Cruces y Espadas
El frente teológico en el proceso insurgente

Analizaremos las diferentes reacciones que sobre la Guerra de Independencia de México tuvieron los obispos y los curas, representantes de distintas esferas sociales mexicanas y explica la participación de los muchos clérigos que se unieron a este movimiento.

Palabras clave: guerra, México, religión, insurrección

 

 

Una de las mayores complejidades de las guerras civiles  es la que se deriva de la necesidad de distinguir y separar los campos de batalla y diferenciar los contrincantes. Matar a "los otros", a lo largo de la historia de la humanidad ha sido no solo frecuente, sino fácil. Hasta hace, relativamente,  poco tiempo, "el otro"  era todo el que no pertenecía a los míos; solo por eso se constituía en un peligro y amenaza; por tanto en enemigo. Pero cómo luchar entre quienes comparten la misma tierra, adoran los mismos dioses y hunden sus raíces en la memoria de los mismos antepasados gloriosos? Eso son las guerras civiles. Una modalidad de ello fue la confrontación independentista mexicana. En ella, las teologías en pugna que salieron al campo de batalla, se encargaron, manejando sus propias categorías religiosas, de convertir en "otros" a quienes  hasta ayer, eran "nosotros". Este ensayo trata de la  dinámica de este proceso.

 

1. Una cuestión de orden.

Dentro de las casi infinitas definiciones o descripciones de la categoría religión, hay una que se puede tomar como predominante: la relación de la religión con la cosmogénesis o el nacimiento  y creación del orden dinámico del mundo.

La dimensión singular y distintiva de la especie humana que tiene que ver la comunicación y el conocimiento simbólico mediante los cuales se apodera cognoscitivamente del mundo, ha hecho del ser humano -como lo señala Peter Berger-[2] un eterno e incansable  constructor de sentidos y de mundos significativos.

Se puede decir que, hasta cierto punto,  somos más aptos para vivir en la escasez y la penuria que en la insignificancia, en el sinsentido o en el absurdo y el caos. Todo indica que, a diferencia de otras especies, al ser humano no le basta con vivir, necesita entender y filosofar. Si bien en el plano temporal es cierto el “primero vivir y después filosofar” de los escolásticos, en el plano de lo humano más profundo, parece que el hombre frecuentemente está dispuesto a postergar el comer  por el entender¸  o, en términos de póker, a pagar por ver.

En este sentido, las filosofías y teologías que se enfrentaron en los campos de la contienda por la independencia,  lo hicieron como combatientes del orden dentro del cual podían entenderse y justificarse  las acciones bélicas y la sociedad  que resultaría. En una sociedad sacralizada o hierocrática, los hombres nunca salen solos al campo de batalla; siempre llevan a sus dioses.

Por esa razón en el proceso de la insurgencia mexicana, entre otras muchas cosas, encontramos la manifestación inevitable de la dialéctica interna  del campo religioso que se había venido configurando como parte de otra dialéctica más amplia que  abarcaba a la sociedad en su conjunto. Tratamos pues de las características que revisten las reformulaciones del campo religioso que tuvieron lugar en las acciones de insurgencia.

Ahora bien, dado que el régimen colonial estaba sustentado y legitimado por una ideología religiosa que daba legitimidad al poder real de la monarquía española, los teóricos y militares de la insurgencia se enfrentaron a esta ineludible doble necesidad:

1.1 Quebrar la legitimidad religiosa del poder opresor, que heredada desde la Edad Media, había consolidado el derecho divino de los reyes desde entonces y, mas recientemente, la conquista, la posesión y el gobierno de América.

1.2 Crear una ideología religiosa alternativa en la que se sustentase su causa y se reconstruyera el sentido del Nuevo Orden.

 

2. Dinámica del campo religioso

Desde un punto de vista teórico, centramos nuestro tema dentro de las si­guientes coordenadas:

2.1 Partimos del hecho de que lo religioso tiene una "función social"; este punto de coincidencia básica entre corrientes tan heterogéneas como las re­presentadas por Durkheim, Max Weber, K. Marx, Malinowski y Bourdieu -por mencionar algunos- nos permite situar el tema como "hecho social", sometido a leyes sociales y marcado por la interacción social.

2.2 La religión puede ser vista y analizada como la sistematización de un proceso de producción de bienes, simbólicos en este caso, que relaciona a productores y consumidores, manifiesta las tensiones en torno al control de la producción de los bienes y articula su función y los efectos de la misma con las otras instituciones sociales, en especial con el Estado. Esta perspectiva, presente también en Weber al "tipificar" los liderazgos religiosos (competencia por el control del campo religioso), la situamos en la línea de Bourdieu en su ensayo sobre "Génesis y estructura del campo religioso".

Bourdieu reconoce -en sintonía con Weber- que la génesis del campo religioso en cuanto tal, como espacio de relaciones sociales específicas dotadas de una re­lativa autonomía, tiene lugar con el surgimiento de un cuerpo de especialistas de lo religioso, que, progresivamente, son los que controlan la producción de los bienes simbólicos específicos. Esto conduce al meollo mismo del proceso de producción de la ideología re­ligiosa, es decir, de la transformación y transfiguración de las "relaciones so­ciales" en "relaciones sobrenaturales", y por tanto inscritas en la "naturaleza de las cosas" y en la "voluntad de los dioses". Es aquí donde las funciones sociales de lo religioso se convierten en las funciones políticas que cumple la religión para las diferentes clases sociales de una determinada formación económica y social.

...la monopolización de la gestión de bienes de salud por parte de un cuerpo de especialistas religiosos, socialmente reconocidos como los poseedores exclusivos de la competencia específica necesaria para la producción o reproducción de un cuerpo de secretos, en cuanto factor determinante de la constitución de un campo religioso, va siempre inseparablemente unida a la desposesión objetiva de los lai­cos que quedan privados del capital religioso (como trabajo simbólico acumulado), los cuales reconocen la legitimidad de tal despojo por el hecho de ignorarlo como tal.[3]

Entendemos la religión -en cuanto hecho social- como un sistema simbólico estructurado y estructurante dentro del conjunto de la sociedad.

Estructurado (en sus etapas de mayor complejidad) a partir, sobre todo, de la función monopólica que el cuerpo de especialistas ejerce hacia dentro del propio campo religioso: producción y administración de mitos, dogmas, rituales, normatividad ética; en síntesis, el ethos y la cosmovisión.

Estructurante por la función social y política que ejerce mediante la distribución y consumo de los bienes simbólicos que produce. Ése es el efecto de consagración o legitimación de la élite política y/o económica, y de las instituciones sociales en las que descansa su hegemonía. Por la explicación religiosa, el orden natural y el social experimentan un cambio de naturaleza al ser interpretados por la teología y sancionados por la ética como órdenes sagrados, divinos y, por ende, de alguna manera, humana e históricamente intocables.

Pero la labor genérica de legitimación no puede cumplirse sin especificarse en función de los intereses religiosos relacionados con las diferentes posiciones en la estructura social. Si la religión tiene funciones sociales y susceptibles de análisis sociales, es porque los laicos no esperan sólo justificaciones de su existencia en general (angustia, miseria, enfermedad, etc.) sino también y sobre todo justificaciones de su condición social específica. Ésa es la razón por la que las funciones sociales que ejerce la religión están en razón y varían en relación con: a) las clases sociales a las que están dirigidas y b) los momentos históricos.

Así, por ejemplo, el surgimiento de una serie de funciones individualistas de la religión salvación personal y medios particulares para alcanzarla) es plenamente funcional  con el desarrollo de la burguesía urbana, que ve la historia como producto del mérito personal. Del mismo modo, también será plenamente funcional para los intereses del individualismo burgués el considerar al fenómeno religioso como algo del todo original (separado y por tanto sin ninguna relación con lo social), y de carácter exclusivamente trascendente, privado e  interno. En síntesis: el planteamiento de problemas como el de la existencia del mal, la muerte, etc, exigen como condición social de posibilidad el desarrollo del interés por los "problemas de conciencia", y esto sólo es posible en un determinado tipo de condiciones materiales de existencia. Por eso es muy poco probable que un movimiento milenarista subversivo surja entre quienes tienen una óptima posición socioeconómica. Del mismo modo, los pobres pueden conjuran el mal social, en los momentos de máxima lucidez, con una revuelta sociorreligiosa, mientras que los ricos lo reducirán a la condición de "mal metafísico", que se combate con medios metafísicos en vez de sociales.  Por eso, en los momentos turbulentos, no será de extrañar que llamen a un exorcista para que saque el demonio de aquellos líderes que osan reclamar el pan cotidiano y la tierra necesaria.

