Padura, Leonardo. El hombre que amaba a los perros[1]

Juan Luis Hernández

 

Leonardo Padura, escritor cubano, cuenta a lo largo de las más de 700 páginas que componen El hombre que amaba a los perros, el asesinato de León Trotsky, uno de los hechos cruciales del siglo XX. La obra tiene una estructura en paralelo, integrada por tres historias cada una de las cuales podría componer por si mismo una novela. Por un lado circulan las  historias   del exilio de  León Trotsky y de la transformación de Ramón Mercader (o Jacques Mornard o Frank Jacson) en un agente de la GPU estalinista, historias que finalmente se cruzaron en  la tarde del 20 de agosto de 1940, cuando el revolucionario ruso cayó   asesinado en Coyoacán. A su vez, la lenta degradación y final destrucción de la experiencia emancipatoria más importante del siglo XX, la iniciada con la revolución rusa de 1917, es recorrida desde las frustraciones de un escritor cubano, Iván, protagonista ficcional de la novela, cuyos sueños revolucionarios  rápidamente fueron succionados por los vaivenes de la  historia reciente cubana. Un lejano día de 1977, vagando por una desierta playa de la isla, Iván conoce a un misterioso español que paseaba dos hermosos galgos de origen ruso. El hombre -que dice llamarse López- le revelará en sucesivos encuentros los entretelones de una historia siniestra. Iván percibe que López esconde un terrible secreto, que el lector rápidamente intuirá pero que él -por esas cuestiones argumentales que no tienen demasiada explicación- tardará muchos años en develar.

A lo largo del relato, Iván aparecerá haciendo un gran esfuerzo por comprender este pasado supuestamente enterrado pero sin embargo vívidamente presente, tratando de no ser alcanzado por sus nefastos efectos. Comprender como fue posible el tránsito de Ramón Mercader,  desde sus años juveniles de la lucha antifascista en las trincheras  españolas  hasta su conversión en un despiadado asesino de la GPU estalinista, ejecutor de uno de los crímenes más cobardes y brutales del siglo pasado, le exige humanizar al monstruo y ponerse en sus entrañas. Esta perspectiva le inspirará   cierta compasión por el asesino como ser humano, pero su carácter políticamente inaceptable lo corroerá lenta e inexorablemente. Menos sencillo será  eludir el cinismo destilado por Mercader y sus cómplices en su vano intento autojustificatorio. Casi sin darse cuenta Iván abandona su idealismo juvenil para cubrirse  él también de una pátina de cinismo que le  obtura la visión de aquellos aspectos del proceso cubano que siguen ofreciendo, aún en medio de dificultades, problemas, frustraciones  y retrocesos  innegables, la oportunidad y el desafío de aspirar a un futuro mejor.


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Padura descubre -o inventa- que el amor a los perros era el único  elemento que tenían en común Trotsky y su asesino, amor que también era compartido por Iván,  escritor frustrado devenido veterinario autodidacta. En la novela,  la parte de Trotsky está muy bien reconstruida a partir de los elementos bibliográficos existentes, aunque algo desordenada la exposición. En contrapartida,  la historia de Mercader está muy bien contada, a través de un fluido relato que revela  mayor contenido ficcional,  dado que es muy poco lo que se conoce sobre su historia verdadera. Los pasajes más lentos y menos dinámicos de la obra son los dedicados a contar la historia de Iván, el  desencantado escritor cubano.

Desde el punto de vista del  contenido político del libro, una de las hipótesis más importantes del autor es que el asesinato de Trotsky fue ejecutado  una vez concluida  la liquidación de la vieja guardia bolchevique mediante los nefastos procesos de Moscú y las  purgas  en el partido, la administración estatal y el ejército soviético. La figura  de Trotsky en el exilio era invocada por los acusadores como la fuente de  inspiración de los más inverosímiles crímenes y  conspiraciones  imputados a -y confesados por- los condenados. Una vez exterminada la antigua dirección bolchevique, sólo cabía eliminar al dirigente exiliado para culminar la tarea.  Padura sostiene que el asesinato  de Trotsky fue  uno de los crímenes más   “impíos, calculados e inútiles de la historia”, fundamentalmente esto último -innecesario- porque al momento de ser ultimado la víctima  no detentaba poder alguno, estaba solo,  aislado, sin poder influir en la política de la URSS o del movimiento comunista internacional. Algo similar dirán cínicamente los asesinos, cuando se reúnan en la URSS muchos años después del crimen. Esta mirada debe ser problematizada: el atentado de Coyoacán fue planificado  en las vísperas de una nueva conflagración mundial -en la cual la URSS estaría directamente involucrada- y que abría la posibilidad de nuevos estallidos revolucionarios, capaces de  cuestionar la estabilidad  de la burocracia soviética. En este contexto,  la IV Internacional, si bien minoritaria,  podía adquirir protagonismo siempre que contara con una firme dirección revolucionaria. El asesinato de Trotsky y sus colaboradores más cercanos,   no sólo fue la culminación de  la faena criminal de Stalin y sus gangsters, buscó también cancelar cualquier posibilidad de  emergencia de una nueva dirección obrera revolucionaria. Como dice Pierre Broue, la URSS que en 1941 entró en la contienda bélica era y  a un país totalmente estalinizado.

