 1963, “numerosas limitaciones impuestas por el derecho canónico a los poderes episcopales, rebasando las sugerencias que se habían propuesto como apéndice al esquema sobre los obispos” (Ibid. 561).  La minoría conservadora de la curia vaticana, se resistió todo lo que pudo porque sentía que la autoridad el papa disminuía; en realidad era el propio papa el que impulsaba la autoridad colegial de los obispos aunque disminuyera su autoridad imperial. El impulso decidido de Pablo VI en la apertura de esta ruta fue fundamental. Sin embargo, en el verano de 1964, se percibió la primera señal de inflexión de Pablo  VI o indicio de debilidad sobre el tema:

“… algunos consejeros sembraron inquietudes en el ánimo  de Pablo VI, y el papa empezó a transmitir a la comisión enmiendas destinadas a suavizar la expresión de la colegialidad y a acentuar  las menciones del primado pontificio, con riesgo de poner en peligro la coherencia del texto”.[7]

  A fines de la  tercera sesión conciliar (septiembre-diciembre 1964), se fue haciendo patente el auge de los sectores conservadores cercanos a la curia vaticana. Además, en dicha sesión perdieron presencia e influencia los expertos (entiéndase teólogos e intelectuales laicos de avanzada), convirtiéndose el evento en concilio de  obispos. El declive aparecía por diversos lados.

“El papa deseaba vivamente superar la oposición conservadora; para ello tomó varias iniciativas que se valoraron de diferentes maneras. Así mandó que se añadiera a la Constitución sobre la Iglesia una nota explicativa que situaba la colegialidad episcopal con relación al Primado Pontificio”.[8]

El párrafo citado merece alguna explicitación. Si el término “superar” debe entenderse como “bajar virulencia” a los ataques conservadores, y la palabra “relación” se interpreta  como supeditación, entonces la inocente nota pontificia añadida, es un claro retroceso. De esta manera, el gran logro de la colegialidad episcopal (en cuanto autoridad colectiva compartida) quedó matizado y supeditado a la autoridad imperial del pontífice, dejando las cosas, en este punto,  como antes de iniciarse el concilio. De hecho, así quedó demostrado por las prácticas de gobierno posteriores.

En la cuarta y última sesión el Concilio,  Pablo VI anunció una serie de reformas estructurales que, en principio, parecían prometer avances interesantes en los que podrían haber cristalizado algunas de sus mejores intuiciones: comisiones de aplicación del Concilio, en las que participarían los obispos; inclusión de “obispos de campo” en las comisiones vaticanas para hacerlas más sensibles a la periferia; institución de un sínodo episcopal como órgano de consultas esporádicas del papa, entre otras.  Con todo, la medida también podía ser interpretada como un gesto político para calmar los ánimos frustrados de quienes iban quedando al margen. El impacto de tales innovaciones ambiguas, con que iba a concluir el concilio, dependería de las mediaciones y criterios con que, en adelante se nombrasen los obispos y cardenales que estarían en los cargos del Vaticano, integrarían los sínodos, dirigirían las diócesis, etc.  De eso dependería  el que dichos obispos fuesen voz de la Iglesia Universal que llevase al papa la realidad interna y externa de la Iglesia o un eco del Vaticano oyéndose a sí mismo y aislado del mundo. En los años siguientes a la conclusión del concilio, quedó claro que fue el segundo camino que se ha prolongado, al menos, hasta el umbral del nuevo pontificado que acaba de iniciarse.

En los últimos años del pontificado de Pablo VI, la cercanía e influencia de Karol Wojtyla sobre el papa fueron crecientes y visibles. Fue en 1967 cuando el papa entregó el capelo cardenalicio al Arzobispo de Cracovia que ya venía quitando el sueño a las autoridades polacas.[9] Pablo VI lo llenó de cargos importantes (4) además de consultor para el concilio del laicado. Como fue frecuente repetidas veces, este comportamiento de un papa respecto a uno de sus cardenales, equivalía a una designación simulada de su sucesor. Sin embargo el indicio más fuerte de la gran influencia de Wojtyla sobre el papa, quedó de manifiesto durante los trabajos y desenlace de la Comisión Pontificia sobre el Control de la Natalidad:

“El 18 de julio de 1966, tras siete años de estudio, la comisión del papa Pablo VI encargada de este tema pasó un informe aprobado por la mayoría de miembros en donde se decía que la oposición de la Iglesia a la anticoncepción  “no podía seguir manteniéndose con un argumento válido” y que la práctica del control artificial de la natalidad no era intrínsecamente mala”. Nueve obispos votaron a favor del informe, tres en contra y tres se abstuvieron. Wojtyla era miembro de esta comisión y, aunque no estuvo presente el día de la votación, se había pronunciado enérgicamente contra cualquier cambio en la doctrina de la Iglesia en cuanto al control de la natalidad” (Bernstein-Politi 1996:128).