De todo esto se derivan, a nuestro juicio, los elementos necesarios para explicar nuestras preguntas centrales: ¿por qué una buena parte de los mo­vimientos indígenas en la Colonia tuvieron un componente sociorreligioso? ¿Por qué antes, o al menos en forma concomitante, a la rebelión militar, se produjo una "rebelión simbólica" o una "insurgencia de los símbolos"? ¿Cuál fue la naturaleza de las relaciones e interacción entre ambas partes del conflicto (los insurgentes y  los realistas) y qué rol jugó en ellas la religión? ¿Por qué, necesariamente,  la Guadalupana no podía dejar de presidir los estandartes de los insurgentes y, un siglo después, de los revolucionarios?

De lo dicho puede comprenderse por qué los dioses y sus símbolos representativos en sociedades sacralizadas no pueden dejar de salir al campo de batalla. Para los hombres del sistema, el movimiento de insurgencia,  no era una pequeña escaramuza. No se trataba de una simple crisis de descontento social provocada, por ejemplo, por los excesivos tributos o por las limitaciones que pesaban sobre el ejercicio del comercio. En la proclama de Dolores se expresaba, nada menos, que  el proyecto de un ethos alternativo que sacudía en sus cimientos el orden anterior. Si a los políticos les inquietaba la rebeldía contra el monarca y la pretensión de un orden social criollo independiente de la metrópoli, a los eclesiásticos que habían comprometido todo su capital de autoridad en consagrar el derecho divino de los reyes y sus representantes, les parecía blasfemo y herético el intento de querer conciliar la religión tradicional con ese nuevo orden social. Esa es la razón profunda por la que, los obispos y teólogos, en cuanto servidores que siempre entendieron su  función desde la lógica de su lealtad “religiosa” al poder constituido, tenían que luchar contra la insurgencia: porque el sinsentido era una amenaza más corrosiva que las armas.

Desde esa perspectiva, cualquier intento de compromiso o, incluso, de neutralidad ante la insurgencia era impensable para los clérigos fieles. Y, por eso, los conocimientos y el capital de autoridad de todos los obispos se pusieron al servicio de la deslegitimación de la causa insurgente. Con verdaderos malabares de imaginación, se las arreglaron –  como parte de su deber y su convicción – para demostrar que los rebeldes iban contra todo lo santo, lo humano y lo culturalmente respetable.

Abad y Queipo, en los primeros días del conflicto, dice a sus feligreses que los insurgentes son enemigos de la Sagrada Escritura, de la sana doctrina de los Padres de la Iglesia, del Derecho Natural y del Derecho Divino, del derecho de Gentes y del Derecho Público. En resumen: la suya es una causa insostenible. Los viejos conceptos tomistas de levantamiento contra el tirano y guerra justa, convenientemente, en este caso no sirven. Naturalmente no puede haber guerra justa contra un rey que es patrón y protector de la Iglesia de Dios. Por consiguiente, quien lo intente, incurre en traición y en herejía.

Ante la ofensiva, también religiosa, que se daba por parte de la insurrección -iglesia insurgente- los obispos perdieron los papeles más allá de todo límite de coherencia. Sus armas no eran muchas y sus eclesiásticos soldados, en la mayoría de los casos,  no pasaron de ser unos fantoches. Sin embargo lo que les quedaba de poder lo utilizaron a mansalva. Todo podía ser herejía. Cuando Hidalgo decreta, en Guadalajara, que las tierras de las comunidades sean trabajadas sólo por indios, para impedir que éstos lo tomen en serio, Abad y Queipo, el ilustrado a favor del campo, lo acusa de hereje naturalmente, sin detenerse a mencionar contra qué dogma cristiano o texto de la Sagrada Escritura atentaba la medida a favor de los indios. En este intento desesperado, fluyeron en abundancia los calificativos más desproporcionados contra los insurgentes: herejes, cismáticos, hijos y ministros de Satanás, precursores del Anticristo, Luzbel caído del cielo, enemigos de la religión, abandonados de Dios, etc. [4] La pérdida de capital de autoridad fue enorme. En general, las medidas eclesiásticas influyeron poco en la marcha de los acontecimientos. Los que habían abrazado el partido de la insurgencia no podía tomar en serio las diatribas de obispos que hablaban como políticos y militares comprometidos con una causa y no como pastores que vieran por el verdadero bien de su feligresía y por la felicidad de los pueblos de Nueva España. Pero esta fue la posición de los obispos y una parte del clero.

En cambio, los curas rurales, desde las épocas más remotas de la cristianización de Europa, conservaron un espacio de autonomía de juicio y de prácticas que les venía de su contacto directo con la dinámica sociocultural de los pueblos. En cierto modo, estos funcionarios eran el punto de encrucijada de la cultura oficial y las culturas populares -la grande y pequeña tradición, según Robert Redfield-. Por eso, en los momentos de crisis, los curas rurales lo mismo podían liderar los  movimientos sociorreligiosos populares que convertirse en sus primeros inquisidores[5]. Esta es una de las razones que explica el desigual comportamiento que tuvieron ante la insurgencia mexicana los dos estamentos del clero mexicano: los obispos y los curas.

Daremos seguimiento al tema desde uno de los casos  prototípicos: un teólogo,  inquisidor, obispo, político, ilustrado, liberal entusiasta cuando las Cortes de Cádiz, sin dejar de ser anti insurgente furibundo y sumiso al Déspota al regreso de Fernando VII de su cautiverio napoleónico. Se trata de Don Antonio Bergosa y Jordán que fue veinte años inquisidor fiscal en Nueva España, doce obispo de Oaxaca y dos arzobispo de la Metropolitana de México y, por tanto, la máxima autoridad eclesiástica del virreinato.

Nuestro rastreo analítico lo haremos siguiendo cinco  etapas diferentes pero confluyentes:

A-    La teología ante la invasión napoleónica: 1809

B-    Ante la insurgencia: las primeras reacciones (1810)

C-    El acoso y toma de Oaxaca (1812)

D-    Desde lo más alto de la jerarquía: la Metropolitana (1814-1815).

 

A. Antes de la insurgencia: Teología ante la invasión napoleónica (1808-1810))

Según los criterios esbozados en los párrafos anteriores la participación de la teología en las confrontaciones militares e interculturales, es tan antigua como la convivencia de culturas, pueblos y religiones. Los dioses no pueden quedarse en el campamento mientras los hombres salen al campo de batalla.

Este periodo de 1808-1809, en España, está marcado por acontecimientos determinantes: invasión francesa, la abdicación de los monarcas Carlos IV y Fernando VII en favor de Napoleón, invasión francesa, guerra de la independencia, levantamiento del pueblo español, acción de las partidas de guerrillas, efervescencia de las juntas como gobiernos locales[6] de resistencia al invasor, convocatoria de las Cortes de Cádiz, etc.

Sin duda la invasión napoleónica trastocó los ánimos nacionales ya bastante maltrechos en los últimos años de Carlos IV. Se puede decir que la ocupación militar y la entronización de Josér I como rey de España y sus colonias, significó el paso de  una situación de crisis endémica a la de catástrofe nacional.

La gran diferencia de las coyunturas de 1808 y 1810 o lo que es lo mismo, entre el inicio de la Guerra de la Independencia española y la Insurgencia mexicana, es la influencia determinante que tiene la derrota del ejército español sobre la toma de decisiones estratégicas de los  dirigentes españoles o de las fracciones del criollismo autonomista.

Asociado al de venir de la guerra -como señala Chust- estuvo el pánico de los americanos a que José Bonaparte reclamase su patrimonio de las colonias. La compacta eclosión juntera antinapoleónica solo se entiende como reacción a ese peligro estimado inminente. Es probable que  este factor fuese determinante en el hecho de que, hasta 1810 predominase por todas partes el fidelismo y la voluntad de conservarle el reino indiviso al Rey Cautivo. Junto a ese Grand Peur externo que señala Hocquellet, estaba también el miedo, hacia dentro, de que la coyuntura fuese aprovechada para provocar levantamientos étnicos-raciales, de indígenas y esclavos. Durante ese bienio el grupo criollo todavía “no tenía aún razones objetivas y subjetivas para lanzarse a la insurgencia”. Así hasta 1810. Hasta ese momento no hubo ningún movimiento juntero que promoviera explícita y abiertamente acciones independentistas. Pero, llegado el momento, el trásito de una fase a otra fue natural.

En tal coyuntura, en las colonias americanas predominó el fidelismo; ante la adversidad bélica y la usurpación napoleónica, las instituciones coloniales cerraron filas en torno de la monarquía. “Nos referimos a una toma de posición mayoritaria del criollismo que en este bienio no tenía, aún, razones objetivas y subjetivas para lanzarse a la insurgencia”.[7]

Se entiende, sin embargo, que a partir de 1810, fuese inevitable que tanto la ausencia del monarca como  la incertidumbre y el temor a que  la extensión de la política de  usurpación de Napoleón se aplicara a América, fueran cristalizando lentamente las tendencias autonomistas e independentistas que ya  venían configurándose con anterioridad.

