La violencia política en el Perú posconflicto interno

Renzo Esteban Martínez Laya

Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú

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Recibido: 28-02-2020
Aceptado: 16-03-2020

 

 

Representaciones de la violencia a través del prisma democrático-liberal

El discurso marxista articuló el campo de sentido en la izquierda hasta fines del siglo XX. Con su crisis se perdieron sus efectos de “verdad”, sus influencias en el mundo. Por un tiempo hizo falta en Occidente una imagen intrusa (“intruso comunista”) para evitar que penetre el fantasma marxista. Tras el declive del mito comunista ya no hizo falta -al menos por un tiempo- dicha figura imaginaria paranoica. Entonces, se abrió un efímero momento de entusiasmo democrático que Samuel Huntington[1] describe como una tercera ola que apuntaba, ya no hacia el antagonismo y al conflicto entre clases sociales y sistemas socio-económicos, sino hacia una “civilización común”, tolerante y multicultural.

Para el psicoanálisis la fantasía cumple no la función de ocultar una realidad verdadera, sino que es la realidad misma o su soporte ideológico.[2] La fantasía social de la pos-Guerra Fría aparece como “un fin de la historia y un encuentro de la civilización”.  El fin de la historia, el fin de las ideologías, la libertad ilimitada, la paz perpetua, el mercado autorregulado, la consolidación de la democracia, el capitalismo con rostro humano, el mundo multicultural, entre otras, no son sino formas fantasmáticas en el marco de la hegemonía global del capitalismo. Blin y Marín en su Diccionario del poder mundial (2013) plantean que tres visiones se presentan tras el fin de la Guerra Fría:

[…] la del “fin de la Historia”, la de la “Paz Democrática” y la del “Choque de Civilizaciones”. Aunque describan una realidad nueva, estos tres paradigmas se sustentan en realidad sobre bases filosóficas o históricas anteriores: interpretación hegeliana y kantiana respectivamente para las dos primeras y reafirmación, para la última, de una constante histórica cuyo origen se remonta a varios siglos atrás. Ahora bien, si los dos primeros paradigmas vislumbran un avance de la humanidad hacia un modelo que a largo plazo genera paz, libertad y prosperidad, la teoría del choque de civilizaciones, que postula una visión cíclica de la historia, entrevé un futuro sombrío que podría desembocar en una tercera guerra mundial (Blin & Marín, 2013, pág. 38).

 

La mitología social en la que se afirma un fin las violencias políticas en la historia humana (regímenes dictatoriales, revoluciones armadas, paralegalismo o paramilitarismo, etcétera), una clausura definitiva de la historia de los campos de concentración y los gulags (Traverso, 2019) fracasó muy pronto.[3] Sin embargo, pese al “desencantamiento” y al saber del fracaso del capitalismo global, se mantuvo intacta la creencia en el carácter insuperable del sistema capitalista y en su forma democrática-liberal. Como lo plantea Žižek, en un prólogo a Mark Fisher, citando a Jameson: “hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

En la actualidad, los canales democrático-institucionales se presentan como los modos de tramitar las contradicciones sociales a modo de gestión de los conflictos sociales. Asimismo, estos conflictos sociales ya no adoptan las formas clasistas-ideológicas, sino también las formas culturales e identitarias (Huber, Hernández, & Zúñiga, 2011). Ya no hay lugar para las violencias, ni entre clases sociales ni entre sistemas socio-económicos; aunque sí se pueden presentar conflictos en forma de “choque de civilizaciones” por cuestiones culturales y religiosas. Estos choques civilizatorios, ¿no serían precisamente la consecuencia del mundo multicultural y tolerante? Allí radica la paradoja que Žižek suele apuntalar en su crítica al paradigma democrático-liberal.

Morales (2017) refiere que el paradigma del consenso democrático liberal toma por exterior del “nosotros” a la violencia, es decir, que no lo asume como fenómeno endógeno. Se presenta en relación de tensión con la violencia, rechazando toda relación de complicidad con ésta, por lo que rechaza cualquier discurso y práctica que afirme el ejercicio de la violencia. Puede aparecer muy obvia y universal la afirmación de que toda forma de violencia, que no sea la legítima (la de la fuerza pública), esté tipificada como delito. Pero solo es obvia si se confunde y entremezcla lo político y lo social. La violencia política tomaba parte del repertorio positivo en el paradigma revolucionario hasta su declive a fines del siglo XX. Con el paradigma democrático, la violencia como repertorio en nombre de un concepto de justicia y de sociedad[4] se presenta como ilegítimo por derecho[5] y, del mismo modo, este tipo de violencia política se rechaza en el imaginario social.


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Ubilluz (2018) señala que el lenguaje tiene la función de sistematizar la realidad “bruta” del mundo. Esta sistematización por medio de la palabra es la realidad social. La distinción entre significante y significado permite que esta estructuración simbólica no es sustancial, sino contingente.[6] Así, la forma democrática actual no es más que la articulación entre significantes (“democracia” y “liberalismo”) en una cadena discursiva que solo es posible bajo ciertas condiciones de cambio político propiciadas por el capitalismo.[7] En el Perú, la constitución de la cadena significante en torno a la violencia política remite a la estructuración socio-simbólica (democrático-liberal) pos-conflicto, desde el cual se piensa la acción contenciosa asociada al terrorismo. De este modo, las luchas sociales se ven sometidas a determinadas tipificaciones asociadas al terrorismo y sus agentes, a determinados estigmas.

Todo desplazamiento discursivo del sistema político resignifica las nociones de libertad e igualdad.[8] El capitalismo abrazó la causa de la libertad (en tanto significante flotante) y la articuló con la noción del liberalismo. Dicha concepción de libertad se plantea en un sentido negativo y formal, abstraída de las condiciones socio-económicas y pensada en torno a una cultura de consumo (abstraída del modo de producción). Esta “libertad de” se da con respecto al Padre edípico, castrante que describe Freud.[9] El entusiasmo anti-edípico celebrado en Occidente por amplios sectores sociales, políticos e intelectuales (como los pos-estructuralistas), no expresaba sino un desplazamiento sistémico que ocultaba violentas “consecuencias no previstas”.