Esa actitud de quien sería el futuro Juan Pablo II, encaja perfectamente con sus dos rasgos fundamentales sostenidos durante su participación en el concilio: su oposición a las opiniones autocríticas en que muchos obispos apoyaban su argumentación reformista frente a  la Iglesia y, por otro lado, la libertad crítica con que los teólogos más brillantes se expresaban en las sesiones. Como consecuencia:

“Durante el reinado de Wojtyla como Papa, algunos de estos formidables teólogos conciliares fueron marginados o se les prohibió enseñar en tanto que otros más cercanos a las opiniones del Papa, serían nombrados cardenales. De cualquier manera, la autoridad de los obispos sería celosamente protegida, pues Juan Pablo II seguía desconfiando de la excesiva interferencia de los teólogos en los asuntos de la Iglesia. Para él, estos hombres debían ser colaboradores subordinados, cuando no simples instrumentos, de los obispos y los papas”.[10]

Sin lugar a dudas, tanto su historia como su identidad polaca y su eclesiología conservadora, hicieron de Juan Pablo II un papa que más allá de su glamour moderno y populista, enmuchos aspectos estaba anclado en una teología medieval que le llevaba a sostener que “la relación de la iglesia con el mundo moderno debía basarse en el concepto  (que databa de la Contrarreforma) de la Iglesia como una sociedad perfecta, fundada por Cristo y por encima de la historia” (Ibid 1996:120). Difícil saber si, al final de su pontificado, seguía creyendo en esa “sociedad perfecta” que su fe proclamaba.

 

Juan Pablo II: las claves de su misión

A Juan Pablo II, como a cualquier persona, se le aplica aquel principio de interpretación histórica, tan característico de Marc Bloch y de la Escuela de los Anales, según el cual todo hombre es más hijo de su tiempo que de sus padres. Su  coyuntura estuvo marcada por el tiempo de su Polonia natal y el tiempo de la Iglesia en el siglo XX.  Pero hay personalidades que tienen el saber y el poder de añadirle un notable valor agregado al producto de la coyuntura y se constituyen a sí mismas, en singularidades excepcionales y en actores determinantes de su época. El papa Juan Pablo II es una de estas figuras de las que no suele haber muchas en un siglo.


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Karol Wojtyla Szloc, nació (18-V-1920) y creció en una Polonia estremecida por el nacionalismo mesiánico cuyo principal ingrediente, sin duda, fue el catolicismo[11]. Algunos de sus biógrafos han destacado este aspecto, pero pocos   lo han tenido en cuenta como dato analítico,  tanto de su criterio de gobierno de la Iglesia polaca en su momento, como,  después, de  su comprensión  de los problemas del mundo contemporáneo y,  ya de papa, del rediseño restaurador de la Iglesia Católica, asumido como misión divina. A nuestro juicio, el papa polaco, fue marcado por este rasgo fundamental del imaginario cultural de su patria en el s. XX: el nacionalcatolicismo vivido con fervor mesiánico. La victoria de Polonia sobre el Ejército Rojo de Lenin, el mismo mes del nacimiento del futuro papa, fue vivida como un verdadero renacimiento de la nación polaca; esta fuerza nacionalista renovada sería, posteriormente, el gran factor de resistencia a la salvaje ocupación nazi y al posterior dominio soviético. Religión, nación y resistencia combativa se convirtieron también en los hitos de su camino personal y de su misión en el mundo.

Lo menos que se puede decir del resultado de ese proceso es que, al final de él, Karol Wojtyla Szloc quedó constituido en un militante pacifista, formado en una larga trayectoria de dolor familiar, austeridad económica, soledad y fe apasionada. Fueron los años de su juventud (1932-1941).

Era el 1 de septiembre de 1939 cuando cayeron las primeras bombas alemanas sobre Cracovia. El 6, los alemanes ya la habían ocupado. El 27 se rindió Varsovia. La independencia de Polonia había durado menos de 20 años. El 26 de octubre, los nazis impusieron trabajos obligatorios para todos los polacos adultos y para todos los judíos de más de 12 años.

Desde la lógica de sus convicciones mesiánicas, evocando pensamientos y casi frases textuales de los profetas de Israel, Polonia había caído, como la Jerusalén de Jeremías en el 587 a.C., porque “no fue capaz de reconocer el ideal mesiánico, su propio ideal, que resplandecía en lo alto como una brasa, pero que jamás fue realizado” (Bernstein-Politi, Ibid.  61).

Para un místico como Wojtyla, la ocupación nazi fue una especie de “noche oscura del alma”.  A pesar de todo, no quedó inactivo y, menos, anonadado. En los primeros meses de la ocupación y humillación nacional, conoció a su guía espiritual hacia el cual siempre conservó un gran reconocimiento: Jan Tyranowski. Este hombre organizó un movimiento clandestino de espiritualidad que bien podría denominarse la “resistencia mística”. El “rosario vivo” era una organización clandestina y por tanto riesgosa. Su ritual simbólico era el rezo del rosario, pero sus compromisos espirituales de amor heroico a Dios y al prójimo” iban más allá del ritual. Era un adiestramiento ascético en disciplina interior para tiempos de crisis.  No se trataba de un movimiento de pasividad y contemplación. En el mismo año en que entró al Rosario Vivo, Wojtyla descubre la pluma y el teatro como sus armas de resistencia desde la mística del nacionalismo católico.

Es entonces cuando descubre el teatro como actor y director; pero, además,  lo convierte en instrumento de comunicación de un nacionalismo beligerante durante la ocupación nazi. Todo indica que en ese tiempo fue determinante la influencia que ejerció sobre él la obra y el testimonio de Adam Mickiewicz, figura singular que reunía, entre sus dones, el arte de la poesía y la fuerza del profeta, ambos puestos al servicio de su pasión principal: conducir apoteósicamente, no sólo a Polonia sino a la humanidad entera hacia un nuevo destino. Este hombre,  en los años en que Karol Wojtyla incursionaba en el teatro y en la poesía, era la voz más representativa del mesianismo polaco que arrebató al futuro papa. Por los testimonios de sus contemporáneos, se puede decir que la tensión con que vivía el joven Wojtyla convertía todo en militancia de su gran causa: Polonia católica y libre. Y esta visión que a modo de profeta que ausculta el destino, articulaba sus opciones, le acompañó toda su vida, tal como lo refleja en una de sus cartas a Kotlarczyk que además de profesor de teatro fue su consejero: “Veo una Polonia ateniense, pero más perfecta que Atenas, gracias a la inconmensurable grandeza de la cristiandad” (Bernstein-Politi, ibid.).

