Sociedad y cultura en el siglo XX, según Eric Hobsbawm

Gilberto López y Rivas[1]

Recibido: 20-09-2013; Aceptado: 30-09-2013

 

Magna última obra de Erik Hobsbawm, Un tiempo de rupturas. Sociedad y cultura en el siglo XX, (Editorial Planeta, México, 2013), da cuenta del estado de la cultura y el arte de la sociedad burguesa,  “una vez que ésta se desvaneció, con la generación posterior a 1914, para no regresar jamás”. Escrito mayoritariamente a partir de conferencias impartidas en el marco del Festival de Salzburgo, Austria, entre 1964 y 2012, el libro contiene un prefacio en que se plantean el bosquejo del trabajo y las hipótesis iniciales, así como un primer capítulo dedicado a la reflexión en torno a los manifiestos del siglo XX. Siguen cuatro partes: I.- Los apuros de la “alta cultura” en la actualidad; II.- La cultura del mundo burgués; III.- Incertidumbres, ciencia y religión; IV.- Del arte al mito; divididas a su vez en capítulos hasta completar 22.

Se sostiene que pese a la globalización actual, el gran arte sigue siendo eurocéntrico, modelado en lo esencial en la Europa decimonónica, “que creó no solo el canon fundamental de los “clásicos” –sobre todo en cuanto se refiere a la música, la ópera, el ballet y el teatro—sino también en muchos países, el lenguaje fundamental de la literatura moderna.” Este es el mundo que el autor denomina “civilización burguesa europea”, que le toco vivir en su juventud, que se impone en siglo el XIX y se expande en el ámbito mundial por la vía de la conquista, la superioridad técnica y la globalización económica.

En los capítulos del 2 al 5 se reflexiona de manera “realista” sobre la situación de las artes al principio del nuevo milenio, que no podemos comprender si no nos remontamos “al mundo perdido de ayer,” que es precisamente el contenido de los capítulos del 6 al 12; mientras que del 13 al 18 se responde a la pregunta: ¿Cómo pudo el siglo XX afrontar la descomposición de la sociedad burguesa tradicional y los valores que la mantienen unida?; se observa, entre otras cuestiones, el impacto de las ciencias del siglo XX en una civilización “que, por muy entregada que estuviera al progreso, no podía comprenderlas y se veía socavada por ellas; la curiosa dialéctica de la religión pública en una era de secularización acelerada; y unas artes que habían perdido sus antiguos nortes y no lograron dar con otros, ni a través de su búsqueda “modernista” o “vanguardista” del progreso, en competición con la tecnología, ni a través de la alianza con el poder, ni tampoco, finalmente, por la vía de someterse, con desilusión y resentimiento, al mercado.” Cierra la obra con dos capítulos, el 21 que refiere a la necropsia del artista y la cultura, utilizando la metáfora del caballo, noble animal que fue indispensable para la vida corriente, que hoy ha sido sustituido por el automóvil, el tractor y otras máquinas, y  sobrevive como un bien de lujo. “La situación que viven las artes en siglo XX es análoga.” El último capítulo, el 22, trata de responder, a mi juicio, sin lograrlo del todo, a las razones y vicisitudes del surgimiento y permanencia del mito del “cowboy” de Estados Unidos, que se ha propalado universalmente.

El argumento básico del  libro es destacado por el propio autor, cuando sostiene: “que la lógica tanto del desarrollo capitalista como de la civilización burguesa en sí estaba destinada a destruir sus cimientos: una sociedad y unas instituciones gobernadas por una élite minoritaria y progresista…Que no pudo resistir el triple golpe combinado de la revolución científica y tecnológica del siglo XX –que transformó las viejas formas de ganarse la vida, antes de destruirlas-, de la sociedad de consumo de masas generada por la explosión en el potencial de las economías occidentales y, por último, el decisivo ingreso de estas masas en la escena política, como clientes y como votantes.”