 

Las violentas consecuencias no previstas en el capitalismo tardío

El capitalismo tardío produce sus consecuencias no esperadas, como las prácticas disfuncionales violentas. Žižek (1994) refiere que en esta época se pierde el lazo social pues opera un imperativo al goce “yoico” que se expresa en el consumo o en la acumulación más allá del “principio del placer”. Imbert (1992) designa a este tipo social como sociedad excesiva por el hedonismo desbordante. Sociedad del rendimiento lo denomina Byung-Chul Han (2016), en el que el sujeto ya no está “sujeto” a una entidad externa; sino que es él quien ejerce violencia contra sí para estar a la altura de las exigencias de la sociedad del rendimiento. El ethos modernista del sacrificio hacia los otros en relación con un ideal colectivo que se reorienta hacia sí.

En el mundo pos-Guerra Fría aparecen otras modalidades de violencia, además de la violencia contra sí, a raíz de los cambios globales estructurales. Balibar (2008) señala que la violencia se vuelve más salvaje, pues la sociedad ya no sublima. Maffesoli (2000) por definición arguye que toda sociedad tiene que sublimar a través de ritos simbólicos. En términos freudianos, se trata de administrar la “economía libidinal” de la sociedad, de tal modo que permita cohesionar socialmente, constituir identidad o mantener una creencia colectiva. Al no sublimar, las pulsiones reprimidas retornan con toda su violencia. Keane (1996) plantea que la violencia se ha incrementado en los sistemas democrático-liberales debido a ciertos desplazamientos en el orden de la cultura.[10] En este sentido, las violencias en este contexto “forcluido”[11] se presentan como violencias des-simbolizadas, como odios puros; por ejemplo, con los fundamentalismos o las violencias de las pandillas.

En relación con el paradigma democrático liberal, estas violencias son fenómenos “dis-funcionales”, “anómicos”. Merton, en su obra Social Theory and Social Structure (1957), alude que la anomia se sucede como expresión de la no correspondencia entre la expectativa individual y la oferta colectiva. La oferta colectiva se acentúa en el tardo-capitalismo en una sociedad que se revoluciona permanentemente (en cuanto a sociedad de consumo) y que coacciona desde el superyó (con el imperativo al goce). De este modo, con la “des-simbolización” o forclusión no es que la violencia opere sobre el puro sin-sentido, sino como producto del marco socio-simbólico que se basa en el “fetichismo de las mercancías” de la sociedad de consumo. Imbert (1992) refiere que el contexto fomenta un clima de violencia mediante una cultura del consumo que produce sujetos adictos a ésta; pero que no pueden conseguir la oferta de objetos o su “promesa fantasmática”, produciendo, aquello que Touraine denomina, “cultura de la exclusión”. De esta forma, la cultura de la violencia se basa en una “cultura del goce”, en el que el individuo “violento” es súbdito en la sociedad de consumo (de sus objetos y de su promesa imaginaria) y en el que el otro no es sino un rival o un obstáculo a eliminar.

Imbert (1992) señala que hay un rechazo de violencia en la sociedad, pero, al mismo tiempo, se alberga un sentimiento de fascinación por ésta. La violencia representada es la espectacularización de la violencia por parte de los medios de comunicación a través de la exposición de contenidos violentos gráficos (sensacionalistas). Imbert problematiza los tipos de efectos de esos contenidos (directos y subliminales) en la subjetividad y en las conductas sociales. A partir de esa mediatización se induce a disposiciones sociales hacia la violencia a partir de una cultura violenta que interpela permanentemente.

El orden simbólico no se sostiene a partir de la sola “mediatización” o interpelación, sino sobre un marco constitutivo (una cultura de violencia) que determina normalidades, legitimidades, etc. Lo que no corresponda con la forma legítima se rechaza, produce asco o estigmatiza. Como plantea Bourdieu (1998), la operación de distinción sostiene determinadas barreras, clasificaciones y jerarquías sociales propias del sistema de enclasamiento y se expresa a través de estigmas, repulsiones y aversiones. Por ejemplo, contra aquel que emita una opinión crítica o tome parte en una acción política contenciosa, se le tipifica con ciertas “imaginerías” como “terrorista”, “rojo”, “violentista”, “delincuente”, etcétera y, sobre esa realidad constituida, se legitima la coerción y el castigo punitivo (la criminalización).


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Una aproximación al estudio la violencia política

Helder Cámara, según González (2002), señala que la violencia se ha vuelto algo omnipresente, que ya no se perciben sus dimensiones reales porque se concibe como connatural, como parte de la gente. Esta violencia cotidiana y normalizada, como parte de una “cultura de goce”, no se puede explicar por cuestiones sustanciales o genéticas, sino sociales. Byung-Chul Han (2016) señala que se ha desplazado la topología de la violencia en el sujeto de la “Modernidad tardía” o, como el autor lo denomina, en el sujeto de la “sociedad del rendimiento”. El psicoanálisis respecto de la violencia no viene a decir que la pulsión de muerte en los individuos determina la violencia. Como señala el psicoanalista colombiano Pío Sanmiguel, citado por Escobar (2000, pág. 54), “si el psicoanálisis no tuviera más que eso para decir (en el caso de que fuera eso lo que realmente dijera) no avanzaría mucho más que quien, no conociendo la explicación de un fenómeno, convoca las fuerzas de la naturaleza”.

Para el psicoanálisis de Lacan, la violencia tiene también una dimensión estructural, en tanto, el sujeto se inscribe en la cultura. La violencia preexiste y es condición de los sujetos, pues toda estructuración socio-simbólica implica un corte que viene, parafraseando al filósofo francés Jacques Rancière, a partir al mundo de lo sensible. Escobar (2000, pág. 55) refiere que el propio origen del sujeto está marcado por la violencia: “Nos pusieron nombres. Nacimos en una familia que no elegimos pero que debemos adoptar. Nos bautizan en religiones, nos otorgan nacionalidades, etc.”. En ese sentido, no es que los sujetos hayan sido sometidos a algún tipo vejación o violencia sensible, sino que el hecho de la imposición de un lenguaje como marco constitutivo (a través de las figuras parentales, de la cultura, de las instituciones) es ya un acto de violencia originario, que se actualiza en la socialización del sujeto con otros tipos de violencias visibles o invisibles[12] que reproducen determinadas formas de socialidad.

Cuando se indica que la violencia “está en todas partes”, no se pretende decir que “todo es violencia”, porque si se afirma ello, la violencia como categoría se termina banalizando. Lo que se pretende señalar es que hay un macrocosmos desde el que se constituyen las prácticas sociales, pero sin caer en un pueril estructuralismo. No se trata solo de que toda acción violenta se inscribe en un orden de relaciones y determinaciones sociales y que tienen como fundamento un mínimo nivel comunicativo (entre el agresor y el destinatario de la acción), como si de una totalidad cerrada se tratara, sino que cuando acontecen en el espacio social tienen lugar ciertas rupturas y sentidos no representados, reversos de la ley simbólica, goces o deseos. No es que con la forclusión epocal se produzcan prácticas sin-sentidos; sino, como lo plantea Imbert (1992, pág. 38), aún las violencias des-sacralizadas contemporáneas[13] (como las violencias vandálicas) tienen un sentido profundo, expresan un modo de interpelación al orden simbólico.