En el teatro, el futuro papa, veía ya lo que Gabriel Celaya, en la contemporánea guerra civil española, describió, refiriéndose a la poesía, como  “un arma cargada de futuro”.  En sus obras se intentaba expresar todos los pensamientos y sentimientos que bullían en el alma de Polonia,  entendida  “como una iglesia en la que florecerá el espíritu nacional”. En los dramas escenificados había referencias constantes a la situación de Polonia. Wojtyla advirtió que la metáfora Israel/Polonia, en esos tiempos de tribulación, debía ser defendida no sólo con las armas sino, sobre todo, mediante la renovación espiritual. Esta  similitud inspiradora, pasando el tiempo,  la amplió a Israel-Polonia-Iglesia Post-Vaticano II. Había que rescatar a la Iglesia Católica Universal desde la teología, la disciplina y el carisma. Nada menos.

En su ministerio pontifical, del arma del teatro,  el papa Wojtyla pasó  las representaciones  apoteósicas en que procuraba transformar sus visitas por el mundo.  No obstante,  resultaron ser de gran éxito de convocatoria y de escaso o nulo efecto transformador. Aquellas muchedumbres, es cierto,  vibraban con su carisma, pero quedaban muy lejos de su interpretación de la vida,  la cultura y la problemática  de sus oyentes.

Ya su participación en las sesiones del Concilio Vaticano II, como cardenal, lo puso en guardia para otra gran batalla. Llegado a las aulas conciliares desde  su pastoral beligerante contra el comunismo polaco, como parte  de su iglesia hermética a las nuevas corrientes de opinión que circulaban por Europa, se percató enseguida de que también había que rescatar a la Iglesia Católica del influjo de las ideas disolventes de la modernidad.

Esta mística de combate por una causa santa y un tanto mesiánica, le acompañó durante todo su pontificado. Pero en este último periodo de su vida y en su más excelsa función de pontífice, lo que había que salvar no era Polonia, sino  la Iglesia Católica Universal. 

Juan Pablo II, desde cuando ejerció como director espiritual y consejero del papa  Pablo VI, se sintió elegido para una misión divina restauradora a la que consiguió atraer al pontífice. El concilio había terminado. Tras el efímero pontificado de Juan Pablo I, el papa de los 33 días de pontificado (de 26-VIII a 28 del IX)[12], su elección como papa, seguramente terminó de convencerlo de que era depositario  en su misión histórica de rescatar a la Iglesia de sus excesos de modernidad y teología critica. Para esa tarea contaba con dos  fuentes de inspiración primordiales: su convicción de la misión recibida y su experiencia en  la Polonia natal con  su heroica resistencia al comunismo y a la modernidad.

Fiel a sus convicciones,  ejerció todo su pontificado  bajo la preocupación de dar continuidad a su proyecto, más allá de su pontificado. Por encima de lo cotidiano que su función le exigía, tuvo dos preocupaciones primordiales y permanentes que le acompañaron hasta su muerte: consolidar su proyecto de Iglesia centralizada en la autoridad  del papa y depurar la jerarquía mediante una meticulosa selección de los nuevos nombramientos  para dar continuidad a su misión restauradora. Su pontificado fue un implacable periodo de depuración. Los cardenales, obispos, sacerdotes y teólogos de mentalidad más avanzada,  fueron meticulosamente relevados de sus cargos. Los 24 años de su pontificado fue tiempo más que suficiente para concluir la tarea de limpieza de cuadros: noticias de cada día fueron jerarcas relegados o puntualmente jubilados, teólogos silenciados y procesados por el equipo teológico del Cardenal Ratzinger quien fue su hombre de confianza en el oficio de inquisidor moderno, así como de otras metodologías.


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Es cierto que ha pasado a la historia por sus constantes viajes por el mundo y por su carisma de afabilidad y cercanía a las multitudes. México quizás fue el mejor escaparate de aquel papa que cantaba “cielito lindo” aunque su gestión  también podría calificarse como  populismo pastoral estéril: depuró a la  Iglesia de sus mejores cuadros, por  incómodos y fue tibio con  los más nefastos pederastas de México y el mundo. Nadie podrá afirmar que la Iglesia Católica que hereda el papa Francisco, sacudida por informes secretos, documentos filtrados y escándalos del Vaticano, sea más respetable y honesta que la que recibió Juan Pablo II para iniciar su misión supuestamente restauradora.