No obstante, desde la perspectiva de nuestro tema, la invasión napoleónica no atacaba solo a un trono sino a los sustentos religiosos en que descansaba por derecho divino. Por eso, en el tema que tratamos, la contienda teológica en relación con los acontecimientos bélicos, inició, antes que la insurgencia, cuando la invasión napoleónica de España en 1808 puso en jaque la continuidad de la monarquía española. Al verse amenazado el  orden que descansaba sobre el derecho divino de los reyes y sobre una teología bien armada que lo legitimaba, el frente teológico de la guerra fue indispensable.

Al respecto, disponemos de un excelente documento  de carácter prototípico, en el que Don Antonio Bergosa y Jordán trató de articular una teología de emergencia, para tiempos de crisis: se trata de  Instrucción Pastoral que envió a su feligresía y clero el 29 de mayo de 1809, es decir en pleno bienio juntero.

La toma de Salamanca por los franceses, no solo con poca resistencia, sino con cierto beneplácito de algunas las autoridades hacia el enemigo,  tenía consternada a
España. En esos días. Bergosa y Jordán no perdona esa traición y sale  al  campo:

“Salamanca desgraciada, patria ilustre en otro tiempo del valor, de la ciencia y de la virtud ¿cómo te has degradado en tanto extremo? Clero numeroso y venerable en tantos siglos ¿cómo te has degenerado y te has abatido a celebrar en tu magnífico templo los triunfos de usurpación y tiranía? Cobarde anciano (el obispo) constituido por Jesucristo para felicidad y salud espiritual del pueblo católico….. No te fuera más honroso y justo en vez de aclamar a Napoleón a vista de tu dócil pueblo,  haberlo exhortado a la fidelidad debida a su legítimo soberano el señor don Fernando VII conforme a los preceptos de nuestra católica religión hasta morir por ella, por el Rey y por la Patria?”

No es solo Salamanca, también han capitulado para esas fechas Madrid, El Ferrol y la Coruña. Por tanto, la situación requiere de la Iglesia echar mano de todo su capital de autoridad para enardecer el patriotismo y el compromiso de todos los españoles con la causa de la rebelión antifrancesa, apelando a la fidelidad monárquica de su clero. Y así lo expresaba el obispo de Oaxaca:

“Y así, venerables curas, amados cooperadores nuestros, inculcadlo y repetidlo de suerte  que aún el más rústico lo entienda. Decidle cada uno a vuestros feligreses y repetidles que deben amar y obedecer al Rey, por reverencia a Dios de quien es supremo ministro, por ley de gratitud, que dicta la recta conciencia; por ley de justicia  que exige que los miembros estén sujetos a la cabeza….. La sujeción del vasallo  al Rey  es de todo derecho divino, natural, canónico y civil y nadie en el reino puede eximirse de su obediencia y fidelidad” (p. 6).


www.morelos.gob.mx
Así quedan amarradas la teología, el derecho y la moral al servicio del patriotismo y de la defensa del Déspota en contra del invasor y comprometido el vasallo a dar la vida por la causa, que es la causa de Dios.  Es verdad que en el momento en que se escribe la Instrucción, el enemigo es Napoleón y la Francia de las Luces, enemiga de Dios y de la Iglesia, pero cuando, a los pocos meses, estalle la insurgencia, no será necesario hacer muchos ajustes en el discurso. Los insurgentes, aunque no sean franceses, serán asimilados a ellos por ser enemigos del rey y de la Iglesia Jerárquica que lo legitima. En esos momentos ya existirá el antecedente de quienes, como el obispo de Salamanca, se mostraron – aunque por causas muy distintas - proclives al enemigo usurpador que tenía cautivo al Rey.

Después de tales consideraciones, el obispo se aboca a resaltar la soberana función de la  Suprema  Junta Central de Gobierno de España e Indias en unos párrafos que permiten entrever  al Bergosa y Jordán que, dos años después, estuvo entusiastamente del lado de las Cortes de Cádiz y su Constitución, al menos hasta que regresó el monarca de su cautiverio y  reimplantó el más drástico absolutismo.

Si Dios... ha permitido el alevoso cautiverio de la Real persona de nuestro amado Monarca, el mismo Dios por su misericordia ha inflamado el espíritu de la Nación Española  y nos ha proveído de una Suprema Junta Central de Gobierno de España e Indias, compuesta de sabios, esclarecidos y justificados individuos de la nación y de todas las provincias del reyno en que va a tener la América tanta parte como la de diez  Comisionados y Vocales suyos; y esta respetable Junta que representa y exerce dignamente la soberanía con el mayor explendor y con la más acendrada justificación y acierto es la suprema cabeza de nuestra nación y monarquía a quien hemos jurado  y debemos obedecer como a nuestro Rey (p. 13).

Se puede sospechar que el  párrafo tiene una significación que va más allá de la coyuntura del bienio. Si bien, por un lado,  contiene un reconocimiento de la función cohesionadora de  todas las fuerzas vivas que ejerce la Junta Central en la crisis de la ocupación francesa, contiene algo más. La asociación de la Junta al concepto de soberanía de  la Nación Española, creemos que sobrepasa el supuesto fácil de “mientras el rey está cautivo”. Refuerza esta sospecha la asociación que realiza Bergosa y Jordán de la Junta con las Cortes de Cádiz ya convocadas y la participación que las provincias americanas, por primera vez, van a tener en ellas. ¿Se está esbozando ya el liberal que se mostrará momentáneamente fascinado por las Cortes y su Constitución Liberal cuando todavía el Monarca estaba cautivo?

Así se puede pensar si tenemos en cuenta lo que en 1812, probablemente en los días de la proclamación de  la nueva constitución en Oaxaca, llegó a expresar en su adhesión entusiasta no solo sobre la nueva carta magna sino sobre el nueva monarquía contitucionalista que, sobre ella, se pretendía fundar:

Día señalado y glorioso para la  Nación Española en el que se ha hechado el sello de todo el augusto Congreso (sobre la) constitución nacional. Día memorable para todos (los años) benideros en que los representantes de la Nación Congregados de las cuatro Partes del globo dan a todos los españoles el mas autentico testimonio de haber cumplido en la parte mas principal su misión y sancionado y  (firmado) una constitución de la monarquía que hará siempre feliz a la Nación. Ella asegura de un modo estable su libertad e independencia, y pone a cubierto las personas y propiedades de todos los ciudadanos preservándolos de la arbitrariedad y despotismo..[8]

“La grandiosa obra de la Constitución política de la Monarquía española. Todos sus artículos respiran sabiduría sin olvidar lo mas preciado de nuestros antiguos fueros, usos y costumbres y descubre una agradable novedad en el armonioso  enlace de las obligaciones y derechos de las tres Potestades  y del común de los ciudadanos. La Justicia y la paz se han hermanado  perfectamente en este libro que puede llamarse  del privilegiado destino de los españoles  que servirá del perpetuo escollo, donde han de estrellarse (... las acciones, intenciones?) de cualquier Rey  que abuse de su dignidad, de cualquier Juez que prevarique  en su ministerio  y de cualquier padre de la Patria  que aspire a su degradación”

Obviamente, el obispo liberal no imaginaba en esos momentos los sinsabores que esos párrafos le ocasionarían en los años siguientes  cuando el déspota regresase. Si con su teología política supo defender a la monarquía frente a Napoleón; con su fervor liberal y constitucionalista,  cuatro años después, cayó (aunque no por mucho tiempo) en las emboscadas del despotismo.

 

B. El estallido y las primeras reacciones (1810)

Dos meses después de producido el Grito de Dolores (noviembre 2010) e iniciadas las acciones de insurgencia en México,  nuestro personaje escribe una carta confidencial a un destinatario cuyo nombre desconocemos pero que sin duda pertenece a la línea de sus relaciones más cercanas de la metrópoli[9].

El miedo interno al que, citando a Chust, hacíamos referencia en el párrafo anterior, se hacía presente: criollos, indios y esclavos formaban parte de las huestes insurgentes. Puede discutirse si los sentimientos que predominaban en aquellos rebeldes guadalupanos eran más anti-realistas o anti-gachupines, pero está fuera de duda su enfrentamiento a las instituciones coloniales y al dominio español.

Independientemente de lo que tiene de parte de guerra de las primeras batallas, valoramos esta carta como testimonio de dos aspectos fundamentales de la significación que su autor, perteneciente al más alto círculo eclesiástico-político de Nueva España, da a la nueva situación  que ha estallado hace escasas semanas:

  1. La percepción del caos y la incertidumbre en que la insurgencia ha sumido a Nueva España;
  2. Los primeros pasos en la configuración del segundo frente en el que también se darán las batallas durante toda la guerra: el ideológico-religioso.