En este artículo se estudia a la violencia en el campo político que, si bien remiten al factor consciente en el actor colectivo y al juego de las estrategias políticas, no se prescinde del campo del sentido. Si algún distingo tiene la violencia política de otro tipo es su inscripción en lo simbólico, en el que lo que se pone en juego es el deseo (no es la preeminencia del goce en el consumo).[14] Para el análisis se propone una mirada más abarcadora que la sola dimensión óntica de los enfrentamientos entre el agresor y el agredido. Al respecto, se han planteado muchas tipologías de la violencia política que dan cuenta de la multidimensionalidad de la problemática de la violencia. Žižek en Sobre la violencia (2008a) propone las categorías: violencia estructural, violencia simbólica y violencia subjetiva.


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  1. La violencia objetiva, sistémica o estructural es generada por el capitalismo que en su flujo expansivo por aumentar la acumulación y el consumo genera mayor desigualdad, precariedad, pobreza, desequilibrio ecosistémico, crisis medioambiental, etc.
  2. La violencia simbólica se ejerce mediante las tipificaciones culturales institucionalizadas en la sociedad tales como racismos, odios, prejuicios, discriminaciones, estigmas, etc. Puede usarse la definición de Bourdieu y Passeron (1996) de “violencia simbólica” como la capacidad para imponer significados, como algo legítimo.
  3. La violencia política subjetiva o directa son las acciones de violencia sensible que generan perjuicio o daño físico a personas u objetos. Por ejemplo: los enfrentamientos en una protesta entre manifestantes y las fuerzas policiales, la toma de un local o de una carretera, atentar contra la propiedad privada, el secuestro de una persona o grupo de personas, etc. Žižek señala que estas formas de violencia, hoy en día, se destacan en los medios de comunicación con el propósito de des-totalizar el fenómeno de la violencia (velar la violencia sistémica) e individualizar el fenómeno con la finalidad de criminalizar la acción violenta.

 

Complicidad histórica con la violencia

América Latina no se presenta como un lugar de excepción de ejercicio de la violencia política; por el contrario, como un lugar de una constancia de ésta. En la actualidad, se presenta como un lugar de conflicto en el que ha escalado la violencia política. En ella se han puesto de manifiesto las conflictividades sociales y las brechas existentes en el orden normal producto de la irrupción en la escena normal de la  política plebeya.[15] Esta brecha real, puesta de manifiesto, patentiza una anomalía o un síntoma en el paradigma. De este modo, la fantasía imaginaria del consenso o de la comunicación plena y sin interferencias o distorsiones se ve des-dicha por la real irrupción de la política. La denegación en los sectores conservadores de este síntoma y de la emergencia de una nueva forma democrática, a la que pretenden hacer pasar por simple revés, se expresa con sus estrategias de “restauración”[16] que ha llevado a un escalamiento del conflicto, a una agudización del antagonismo en la región.

En América Latina y el Perú los “estados de excepción” han operado más bien como la norma, como la parte constitutiva del poder y de la estructuración de las sociedades, en el que las clases dominantes a través del aparato del Estado ejercían violencia (estructural, simbólica, subjetiva) contra los pueblos a través de un discurso fantasmático que ocultaba sus verdaderos intereses. Como refiere Moraga (2014), bajo las formas simbólicas de la evangelización y la modernización, que se impusieron violentamente, subyacen la introducción e imposición de la cultura occidental y el modo de producción capitalista. Calveiro (2008) refiere que los elementos prescindibles (la “nuda vida”) en la historia de la estructuración de las sociedades en América Latina fueron los indios en la América colonial y pos-colonial, los subversivos en las dictaduras burocrático-militares, los acusados de terroristas o narcotraficantes en el mundo global contemporáneo.

El Perú de la década del 90 es escenario de cambios profundos en el país en el contexto de la globalización capitalista. Las viejas condiciones de dominación y tutelaje se actualizan bajo las nuevas coordenadas. El Consenso de Washington, entre grandes corporaciones y las élites políticas de los Estados, representa el nuevo contrato (un pacto de carácter elitista y neoconservador), que configura un nuevo orden socio-simbólico y un nuevo principio objetivo de realidad que opera objetiva y subjetivamente. Se funda también la propia forma de Estado y sociedad civil pos-política y en el que sus relaciones (de interpelación) se modifican, pues se ven investidas por el éter de la lógica del capital, en su modalidad neoliberal. Desde entonces, el mercado y su libre iniciativa estructuran los aspectos más elementales de la vida social, como indica Castillo (2001).

Este orden hegemónico neoconservador que persiste hasta nuestros días, no se originó producto del desenvolvimiento natural e inmanente del sistema global o nacional, sino mediante diversos mecanismos de dominación que incluyen la violencia política oficial, cuya función fue estabilizar los órdenes socio-simbólicos y depurar las impurezas sociales, con el propósito de permitir la expansión libre del gran capital sin restricciones de las instituciones y sin resistencias de la sociedad civil.


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Un fantasma recorrió el Perú

George Sorel (1978) estableció una distinción entre la violencia que ejerce una autoridad para obtener obediencia y la violencia que se ejerce con el objeto de subvertir esa autoridad. Esta última forma de violencia fue asumida como parte del repertorio de la izquierda fantasmática.

Se puede identificar en la izquierda fantasmática a la tradición comunista que asumieron (objetiva y subjetivamente) la ideología marxista y sus variantes.[17] Durante el siglo XX, los grupos subversivos se adhirieron al fantasma del comunismo propuesto por Marx, pero como todo saber que se incorpora subjetivamente, dicho saber se refraccionó de modo diverso. No es este el lugar para profundizar en la recepción más amplia que tuvo la teoría y metodología de Engels, antes que la del propio Marx.