De esta manera, el papa polaco, estuvo  comprometido en reproducir y conservar el pasado (tradición) pero muy poco en entender los signos del presente y saber intuir el futuro del mundo y de su iglesia. Exorcizado el comunismo, su enemigo desde la Polonia natal, era la modernidad. Se fue de este mundo sin entender el derecho de sus católicos a regular su fertilidad o a rehacer canónicamente sus vidas mediante una nueva oportunidad matrimonial (divorcio y nuevo matrimonio); tampoco supo percibir que el tema de la terca persistencia del celibato de sus sacerdotes (independientemente de lo que tiene de imposición trasnochada y violenta), aunque serio,  es uno de los menores problemas, entre muchos, por los que atraviesa la Iglesia Católica. Los hay mucho más graves. Esta iglesia pretendidamente universal, en lo más profundo de sus estructuras de decisión y en sus esquemas mentales, sigue siendo una organización pensada y dirigida por hombres, ancianos, célibes y blancos. Por tanto, independientemente de las intenciones de las personas concretas, esos son los inevitables tamices por los que se filtra su mirada, su percepción de la realidad y sus decisiones. Se trata de una iglesia atrapada en sí misma.


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La permanente confianza que,  en los asuntos más delicados, siempre tuvo Juan Pablo II en el Cardenal Ratzinger debió ser, para los cardenales del cónclave que siguió a su muerte, como el dedo de Dios que señalaba su sucesor. Sin embargo,  era solo el dedo de un papa que se sintió iluminado. Por supuesto, resultó elegido su candidato. Fue entonces que  muchos católicos se hicieron  la pregunta inevitable: ¿En más de 26 años de pontificado,[13]  su proyecto de iglesia centralista y redentora de supuestos excesos doctrinales, solo pudo presentar como sucesor para tan grave encargo a un hombre de 76 años (un papa de transición) que había medrado a su amparo? La pregunta se convirtió, para muchos, en perplejidad cuando, ese nuevo papa, Benedicto XVI, que tuvo la valentía de suspender públicamente de su ministerio sacerdotal al pederasta mexicano Marcial Maciel, protegido de Juan Pablo II,  beatificó a éste, proponiéndolo, por tanto,  como modelo de cristiano a seguir. En su momento se propaló el verosímil rumor de que ese fue el encargo que el cónclave entregó a su elegido: ¡elevar a los altares a su predecesor y líder!

Por este camino  y con este amparo llegó Benedicto XVI al pontificado. Ya durante las exequias de Juan Pablo II (presididas por el cardenal Ratzinger), se escuchó un grito estentóreo (aclamado por la multitud y, probablemente, ensayado) que reclamaba su canonización: “súbito santo” (“¡canonizado de inmediato!”). De hecho, todo indica que  los animadores del proyecto eclesial restaurador de Juan Pablo II, estaban convencidos de que lo más conveniente era provocar un proceso de canonización por la vía rápida. De hecho,  se inició oficialmente el 28 de  junio del 2005, el mismo año de su muerte,  por especial decisión de Benedicto XVI, pasándose por alto la normatividad canónica que establece que deben transcurrir cinco años después de la muerte del posible beato, antes de iniciar el trámite. De esta manera, el líder de la restauración eclesiástica postconciliar, fue  beatificado, en tiempo record,  el 1 de mayo del 2011. ¿Por qué tal premura? No hay que descartar la posibilidad de que la  legión de consagrados (obispos y cardenales promovidos por Juan Pablo II para impulsar y asegurar la restauración indispensable) se sintiesen urgidos en consagrar el movimiento con la aureola de santidad de su impulsor.[14]

 

El Papa Francisco: entre el encargo y los desafíos

Recién elegido el papa Francisco, muchos hacíamos  la siguiente reflexión: Todos los cardenales que votaron en el reciente cónclave fueron nombrados y promovidos en esos dos pontificados como piezas del mismo proyecto. Por tanto, a menos que se abra el cielo y baje un profeta con una e  spada de fuego en la mano, el Papa Francisco, continuará la monotonía anterior y la misión que le han heredado sus antecesores. Se echarán en falta aquellos  profetas que alguna vez cuestionaban la historia, al templo y al trono. Continuará el poder del derecho canónico y la sumisión disciplinada, quizás disfrazados  de    un poco de buenas maneras teológicas. Por consiguiente, dado el panorama, también las tendencias de decadencia institucional continuarán. No jugábamos a las adivinanzas. Solo se trata de una discreta lectura de algunas estadísticas y de la observación de conocidos procesos socioculturales que ocurren ante los ojos de todos.

Por otra parte, el papa Francisco, al menos estadísticamente hablando,  toma el gobierno de la Iglesia Católica como segundo papa de transición en un periodo de menos de 10 años (2005-2013), después del imponente Juan Pablo II. Independientemente de otros signos de profunda crisis interna, lo menos que se puede pensar, tratándose de una institución de tal envergadura y trayectoria histórica, es que se trata de una profunda crisis de incertidumbre política que pudiera indicar que no tiene o no quiere ver o no sabe encontrar,  entre sus más de mil millones de adeptos, personas a las que confiar  su gobierno y administración. A todas luces, se trata de un grave problema que pudiera estar indicando que el proyecto de iglesia centralizada de Juan Pablo II fracasó. Si así fuera, el hecho podría estar liberando al  papa Francisco de cualquier tipo de obligación de continuismo, abriéndole espacios posibles de libertad y audacia. Quizás este hecho (la elección obligada de dos papas consecutivos de transición), esté demostrando que el proyecto restaurador de Juan Pablo II y Benedicto XVI  solo ha pertenecido una camarilla minoritaria desconectada y sin impacto en la realidad de la Iglesia Católica Universal y, lo que es peor, sin capacidad de gobierno y control ni siquiera de sus cuadros jerárquicos (sacerdotes, obispos y cardenales), tal como lo demuestran los escándalos de pederastia y del Banco del Espíritu Santo así como el famoso informe secreto que todavía deben a la feligresía y a la sociedad.[15]  Porque,  tal como lo hemos expresado en otras de nuestras publicaciones recientes, la imagen predominante que hoy proyecta la institución eclesiástica católica en sus más altos niveles, es la de “una iglesia que se desmorona”. Pero no se olvide que la Iglesia Católica es y siempre ha sido mucho más que el Vaticano y sus servidores.