Los insurgentes han irrumpido contra el orden colonial del imperio. El conjunto de las instituciones sobre las que descansaba, se resquebraja: si el ejército se divide en leales y sublevados,  en el clero se enfrentan los ortodoxos (realistas) contra los herejes y apóstatas (insurgentes). Las ideas y las prácticas perniciosas de la Revolución Francesa – al decir de unos - se expanden en Nueva España. La sociedad y la feligresía quedan internamente confrontadas por el partido que toman o por el poder de ocupación circunstancial que les gobierna. La sensación de caos que se impone, curiosamente, es muy similar a aquella que reflejaron  algunos cronistas para referirse a los momentos en que, en los primeros días de la conquista, reflejaban los indios al ver destruido el templo mayor, Moctezuma muerto y su dios ultrajado.

Imposible parece en la Historia lo que boy a escribir para noticia familiar de un Amigo en España. Desde que comenzó la revolución de Francia me ha estado anunciando mi corazón que peor lo habíamos de pasar en América y con gusto me hubiera ido a la Península si hubiera podido.

El documento es de puño y letra de Don Antonio Bergosa y Jordán aunque no lo firma, quizás, por seguridad, dado que los correos eran frecuentemente interceptados. En el trayecto que va del Grito de Dolores (1810) al regreso de Fernando VII a España (1814) el obispo pasará, en lo eclesiástico,  de la diócesis de Oaxaca a la Metropolitana de México, pero en lo político pasó por furibundo anti insurgente, liberal y constitucionalista entusiasta (1812) y, de nuevo, déspota fervoroso por sumisión conveniente. Por otro lado, si alguien tenía poco que esconder de su condición de patriota y  furibundo anti insurgente, era este obispo que, desde los primeros momentos, perteneció a la más selecta camarilla política realista. Su preocupación por destacar en el primer párrafo el carácter familiar de la carta y su destino a la península, pareciera querer subrayar el tono de desahogo de la angustia y preocupación que embarga al remitente y la necesidad de hacer entender las cosas a quienes oyen de ellas desde lejos. Tal parece ser la intención de esta “noticia familiar para un amigo en España”. Además, se percibe en el párrafo introductorio una situación de caos racional y emocional del autor que marca tanto sus certezas como sus incertidumbres. Lo que está ocurriendo es incomprensible para un funcionario estructurado, en su esencia, desde el paradigma vertical del absolutismo ilustrado que lo promovió al episcopado en tiempos de Carlos IV. Es un caos de tal magnitud que supera, en perversidad, a la Revolución Francesa. El leal obispo está, emocionalmente, tan perdido ante los acontecimientos que subvierten su concepto de orden, que, dice, “con gusto me hubiera ido a la Península si hubiera podido”. Este debió ser el estado de ánimo de una buena parte de la sociedad española novohispana.

Se trata, probablemente, de una de las primeras “relaciones” del movimiento insurgente cuando todavía no se han cumplido los dos primeros meses de la contienda. Es una relación escrita a partir de la información que a su autor le llegaba a Oaxaca. El inicio del movimiento insurgente le sorprendió a Bergosa y Jordán cuando  comenzaba sus gestiones para liberarse de su traslado a la archidiócesis de Guatemala hacia la cual su cabildo criollo quiso empujarle. Se puede colegir por el modo como se suceden nombres de lugares y de personas políticas y eclesiásticas, que el destinatario está familiarizado con estas tierras, con la sociedad y con la política novohispanas. Más que por un “familiar” de su natal Jaca, nos inclinamos por alguien de la corte o de la Cámara de Indias con quien Bergosa sentía una particular cercanía y confianza.

Para estar recluido en la distante Oaxaca, sorprende la eficiente red de información que ya tiene en los inicios de la contienda. El desarrollo de esta red de verdadero espinonaje será uno de sus logros personales más relevantes en los años siguientes. Por lo pronto, el obispo de Oaxaca interpreta los acontecimientos desde la frágil posición en que se encuentra su sede ante el avance de la insurgencia. Su patriotismo no parece neutralizar su pesimismo sobre el curso que van tomando los acontecimientos militares.

En su relato va clasificando a los personajes en relación con los dos frentes de la guerra. Es cierto que las noticias, en esos primeros meses son fragmentarias e inciertas, pero, da la impresión de que, una vez definidos los bandos, con frecuencia los antecedentes de las personas bastan para confirmar o dar por ciertas noticias y sospechas. No escapa a su juicio la actitud pasiva de la sociedad de San Miguel y, menos, la participación activa de sus militares al mando de Allende. Tampoco se le escapa el detalle  de ciertas haciendas de criollos que, sorprendentemente, se salvan del saqueo de los insurgentes, cuando dice “se saquearon infinitas casas exceptuando de ello las del Marqués de Rayas y el Conde de Valenciana”.

Su relación parece centrar un interés especial en la importante presencia del clero en los acontecimientos. Si su paradigma absolutista no le permite entender un ápice de la lógica de los rebeldes laicos, la participación de los clérigos lo enfurece y desconcierta al máximo. En los momentos en que escribe la carta, todavía no parece sospechar hasta qué punto el clero de Oaxaca quedará dividido por la contienda. Dos años después, cuando Morelos entre a Oaxaca (noviembre 1812) y el obispo ya haya huido de su sede rumbo a México, los canónigos, a titulo personal se presentarán ante el caudillo y meses después, en 1813 realizarán largas juntas para dirimir el tema político y teológico de la pertinencia del nombramiento que Morelos hizo del sacerdote Juan Manuel Herrera como Vicario General Castrense de los ejércitos americanos.[10]

Lo dicho pone de relieve hasta qué punto era importante el frente teológico. La guerra no se hacía sólo por las armas y en los campos de batalla. Hasta el final de la contienda fue fundamental el soporte jurídico y teológico en el que las partes pretendían legitimarse y, en contraparte, deslegitimar al enemigo. Los realistas tenían a su favor todo el aparato ideológico tradicional que, durante siglos había servido para legitimar el derecho divino de los reyes y la obligación religiosa de sumisión que pesaba sobre los súbditos. Los insurgentes tuvieron que echar mano de intelectuales orgánicos leales a la causa. Por su formación teológica, los dos principales fueron Hidalgo y Morelos; pero no los únicos. La intensa actividad en el frente ideológico puede apreciarse, a modo de ejemplo entre cientos de casos, en una carta en que Ignacio Aldama  dirige al padre José Fusiño para pedirle que exponga a su feligresía los argumentos pertinentes a favor de la justicia de la causa insurgente. La tomamos como referencia porque, aunque sin fecha explícita, la crítica interna del texto permite situarla a fines de 1810 o comienzos de 1811,[11] periodo en el que Bergosa y Jordán estuvo entregado a una febril actividad anti insurgente en la que encontramos abundantes cartas pastorales, espionaje y colaboración cercana con las autoridades civiles y militares de Oaxca.

“La adjunta copia instruirá a Ud. de la justa causa que defendemos todos los criollos en masa”, dice Aldama al inicio de su carta. En la primera fase de su argumentación identifica la causa criolla con “los clamores de la patria” que llaman a romper las cadenas de la esclavitud de los gachupines. Es contra éstos la guerra declarada “mientras no cedan a nuestras justas pretensiones de defensa de nuestra sagrada religión católica, apostólica y romana, los derechos de nuestra querida patria y de nuestro cautivo rey, el Sr. Fernando VII”.

El razonamiento del caudillo permite ver hasta qué punto, para muchos de los protagonistas, la contienda, al menos en su primera fase,  tenía más de movimiento social con pretensión de golpe de estado, que de guerra “internacional”. Esta línea de defensa de la monarquía y de lo que podría llamarse una “lealtad americana” hacia el monarca, la profundiza Aldama sin lugar a equívocos: los gachupines, interesadamente, difunden sus mentiras “procurando siempre tener desarmado al Reino y sacar hasta el último maravedí para que, cogiéndonos indefensos los franceses, ingleses o cualquiera otros enemigos del Rey o de Dios, se unan con ellos en caso de que se acabe de perder España que así nada le falta, si no lo esta, se pierda también esto y sea peor nuestra esclavitud que lo ha sido hasta ahora”. En último extremo, para Aldama, los paradigmas que se confrontan son “la nación criolla” y la “nación gachupina”:

“es evidente que sólo tratan de defender sus caudales, sus grandezas y sus títulos, honores y mandos, y no la justa causa, ni al Rey; y por tanto debemos tenerlos por enemigos de S.M., de la religión, de la patria y  mientras no accedan a las justas pretensiones de la heroica nación criolla”.[12]

Después de esta argumentación inicial, Aldama le pide al cura que actúe en consecuencia e instruya en el mismo sentido a su feligresía para salir al paso de la ofensiva ideológica que está llevando a cabo el clero realista en la región de Querétaro “porque hasta los mismos padres misioneros han engañado y lo están haciendo predicar, según tenemos noticias de Querétaro, que uno de nuestros generales es el Anticristo y que andan cometiendo mil atentados como los franceses. Buen atrevimiento mentir en la cátedra del Espíritu Santo y desacreditarse unos padres que se han tenido por santos”. Frente a los rumores que desprestigian a la causa insurgente, Aldama invita a los indecisos a que visiten Celaya y Salamanca para que puedan apreciar el nuevo orden que implanta la revolución criolla;  “ningún criollo que siga la razón y la justicia tiene nada que temer”.