Al interrogante expresado en el Capítulo 2: ¿adónde van las artes?, nuestro autor responde que éstas dependen de la revolución tecnológica, especialmente de la comunicación y la reproducción, que ha dado lugar a la sociedad de consumo de masas, como el cine, la radio, la televisión, o el reproductor de música portátil, mientras la literatura, en cambio, se adaptó tempranamente a la reproducción mecánica con la invención de la imprenta. Pero aun así, sostiene el autor, la palabra lleva tiempo de retirada en comparación con la imagen, y la palabra escrita o impresa pierde terreno frente a la hablada en la pantalla. La prensa escrita pierde frente a las habladas e ilustradas. El inglés se sitúa como la lengua global. El libro impreso no parece que pueda desaparecer frente a las computadoras, como no lo consiguieron el cine, la radio, la televisión y otras innovaciones tecnológicas.

A la arquitectura le va bien en la actualidad, en parte porque si la pintura es un lujo, la construcción de edificios es una necesidad. Destacan tres tipos de edificios como nuevos símbolos de la esfera pública: los dedicados al deporte y los espectáculos, los hoteles internacionales y los centros comerciales o de ocio. En cuanto a la música, Hobsbawm considera que a fines del siglo XX, se vive un mundo saturado de música y que la sociedad de consumo considera el silencio como algo delictivo. La música clásica vive en lo esencial un reportorio muerto. Las computadoras y el internet están destruyendo casi por completo los derechos de copia. En lo que atañe a las artes visuales, la escultura vive un abandono tanto en la vida pública como privada.

Importante para el análisis del turismo es el capítulo 3, en el que se destaca la importancia del turismo de masas y la movilidad de las personas. Se calculó para 1998, un número total de turistas  de 5,000 millones. Existen tres formas básicas de movilidad personal: por negocios o placer, las migraciones voluntarias y forzosas, y lo que el autor denomina transnacionalidad, o el movimiento de personas cuya vida no está ligada a ningún lugar o país en especial. Esta movilidad trae fenómenos culturales como los miles de festivales en Europa, el periódico universal que se dirige a un público global, o la cultura de la CNN. La globalización no arrasa simplemente con la cultura regional, nacional y de otros tipos, sino que las combina de forma peculiar. La cultura global sincrética de la moderna sociedad de consumo y la industria del ocio, probablemente, ya forme parte de nuestras vidas.

El capítulo 4 responde a la pregunta: ¿Por qué celebrar festivales en el siglo XXI? Desde la década de 1970, los festivales se están multiplicando. Sólo en Estados Unidos hay 2,500 al año. En 33 países se celebran al menos 250 festivales de jazz. En Gran Bretaña en el 2006 hubo 221 festivales de música. Hoy en día, los festivales se han convertido en un firme componente de la industria del ocio, y especialmente del turismo cultural. Estos festivales apenas se podrían celebrar sin subvenciones públicas o privadas y patrocinios comerciales. Sin embargo, existen problemas cuando un estilo o género se agota o pierde contacto con el público más amplio, y solamente queda un repertorio cerrado de clásicos. Así, mientras las formas clásicas de la música se estancan, las no clásicas emprenden sendas nuevas. Las grandes corporaciones empresariales se están convirtiendo en mecenas de las artes, como los príncipes de antaño.

El capítulo 5 refiere a un tema importante: política y cultura en el nuevo siglo. Aquí nuestro autor plantea el problema que representa que la cultura que resulta viable sea la que atiende a criterios del mercado, por lo que el poder político es una maquinaria de redistribución que puede competir con el mercado. Sólo que la cultura es una cuestión de menor importancia en los asuntos nacionales, como queda demostrado a partir del gasto que el gobierno federal de Estados Unidos realizó en artes y humanidades frente al que dedico a las ciencias, mientras que para el mercado la única cultura interesante es el producto o servicio que genere dinero.