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Con todo, en los inicios del pontificado de Francisco, sin olvidar los puntos discutibles de su historia personal argentina que sus críticos  han señalado, cabe preguntarse: ¿Qué responsabilidad tienen, en el estado actual de la  Iglesia Católica, quienes lanzaron y administraron, durante los últimos 30 años, el  proyecto de una  Iglesia Centralizada  que les hizo ver como más peligrosos a los teólogos de avanzada que a los  clérigos pederastas?

Cualquiera sea la respuesta, hoy el reto está en manos del papa Francisco, con sus debilidades y sus nobles  intuiciones.

Sea cual fuere nuestra mirada al nuevo papa marcado por su coyuntura, es claro que su pontificado estará marcado por su percepción y respuesta a los grandes retos insoslayables que enfrenta la Iglesia Católica de nuestros días. Serán su pesada herencia.

Como lo tratamos, en su momento,  en otro trabajo,[16] son dignas de mención, tratando de esta confrontación de modelos que tiene lugar en el interior de la Iglesia Católica actual,  las cartas profundamente cuestionadoras que, coincidiendo ambas  en el mismo año 2010,  dirigieron, por separado, a Benedicto XVI  el jesuita egipcio Henri Boulard y el teólogo alemán Hans Kung[17]

 “preocupado por esta nuestra Iglesia, sumida en la crisis de confianza más profunda desde la Reforma”, os dirijo esta carta abierta porque  “en lo tocante a los grandes desafíos de nuestro tiempo, su pontificado se presenta cada vez más como el de las oportunidades desperdiciadas, no como el de las ocasiones aprovechadas”.

Acto seguido, Kung realiza un listado puntual de los desafíos y cambios urgentes que la Iglesia Católica debería estar ya realizando porque en ellos se juega su sentido y su significación en el futuro. Entre los principales retos pendientes, menciona el teólogo alemán:

  • Entendimiento y acercamiento con los judíos y musulmanes;
  • Se ha desperdiciado la oportunidad de la reconciliación con los pueblos nativos colonizados de Latinoamérica, los mismos de los que el Papa, con dudoso fundamento histórico,  llegó a afirmar  que  "anhelaban" la religión de sus conquistadores europeos.
  • Se está perdiendo la oportunidad de ayudar a los pueblos africanos en la lucha contra la superpoblación, aprobando los métodos anticonceptivos, y en la lucha contra el sida, admitiendo el uso de preservativos.
  • Se ha desperdiciado la oportunidad de que también el Vaticano haga, finalmente, del espíritu del Concilio Vaticano II la brújula de la Iglesia católica, impulsando sus reformas.
  • Ha reforzado los poderes eclesiales contrarios al concilio con el nombramiento de altos cargos anticonciliares (en la Secretaría de Estado y en la Congregación para la Liturgia, entre otros) y obispos reaccionarios en todo el mundo.
  • El Papa  parece alejarse cada vez más de la gran mayoría del pueblo de la Iglesia, que de todas formas se ocupa cada vez menos de Roma y que, en el mejor de los casos, aún se identifica con su parroquia y sus obispos locales.
  • Roma trata de exhibir una Iglesia fuerte con un "representante de Cristo" absolutista, que reúne en su mano los poderes legislativo, ejecutivo,  judicial y teológico. Sin embargo, la política de restauración tanto de Juan Pablo II como de Benedicto XVI, ha fracasado. Todas sus apariciones públicas, viajes y documentos no han sido capaces de modificar en el sentido de la doctrina romana,  la postura de la mayoría de los católicos en cuestiones controvertidas, especialmente en materia de moral sexual, homosexualidad, matrimonio sacerdotal,  etc.
  • Escándalos que claman al cielo: sobre todo el abuso de miles de niños y jóvenes por clérigos ligado todo ello a una crisis de liderazgo y confianza sin precedentes. No puede silenciarse que el sistema de ocultamiento puesto en vigor en todo el mundo ante los delitos sexuales de los clérigos fue dirigido por la Congregación para la Fe, ( a cargo)  del cardenal Ratzinger (1981-2005), en la que ya bajo Juan Pablo II se recopilaron los casos bajo el más estricto secreto.  [18]


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Nuestro jesuita egipcio, persona honorable por su espiritualidad y su nivel intelectual, de 78 años de edad, coincidiendo en casi todas las apreciaciones  con la carta anterior,  expresa en el inicio de su mensaje al papa:

“Sabrá disculpar mi franqueza filial… pues mi corazón sangra al ver el abismo en el que se está precipitando nuestra Iglesia…Le agradeceré también sepa disculpar el tono alarmista de esta carta, pues creo que "son menos cinco" y que la situación no puede esperar más”.