Definitivamente, en el movimiento de insurgencia, en lo que tenía de subversión de un orden sustentado sobre principios religiosos, tanto sus promotores como sus detractores, se vieron envueltos en una contienda ideológica de legitimación y deslegitimación religiosa.  Hidalgo, de hecho, da primero una batalla ideológica antes de salir a ningún campo de batalla: la causa de la insurgencia es la causa del Dios cristiano en el que creen los americanos; ese mismo Dios, no obstante que llegó con los conquistadores, no está ya del lado de los peninsulares y son ellos los que ponen en peligro la religión:

“No os dejéis alucinar, americanos...  haciéndonos  creer que somos enemigos de Dios y queremos trastornar  su santa religión... No: los americanos jamás se apartarán un punto de las máximas cristianas heredadas de sus honrados mayores. Nosotros no conocemos otra religión que la católica, apostólica, romana...  Estamos prontos a sacrificar gustosos  nuestras vidas en su defensa.... No hubiéramos desenvainado la espada contra estos hombres cuya soberbia y despotismo hemos sufrido... si no nos constase que la nación iba a perecer irremediablemente... perdiendo para siempre nuestra religión...”.[13]

Rápidamente, el impacto  de los acontecimientos reflejado en ese primer documento será motivo de inspiración para la acción pastoral del obispo, como verdadera pastoral de guerra... El 30 de noviembre 1810, escribe ya una carta pastoral que por su fecha y por su contenido bien pudiera tomarse como el modelo  de la pastoral anti insurgente que practicará la Iglesia Realista

Se trata de un texto de estilo catequético y pastoral de una extensión de ocho páginas de media/carta, conservado en el Archivo Catedralicio de Jaca (España) aunque, con toda seguridad estará en varios archivos mexicanos. Arranca el obispo  fundamentando su autoridad y credibilidad: más de 30 años en México y muchos servicios prestados a la Corona. Se dirige “a los más incautos indios” por ser más vulnerables a los encantos de la Insurgencia en auge. Evoca la situación envidiable de “paz y sosiego, ventajas y regalos”  que gozaba su obispado bajo la autoridad el rey y su real orden...

“Temo vuestra seducción, diocesanos míos de las aldeas, porque conozco vuestra sencillez y por si os quieren engañar con el especioso pretexto de que pues un cura de Dolores ha acaudillado a aquellos reveldes, sus hechos serán lícitos; sabed que no son sino gravísimamente malos, pecaminosos y atroces. Sabed que aquel cura ha sido, muchos años hace, un  hombre vicioso mas que cuantos habéis conocido entre vosotros..Que es un sacerdote excomulgado separado, como miembro podrido de la iglesia de que vosotros os precias ser fieles hijos. Que aquel cura Hidalgo es un hereje obstinado, procesado por el Santo y recto Tribunal de la Inquisición a cuyos mandatos rehúsa obedecer y comparecer...  y que ha fingido falsa y groseramente como cualquiera de vosotros pudiera fingirlo y nadie lo creería, que la santísima Virgen, a quien ultraja, le ha dicho que empuñe la espada contra los europeos, abandonando a sus feligreses; y es menester ser muy necio para creer tamaña mentira, contraria al derecho natural y divino” (4-3). [14]

Por si quedaran dudas, la catástrofe total que significaría adherirse a la insurgencia, se expresa contundentemente en este inspirado párrafo:

“No para aquí la gravedad y criminalidad de sus hechos, porque es incomparablemente mayor el pecado contra la Religión y contra la pública tranquilidad (en el orden) y seguridad del Estado. En dejaros seducir, además del pecado mortal contra Dios, que es el mayor mal de los males, ofenderíais gravísimamente a la Santísima Virgen María a quien tanto buscáis justamente como Madre y refugio de pecadores; a todos los ángeles y santos vuestros custodios y patronos, a toda la corte del cielo; y en la tierra ofenderíais al Sumo Pontífice... y a vuestro amado soberano y señor Fernando VII a quien tenéis reconocido y jurada la obediencia; a todos sus ministros y vasallos  y a todos los cristianos pues trastornarías el Estado (orden real y divino) privando de su quietud y conveniencias a todos hasta vuestros propios padres, hermanos y parientes; y finalmente, arruinaríais enteramente a la Sagrada Religión Católica, fuera de la cual nadie puede salvarse” (p.5).

Por tanto:

Si queréis salvar vuestras almas  y ser eternamente felices

Si queréis vivir en el orden de Dios y el rey

Si queréis no incurrir en excomunión, - dice el obispo - :

No deis oídos a los revolucionarios, ni los ocultéis

huid de toda novedad en ase untos de gobierno y superiores a vuestra comprensión y talentos.

descubrid a los revolucionarios y emisarios perseguidlos... así cumpliréis con dios como cristianos (6).

 

C.- El acoso y toma de Oaxaca (1812)

Las acciones de la Iglesia Episcopal durante la insurgencia, deben ser vistas, ante todo,  como un juego de intensa colaboración entre los tres principales actores realistas de la contienda: el gobierno, el ejército y la iglesia realista. Los tres fueron el soporte del sistema colonial, especialmente desde las reformas borbónicas. Bergosa y Jordán, quizás constituya el mejor prototipo del desenvolvimiento de un obispo en ese incesante intercambio  de lealtades y apoyos.

Tampoco oculta su regocijo con ocasión de la noticia de captura de Hidalgo:

“Es tan plausible la noticia de la Gazeta Extraordinaria del 9 del corriente a cerca de la prisión del malvado Hidalgo y demás cabecillas de la rebelión que no puedo contener mi gozo sin manifestarlo a V. Excelencia presentándole con el mayor respeto millones de enhorabuenas porque a su bondad y acertada providencia ha querido Dios dar este triunfo que debe sofocar todo espíritu de rebelión. Inmediatamente que la recibí hice solemnizarla esta mañana con un repique general de todas las iglesias de esta ciudad y luego puesto de acuerdo con el Sr. Intendente dimos gracias a Dios con un solemne Te Deum que yo mismo entoné después de la misa del día, por tan solemne triunfo”.

Antonio Bergosa y Jordán, quizás por su doble perfil de inquisidor y obispo, se comportó como uno de los eclesiásticos más fogosos en contra de todos los frentes de la insurgencia. No nos sorprende que los acontecimientos exacerbaran en él sus dotes de inquisidor y su celo de obispo. Más novedoso resultó el verlo ejercer las nuevas facetas de su personalidad que la crisis puso de manifiesto: la estrategia militar y los servicios de  inteligencia.

Esta disposición total al servicio de la causa realista la puso en juego desde los primeros momentos de la contienda. Sin embargo, su correspondencia nos permite apreciar la lógica y las razones de su compromiso. Tal, por ejemplo, sus manifestaciones ante el virrey Francisco Javier de Venegas:

“Suponiendo bien instruido a V.E. por conducto más propio, del suceso desgraciado de nuestras armas en Chilapa y del mayor riesgo que, en cesando las aguas, amenazará a esta Provincia de la Mixteca, se ciñe esta carta a ofrecerme a V. E. con este motivo, porque comprendo que puedo ser útil con mi persona, y débiles arbitrios en servicio de la religión, del bien y de la patria, deseoso de que V.E. me comunique sus apreciables órdenes en cuanto estime conveniente”.

Literalmente, Don Antonio Bergosa y Jordán, con criterio que parece  más militar que eclesiástico, se pone a las órdenes de los mandos militares y civiles, ofreciendo toda su colaboración en la contienda. La abundante documentación que su archivo contiene sobre la guerra, no deja lugar a dudas sobre el modo apasionado como cumplió su ofrecimiento. Como veremos en los párrafos que siguen, sus dos principales medios fueron: a.-  el diseño de una verdadera pastoral anti-insurgente, mediante la cual puso al servicio de la causa todo el capital simbólico y de autoridad de que podía disponer el jefe de una iglesia diocesana; y b.- la organización y administración de una eficiente red de espionaje basada en los datos que sus curas le proporcionaban a petición expresa  o por propia iniciativa patriótica.


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En la misma carta al virrey le informa que ya ha “manifestado también a estos dos jefes inmediatos, militar y político (de Oaxaca), por lo que pueda convenir” y que ya tiene listo un borrador de proclama “a mis diocesanos excitando a todos a tomar las armas para nuestra defensa”, aunque se ha cuidado de no imprimirla y difundirla para respetar las jerarquías políticas y militares. En lo que no pudo esperar es en lo relativo al peligro inminente que corría la Mixteca; por eso dirigió una carta a sus curas de la zona “para que, en apoyo de las providencias que dicten el Gobierno y los jefes militares, animen y exciten a sus feligreses a aprestarse con sus personas y todos sus arbitrios a la defensa, en caso necesario, y sobre todo, a la debida fidelidad y obediencia, y para que mis curas celen siempre ello y me avisen de cuanto estimen conveniente...”.[15]

De esta manera, el obispo de Oaxaca se declaraba en estado de guerra.