Los comunistas se inscriben en una lógica de antagonismo dentro de la concepción de una división de la sociedad en clases, en la que, por medio de un acto disruptivo y violento, las clases dominadas derrocan a las clases dominantes del poder del Estado e instituyen un nuevo orden social. La violencia, en el universo discursivo marxista, se comprendió como una forma de política “por otros medios" en tanto repertorio[18] y como “partera de la sociedad”, por definición, en tanto, violencia fundadora de un nuevo orden social.[19] De este modo, la táctica fundamental se basó en la acumulación de fuerzas (construcción de hegemonía del proletariado sobre las otras clases subalternas bajo la dirección de la vanguardia del proletariado, es decir, del partido comunista) para pasar al acto revolucionario, a la violencia revolucionaria que sería el programa máximo. El sostenimiento del mito de Marx permitió la consistencia y eficacia simbólica marxista-leninista, como del partido comunista como agente socializador. Sin embargo, pese al fantasma que tornaba creíble su inminencia (inversamente proporcional al miedo y paranoia en los “contra-revolucionarios”), la mayoría de la tradición radical de la izquierda no optó por pasar al “acto revolucionario”.

El desplazamiento de la ideología de la izquierda marxista peruana, en la década de 1980, fue un fenómeno ideológico global en el campo discursivo de la izquierda. La pérdida de la eficacia del fantasma revolucionario se enmarca en el contexto local de fracaso de la izquierda “socialdemócrata” (APRA), de la falta de proyección y horizonte en la izquierda “democrática” y de la actuación de la izquierda “autoritaria”, como también del contexto global (crisis de la URSS, discurso capitalista en ascensión). La unidad de la izquierda (UNIR, ARI, Izquierda Unida, entre otros) fue precaria debido a la pérdida del horizonte simbólico que proporcionaba consistencia en un medio contra-hegemónico en tensión que se presentaba dividido entre “revolución” y “democracia”. Tras la crisis general de fines de los 80, deviene hegemónica la ideología democrático-liberal, blandiendo la bandera flotante de la libertad en contra de la opresión del Padre (el Estado, el discurso ideológico, el partido, etc.), en un marco creciente de desencanto por los grandes ideales colectivos. Es por ello que, la re-activación de la izquierda a fines de siglo ya no se basará en el fantasma del comunismo.

No es que los militantes de la izquierda pos-fantasmática estén vaciados de sentido simbólico o fantasmático, pues por definición todo sujeto y sentido se sostiene en el fantasma. Sino que en la sociedad posmoderna se debilita toda “meta-narrativa” (principalmente la marxista), que daba un horizonte a los agentes de izquierda y funcionaba como generadora de solidaridades (en torno a la clase social) que se sustituye por una diseminación del sentido en la izquierda.[20]

¿La izquierda pos-fantasmática debe pensar en términos de continuidad o ruptura a la tradición radical de la izquierda fantasmática? El balance histórico, como la crítica al discurso y práctica comunista por parte de la izquierda pos-fantasmática se plantea desde un discurso externo y mediatizado por la eventualidad de la retórica política presentista. No se piensa a la tradición radical de la izquierda fantasmática como parte de una propia identidad o tradición, de tal modo que la “nueva izquierda” asume responsabilidades y aprehende de sus desplazamientos y reinvenciones, de sus victorias y derrotas. Traverso (2019) señala que solo ha quedado un “campo de ruinas” tras la derrota del socialismo como orden contrapuesto al capitalismo y que hay cierta huida que da cuenta de que no se quiere saber nada del pasado.

Traverso (2019) rechaza la melancolía pasiva y patológica y propone una melancolía que permite elaborar el duelo que permita no un rechazo absoluto de toda la tradición radical, sino tomar una distancia necesaria. Dicha actitud puede permitir (re)escribir una historia que describa trayectorias de “subversión” que sirvan para entender un mejor sentido de repetición no de la violencia, sino del acto radical. En lugar de una memoria que fetichiza a la víctima, de una visión del espacio social como trágica y conmemorativa, de una concepción de historia como un pasado de verdugos y víctimas (que borra todas las luchas); propone una memoria activa que da cuenta del espíritu combativo y revolucionario de los explotados, desposeídos y luchadores sociales como lo fueron los antifascistas, anticolonialistas, socialistas, feministas, entre otros. Estas imágenes de subversión han sido olvidadas por una narrativa derrotista, melancólica patológica. A decir de Žižek, citado por Roca:

Este es el punto en que la izquierda no debe “ceder”: debe preservar las huellas de todos los traumas, sueños y catástrofes históricas que la ideología del “fin de la historia” preferiría olvidar; debe convertirse a sí mismo en un monumento vivo de modo que, mientras esté la izquierda, estos traumas sigan marcados. Esta actitud, lejos de confinar a la izquierda en un enamoramiento nostálgico del pasado es la única posible para tomar distancia sobre el presente, una distancia que nos permita discernir los signos de lo nuevo (Roca, 2004, pág. 107).

 

Ernesto Laclau y Chantall Mouffe (1987) afirman que los debates políticos tras las crisis de la izquierda fantasmática tienen que ver con la crisis del marxismo. Mouffe (1999) al preguntarse ¿Qué significa hoy ser de izquierda? Refiere que se está atravesando la crisis y disolución del imaginario jacobino, que, de diferentes maneras, ha caracterizado a la política revolucionaria de los últimos doscientos años. En lugar de anticipar un sujeto histórico y un lugar utópico a edificar a priori, Laclau y Mouffe proponen que una articulación discursiva y construcción de pueblo desde el que los sujetos y las construcciones sociales emergerán y serán designadas de modo retrospectivo.

 

Tiempos de retorno de lo reprimido en forma ultra-violenta

Quizá la violencia política en la década de 1980 fue la expresión desesperada e intransigente, que en algunos rayó en el fanatismo, de articular creencia (práctica ideológica de subversión) con el saber (el conocimiento de que la sociedad y su crisis generalizada), antes de que se vuelva predominante el cinismo.[21] Esta década es testigo del ascenso del terrorismo a nivel global por parte de grupos políticos radicales. En el Perú tuvo como protagonista al Partido Comunista del Perú–“Sendero Luminoso”.

El conflicto armado interno fue el fenómeno de mayor escalada de la violencia política en la historia reciente del país. Se puede afirmar que el conflicto armado interno rompió con el principio de realidad y generó condiciones (des)estructurantes que posibilitaron “retornos de lo reprimido” bajo formas ultra-violentas. Diversos sujetos sociales se des-identificaron de los códigos ideológicos y tomaron partido por ese proceso sin conocer de manera clara el proyecto político ni lo que implicaba, no solo producto de un malestar y rechazo o debido a la imposición autoritaria del “senderismo”, sino también porque había una aspiración, una creencia, una “necesidad de un mito”. Sin embargo, lo que implicaba dicho proyecto no era sino una mayor sobre-ideologización que es también la subsunción del sujeto en el grupo (en el partido, en la ideología), lo que llevó a un redoblamiento de los marcos de sujeción y dominación que se disfrazaba fantasmáticamente de retórica emancipatoria. En la experiencia “senderista”, se aprecia de manera clara lo que señala Traverso (2019) sobre la izquierda. Que ésta no solo no subvirtió el poder, sino que radicalizó las tendencias autoritarias.

El Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) fue la otra organización política que empuñó las armas en la década de 1980 en el Perú, en un medio en el que la subjetividad de la izquierda se hallaba en tensión. En ese sentido, el MRTA puede leerse en relación con el sujeto neurótico. El psicoanálisis define al sujeto neurótico como el sujeto dividido entre el saber del discurso del Otro y la verdad de su deseo. El MRTA fue una organización de izquierda más vinculada a los partidos políticos de la izquierda tradicional (y a la tradición guerrillera latinoamericana) que participaban ya de la escena democrático-electoral. Quizá, su insurgencia armada fue un intento de no declinar, de tomar distancia de la “neurosis” predominante en la izquierda y de rechazar el "patetismo" del neurótico de izquierdas dividido entre “democracia” y “revolución”, el cual estaba sucumbiendo a la apostasía, al giro ético-político neo-kantiano de la época. El MRTA buscando zafarse de la neurosis, es decir, de la división entre la “verdad” de la revolución o el “saber” democrático, tomó partido por la “verdad” de la acción armada.

Como se señaló, el conflicto armado interno puso de manifiesto las brechas y antagonismos reales en el país. Estas brechas fueron constitutivas de otras formas de subjetividad y socialidad en las zonas en las que escaló la violencia política. Estas emergencias incluyen no solo a las formas de organización social de las poblaciones –implicadas en el conflicto– por resistir los embates en la guerra o participar e influir en esta de una u otra forma. También hay que dar cuenta de los “retornos de lo reprimido” en su forma más cruda y “pura” en el proceso de escalada del conflicto, como de las irrupciones acontecimentales que escapaban a todo marco comprensivo e interpretativo.

Finalmente, es necesario develar, comprender y analizar los reversos de la sociedad democrática que son en realidad los fundamentos que sostienen la ley tal como se presenta (Roca, 2004). Dichos reversos “obscenos” son sentidos gravitantes y latentes en la sociedad que se pusieron de manifiesto en el marco del conflicto armado con genocidios, torturas, violaciones, etcétera. En el marco del conflicto, se manifestaron “abstracciones simbólicas” de larga duración, como lo denomina Acha (2018), inscritas en el inconsciente en el país, como lo son las violencias racistas y machistas, que todavía perduran en la sociedad liberal-democrática.


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En los límites de la ley y la cultura

En el saber social pos-conflicto sobre la violencia se pierde de vista las distinciones de violencia, lo que torna imposible abordar la violencia en el campo político; esto es, comprender lo que subyace como la aprehensión de los sentidos o “potencias”. De este modo, se producen imaginarios sobre las violencias en el campo político que remiten a concepciones maniqueas y dicotómicas de lo social, en relación con abstracciones morales que son constitutivas de ficciones dicotómicas como: demócratas-terroristas, verdugos-víctimas, etcétera. Emilio Crenzel, en “El prólogo de nunca más y la teoría de los dos demonios” (2013), critica la representación de violencia política en Argentina que le resta complejidad, en el que los actos de violencia política perpetrados por las Fuerzas Armadas durante el terrorismo de Estado en Argentina, en las décadas de 1970 y 1980, son equiparables a los actos de violencia de las organizaciones subversivas montoneras sin mayor profundización en el conflicto.

Tonkonoff (2014) arguye que el lugar de la violencia no le compete a una subdisciplina, puesto que no constituye un problema social menor. La fantasía “pos-política” en las sociedades democráticas plantea un predominio del discurso de la ciencia o el discurso universitario (para el psicoanálisis). Dicho saber se presenta como un supuesto saber neutral que entiende a la violencia de manera especializada en campos disciplinarios compartimentados (criminología, psicología, sociología, entre otros), buscando clasificarlas de acuerdo con el grado de anomia o desadaptación del individuo a la regla social. De este modo, al agente o al hecho de violencia se le percibe desde un saber funcionalista y patologista. Tonkonoff (2014, pág. 18) señala que “el espacio que le es propio es de la constitución (y destitución) de los conjuntos sociales entendidos como órdenes simbólicos o, más específicamente, el problema de la violencia es el problema del límite de una cultura y sus sujetos”.

Si a la violencia se entiende como un problema de límite se trata de una puesta en cuestión de los marcos institucionales, del campo del sentido. La violencia colectiva, tal como lo entiende Tilly (2007), como un recurso o repertorio de acción de determinados agentes sociales o políticos en un campo político determinado no es suficiente para explicar los fenómenos conflictuales y violentos, si se quiere pensar en el problema del sentido como material analítico como modo de “aprehender” lo real. Toda violencia se inscribe en un entramado socio-simbólico.

Hasta las conductas aparentemente más anómicas (los actos vandálicos o los suicidios) “dicen algo”, expresan un sentimiento, aunque sea de impotencia, remiten a un lenguaje, aunque sea secreto o inarticulado (hay silencios activos lo mismo que hay resistencias pasivas) (Imbert, 1992, pág. 23).

 

Al no profundizar en la dimensión simbólica de la violencia y no hallar que la cultura hegemónica (violenta) ha penetrado el tejido social e impregnado los dichos y las prácticas concomitantes, que en la actualidad se presentan como desconfianzas y odios al otro, no se puede comprender los sentidos implicados en las acciones de violencia. Pero no solo los sentidos de violencia tienen que ver con “un más allá del placer” (goce) que más bien da cuenta de una subordinación de los sujetos a la sociedad de consumo; sino también con sentidos de afirmación subjetiva, de aspiración radical a algo nuevo. El problema es dar un tratamiento a las distintas formas de violencia como una misma cosa. Se confunde las violencias sociales y políticas a partir de la abstracción de lo concreto representado. De este modo, se castiga, disciplina, reprime, criminaliza, medicaliza, etcétera. Los actos de violencia se remiten a responsabilidades de actores individuales que son sujeto de tipificaciones y estigmas que se sostienen a una serie de categorías o distinciones en la sociedad: terroristas, violentistas, desadaptados, inmorales, locos, delincuentes, etc.

