Cultura y genética: facturas de su desencuentro evolutivo[1]

Hilario Topete Lara[2]

 

Una frase de uso común, para reconvenir acerca de una decisión desacertada con consecuencias poco o nada agradables es “Todo tiene su precio”; su equivalente, “Nada es gratuito” o, en plan de advertencia, “Atente a las consecuencias”, vienen bien al caso cuando se trata de mirarnos y pensar en lo que se ha ganado o perdido a lo largo de millones de años de evolución homínida. La interrogante “¿Cuál es el precio que hemos pagado por nuestra hominización, nuestra humanización y, de forma particular, nuestra inteligencia?”, es la columna vertebral de un texto ensayístico, bien documentado y erudito que produjeron una prehistoriadora (Marina Mosquera), un neurocientífico interesado en la evolución de la mente y el cerebro humanos (Enric Bufill) y un paleoecólogo enfocado a la evolución social (Jordi Agustí). El título, El precio de la inteligencia. La evolución de la mente y sus consecuencias.

            Contestar esa pregunta que, por cierto, cualquier evolucionista pudo haberse hecho, no es tarea fácil: el hombre, como reza el título de una reflexión antropofilosófica de Mijaíl Malishev (2003), es "un ser multifacético". Si partiésemos del manido argumento de que el hombre es un ser biopsicosocial, de inicio habría que realizar las indagaciones mediante una investigación con actitud transdisciplinaria, es decir, de la confluencia de diversas disciplinas para encontrar respuestas o indicios sobre un mismo problema de investigación.  En el caso que nos ocupa, los autores optaron por esta estrategia a fin de producir un ensayo científico iconoclasta y, por ello, polémico.  El dilema planteado es aún más complicado  de lo que parece porque la indagación se focaliza en un objeto que no se fosiliza y cuyas evidencias -hasta donde nos dicta el desarrollo de las ciencias- se tornan menos perceptibles y explicativas en tanto más se viaja retrospectivamente en el tiempo. Sin embargo, ensayísticamente todo es posible.

            La terna de investigadores se propuso acopiar evidencias osteológicas, instrumentos y herramientas líticas, esculturas, modelos e hipótesis en torno de la hominización, estudios de paleogenética, estudios neurofisiológicos, desarrollos de la psicología evolutiva y, entre todos, el evolucionismo como columna vertebral del libro. El recorrido realizado para resolver la interrogante es de un pasmoso didactismo que se propone contestar hasta el final incluso coqueteando a medio trayecto con aproximaciones de respuestas, como jugando con el lector, provocándolo a realizar inferencias y deducciones cuya validez sólo producirá una aproximación parcial. Así, el libro es una larga cadena de retos por entre cuyos intersticios se asoma tímidamente la respuesta final.

            La solución al problema de investigación está estrechamente vinculada con el cerebro como soporte material de la mente y, consecuentemente, de la inteligencia. La evolución del cerebro, en tamaño y complejidad, es la constante indagada, pero su búsqueda no va en el sendero que había tomado Philip Valentin Tobias aunque llegan a coincidir con él en dos ideas: cerebros más grandes y complejos fueron  la respuesta a las presiones de la selección natural, y cerebro s complejos están relacionados estrechamente con la cultura.[3]  Sin embargo, proponen un sesgo: el cerebro y la cultura coevolucionaron, aunque asimétricamente. En efecto, los genes, cuya misión fue la estructuración neuronal y el funcionamiento que devinieron en inteligencia ("evolucionamos para ser inteligentes", afirman los autores), en procesos de simbolización, en lenguaje, aprendizaje y transmisión de la experiencia, mostraron sus ventajas frente a otros que se perdieron en el camino; en otras palabras, los genes destinados a la cultura devinieron ventajosos y seleccionables para su transmisión. Sin embargo, su evolución no corrió al mismo ritmo que la cultura: de allí el precio.