Un nuevo actor es mencionado por Hobsbawm como mecanismo de subvención indirecta del talento creativo en artes que carecían del suficiente atractivo en el mercado: las instituciones de educación superior que apoyan a pintores, escritores, poetas y otros pilares de la cultura, y a quienes se les emplea como profesores de arte, literatura y otras materias relacionadas, así como con periodos de residencia en los campus universitarios. Así, el patrimonio privado y las subvenciones públicas de diversa naturaleza son un elemento esencial de la escena cultural.

La segunda parte inicia con un capítulo destinado a revisar el impacto de los judíos sobre el resto de la humanidad a partir de 1800, su contribución temprana como intermediarios entre diversas cultura intelectuales, sobre todo, entre los mundos islámico y cristiano occidental y también con base en dos cambios esenciales: una mayor secularización de las propias comunidades judías y la formación de las mismas en la lengua nacional de residencia, adaptaciones que también fueron funcionales para combatir la segregación. Se pasa revista al papel de los judíos en Alemania, Rusia, Italia, Polonia, etcétera, así como su alta representatividad en los premios Nobel, en los apoyos partidarios de una trasformación mundial revolucionaria y en la aportación de los judíos al mundo general del saber y la cultura occidentales. El capítulo 7, precisamente, centra su atención en los judíos y Alemania, un país en el que esta población se sentía “profundamente cómoda”, según el término empleado por el autor; se sentían también profundamente alemanes y ansiaban pertenecer, sobre todo, a la clase media alemana. “De aquí que la tragedia fuera doble –afirma el autor—no sólo resultaron destruidos, sino que no habían previsto su destino.”

Aunque a juicio de Hobsbawm es peligroso emplear en el discurso histórico, los términos geográficos, se aventura a desarrollar en el capítulo 8, los destinos de la Europa Central, en el que discute sobre los distintos espacios que esta región cubría, según proyectos políticos y realidades culturales, unos que expresan nostalgia por el imperio Habsburgo, otros que plantean un bloque intermedio entre Rusia y Alemania, y un último más peligroso que distingue entre un “nosotros superior” y un “ellos” inferior, o incluso bárbaro, al este y al sur, un concepto de supremacía racial y exclusión étnica. En todo caso, “la vieja cultura de Europa central ha quedado pulverizada por tres cambios de gran calado: la masacre o la expulsión étnica masiva; y dos elementos de éxito que han ido juntos, como ha sido la cultura de masas mundial y comercializada, y el inglés como lengua incuestionable de la comunicación universal.”

Cultura y “género” en la sociedad burguesa europea, 1870-1914, conforma el capítulo 9 de la obra, mismo que analiza el lugar de las mujeres en la sociedad y en la vida pública, incluida la cultural. Se inicia por señalar que en los compendios de los actualmente llamados “Quien es quién”, las mujeres no llegaban al 5 % y no es sino hasta principios del siglo XX, que comienzan a ser reconocidas con premios Nobel. Hacia 1914 casi ningún gobierno había concedido el voto a las mujeres y no es sino una década más tarde que este derecho es reconocido por la mayoría de los estados. Su ascenso a la educación superior es lento y con grandes dificultades, y lo mismo ocurre  en el mundo de las artes y las letras.

El art nouveau es el tema del capítulo 10, un movimiento que casi por definición, no sólo se acompañaba de un estilo, sino que aspiraba a un estilo de vida, urbano y metropolitano. La arquitectura del art nouveau consistió en lo esencial en construir edificios de vivienda para la clase media. No es característico de las metrópolis nacionales, sino de las burguesías, conscientes de sí y confiadas en sí mismas, de ciudades provinciales y regionales. Ciudades basadas en el tráfico colectivo, el trasporte público y la planificación urbana. El autor señala cuatro razones para el cambio en la forma de vida de las clases medias: La primera fue la democratización de la política que permitió una privatización, un estilo de vida menos formal. La segunda, una relajación de los valores puritanos: gastar adquirió la misma importancia que acumular. La tercera fue una pérdida de rigidez en las estructuras de la familia patriarcal, con un importante nivel de emancipación de la mujer burguesa. La cuarta es el crecimiento real o por aspiraciones de la clase media, como tal.