He aquí sus principales señalamientos:

  • El lenguaje de la Iglesia es obsoleto, anacrónico, aburrido, repetitivo, moralizante, totalmente inadaptado a nuestra época.
  • Esto (la modificación de tales tendencias)  no podrá hacerse más que mediante una renovación en profundidad de la teología y de la catequética.
  • El diálogo con las demás iglesias y religiones está en preocupante retroceso hoy. Los grandes progresos realizados desde hace medio siglo están en entredicho en este momento.
  • En el plano moral y ético, los dictámenes del Magisterio, repetidos hasta la saciedad, sobre el matrimonio, la contracepción, el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, el matrimonio de los sacerdotes, los divorciados vueltos a casar, etcétera, no afectan ya a nadie y sólo producen dejadez e indiferencia.
  • La Iglesia católica, que ha sido la gran educadora de Europa durante siglos, parece olvidar que esta Europa ha llegado a la madurez. Nuestra Europa adulta no quiere ser tratada como menor de edad.
  • La Modernidad es irreversible y por haberlo olvidado es por lo que la Iglesia se encuentra hoy en semejante crisis.

Es precisamente por este carácter irreversible que tienen la modernidad y la laicidad, por lo que la trinchera de resistencia a la apertura y ventilación moral en que se ha convertido el Vaticano y  buena parte de la  jerarquía católica promovida en los últimos pontificados, no solo son obsoletos sino moralmente cómplices e institucionalmente suicidas.  A esta cerrazón hay que atribuir las graves aberraciones en que la Iglesia Católica ha venido incurriendo, como pensaron en muchos lugares, incluido México, para evitar escándalos.

 

Conclusión: ¿Las primeras señales?

Quizás sea pronto para decir que ya está superada aquella primera sensación de sorpresa que produjo la elección de un papa argentino que tomó el nombre de Francisco. Es nuestra opinión que el programa de su pontificado todavía se encuentra en proceso de definición. Sin embargo, en el corto trayecto recorrido se han dejado ver algunas señales interesantes  que podrían desbordar su perfil de papa de transición.


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¿Hacia un reforma estructural?

Pastores, no lobos rapaces: El Papa solicitó durante una de sus misas diarias en la capilla de Santa Marta, su residencia en el Vaticano, que los fieles dediquen sus oraciones para que los curas y obispos no cedan a la avaricia del dinero y el poder, para que “sean pastores y no lobos rapaces".

"Cuando el obispo o el sacerdote se aprovecha  n del rebaño, cambian las tornas; ya no es que trabajan para el pueblo, sino que se aprovechan del pueblo", advirtió a los religiosos y personal del Vaticano que le escuchaban".

"Hacen el ridículo y, aunque se vanaglorian y se gustan sentirse poderosos, el pueblo no les ama. Por ello, rezad por nosotros, para que seamos humildes, mansos, al servicio del pueblo", pidió.

Economía deshumanizada:“El dinero tiene que servir, no gobernar”"Hemos creado nuevos ídolos. La antigua veneración del becerro de oro ha tomado una nueva y desalmada forma en el culto al dinero y la dictadura de la economía, que no tiene rostro y carece de una verdadera meta humana", ha criticado esta semana. El papa que se propuso ser “el papa de los pobres” al inicio de su pontificado, ha pedido a los embajadores con quienes se reunió el jueves que controlen la economía y protejan a los débiles.

Asegura que “el dinero tiene que servir, no gobernar” y critica a los mercados financieros: "Se ha establecido una nueva, invisible y, en ocasiones, virtual tiranía, una que unilateral e irremediablemente impone sus propias leyes y reglas".

El reclamo de cristianos adultos: “La Iglesia no es la niñera de los cristianos” :A mediados de abril incidió en una idea que ha marcado repetidos discursos. “Los fieles, opina, no deben esperar a que un sacerdote les diga lo que deben hacer”.

“Cuando hacemos esto, la Iglesia se convierte no en madre, sino en niñera, que cuida al niño para adormecerle. Tenemos que pensar en el bautismo y en nuestra responsabilidad de bautizados [para anunciar a Cristo]".“Hay cristianos de salón que no saben hacer hijos para la Iglesia”.

Pastores, no lobos rapaces: En otra homilía emitida en Radio Vaticana el pasado abril planteó: "También en la comunidad cristiana hay de estos trepas, ¿no? Que buscan su propio beneficio y consciente o inconscientemente fingen entrar por la puerta pero son ladrones y sinvergüenzas”.

“¿Por qué? Porque roban la gloria a Jesús y buscan la suya propiaPara ellos la religión es un negocio", criticó. Con la misma idea, denunció más recientemente el "daño que ocasionan al pueblo de Dios los hombres y mujeres de la Iglesia que son carreristas, escaladores, que usan al pueblo, a la Iglesia, a los hermanos y a las hermanas -a quienes deberían servir- como trampolín para los intereses propios y las ambiciones personales".

 

¿Un “no” a los credos excluyentes?

El papa Francisco, en su discurso ante los periodistas del 16 de marzo,  mostró,   ante el casi infinito pluralismo de creencias y conciencias, un sorprendente respeto que  podría dar por liquidados los tiempos de los anatemas y los tribunales inquisitoriales: Estaríamos hablando de un universalismo religioso y moral.  Ante cientos de periodistas,  dijo:“Como muchos de ustedes no pertenecen a la Iglesia Católica y  otros no son creyentes, de corazón doy esta bendición en silencio a cada uno de ustedes, respetando la conciencia de cada uno, pero sabiendo que cada uno de ustedes es hijo de Dios. Que Dios los bendiga” (marzo 2013).