            La coevolución, originalmente observada en la biología,[4] devino útil para el estudio de un animal cuya forma de vida, supervivencia, competencia y adaptación dependen de la cultura. La coevolución genes-cultura, sin embargo, muestra que los genes varían más lentamente que la cultura produciendo un retraso genómico. En efecto, nuestros genes, sostienen los autores, se quedaron -evolutivamente hablando- mucho antes de la revolución industrial y, en el más extremo de los casos, antes de la tercera revolución neolítica.[5] La prueba de ello es que el desfasamiento ha producido una crónica vulnerabilidad cerebral que ha conducido a neurotranstornos como la esquizofrenia, enfermedad de Alzheimer, demencia senil, demencia frontotemporal, alteraciones emocionales, estrés y comportamientos bipolares que en ningún otro primate se han presentado, como proponen en el Capítulo 9. Pero, ¿cómo fue posible?

            La evolución del humano, en su condición de homínido, no se desenvolvió por las mismas vías que el resto de los de su género, aunque algunos grupos de su especie o afines en el tiempo estuvieron sujetos a las mismas circunstancias climáticas (no necesariamente en los mismos biomas). Las presiones medioambientales, sin embargo, combinadas con las mutaciones genéticas, no favorecieron a todos los primates bípedos: algunos "se quedaron en el camino", "se extraviaron" y no pudieron garantizar descendencia. Estos procesos de pérdida de especies han permitido a los autores establecer al menos tres humanidades unas sucediendo a las otras y todas a la que somos hoy los humanos, el único homínido sobreviviente. Cada humanidad, por cierto, ha merecido una reflexión que la ensambla con las evidencias osteológicas, líticas, pictográficas, en una perspectiva evolucionista aunque multilineal, que acusa un gradualismo casi imperceptible.

            A propósito, es menester reconocer que comunicar la evolución en sus propios conceptos, categorías y procesos, no es cosa fácil. Lo más común es comunicarla en términos lamarckianos, y pocos escapamos al encanto de tomar a la evidencia-resultado por la causa: los autores en más de alguna ocasión lo hacen, como puede leerse, a guisa de ejemplo, en el capítulo 1, cuando los autores escriben, literalmente "En la medida en que el cerebro se sitúa por encima de la columna vertebral y es sostenido por ella, se abre la posibilidad teórica de un aumento del volumen de este órgano sin las constricciones que impone en un vertebrado cuadrúpedo el desplazar el centro de gravedad hacia adelante al aumentar el peso de la cabeza." (p. 23). Así, lo que se nos presenta o es una exaptación (Eldredge-Tattersall, 1990: passim) o una argumentación lamarckiana; sin embargo, nos inclinamos por la segunda porque la categoría exaptación, no aparece por sitio alguno en el texto. Este estilo de argumentación aparece con frecuencia proporcionando la sensación de que el fenotipo provee de los insumos para la producción genotípica, y no es que no haya relación alguna entre ellas y que el fenotipo coadyuve a la selección genotípica, como lo propone  Ambrosio García (2013); el asunto es cómo se expresa.

 

Algunos coqueteos vacilantes

En un ensayo sobre hominización, que se jacte de bien documentado, no pueden faltar “los  modelos clásicos”, de los cuales se toma lo que se considera relevante y útil para ensayar. Uno de ellos es el de Owen Lovejoy  quien, desde los setentas había propuesto que el bipedalismo, al liberar las manos, colocó a los homínidos en la posibilidad de acarrear alimentos “suplementarios con los que mantener a las hembras y a sus críos”,  lo que los colocó  -agregan los autores- en condiciones de una reproducción más frecuente y segura, es decir, de alcanzar la eficacia reproductiva; aunque parcialmente cierto, uno no puede menos que observar que el sesgo tomado los conduce por una línea algo divergente: la reproducción depende de óvulos  y espermatozoides fértiles disponibles y, entre otros ingredientes, de producción de progesterona, pero una madre amamantando, merced a la prolactina puede experimentar una disminución en la producción de esta hormona. Y una reproducción más frecuente depende de un dispositivo eficiente: en los seres humanos, la producción de óvulos en intervalos breves, es parte de él; otra es la recompensa por la cópula, el placer. Luego, la idea de Lovejoy, que más tarde apoyarían otros ensayistas como Pepe Rodríguez (2002), de que machos que proveen de alimentos a hembras y críos obtienen cópulas a discreción (en otro sentido: las hembras intercambian sexo por alimentos) (Johanson,-Edey, 1993: 354-376)) debe ser reflexionada nuevamente a la luz de las aportaciones de Adovasio-Sofer (2008): las hembras no son totalmente inútiles durante el embarazo porque pueden recolectar o carroñear o destazar animales muertos por vejez hasta momentos antes del parto; complementariamente, el cuidado y alimentación de críos es más posible en un colectivo de homínidos que comparten alimentos (la tolerancia a la intromisión y la neotenia también lo posibilitan); las cópulas preferentes más estarían relacionadas con el placer y el apego que con el intercambio de sexo por provisiones..