El capítulo 11 reflexiona en torno a la obra de Karl Kraus, Los últimos días de la humanidad, con una llamada de los traductores que señala una edición en Barcelona en 1991. Distinguido por el autor como una especie de profeta bíblico en la época Habsburgo tardía y la cultura de los medios de comunicación, Kraus no encajaba en ninguna casilla política y se mantuvo siempre fuera de la política de partidos, y estaba convencido de que el poder efectivo no se ejercía en los cuerpos de representantes, ni en los parlamentos sino en las oficinas editoriales. Los últimos días de la humanidad se escribió durante la primera guerra mundial, contienda a la que Kraus se había opuesto desde el principio. No sólo fue un grito clamoroso en contra de esta guerra sino una crítica apasionada a la Austria de los Habsburgo, monarquía que a juicio de este autor no solo estaba condenada a morir, sino que merecía la pena de muerte. La guerra representó para Kraus la irrupción de la crueldad y el asesinato colectivos en una sociedad ordenada y el hundimiento de todo un mundo: la civilización liberal burguesa  del siglo XIX. De acuerdo a Hobsbawm, la guerra se convirtió para Kraus, en los últimos días no ya de Austria, sino de la humanidad, un salto adelante hacia un futuro inconcebiblemente apocalíptico.

Patrimonio es el título del capítulo 12, destinado a responder a las preguntas. ¿Qué queda, qué se recuerda y qué sigue teniendo buen uso en patrimonio de la cultura burguesa clásica? Aquí el autor hace claro su concepto de cultura, alejado del que mantiene la antropología: “Debemos diferenciar entre la “cultura nacional” que suele definirse con respecto a una unidad étnico-lingüística existente o prevista, y el conjunto de productos y actividades de gran prestigio que se asentó (ante todo, en la Europa decimonónica) como corpus universal de “alta cultura” o “cultura clásica” y fue adoptado como tal por las élites de sociedades no europeas en proceso de entusiasta modernización (vale decir: de occidentalización).” Refiere a la identidad cultural a partir de reconocerse como parte de un “nosotros”, distinto a un “ellos”, mientras en el contexto de patrimonio, la “cultura nacional” tiene un sentido que no es sino político. La educación y los gobiernos nacionalizaron a las masas, porque el ascenso de amplias clases medias y medias-bajas amplió a la vez que nacionalizó a las élites. En la era de la sociedad de consumo, incluidos los medios de comunicación de masas, puede ser un motor más poderoso de socialización político-ideológico y homogeneización.

La parte III inicia con el capítulo 13 que trata sobre la inquietud por el futuro, que impregna ciertas épocas, por ejemplo, el presentimiento de un desastre inminente y el fin de la civilización que caracterizó a Gran Bretaña en la época entreguerras. “Una enorme cantidad de europeos había vivido una experiencia apocalíptica en la Gran Guerra. El temor a otra guerra –probablemente, aún más terrible—era tanto más real cuanto que la primera había otorgado a Europa toda una serie de símbolos espeluznantes sin precedentes, la bomba área, el tanque, la máscara de gas. Aun así, nuestro autor añade un tono optimista en medio de la tragedia de la segunda guerra, “durante los episodios verdaderamente apocalípticos de la historia –pongamos por caso, la Europa central en 1945-1946—la mayoría de los hombres y mujeres no uniformados están demasiado ocupados tratando de salir adelante como para calificar sus penurias…la gente “seguía adelante” y sus ciudades, arruinadas e incendiadas, seguían funcionando porque la vida no se detiene hasta que llega la muerte.”