Una función que estaba particularmente al alcance del clero era la de la información; sus servicios de inteligencia fueron de mucho valor. El hecho de que los mismos insurgentes, en general, se mostrasen no sólo respetuosos del clero sino necesitados de su ministerio, permitía gozar a los curas de una gran facilidad de movimiento entre las líneas de fuego. Los obispos aprovecharon, desde el inicio,  esa facilidad. El 7 de octubre de 1810, el obispo de Puebla Don Manuel Ignacio González del Campillo les hizo firmar a sus curas un juramento especial de lealtad a la causa realista. El documento lo firmaron 289 clérigos que, de ese modo, bajo juramento quedaban, en principio, obligados con la causa. En ese documento, además de jurar fidelidad al Rey y a todos sus representantes legítimos, los curas afirman que “usaremos de todos los medios oportunos y convenientes para reconciliar los ánimos, evitar toda desavenencia y discordia y dirigir con rectitud la opinión pública”. Evidentemente esa reconciliación de los ánimos significaba acabar con la insurgencia por la persuasión o por la fuerza. Lo hicieron hasta donde les fue posible. Un poco más adelante en esa misma fórmula del juramento se ponen las bases de la eficiente red de espionaje que constituyó el clero y que en la vecina diócesis de Oaxaca, Bergosa y Jordán implementará a su estilo. Dice la declaración juramentada de los curas poblanos:

“cuidaremos de averiguar si hay en los lugares de nuestra respectiva residencia sujetos que siembren semilla de sedición y formen juntas con el objeto de causar desórdenes y alterar la tranquilidad pública; y que daremos cuenta al gobierno sin dilación alguna...”[16]

El cura de Atarlanca en  carta del 9 de mayo de 1812, viéndose imposibilitado de cumplir con la misión de informar de los movimientos de las tropas rebeldes tal como se lo ha pedido el obispo, dice:

“Con motivo que no transitan de Cuitlan para acá sujeto alguno de discernimiento que nos informe de la disposición de aquellas Gavillas, número y armas que manejan, no puedo dar a V.I. la noticia que desea. Siempre que la adquiera se la comunicaré”.

Como un ejemplo más de los métodos de que se servía esta red de espionaje clerical y también como una muestra de la incertidumbre que imperaba, por momentos y por zonas, sobre la marcha de los acontecimientos, nos detenemos en un grupo de 5 cartas que el Canónigo José de San Martín dirige a Bergosa y Jordán desde el pueblo de Yauhuitlán, durante el mes de marzo de 1812.[17]

En la última carta de esta serie, fechada el 31 de marzo del 1812, San Martín tranquiliza a su prelado sobre el rumor que se había  corrido en el sentido de que los insurgentes habían tomado el pueblo de Tamasupan:[18]

“Hemos recibido en esta hora carta del cura de Huajuapan fecha de antes de ayer, recomendando a D. Antonio Bea que ha estado prisionero. Este salió ayer de aquel pueblo y nos ha dicho en su declaración que el enemigo tiene allí como dos mil hombres, seis cañones y doscientas diez y seis armas de fuego, que no tienen pólvora pero que mandaron a traer 80 arrobas que les llegarán dentro de once días; que Bravo está como veinte leguas de Huajuapan y que luego que llegue, nos vienen atacar. Esta relación tiene todas las notas de verídica. Puede creerla V.S.I.”.

Independientemente de las acciones concretas que se ponían en juego en cada circunstancia, fuesen las armas, la información, el culto o la doctrina los que se enfrentaban en un momento dado, es claro que toda la  contienda estuvo acompañada por el combate de dos teologías en pugna.

Después que las autoridades de Oaxaca consiguieron del Virrey que prolongase el obispo su estadía en la ciudad por requerirlo así su defensa, continúo todavía más activa su teología anti insurgente. No perdió el tiempo en esa prórroga táctica de su permanencia en su primera sede. Para mediados de 1812, parecía imparable el avance de las tropas de Morelos hacia la capital de Antequera. Probablemente por eso, escribió en esos meses su texto  más integrado sobre la insurgencia, hecho público en una carta pastoral del 12 de junio de 1812. Es un documento – poco conocido -  al que tuvimos acceso en el archivo catedralicio de Jaca. En los momentos en que escribe, sabe perfectamente dos cosas que probablemente influyeron en la fuerza que pone en su documento: a.- primera, su inminente traslado a la metropolitana; b.- segunda, el avance incontenible de los ejércitos de Morelos hacia Oaxaca. Aunque extenso, por la oportunidad, fuerza y relevancia que tiene el documento, nos permitimos reproducir este párrafo de intención demoledora:

No hay precepto del Decalogo que estos Insurgentes no atropellen, y quebranten; pues ademas del primero y maximo de todos ellos, que es la caridad, como queda indicado, ellos son tambien reos de la infraccion sacrilega del solemne juramento de fidelidad y obediencia á nuestro legitimo Rey el Sr. D. FERNANDO VII, á quien roban al mismo tiempo que friamente lo proclaman aun por disimulo, y de desobediencia á sus legitimos Ministros, que lo representan. Son reos de inumerables homicidios alevosos, cruelissimos, y muy circunstanciados, buscando con mas ansia que los Cazadores á las fieras á los Europeos para robarlos y asesinarlos, pues aprisionan aun á las personas Sagradas, y las retienen oprimidas con la mayor crueldad, y pribadas de libertad contra todo derecho, y contra declaraciones expresas de la Santa Iglesia, del Vicario de Jesu-Christo, que fulminan las mas espantosas Excomuniones contra tan osados delinquentes. Son reos de inumerables robos Sacrilegos hasta á las Iglesias, y al mismo Dios en sus diezmos, en sus Templos, y en sus Ministros consagrados á su divino culto; y no solo cometen por si mismos estos atrozes delitos, sino que inducen á otros á cometerlos, y aun los violentan á ello. Obligan con violencia y fuerza armada á los Pueblos, á que abrazen su iniquo partido, y esto es una sublimada injusticia, y tirania, que los constituye en la primera clase de los tiranos.

Con tan abominables acciones lleban por todas partes la irreligion, el desorden, y la anarquia, y en suma la ruina de toda la America, que en año y medio presenta ya el mas horroroso Cuadro, que apenas deja percivir alguna idea de lo que antes era. Ha! Miserables americanos! Si los Franceses hubieran pisado, y debastado este precioso suelo, muy doloroso seria; pero que sus mismos hijos lo hayan reducido al infeliz estado de turbacion y miseria en que se halla, es reflexion que debe arrancar lagrimas de sangre; y esto basta y sobra para conocer que la Insurreccion es gravemente pecaminosa, injusta, cruel, y sanguinaria, y de toda la ilicitud, enormidad, y atrozidad, que pueden significarse por quantos epitetos infamantes tienen todos los Idiomas conocidos.

Esta era, en síntesis, la teología anti insurgente por la que los católicos patriotas debían rechazar, denunciar y combatir a los políticamente rebeldes y teológicamente sacrílegos.

De alguna manera, este fue también el mensaje con el que el obispo saliente de Oaxaca, ya en camino hacia México,  recibiría a Morelos a su entrada a la plaza; Y ese fue el talante con el que ya, desde la distancia, administraba su nueva sede de la Metropolitana.

 

D.- Desde la Metrópoli (1813-1814)

En 1811 el Consejo de Regencia, en ausencia de Fernando VII cautivo, nombró a Bergosa y Jordán Arzobispo de México, sede vacante desde la muerte de  Francisco Javier Lizana. El oficio de nombramiento[19] expresa que, no obstante la previsible dilación en la expedición de las bulas papales, es necesario que el obispo se traslade de inmediato a la sede metropolitana y reciba el poder para regirla en virtud de las disposiciones que el propio Consejo ha enviado al cabildo de México. Firmado “por mandado del Rey Nuestro Señor” por Joseph de Alday, en Cádiz, el 1 de agosto de 1811. Adjunto a este documento viene otro oficio en el que “El Rey Fernando Séptimo... y en su ausencia y cautividad el Consejo de Regencia de España e Indias autorizado interinamente por las cortes generales y extraordinarias” comunica al Deán y cabildo de México el nombramiento de Bergosa y Jordán y les ruega “para el servicio de Dios y mío” que, “en el ínterin que su Santidad se halle en libertad para expedirle las bulas”  le reciban y den poder para administrar de inmediato la diócesis. Sin embargo,  por solicitud de las autoridades y notables de la ciudad de Antequera, su obispo promovido permaneció en ella, con la anuencia del virrey, hasta fines de noviembre de 1812.