Quizás detrás de ese coloquial estilo, está la idea  de una   voluntad de  tránsito de la era de una iglesia única y universal (la católica),  a una humanidad incluyente en sus infinitas creencias y filosofías, con el único tope del respeto a la humanidad y a la naturaleza, como su sustento. Si así fuera, el papa Francisco habría tocado los terrenos  de universalidad del otro Francisco (el de Asís) en su Cántico de las Criaturas:

Loado seas por toda criatura, mi Señor, 
y en especial loado por el hermano sol, 
que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor, 
y lleva por los cielos noticia de su autor.

Estas señales, si las tomamos con seriedad, pudieran estar apuntando hacia cambios estructurales profundos e indispensables para una iglesia a la que le preocupe más servir que sobrevivir. Aun suponiendo que  esto estuviese en la mira y en las profundas convicciones del actual pontífice, todavía es pronto para el lanzamiento de una reforma de envergadura  en una institución, como la Iglesia Católica,  que en muchos aspectos se desmorona y que, después de Juan Pablo II,  su estado de incertidumbre  parece tan profundo que la ha llevado a  su segundo pontificado consecutivo de transición.  Pero, mientras transcurre la espera, lo menos que se puede decir es que el proyecto de una iglesia restaurada, centralizada, fuerte  y compacta en el que soñaba Juan Pablo II, a pesar de su poco afortunada beatificación que aceleró Benedicto XVI, ha fracasado.

Todo indica que el pontificado del papa Francisco no logrará pasar sin pena ni gloria, como pudo ser la intención de sus electores. Inevitablemente, su ministerio,  no logrará ser de mera   transición,  estará atravesado en una encrucijada de tres caminos:

a.- La profundísima crisis de la Iglesia  en sus más altos niveles;  b.- Poner a prueba las certeras y sorprendentes intuiciones de ruta y acción que, desde los primeros meses de su  gestión,   parece estar  mostrando;   c.- La necesidad insoslayable de hacer frente al esclarecimiento de su comportamiento ante las acciones de  la Junta Argentina de Gobierno   en su fase de terror.  No es éste un tema menor.

Si las ideas e inspiración que Francisco ha expresado reflejan una decidida voluntad reformadora,  cabe preguntarse sobre cuál podría ser el impacto,  político y moral,  tanto  en la Iglesia Católica como en la clase política mundial,  de un pontífice que, por propia voluntad,  pudiera tener la valentía  de someterse  a la sentencia del Tribunal Internacional de la Haya, para esclarecer las dudas de algunos en el grave asunto de su comportamiento ante la Junta Militar. Al respecto, me atrevo a pensar que,  para una  iglesia herida por tantos escándalos,  si llegara el caso, sería más saludable un papa que  se sometiese a tal  sentencia, que cualquier intento de camuflaje imperdonable. 



Notas:

[1] Nacido en Mendavia (Navarra, España), ejerció la docencia e investigación en Perú por 18 años, especialmente en relación con poblaciones indígenas y urbano-marginales (prisiones). Productos   de esa época fueron sus  trabajos  “Migración, transculturación y delincuencia en el Perú” (1977) así como “Religión popular en el Perú. Informe y diagnóstico” (1987). Desde 1984 hasta el presente, reside en México y ejerce la cátedra en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Algunos de sus productos recientes han sido: “Las cuentas pendientes de la laicidad y sus fronteras conceptuales”. TEC, México 2013. “La fuerza de la identidad. Religión popular, cultura y comunidad”. CONACULTA, Col. Intersecciones, México 2011. “Pluralismo étnico, catolicismo popular y laicidad”. En: Fomentando el conocimiento de las libertades laicas. El Colegio Mexiquense (México) y UNMSM (Perú), 2008. “El componente anticlerical del catolicismo popular”. En: “El anticlericalismo en México”. Porrúa-TEC, México 2008. “Los combates por la identidad. Resistencia cultural afroperuana”. México, Publidisa, 2007. “Fuerza y Sentido. La religión popular al inicio del siglo XXI”. México, Dabar, 2002.

[2]Cfr. hhtp://es.wikipedia.org/wiki/p%c3°ado_xii#eite-note-46  

[3] Time Magazine, 23 de diciembre de 1940.

[4] El papa Pío XI pensó que los cambios sociocultales y políticos derivados de la Primera Guerra Mundial demandaban un concilio y llegó a pedir opiniones a algunos obispos y cardenales. Sin embargo la idea estaba tan lejos de una voluntad de reformas profundas de acercamiento a la realidad, que fue desechada porque, una   buena parte de los consultados pensaron que la mayor parte de las medidas que podría tomar el posible concilio, ya habían quedado plasmadas con el  nuevo Código de Derecho Canónico, recientemente publicado! También Pío XII, en 1948, tuvo una idea semejante y tan conservadora como la anterior. En esta ocasión, siendo, nada menos que el Santo Oficio (pariente institucional de la Inquisición de todos los tiempos) el encargado, se llegó a pensar en temas centrales como doctrinas peligrosas, comunismo y  la posible definición del dogma de la Asunción de la Virgen María, entre otros. Las reuniones preparatorias llegaron hasta 1951 y se disolvieron por las dificultades de llegar a acuerdos. No era para menos. Cfr. Aubert R. y otros: Nueva Historia de la Iglesia.  Vol V: La Iglesia en el mundo moderno (1848 al Vaticano II). Ed. Cristiandad, Madrid, 1984. Pp. 537.

[5] Documentos del  Vaticano II. Biblioteca de Autores Cristianos, 15ava. Edición. Madrid, 1967. Pag. 511-512.