La parte tres inicia con el capítulo 14, Ciencia. Función social y cambio mundial, que gira en torno a un autor paradigmático: J. D. Bernal, quien “destacó como intelectual comunista, fundó la bilogía molecular moderna…y, gracias a la gran influencia de su trabajo The Social Fuction of Science, fue el teórico más destacado de la planificación y la política científica.” Acorde al autor: “El sueño de Bernal, cargado de optimismo acerca del progreso y la liberación de la humanidad mediante una combinación de las revoluciones política, científica y personal…En tanto que hombre, perteneció a la era de la crisis imperial y capitalista como irlandés y luego como revolucionario comunista. En tanto científico, fue plenamente consciente de vivir en lo que el libro del sociólogo francés George Friedmann, a la sazón muy influyente, denomino “crisis del progreso”.

El capítulo 15, Un mandarín con gorro frigio: Joseph Neddham, refiere a otra figura señera del mundo intelectual de Gran Bretaña, la mentalidad más interesante entre la constelación de los brillantes científicos “rojos” de la década de entre guerras. “Sin duda, sus logros fueron impresionantes. La gran obra enciclopédica de Needham, Science and Civilitation in China, transformó el conocimiento que se tenía sobre el tema de la ciencia y civilización chinas tanto en occidente como, en buena medida también, en la propia China.”

En el capítulo 16, Los intelectuales: papel, función y paradoja, el autor analiza la función social de este estrato de la sociedad, ya con la escritura y el monopolio de la alfabetización hasta bien entrados los siglos XIX y XX, gracias también a una educación en lenguas escritas especializadas y con prestigio dentro del ámbito ritual y cultural. Su papel en el desarrollo de sistemas de gobierno y economías mayores, los intelectuales orgánicos, denominados por Gramsci, de todos los grandes sistemas de dominación política. Todo ello quedó en el pasado, ante la universalización de la escuela primaria y sobre todo, después de la segunda guerra mundial, con la enorme expansión de la educación secundaria y universitaria. El crecimiento de las nuevas industrias de medios de comunicación en el siglo XX amplió el abanico de las posibilidades económicas disponibles para aquellos intelectuales que eran independientes de todo aparato oficial. Destaca el compromiso político de una intelectualidad antifascista o la gran era de las movilizaciones “en contra”: en contra de la guerra nuclear, en contra de las últimas guerras imperiales de la vieja Europa y de las primeras del nuevo imperio mundial estadounidense. Acorde con Hobsbawm, esta era de los intelectuales como principal rostro público de la oposición política ha quedado en el pasado, salvo raras excepciones, como Chomsky. “El declive de los grandes intelectuales protestatarios se debe…no solo al fin de la guerra fría, sino también a la despolitización de los ciudadanos occidentales en un periodo de crecimiento económico y triunfo de la sociedad de consumo.” También se menciona el ascenso a una nueva irracionalidad, hostil a la ciencia, y al miedo de una catástrofe ambiental inevitable. Concluye afirmando que el lugar propio de las fuerzas de crítica social sistemática se encuentra en los nuevos estratos de los licenciados universitarios.” Pero los intelectuales reflexivos, por si solos, no se hallan en situación de trasformar el mundo, por mucho que esta trasformación sea imposible sin su aportación. Requiere un frente unitario constituido por igual por intelectuales y gente corriente. Con la excepción de unos pocos ejemplos aislados, probablemente esto es más difícil de lograr hoy que en el pasado. He ahí el dilema del siglo XXI.”

Perspectivas de la religión pública es tratado en el capítulo 17. Se señala que en el mundo contemporáneo, la religión sigue siendo importante y no ha perdido su lugar predominante. Desde la década de 1960, se ha producido un renacimiento radical de la religión, que se ha convertido en una fuerza política (aunque no intelectual) de primer orden, no obstante la secularización de los siglos XIX y XX, la escasa asistencia a servicios religiosos en países como Canadá, con un 20 %,  o Estados Unidos, con 25 %. Se considera que este proceso extendido de secularización, no significa necesariamente que conducirá a la desaparición de la devoción religiosa y los ritos asociados a ella, especialmente en las mayorías excluidas. La democratización de la política puso de manifiesto el conflicto entre la religión popular de masas y los gobernantes laicos, y se ilustra con los ejemplos de Irak, Turquía y otros estados de mayoría musulmana.