El 18 de septiembre de 1811, el Presidente Regente y Oidores de la Audiencia de Nueva España, le escriben a Bergosa y Jordán dándose por enterados de su nombramiento para la Metropolitana, a la vista de las Reales Cédulas  del 1ro. de agosto firmadas por la Regencia en ausencia del Monarca.[20]

“El es tan importante  (el nombramiento de Bergosa y Jordán para México) para los buenos españoles que solamente podría igualarlo el de la evacuación de toda España de todos los Franceses, si Dios por su misericordia nos lo concediese”[21]

Puede ponerse en duda la relevancia  un tanto exagerada que se otorgaba a su nombramiento, pero lo que está fuera de duda es que la toma de posesión como arzobispo de la diócesis de México, enardeció la fogosidad militar que Bergosa y Jordán traía de Oaxaca. Su nuevo cargo no solo lo colocaba como máxima autoridad de la iglesia novohispana sino como principal responsable de de la posición y responsabilidad patrióticas de la misma ante la contienda bélica. Si a eso añadimos que durante largos meses fue el único obispo consagrado presente en territorio novohispano, se comprenderá el incremento de su fervor patriótico  beligerante.

Con fecha de noviembre de 1811 se le envía a Bergosa un oficio firmado por Dn. Pedro García de Valencia y Dn. Juan de Sarriá y Alderete, desde la Sala Capitular del Cabildo metropolitano en el que le expresan la congratulación por la noticia de su nombramiento como arzobispo de México.[22] En consecuencia, el periodo que va del  18 de septiembre de 1811 a su salida de Oaxaca, el 20 de noviembre de 1812,  (cinco días antes de la entrada de Morelos el 25 de noviembre) Bergosa y Jordán vive un tiempo interdiocesano en el cual gobierna en simultáneo la diócesis de Oaxaca (in situ) y la Metropolitana, a distancia. Como ya se ha señalado,  con fecha también del mismo mes de noviembre, el cabildo metropolitano se da por enterado de una comunicación del Ayuntamiento de Oaxaca por la que se le informa que por razones de seguridad pública y de la defensa de la plaza asediada, es indispensable que  el obispo postergue su traslado a México. Este primer dato proveniente del Ayuntamiento es parte de una abundante documentación que expresa tanto la presión de la sociedad oaxaqueña para retener al prelado en esos momentos tan difíciles, como la talla de la figura de Bergosa y Jordán ante autoridades civiles y militares.[23] Es un hecho que, en aquellos momentos, el aragonés, desempeñaba en Oaxaca un rol que iba mucho más allá de la función episcopal.

Por consiguiente, si bien la toma de posesión formal de la Metropolitana no tuvo lugar hasta inicios de 1813, conviene tener en cuenta que ejerció su gobierno, por orden superior,  desde que le llegó su nombramiento en 1811 por requerirlo a así tanto su condición de sede vacante como  la situación general imperante en Nueva España desde el inicio de la insurgencia. Por dicha razón, se debe considerar el perfil metropolitano del obispo desde esa fecha temprana, de manera que, a los escritos e intervenciones de ese periodo inter diocesano hay que concederles ese mismo alcance  tanto en lo eclesiástico como en lo político. En sus escritos se puede constatar sin  dificultad su endurecimiento anti insurgente desde el momento en que recae en su persona el doble gobierno diocesano que pone de relieve su  significación pública en Nueva España.

Para entender el giro que fueron tomando los acontecimientos en ese periodo, conviene tener en cuenta que el frente teológico al cual venimos refiriéndonos, no solo se expresaba en términos de confrontación entre insurgentes y realistas; también tuvo una manifestación interna  entre obispos y una parte de su clero realista e incluso dentro de facciones del propio clero realista que por razones pastorales-teológicas, consideraban que la beligerancia ideológica atentaba contra los derechos pastorales de los fieles insurgentes al privarles de la atención religiosa como consecuencia de las excomuniones fulminadas por los obispos.

No fueron pocos los casos de curas supuestamente realistas que reflejaban la encrucijada política y religiosa en que se sentían. Por un lado, la autoridad de la Iglesia y el Rey exigía de ellos una clara posición anti insurgente; por otro, sus pueblos exigían de ellos atención pastoral para sus hijos soldados o sus vecinos colaboracionistas. Ante este dilema, los obispos (de modo especial Bergosa y Jordán) se mostraron siempre mucho más inflexibles que los sacerdotes rurales.

El 27 de agosto de 1811, el cura de Apan, Bachiller Pedro Ignacio Calderón, consultaba sobre la actitud que debía tomar, pastoralmente, ante los insurgentes excomulgados. La consulta la dirige, nada menos que  al Deán y Cabildo en Sede Vacante del arzobispado de México cuando ya había sido nombrado Bergosa y Jordán para esa sede. El mencionado cura, después de dar cuenta de que administró sacramentos a rebeldes y patriotas heridos en su jurisdicción  (Apan, Tepeapulco y Almoloya), testifica lo siguiente:

De día en día toman más cuerpo y se les están reuniendo de los derrotados de tierra adentro y de los lugares por donde pasan; sólo de a caballo serán al pie de trescientos y otros tantos, o más, de a pie. Cuando eran pocos se tenía la precaución de no llamar a la misa en las haciendas por donde podían andar; pero en el día aunque se tenga, es fácil que ocurran, bien que hasta ahora no lo han verificado. También se suelen estar de asiento en los pueblos y por lo mismo, suplico.... me diga si suspendo los divinos oficios, como a excomulgados, aunque sepa han de tomar las armas y prevea puedan perjudicar al vecindario. También le suplico me diga si he de tener por excomulgados a   muchos del pueblo y de las rancherías, que son hermanos, primos, compadres, amigos, etc. De algunos insurgentes; que aunque a mi me parezca son fieles, no dejan la comunicación con ellos, ni de recibirlos en sus casas, darles de comer, regalarlos y quizá alegrarse de sus hazañas ficticias; pues de esta clase hay muchos; y aun me persuado sería necesario cerrar sus capillas, pues a ellas principalmente ocurren a misa mucha de esta gente.....

Por último suplico... me diga si las divisiones que traigan capellán, deban éstos celebrarles el santo sacrificio de la misa en la Iglesia o en el cuartel en atención a que aquí el cuartel es el mesón y por lo mismo, lugar muy indecente...[24]

Las dudas sobre la complejidad de la situación que plantea la “Iglesia insurgente”, por lo visto, no eran sólo de los curas de los pueblos. Respondiendo a la consulta anterior, el Promotor Fiscal del Cabildo Metropolitano, se inclina hacia una interpretación casuística y condescendiente de las excomuniones y de sus consecuencias:

En las fatales circunstancias presentes, en que la revolución ha degenerado en robos y en que vemos que los delincuentes de ambas clases (insurgentes y ladrones) están mezclados y tratan todos con el mayor desprecio a la Iglesia y a sus sagrados ministros, no puede prescribirse al cura consultante una regla cierta y fija para su gobierno, por la diversidad de circunstancias que pueden ocurrir en cada caso. Lo único que puede decírsele es que no debe suspender, hablando absolutamente, los divinos oficios ni desenterrar los cadáveres que sepultan los insurgentes (en las Iglesias y camposantos)... pues de otra manera sería irritar más sus ánimos... con peligro de las vidas de los vecinos cuya conservación es de derecho natural, muy superior a los fueros de la excomunión. Que tampoco debe permitir que el santo sacrificio de la misa se celebre en el mesón... gobernándose por las reglas que le dicta la prudencia... o imitando la conducta de otros curas... que se han contentado con exhortar continuamente a sus pueblos a la paz y tranquilidad y han tratado de evitar los males hasta donde les ha sido posible...[25]

Ciertamente, Bergosa y Jordán no habría aprobado este dictamen sensato y tolerante. Consultas parecidas le hicieron otros de sus curas, y recibieron como respuesta la necesidad de aplicar radicalmente los decretos de excomunión y la vigencia de sus sanciones. También pudiera ser que, en la posición que adopta la respuesta del Promotor Fiscal del arzobispado, se esté reflejando tanto la composición políticamente plural que existía en muchos cabildos, tal como se reflejó en las juntas del  de Oaxaca (1813), como a una mayor presencia criolla en los mismos. De las muchas declaraciones y condenas provenientes de los obispos, no conocemos ninguna que deje posibilidad a este tipo de consideraciones de prudente casuística, como la que comentamos,  que el cabildo hizo suya y la mandó remitir al cura consultante con la siguiente recomendación un tanto pintoresca “previniéndole (al cura) tenga presente la distinción que hay entre excomulgados vitandos y tolerados”.