Al respecto, uno de los aportes más interesante del libro de Padura es haber puesto el foco en Mark Zborowski -conocido como “Etienne” en los círculos oposicionistas, un agente stalinista que logró infiltrarse en la organización troskista francesa, convirtiéndose en un muy cercano colaborador de León Sedov, el hijo de Trotsky. Los detallados   informes de Zborowski a la GPU permitieron a los agentes estalinistas organizar el asesinato de importantes contactos y dirigentes de la oposición de izquierda, como Ignace Reiss (1937), el propio León Sedov (1938) y Rudolf Klement (1938).  “Etienne” tuvo también un pequeño pero significativo papel en el plan de la GPU que culminó con el asesinato de Trotsky en Coyoacán: organizó los eventos en cuyo transcurso Mercader conoció a Sylvia Ageloff, vínculo utilizado por el agente estalinista para acceder al refugio de Trotsky en México. Es sumamente relevante que al concluir la guerra, Zborowski fuera reciclado como académico en una prestigiosa universidad de los Estados Unidos, protegido por los servicios de inteligencia soviéticos y estadounidenses. Es claro que  la burocracia soviética puso especial esfuerzo en el exterminio de sus opositores, no en función de las patologías de Stalin sino con el propósito de  eliminar cualquier potencial surgimiento de una dirección revolucionaria alternativa del movimiento obrero, lo cual contó, por otra parte, con el beneplácito y la complicidad de los gobiernos de las principales potencias capitalistas.


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El otro aspecto controvertible del libro es la opinión del autor sobre el fracaso de la “utopía” socialista: según Padura la simiente del estalinismo estaba ya contenida en la génesis de la República de los Soviets. El autor insiste en los crímenes y atrocidades atribuidas a Trotsky cuando estaba al frente de la revolución junto a Lenin, pero  en ningún momento desarrolla sus argumentos u ofrece pruebas de sus acusaciones. Para Padura Trotsky sólo fue uno  de los contendientes por el poder luego del triunfo de la revolución, siendo derrotado por otros más pérfidos o astutos pero igual de siniestros que él y el resto de los dirigentes de la revolución de octubre. El debate sobre  los métodos utilizados  por Trotsky mientras estuvo al frente del ejército rojo, la  represión de la insurrección  de Krondstad, la ilegalización de los partidos políticos o la suspensión de las tendencias dentro del partido bolchevique no cesa ni va a cesar, porque forma parte de la necesaria  revaloración crítica  del legado histórico de la revolución de octubre. Pero no puede obviarse  el contexto en que se produjeron: el de una revolución amenazada por enemigos internos y externos en una situación de enorme debilidad que requería  la mayor firmeza para salir adelante. En cambio, los crímenes cometidos por el estalinismo en la década del '30 remiten a un contexto totalmente diferente: una estructura  estatal  mucho más consolidada, donde la casta que usufructúa el poder apela al asesinato masivo, al engaño, a la manipulación, para construir un sistema totalitario, expropiador de la revolución proletaria y distorsionador de los valores y los objetivos emancipatorios de octubre de 1917.  Para Trotsky  y para muchos otros, Stalin nunca fue ni la única ni la mejor alternativa política, pero el viejo revolucionario siempre tuvo claro que el derrocamiento del Termidor solo podía ser posible a partir de la movilización de las masas rusas, de la toma de conciencia del proletariado como sujeto social y político del proceso revolucionario.

En el contexto de una crisis sin precedentes del capitalismo a nivel mundial, no debería sorprender que los esfuerzos por entender la emergencia, perversión y finalmente el aniquilamiento de la experiencia revolucionaria más importante del siglo XX se multipliquen en la literatura, el ensayo y la historia.  Padura, que para la escritura de esta novela se inspiró en una reveladora visita que efectuó a la casa de Trotsky en Coyoacán,  construyó una monumental obra que desde su  vehemente denuncia antiestalinista contribuye a la renovación de estos debates, haciéndose cargo  de sus aristas más polémicas y revulsivas. 



[1] Tusquets, Buenos Aires, 2011.

 

Cómo citar este artículo:

HERNÁNDEZ, Juan Luis, (2013) “Padura, Leonardo. El hombre que amaba a los perros”, Pacarina del Sur [En línea], año 4, núm. 14, enero-marzo, 2013. ISSN: 2007-2309. Consultado el

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.
. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=628&catid=12