 

Qué –saber– hacer frente a las nuevas conflictividades sociales

La violencia estructural derivadas del modelo de acumulación capitalista asociadas a las políticas neoliberales han dado lugar a nichos de miseria que pueden considerarse como fuentes latentes de conflictividades sociales y violencias colectivas. En el marco de cambios globales, cambian las lógicas del conflicto y, por consiguiente, brotan otros sujetos sociales y formas de acción colectiva. Los movimientos sociales se constituyen en los sujetos sociales en esta época. Éstos con sus acciones colectivas atraviesan el fundamento puramente político-institucional de la organización de los Estados y de estructuración de lo social. Bringel y Falero (2016) proponen ejes de la lucha en la región latinoamericana que puede pensarse también para el Perú que indican campos socio-políticos conflictuales constitutivos de acciones colectivas y de solidaridades políticas:

  • Las luchas “clásicas” de los sindicatos en torno a ciertas reivindicaciones salariales.
  • Las luchas sociales vinculados al territorio y a los recursos naturales, asociadas a la problemática medioambiental y al anti-extractivismo.
  • Las luchas vinculadas a derechos sociales como la reivindicación de derechos básicos, como educación, sanidad, vivienda, etcétera.
  • Las luchas que reivindican la memoria y la identidad sexual.

 

De este modo, la irrupción de la política en la escena normal se ha diversificado con las apuestas posmodernas, poscoloniales y feministas que se presentan como formas articuladoras de demandas sociales. De esta forma, las violencias colectivas que se presentan en los conflictos sociales se inviste del carácter de las conflictividades contemporáneas, ya desprovistas de contenido ideológico y clasista, como sucede con los conflictos territoriales y medioambientales o los conflictos por cuestiones de identidad.

La “histerización” del discurso ha llevado a un cuestionamiento del poder del amo (masculino, por ejemplo) desde las identidades y desde el campo de la cultura, principalmente desde el feminismo.[22] Arditi (2014), fraseando a Habermas, indica que las nuevas formas de conflicto se sitúan en la defensa y restauración de formas amenazadas de vida y en el intento de implantación de nuevas formas de vida social.

Cada una de estas luchas expresan divisiones sociales que dan cuenta de posiciones de sujeto que afirman determinadas identidades culturales no esenciales y que como tales expresan aspiraciones que escapan al campo del sentido. Dar cuenta de los sentidos implicados en estas acciones y violencias colectivas (por ejemplo, afirmación de la vida en las luchas medioambientales), en tanto, material de análisis no solo permite conocer el desplazamiento de las formas conflictuales en la historia reciente, sino también puede servir de orientación y horizonte de algo distinto por-venir, un real que emerge y que pone de manifiesto lo velado y el potencial de una subjetividad reprimida. Cabe hacerse la pregunta –y el ejercicio analítico– que hizo Lenin entre 1901 y 1902: ¿Qué hacer? frente al saber-hacer de estos sujetos “histéricos” en disputa contra el amo que intenta apropiarse de dicho saber no sabido.[23]

Como señala Imbert (1992), la violencia es polimorfa ya que expresa las manifestaciones de socialidad. La forma que toma depende de articulaciones discursivas; lo realmente importante es lo “onírico-latente” que habita en esas manifestaciones o categorizaciones. Žižek (2008b), a partir de una interpretación de Freud, propone la distinción de pensamiento onírico-latente y deseo inconsciente. Éste último es la elaboración, la traducción ideológica, la articulación discursiva. Lo onírico-latente –que puede identificarse con el síntoma– no tiene sello (no es ni reaccionario, ni progresista), es la sola aspiración a una comunidad auténtica, a la solidaridad social, etcétera, que pueda tomar la forma de una práctica fascista, religiosa, comunista, etcétera, a partir de una racionalización o instrumentalización político-ideológica.

Estas políticas de la identidad introducen también nuevas lógicas contra fácticas que revaloran los micro espacios sociales. “Lo personal es político”.[24] De este modo, los espacios privados también se convierten en lugares de operación de la ideología, como de conflictos y violencias socio-políticas. No es solo la imagen pública y las expresas y convictas convicciones políticamente correctas, sino –y sobre todo– es la vida privada lo que reproduce la ideología. Así, las conflictividades sociales se sitúan en lugares o trincheras múltiples y se asientan bajo horizontes de sentido diferenciados. La politización de los espacios sociales cotidianos es lo que mantiene la distinción con otras formas de violencia (como el goce imaginario). Sin embargo, con el tardo-capitalismo, las identidades en disputa corren el riesgo de convertirse en mercancías u objetos de consumo disfrazadas de retórica emancipatoria y, por tanto, de goce que reproduce el circuito de la cultura de consumo.

Arditi (2014) señala que la revolución ya no toma la forma disruptiva, al modo jacobino o leninista, sino la forma de un “revolucionar cotidiano”, una práctica permanente de resistencia y lucha en los micro-espacios y que performa a los sujetos, es decir, en tanto lucha y construye un nuevo orden, se construye a sí. Politizar los espacios sociales es un primer paso. Articular la dimensión micro con la dimensión macro-cósmica es lo que prosigue, pues se ha perdido la universalidad tras el declive del mito revolucionario como horizonte emancipatorio y generador de solidaridades.

Tras la irrupción de “lo político-plebeyo” en América Latina en el siglo XXI, las acciones colectivas contenciosas se ven investidas por el antagonismo que ha suscitado dicha irrupción en relación con la respuesta denegadora y reactiva de las élites dominantes. Nuevos sentidos y deseos colectivos germinan en el marco del antagonismo. En el Perú, se han mantenido ciertas “fantasías ideológicas” (del crecimiento, de la inversión como único motor de tal, del Perú como país minero, de Perú como marca, etc.) que aún sostienen al orden simbólico y que ha llevado a que se mantenga cierta creencia y goce en lo conocido, pese al hartazgo que manifiestan los peruanos en sus actos de habla sobre la realidad violenta o la corrupción política.