            Otro modelo que se asoma con frecuencia es el de retroalimentación autocatalítica positiva propuesto por Ph. V. Tobias. En efecto, los autores en más de una ocasión coquetean con la idea de que cerebros más grandes son cerebros más inteligentes, aunque al llegar a cierto nivel de tamaño (rubicón cerebral) (55) y complejidad, los genes que posibilitaros la multiplicidad de interconexiones neuronales fueron los que sobrevivieron a la presión evolutiva.

            Otro fantasma que aparece en la obra que nos ocupa es el de Dart-Ardrey y su hipótesis del cazador, ese homínido que creó instrumentos para matar y mató para sobrevivir y no podía ser de otra manera: la evidencia arqueológica nos ha sido presentada así: la prueba de nuestra hominidad/humanidad es un inmenso arsenal de objetos creados para dar muerte, una hipótesis que no se sostiene a la luz de las dimensiones en muchas tradiciones líticas como las de lascas arrancadas a núcleos con la finalidad de aprovechar  despojos. Ninguna protobiface de Omo, Koobi Fora o Melka Kulturé, por citar sólo unos ejemplos,  parece una arma para matar; esto, por supuesto, no anula su potencial como evidencia de ser productos de una mente inteligente. Pero la inteligencia, aunque se puede vislumbrar en utensilios habilitados para obtener insumos para la supervivencia, no crea necesariamente herramientas, como lo esbozaremos en el siguiente apartado.

 

Protocultura y cultura

Cualquier antropólogo cultural, social o sociocultural que se asome al texto tendrá buenos motivos para iniciar una discusión en torno del concepto de cultura utilizado por la tripleta Agustí-Bufill-Mosquera. Polémico, sin duda, porque aunque coloca el acento en los símbolos y prácticas, cuando se traslada retrospectivamente en el tiempo, los símbolos –existentes o no- se tornan ubicuos y las prácticas y los instrumentos producidos, en tanto tales, no son necesariamente evidencia de cultura. Tratando de salvar la difuminación mientras avanza la retrospectiva, recurrieron a otro concepto también polémico: Protocultura.