 [6] Aubert, R. et Al. : “La Iglesia en el mundo moderno (1848 al Vaticano II)”. En: Rogier, L. J., Aubert, R y Knowles M. D.: Nueva Historia de la Iglesia. Vol V. Ediciones Cristiandad, Madrid, 1977.

[7] Ibid.  562.

[8] Ibid. Op. cit. 563.

[9] Las autoridades comunistas polacas tenían serias dificultades políticas y de comunicación con el anciano Primado de Polonia, el cardenal  Wyszynski y preferían dialogar con Wojtyla (“uno de los pocos intelectuales en el episcopado polaco….  que reconcilia con destreza  la devoción tradicional popular con el catolicismo intelectual y a ambos sabe apreciarlos” según ellos).

[10] Entre otros, los teólogos sospechosos y bajo vigilancia de Juan Pablo II fueron: Yves Congar, Henri De Lubac,  Jan Daniélou, Karl Rahner, Hans Kung (condiscípulo de Bernedicto XVI), Bernhar Häring, Hans Urs von  Balthasar. También hubo algunos cardenales, pero estos, cuando papa, nunca estuvieron a su alcance o ya eran demasaido ancianos. En cambio, ese era el momento de elegir y seleccionar los nombramientos adecuados para su proyecto eclesiástico.

[11] Bernstein, Kalr y Politi, Marco: Su Santidad: Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo. Ed. Norma. Bogotá 1996.

[12] Las circunstancias de su muerte provocaron  sospechas de posible homicidio. El sacerdote español Jesús López Sáez,  en su obra El día de la cuenta, defendió la hipótesis según la cual el fallecimiento del papa  se debió a envenenamiento con una fuerte dosis de un vasodilatador. En su obra  In God's Name (En el nombre de Dios), el investigador inglés David Yallop, sostiene  que Juan Pablo I fue envenenado por altos jerarcas de la Iglesia católica en complicidad con mafiosos vinculados con el Banco Ambrosiano y las hermandades secretas masónicas. Sin embargo, en la investigación que,  en 1988, el Vaticano pidió al periodista John Cornwell, supuestamente con todo tipo de facilidades para entrevistar a los testigos de la vida y muerte de Juan Pablo I, el investigador excluyó la hipótesis de muerte violenta, tal como lo reflejó en su obra-informe Como un ladrón en la noche. La muerte del papa Juan Pablo I.

[13] El de Juan Pablo II fue el tercer pontificado más largo de la historia del cristianismo, contrastando con el de su predecesor Juan Pablo I, el papa de los 33 días, que fue  el pontificado más breve de los tiempos modernos.

[14] La complejidad del pontificado de Juan Pablo II (uno de cuyos contrastes más patentes fue la exhibición apoteósica y simpática de sus viajes   frente  la represión interna y marginación de la corriente conciliar dentro de la iglesia) no terminó con  su pontificado. Llama poderosamente la atención, por ejemplo, el que Benedicto XVI en los primeros días de su pontificado, por un lado, suspendiera del ministerio sacerdotal al pederasta Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y  protegido de  Juan Pablo II, y, por otro, beatificase con urgencia al mismo papa que le había concedido un prolongado amparo. Hoy no hay lugar a dudas de que los crímenes de Maciel estaban debidamente documentados en los archivos del Vaticano durante el pontificado de Juan Pablo II. Cfr.  Barba, José, Athié,  Alberto y González,  Fernando M.: La voluntad de no saber: lo que sí se conocía sobre Maciel en los archivos secretos del Vaticano desde 1944.  Editorial Ramdom House Mondatori. México 2012.

[15] Informe que, a pedido de Benedicto XVI, elaboraron Ios cardenales Julián Herranz, Salvatore de Giorgi y Josef Tomko, miembros de la comisión de investigación sobre la filtración de documentos internos del Vaticano. Según esta versión, cuando los tres cardenales le informaron el pasado 17 de diciembre de sus hallazgos, Benedicrto XVI tomó la decisión de presentar su renuncia al pontificado.

[16] González Martínez, José Luis: El viaje de Benedicto XVI a México: sentido y propósito. Rev. Pacarina del Sur. Nro. 12,  ISSN: 2007-2309. Latindex, julio-septiembre, 2012.

[17] Cartas fechadas respectivamente, el 3/I/2010) y el 15/04/2010, que bien podrían titularse “las cuentas pendientes que dejó el Concilio Vaticano II”,  pero que también nos permiten apreciar los principales retos que arrastra la iglesia que hereda el papa Benedicto.

[18] Con fecha reciente (EFE 27/05/2013) me llega un documento en que se da cuenta de que el cardenal George Pell, actual arzobispo de  Sidney  (Australia), ha reconocido ante el parlamento del estado de Victoria, que la iglesia católica australiana encubrió durante décadas no menos de 6,000 casos de abusos sexuales de eclesiásticos contra menores, “para preservar la imagen porque había miedo a un escándalo”.  El cardenal Pell  es uno de los ocho cardenales elegidos por el papa Francisco para el asesoramiento en la reforma de la administración de la Iglesia.

 

Cómo citar este artículo:

GONZÁLEZ, José Luis, (2013) “No bastarán las sonrisas: Retos y límites del pontificado del papa francisco”, Pacarina del Sur [En línea], año 4, núm. 16, julio-septiembre, 2013. ISSN: 2007-2309. Consultado el

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.
. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=769&catid=13