La irrupción de lo político no se puede estudiar al margen de las luchas de clases previas. En Chile la violencia política vino de parte de las fuerzas del Estado. En el Perú, en lo concreto representado ha venido de los subversivos. De este modo, ha quedado en la memoria y el imaginario un rechazo absoluto por la violencia subversiva tras la acción armada “senderista”. Si bien hay un rechazo a la violencia, no se puede señalar que, como consecuencia, en el país se haya constituido una cultura democrática y pacífica. Las formas de violencia como modo de imponerse al otro, se han incrementado en el periodo del pos-conflicto en el país. De este modo, no se puede derivar, lógicamente, que la calma o la pasividad de las acciones colectivas y la hibernación del movimiento social en el Perú tiene que ver con el terror del “senderismo”. Experiencias como el “andahuaylazo”, el linchamiento a un alcalde en Ilave, la resistencia en Bagua, la resistencia de los jóvenes en contra de la “Ley Pulpín”, etcétera, dan cuenta que el imaginario pos-conflicto no determina la forma que toman las conflictividades sociales en el país, sino que hay sentimientos que escapan el marco norma y que expresan ciertos deseos.

Las violencias tienen que ver con los nuevos nichos de conflictividad y antagonismo social que dan cuenta de un nudo contingente en el presente que se puede romper violentamente en cualquier momento. También se puede señalar, a este respecto, que anida cierta “constante radical” en la población en determinadas zonas del país que se evidencia en los comicios electorales en el que candidatos “anti-sistema” o los más “radicales” obtienen mayor votación. Lo que sugiere no un mero malestar y hastío como plantean los “analistas” a la distancia supuesta de saber; sino sentidos de aspiración singular hacia algo nuevo, entusiasmos de algo por venir, entre otros sentidos no representados. Se trata de una potencia plebeya que a los sectores de la capital no les resulta del todo comprensible dentro sus parámetros de sentido.

 

Notas:

[1] Samuel Huntington en La Tercera Ola. La democratización a finales del siglo XX, presentó una tesis muy influyente desde la politología sobre el avance de la democracia a lo largo de nuestra historia. En su otro texto, Guerra de civilizaciones, plantea que los conflictos ya no serán entre estados o sistemas socio-económicos, sino entre civilizaciones por cuestiones culturales.

[2] La fantasía es una categoría de la teoría psicoanálisis para dar cuenta de cómo opera la realidad en la subjetividad. “Toda realidad social, está, primero, constituida en el nivel simbólico, y segundo, soportada por la fantasía” (Stavrakakis, 2007). Para Žižek (2011b) es análoga la fantasía de Lacan con la noción de fetichismo de Marx. La fantasía social tiene como función constituir lo que Marx denomina la “apariencia esencial” de la sociedad, que quiere decir el hacer consistente y congruente al Otro simbólico buscando impedir que “lo traumático”, lo real o los antagonismos de ese Otro aparezcan, se visibilicen, pues ir al encuentro de las “dislocaciones” del universo simbólico puede minar las relaciones sociales tal como han sido normalizadas, ya que se pierden los puntos cognitivos y de sentido de referencia fundamentales. La fantasía ideológica en sus formas más arquetípicas puede apelar al discurso paranoico del espectro (el populismo, el terrorismo) o al discurso de la conspiración (los judíos, los comunistas, los capitalistas), entre otros discursos cada vez más sofisticados, no solo apelando al enemigo exterior, para mantener intacta al Otro simbólico y disimular así, sus inconsistencias.

[3] Hechos como los conflictos bélicos interétnicos que desangran a los países de Europa del Este de la ex-Unión Soviética, el “retorno” de los fundamentalismos religiosos en Oriente Medio, el ataque a las Torres Gemelas en el año 2001, las violencias políticas de la mano de democracias deliberativas que generan feroces crisis en América Latina o la crisis financiera global de 2008 dan cuenta del “engaño” o del fracaso de la globalización capitalista.

[4] Según Walter Benjamin (2001) a la violencia puede entendérsela en relación con los medios o con los fines. Si se le comprende en tanto medio depende de la legitimidad en relación con el derecho y el Estado; si se le concibe en tanto fines depende de la concepción de justicia de quien o quienes ejercen violencia. Benjamin realiza la distinción entre las nociones de “justicia” y “derecho”. La violencia como ligada al derecho se articula con el Estado, ya sea bajo su forma “normal” (administración/vigilancia y represión) o la del estado de excepción, se manifiesta como violencia conservadora.  En tanto, la noción de justicia escapa al umbral del derecho y se relaciona con la violencia fundadora o revolucionaria.

[5] Aunque se puede señalar que, en situaciones de crisis generalizada, traición a la patria, la Constitución Política del Perú de 1993 reconoce expresamente el derecho de insurgencia en el artículo 46, segundo párrafo: “La población civil tiene el derecho de insurgencia en defensa del orden constitucional”.

[6] La teoría psicoanalítica de Lacan produce una ruptura con la teoría de Freud al incorporar a su corpus conceptual la lingüística estructural. Lacan da un vuelco a la lingüística estructural de Saussure y propone que no hay prevalencia del significado sobre el significante, sino a la inversa. El significado de los objetos no tiene que ver con la propiedad esencial que tengan los objetos, sino con una fijación contingente a través de la constitución social de una cadena significante. “Lo que caracteriza al lenguaje es el sistema del significante” (Lacan, 1984).

[7] Slavoj Žižek refiere en El sublime objeto de la ideología: “El encadenamiento es posible sólo a condición de que un cierto significante ‘acolche’ todo el campo, y, al englobarlo, efectúe la identidad de éste”.

[8] Declara Mouffe en El retorno de lo político (1999) que la libertad y la igualdad constituyen los principios de ordenamiento de las relaciones que los hombres establecen entre ellos y su mundo. Son los significadores básicos, los valores que están en el centro de la vida social.

[9] Fromm en Las cadenas de la ilusión distingue entre “libertad de” y “libertad para”. La primera alude a la ausencia de opresión violenta, a una noción de libertad negativa. La segunda, a un concepto afirmativo: la libertad para llegar a ser independiente, para luchar contra las injusticias, etcétera.

[10] Los desplazamientos en el orden simbólico tienen que ver con lo que Ubilluz (2010) denomina la “muerte del Otro”, es decir, en tanto con el declive de ciertos ideales colectivos y horizontes normativos.

[11] La forclusión es un concepto del psicoanálisis de Lacan que indica la ausencia de castración, de un padre que ponga un coto al niño respecto de su goce (en el incesto). La castración simbólica es lo que permite que el individuo haga prevalecer el registro de lo simbólico (el pacto con otros), antes que su goce narcisista.

[12] La violencia invisible hace referencia a la violencia que no pasa por lo sensible o lo perceptible. Se trata de la violencia sistémica y de la violencia simbólica, como también a la violencia que ha sido incorporada por los sujetos ya no a través de un agente externo (superyó), sino por el sujeto y que es ejercida no solo contra el otro sino contra sí por no estar a la altura de las exigencias de la “sociedad del rendimiento” (Han, 2016).