             Jordi Sabater Pí (1992) había avanzado un excelente trecho en la búsqueda no de la inteligencia en los primates contemporáneos más cercanos al ser humano, sino de la cristalización (plasmación) de la inteligencia. Los chimpancés y su creatividad le dieron excelentes pistas para considerar como actos inteligentes “cazar” termitas con una ramita deshojada con los dientes, romper cortezas duras de alimentos para extraer su pulpa o defenderse lanzando piedras u otros objetos contra sus agresores. Esto, según el primatólogo, no podía sino evidenciar inteligencia y ser la prueba clara de una producción protocultural; pero, si esto es así, ¿cómo identificar, entonces, la cultura en el proceso de hominización? ¿A partir juegos de inteligencia, por ejemplo con ejercicios de teoría de la mente, como propone R. Dunbar (2007), si no existe ningún I. Q. fosilizado? Diez propone algo más tangible y perdurable: la producción lítica y los complejos procesos inteligentes requeridos para producir artefactos, una idea con la que estoy de acuerdo plenamente desde que la propuse hace casi una década (Topete 2006, 2008, 2008a). En efecto, cuando Sabater Pí afirma que las complejas operaciones de un chimpancé que utiliza elementos de la naturaleza y los modifica para satisfacer necesidades, sólo alcanzan para generar protocultura, hace gala de una precaución epistemológica al proponer que la “industria” de lascas olduvayenses atribuida a H. habilis consta de una operación simple: selección de un núcleo y un percutor, un golpe en el lugar preciso y ya. Entre esto y la preparación de una rama sin hojas para atrapar termitas, o el uso de un “yunque” y un “martillo”, por la nutria de california, no hay mucha distancia en tanto que estas expresiones, a las que prefiero llamar “protoculturales” son solo utensilios y no herramientas. Asimismo, y como corolario, los australopitecinos y H. Habilis, al parecer “se conformaron” –por más de dos  millones de años- con un olduvayense que dice poco en favor de una inteligencia compleja y una cultura diversificada.

Los autores  de El precio de la inteligencia, por otro lado, nos presentan como primer hombre, y creador de cultura, a los autores del achelense. Sin embargo, pienso que bien vale la pena recordar que aunque el achelense es la evidencia de un pequeño salto (de la utilización de lascas para carroñear, más que del núcleo protobiface, al evidente uso de la biface para tajar y cortar con impacto, quizá “con intenciones” de caza), no sufrió significativas modificaciones por más de medio millón de años, a pesar de las diversas especies de homínidos a las que se encuentra asociada la industria lítica. La verdadera explosión de los fuegos de la mente más parece manifiesta en el musteriense, en el chatelperroniense, en el solutrense, y sobre todo en éste, que evidencia no tan solo la diversidad de formas,  técnicas y materiales, sino porque evidencia algo más: el uso de dos elementos tomados de la naturaleza para crear un tercero, como son los objetos enmangables y/o arrojadizos; es decir, que evidencian no la confección de utensilios, sino herramientas, de un lado y, de otro, está asociado con la confección de objetos con un evidente significado (diversificación de instrumentos líticos musterienses, denticulación; pendientes, navajas, cuchillas y hachuelas chatelperronienses; avalorios, pinturas, objetos enmangables solutrenses) y, adicionalmente, evolucionan en tiempos muy breves, en relación con las industrias líticas que les sucedieron.

 

La casa del jabonero

Se trata de un libro tan pródigamente documentado y generoso en sus datos y reflexiones que cualquiera pueda pasar por alto que se haga mención a  la presencia –desde hace 18.000 años- de Homo sapiens en los cinco continentes, incluidos “los dos continentes americanos”  (59) y, casi en el mismo orden de ideas, aislamiento de los amerindios del resto del mundo, se afirma que la “variante del gen ASPM, también relacionado con el aumento del tamaño cerebral… apareció hace unos 5.800 años… coincidiendo con el inicio de la construcción de las primeras ciudades” (85), y los colocan frente a una variante que no pudo alcanzarlos sino hasta el siglo XVI porque, para aquella temporalidad, ya estaban aislados -los amerindios- en su continente merced a la retracción de los glaciares; ergo, lo que implicaba ese gen sólo pudo ser generalizado en América hasta la llegada de los europeos (y en algunas etnias aún no impacta)… y sin embargo, su desarrollo cultural nunca desmereció ante el del resto del mundo; ergo, o los amerindios no acrecieron su cerebro o las ventajas que proporcionó a la especie no tuvieron trascendencia, o los amerindios no completaron su evolución sino hasta el siglo XVI, con el proceso de mestizaje (algunos todavía no), o habrá que seguir indagando en torno de las consecuencias de esa mutación.