Aunque probablemente tenían sus palabras mucho más de disciplina clerical que de convencimiento,  José  Herrera  Dávalos, el 27 de abril de 1812, informa también a su obispo de movimiento de tropas por el rumbo del curato de  Atlatlauca (Mixteca oaxaqueña) reflejando una situación parecida y permitiéndonos apreciar nuevas argumentaciones de esta contienda teológica:

El día de ayer en la madrugada han entrado los insurgentes a este Trapiche de Aragón  en donde estuvieron toda la mañana y se regresaron a esta cabecera... fue con tanto silencio y en horas tan de madrugada que ninguno pudo percibir  el tropel de la caballería... el número de todos ellos no podré decir a V.I. porque en el ingreso a este pueblo se repartieron por todas las orillas y solo una partida de cien se dirigió a esta casa con un estandarte  cantando el Santo Dios. En hora poco más que se demoraron pude con suavidad, amor y patriotismo exhortarlos haciéndoles ver que estaban excomulgados e intimarles que depusieran las armas y que imploraran el Indulto, mas viendo que se incomodaban y que su respuesta era decirme que no (había otra salida) ... sino de morir o vencer, y temiendo algún insulto, omití el insistir en ello. No hicieron daño alguno.

Esto es cuanto puedo dar parte a V.I. para la inteligencia y gobierno y por que se sirva dictaminar lo más oportuno y conveniente.[26]

En realidad Bergosa y Jordán  tenía ya, de antemano, todo bien dictaminado y el cura lo sabía. Pero éste aprovecha la oportunidad del caso para confrontar a su obispo al mismo dilema pastoral que él enfrentaba.

En la carta del 9 de mayo de 1812,[27] el cura de Atlatlauca le escribe al obispo dándole cuenta de que el Comandante insurgente Trufano “que parece se halla  reunido en Cuicatlán” ha solicitado a su parroquia un sacerdote que bautice a los niños y que celebre la fiesta de la santa Cruz “aunque, terminado el ministerio, se vuelva”.  El cura “en términos amistosos”, según su texto, le contesta con una negativa y  recordándole la excomunión que pesa sobre la población.[28] Sin conocer todavía la reacción del comandante, expresa:

“Temo justamente que este comandante y su Gavilla entre hacerme algún perjuicio o destrucción o que tal vez coja de sorpresa o sin poderse fugar a mi compañero y lo conduzca con el poder de sus armas”.

Ante el riesgo mencionado, el cura le también pide a Bergosa y Jordán que ordene lo que convenga en tales circunstancias, cuidándose de señalar ante el obispo que

“desde la entrada hecha el 26 del pasado, nos hemos esforzado todo lo posible en contener a la gente e intimarles la fidelidad, patriotismo y los motivos de religión que nos obliga a tener por tales enemigos a aquellos rebeldes y a evitar toda unión con ellos”.

En otro rumbo pero por las mismas fechas, el cura Juan José Rosas, el 23 de mayo de 1812 también pide instrucciones al respecto. Pero en su argumentación no sólo expone al obispo la solicitud de los insurgentes para que la considere, sino que le presenta  la situación de riesgo que corre su vida si se les niega a los insurgentes su petición de atención pastoral:

..... paso a noticia de V.I. que los días 14, 19 y 20 de los corrientes han entrado en esta cabecera los insurgentes. En los primeros vinieron pocos; en el último vinieron 750 duraron tres días y salieron la tarde del 22 prometiendo volver muy pronto. Me instaron mucho por la misa que no les di, y me suplicaron escriba a V.S.I. y le suplique me conceda de que se les de misa y aun me franquearon pasaporte para el caso que se me de por las circunstancias en que me hallo y lo expuesta que queda  mi vida.[29]

Días más tarde, el mismo cura escribe con más detalles de esta entrevista con los jefes rebeldes en su parroquia. Por esa carta sabemos que entraron los insurgentes al pueblo ordenadamente, encabezados por el estandarte de la Virgen de Guadalupe, que le pidieron tocar a rosario y le solicitaron misa. Naturalmente, tal como nos tiene acostumbrado el clero de Bergosa y Jordán, la respuesta fue negativa. Sin embargo en el diálogo que el caudillo mantiene con el cura, éste tiene el cuidado de recoger textualmente la respuesta que le dio el soldado cuando le informó de su respuesta y de su situación de excomulgados. En el razonamiento del comandante aparece algo que nos permite entender, por un lado, hasta qué punto la causa insurgente no era entendida con la misma precisión por todos los caudillos que participaban en ella; por otro, la importancia que tenía para la tropa el no dejarse despojar de los bienes simbólicos que los obispos pretendían negarles. Dice el cura que, cuando le informó que no le podía celebrar la misa a la tropa, el insurgente se sintió contrariado:

.... y lanzando un suspiro me dijo ” es demasiada tiranía y tirar a exasperarnos en los Sres. Obispos el excomulgarnos sin oírnos, nosotros estamos sujetos al Rey de España pero inmediatamente; no somos como dicen, contra Dios ni contra la Iglesia; sólo queremos que no esté el gobierno en manos de Europeos.. sobrados criollos hay que lo desempeñan...[30]

 

Conclusión

Ninguno de los procesos de independencia de la América Española conoció una participación tan numerosa y tan activa de clérigos como el de Nueva España. Como se ha podido apreciar, de alguna manera, también las teologías se levantaron en armas. Si la conquista y la colonización se habían realizado en nombre de Dios,  la gesta de la independencia no podía dejar de lado a ese aliado. Cada bando formuló su propia teología de campaña encaminada hacer encajar la guerra en el sentido general de la vida que la religión aglutinaba. Según la estimación que hacía en su momento N. M. Farris, fueron unos 400 clérigos los que participaron en el movimiento insurgente en México.[31] Sin embargo este recurso fue más que una estratagema táctica. Si bien es cierto que los “soldados teólogos de la insurgencia” tuvieron que recurrir a un manejo ideológico de la teología en pro de la causa,  no puede dejarse de lado la teología y religión popular de las huestes que se desplazaban por los caminos hacia los campos de batalla. Muchos de los curas que informaron a Bergosa y Jordán no pudieron disimular su sorpresa al informar que  con  la marca del polvo y la sangre del campo de batalla, llegaban los destacamentos de soldados, encabezados por sus jefes, a las iglesias de los pueblos y a las casas parroquiales a demandar el culto.  Tampoco este rasgo novohispano  de la religión al paso de la guerra, tiene parangón con otros procesos de insurgencia americanos. Obispos, gobernantes y caudillos realistas fueron incapaces de descifrar el sentido profundo de este encuentro entre la sublevación y la religión de los pueblos.

 


[1] INAH/ENAH, México

[2] Berger, P L. : Para una teoría sociológica de la religión. Barcelona, Kairós. 1967.

[3] Bourdieu, 1971

[4] Pérez Memen,  F.: op. Cit. Pág. 87.

[5] Cohn, N. En pos del Milenio. Alianza Editorial. Madrid 1983.

[6] Chust, Manuel: 1808: La eclosión juntera en el mundo hispano. FCE, México, 2000

[7] Chust 2000:25

[8] González Martínez, J. L.: Encrucijada de lealtades:  Don Antonio Bergosa y Jordán. Un aragonés entre las Reformas Borbónicas y la Insurgencia mexicana (1748-1819). Novallas (Zaragoza), Novalia Electronic Editions, 2005. Pp. 274.

[9]INSTRUCCIÓN PASTORAL DEL ILUSTRÍSIMO SEÑOR DOCTOR DON ANTONIO BERGOSA Y JORDÁN, OBISPO DE ANTEQUERA DE OAXACA” (29 DE MAYO DEL 2009). Fondo “Bergosa y Jordán”, Archivo del Cabildo Catedralicio de Jaca (España).

[10] Ibarra, Ana C.:  La Iglesia Católica  y el movimiento insurgente. El caso del Cabildo Catedral de Antequera de Oaxaca.

[11] García, Genaro (editor):  Documentos inéditos o muy raros para la historia de México. Porrúa. México 1975. Pág. 422.

[12] García , Genaro: op. Cit. Pág. 422.

[13] Hidalgo y Costilla, Miguel: Proclama a la Nación Americana (1810). En: Antologia de Historia de México. SEP, México 1993 págs. 21-22.

[14] Archivo Catedralicio de Jaca (España), Fondo Documental Bergosa y Jordán. Legajo de Cartas Pastorales.

[15] Bergosa y Jordán, A.: Carta al virrey Francisco Javier de Venegas, del 27 de agosto de 1811. En: El clero de México y la guerra de la Independencia. Genaro García (editor): Documentos inéditos o muy raros para la historia de México. Porrúa. México 1975. Pág. 504.

[16] García, G.: op. Cit. 415-416.

[17] D-282. Las cinco cartas, respectivamente, se ubican en las imágenes 1-7, 8-11, 12-15, 16-21 y 22-29.

[18] Ibid. D-282.

[19] Fondo D-156, 10-14

[20] Fondo D-862

[21] Fondo D-120

[22] Fondo D-156

[23] Fondo D-156, 5-7

[24] García, 1975:501

[25] García, 1975:503

[26] Fondo:D-291

[27] cuando ya Morelos estaba próximo a Oaxaca, y Bergosa y Jordán con un pie en el estribo hacia México

[28] D-379

[29] Fondo:D-385

[30] Fondo:D-387

[31] Farris: 1968