[13] Lo sagrado de la violencia tiene que ver con su carácter fundador (Girard, 1972). Para Bataille (2009), el hombre rechaza la prohibición y los tabúes impuestos por lo social, para entregarse a la violencia de la transgresión con el objeto de recuperar lo sagrado. Los ritos (lo simbólico) funcionan como mecanismos que subliman esa violencia originaria sagrada. Žižek (2008a) plantea que los rituales en el liberalismo se manifiestan en las urnas y su eficacia se funda en el poder de los medios.

[14] Se sigue del tratamiento de Ubilluz (2010) de la teoría psicoanalítica de Lacan, la identificación del deseo como opuesto a la goce narcisista y ligado al ideal colectivo en tanto se busca el goce perdido en un espacio social más amplio. Una vez que el niño ha sido “castrado” y se impone el “Nombre-del-Padre” se identifica ya no con el objeto imaginario (la madre omnipotente), sino con los objetos del mundo de la cultura; ya no se identifica con el “yo-ideal” (el “tú eres eso” de la madre), sino con el “ideal del yo” (ideal colectivo de la comunidad). No es que el deseo se trate solo de una sumisión a la voluntad colectiva, sino que puede ser también la afirmación de la singularidad en el espacio social. La pulsión de muerte (Freud) o goce (Lacan) se refiere a una condición de súbdito al Otro imaginario que le provee todo y el promete el placer puro, sin ataduras, la plenitud salvaje narcisista que no concilia con el pacto simbólico. En el capitalismo tardío se produce la preminencia de la pulsión de muerte o del goce en todas las dimensiones de la vida (poder, cultura, sexualidad etc.) y no en un marco simbólico intersubjetivo, solidario, comunitario, etc. Esto sucede porque las dimensiones simbólicas (Estado, partidos políticos, religiones, ideologías) o los “Otros” que permitían la Ley del deseo a partir de sus sentidos y promesas colectivas y de sus canales de sublimación ritual han entrado en declive.

[15] Según García Linera (2009), los impactos del neoliberalismo en América Latina abren un proceso de oleadas democráticas a través de la irrupción de lo político popular plebeyo. Esta irrupción de lo político plebeyo en la escena normal ha constituido un antagonismo en las sociedades entre, por un lado, quienes demandan avanzar en las reformas democráticas sustantivas y quienes deniegan las nuevas condiciones de las relaciones de poder y buscan restaurar las condiciones de privilegios anteriores a la oleada democrática.

[16] García Linera (2016) denomina como restauración conservadora a las prácticas políticas de las fuerzas conservadoras tales como golpes de estado, movilizaciones sociales promovidas por las élites, ataques desde los medios de comunicación, estrategias económico-comerciales contra los llamados por Linera como “países progresistas y revolucionarios”.

[17] No tiene una connotación positiva o negativa la noción de fantasma, sino tal como se ha planteado desde el psicoanálisis de Lacan, el fantasma es la estructuración simbólica que se constituye como referencia y coordenada de todo sujeto, ya que no hay un mundo verdadero detrás de la matrix como señala Žižek (2003a), dando cuenta del carácter no-sustancialista de toda realidad.

[18] Carl von Clausewitz, en su célebre obra de estrategia militar De la guerra, declara que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Al punto refiere que: “La guerra no constituye simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de ésta por otros medios [...] el propósito político es el objetivo, mientras que la guerra constituye el medio, y nunca el medio cabe ser pensado como desposeído de objetivo”.

[19] En el capítulo 24 del primer tomo de El Capital, Marx describe la violencia estructural de la “acumulación originaria del capital”, que constituyen al modo de producción capitalista, y en el que plantea que: “La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica”. La refracción de esta metáfora, en muchos marxistas, llevó a absolutizar a la violencia como instrumento político y como violencia fundadora de la nueva sociedad.

[20] Žižek (2011a) arguye que la característica del mundo posmoderno es que se intenta deshacer de la instancia del Significante-Amo: “hay que deconstruir, dispersar, diseminar” todo Significante-Amo con el que se pretenda imponer algo de orden: “La apología moderna de la complejidad del mundo [...] no es en realidad sino un deseo generalizado de atonalidad”.

[21] Para Žižek (2003b) la ideología en el capitalismo tardío ya no se trata de un conjunto de ideas o creencias o contenidos positivos que reproducen erróneamente la realidad, sino que es aquello que los sujetos efectivamente hacen. Siguiendo la fórmula de Sloterdijk, propone que el cinismo es un fenómeno ideológico contemporáneo central que se basa en que, pese a que el sujeto tome distancia del discurso ideológico de la realidad social, es decir, afirme en sus actos de habla, retóricas contra toda creencia y convicción, en su práctica, en lo que efectivamente hace, reproduce la ideología. La ideología está en las relaciones sociales. La característica de la ideología en el capitalismo tardío está en que la reproducción ideológica ya no se da bajo la fórmula: “ellos no lo saben, pero lo hacen”, como lo plantea Marx para su época; sino bajo la fórmula cínica: “ellos saben muy bien lo que hacen, pero, aun así, lo hacen”.

[22] Robert A. Nisbet, en The decline and fall of social class, explica el desplazamiento o deterioro de la categoría de clase como eje articulador de las luchas políticas contemporáneas o para analizar las desigualdades, el poder o el estatus social en los Estados Unidos contemporáneos como en la sociedad occidental. Señala que resulta más bien útil para la sociología histórica, la sociología comparativa o popular.

[23] En La fenomenología del espíritu de Hegel, se plantea que el saber-hacer del esclavo es apropiado por el amo y es convertido entonces en saber-amo. El saber-hacer es un saber práctico del esclavo quien no da cuenta de su saber. El amo lo que hace es apropiarse de este saber-no-sabido, racionalizándolo. De este modo, se convierte en saber-amo.

[24] “Lo personal es político” es una frase que fue popularizada por un ensayo de Carol Hanisch, de 1969, bajo el título Lo personal es político, en 1970. Lo personal es político o también lo privado es político, es un argumento político utilizado como lema del movimiento estudiantil y, principalmente, es un lema ícono del movimiento feminista. Esta frase busca poner de manifiesto las relaciones entre la experiencia personal y las estructuras sociales y políticas.

 

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Cómo citar este artículo:

MARTÍNEZ LAYA, Renzo Esteban, (2020) “La violencia política en el Perú posconflicto interno”, Pacarina del Sur [En línea], año 11, núm. 43, abril-junio, 2020. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1884&catid=9