            E pour si muove!, se dice que dijo Galileo al tribunal inquisitorial que lo había obligado a abjurar de su teoría heliocéntrica. Del libro de Agustí-Bufil-Mosquera, habrá que decir lo mismo, y luego de la sentencia aquella de "Nada es perfecto... aunque todo es perfectible", saludemos la erudición, la apertura de nuevas líneas de búsqueda y reflexión, la prodigalidad datística y reflexiva, la osadía y la calidad en su  El precio de la inteligencia. La evolución de la mente y sus consecuencias queya suma esfuerzos para ayudar en la comprensión de El fenómeno humano (Chardín,1965) que somos.



Notas:

[1] Agustí, J., Bufill E. y Mosquera M. (2012). El precio de la inteligencia. La evolución de la mente y sus consecuencias, Crítica, Barcelona, ISBN 978-84-9892-378-0, 28 figuras, índice analítico.

[2] Escuela Nacional de Antropología e Historia del INAH-México, Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[3] En Ph. V. Tobias hay que destacar dos momentos: aquél en el que proponía que cerebros más grandes producían mejor cultura y otro en el que el tamaño del cerebro no era tan importante como su funcionamiento si y sólo si en retroalimentación con la cultura: Cerebros mejores producirán culturas más complejas y viceversa. La evidencia de cráneos neandertales de mayor capacidad en promedio asociados a una "cultura" compleja pero no en las dimensiones a la creada por cromagnones (de menor volumen), era contundente. La cultura, así, sólo podía ser producto de cerebros grandes, hasta cierto sentido y complejos necesariamente. Adicionalmente, una mejor cultura no requeriría de megacerebros sino de cerebros más inteligentes.

[4] Daniel H. Jansen, Galardonado con el Premio Albert Einstein en 2002,  Ya había utilizado el concepto "coevolución" desde mediados de los sesentas del siglo pasado. Con él hacía referencia al proceso en el que dos o más especies confluían en una unidad dialéctica (presionándose mutua y sincrónicamente), interactiva merced a recíprocas adaptaciones específicas.

[5] Vere Gordon Childe propone un modelo teórico de la evolución social a partir de revoluciones: la primera, que es la que aquí interesa, consistió en crear tecnología y técnicas que transformaron la naturaleza y convirtieron a un recolector-cazador en un agricultor mediante la creación de suelo. La revolución neolítica fue posible gracias a la agricultura.

 

Bibliografía:

Adovasio, J. M. et. al. (2008), El sexo invisible. Una nueva mirada a la historia de las mujeres, México, Lumen.

Chardin, Pierre Teilhard de (1965), El fenómeno humano, Madrid, Taurus.

Dunbar, Robin (2007), La odisea de la humanidad. Una nueva historia de la evolución del hombre, Barcelona, Crítica.

Eldredge, Niles-Tattersall, Ian (1986), Los mitos de la evolución humana, México, Fondo de Cultura Económica.

García Leal, Ambrosio (2013), El azar creador. La evolución de la vida compleja y de la inteligencia, México, Túsquets.

Malíshev, Mijaíl (2003), El hombre: un ser multifacético: Antología de Antropología Filosófica, Toluca, UAEM.

Rodríguez, Pepe (2002), Dios nació mujer, Madrid, Ediciones BSA Punto de Lectura.

Sabater Pí, Jordi (1992), El chimpancé y los orígenes de la cultura, Barcelona, Anthropos.

Topete Lara, Hilario (2006). Protocultura en el traspatio (ponencia), en las Terceras Jornadas de Evolución y Cultura, ENAH, México.

__________ (2008), “Hominización, humanización, cultura”, en Contribuciones desde Coatepec, julio-diciembre, No. 15, UAEM, Toluca, 2008, 127-155.

__________ (2008a). “Túneles del instinto y hominización”, en Ciencia ergo sum, vol. 15, noviembre-febrero, UAEM, Toluca, 333-343.

 

Cómo citar este artículo:

TOPETE LARA, Hilario, (2015) “Cultura y genética: facturas de su desencuentro evolutivo”, Pacarina del Sur [En línea], año 6, núm. 23, abril-junio, 2015. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Sábado, 20 de Abril de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1151&catid=12