Arte y revolución es el tema del capítulo 18. Se inicia señalando que no hay conexión lógica y necesaria entre las vanguardias europeas artísticas y culturales y los partidos de extrema izquierda de los siglos XIX y XX, aunque ambas se consideraban a sí mismos representantes del “progreso” y la “modernidad y ambos fueron transnacionales en su alcance y sus ambiciones. “Bajo etiquetas diversas, que a veces se solapaban entre sí –cubistas, futuristas, cubofuturistas, supremacistas, etc.-, estos innovadores radicales, subversivos en su concepto del arte, o bien cósmicos (o místicos, en Rusia) en sus aspiraciones, no mostraron interés por la política de izquierdas ni tuvieron contacto con ella.” Esto cambiaría con la revolución rusa de 1917, provocando que las vanguardias de la Europa central y del este, que terminarían formando una red trasfronteriza tupida, se convirtieran en masa a la izquierda revolucionaria. En su conjunto, los logros creativos más perdurables de la vanguardia rusa tuvieron lugar mediada la década de 1920, especialmente con los primeros éxitos del nuevo cine ruso.

El capítulo 19 analiza la relación arte y poder. El autor plantea que el arte se ha empleado para reforzar el poder de los estados y gobernantes políticos desde los tiempos de los egipcios, pero la relación entre el poder y el arte no siempre ha fluido sin problemas. Menciona que en estados totalitarios, el poder impuso al arte exigencias descomunales. Se mencionan las exposiciones internacionales en Londres en 1851 y la de París de 1937 como la forma más característica de colaboración del poder y el arte durante la era del liberalismo burgués. El poder suele acercarse al arte con tres exigencias primordiales: poner de manifiesto la gloria y el triunfo del poder mismo; organizarlo como acto teatral público; y como trasmisión del sistema de valores del Estado; aquí se presentan de manera especial los casos de la Alemania hitleriana y el de Rusia en tiempos de Stalin.

La parte III cierra con el capítulo 20 que versa sobre la decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo XX. La tesis central del autor es que los proyectos de las vanguardias en el terreno de las artes visuales no alcanzaron el objetivo de hallar formas nuevas de mirar al mundo, una vez que las relaciones entre arte y sociedad habían cambiado radicalmente. La historia de las vanguardias visuales del siglo XX es la lucha contra la obsolescencia tecnológica. El fracaso expresado en la limitación técnica, cada vez más evidente, del principal medio de pintar desde el renacimiento –el cuadro de caballete. Cualquier estudio que se emprenda sobre artes visuales no utilitarias del siglo XX, la pintura y la escultura, debe partir de la observación de que d espiertan un interés minoritario. Menciona a México como uno de los pocos lugares en que los murales han tenido una importancia ocasional. Cita al presidente del Centro Pompidou en 1998: “El siglo XX pertenece a la fotografía, no a la pintura.” Los pintores del siglo XIX son más populares que cualquier otro de la vanguardia de inicios de siglo XX. A juicio del autor, los nuevos lenguajes empobrecidos de la pintura comunicaban mucho menos que los viejos, y el nuevo siglo podía hallar una expresión mucho más eficaz a través de nuevos medios, como el cine, hijo de la fotografía y arte capital del siglo XX.

Cierra la cuarta parte y la obra en su conjunto con dos capítulos: el 21, ¡Pop¡ El estallido del artista y de nuestra cultura, y el 22, El “vaquero” de Estados Unidos: ¿un mito internacional? En el primero se desarrolla la tesis ya mencionada sobre la situación crítica de las artes en el siglo XX ante el progreso tecnológico. Las artes que son los nuevos productos de la era industrial –el cine, la difusión por televisión o radio, la música popular—adoptan desde el principio una división del trabajo compleja, como de hecho se ha hecho siempre en ciertas artes esencialmente cooperativas o colectivas, en particular en la arquitectura o la representación escénica. El autor advierte sobre el peligro real de la cultura industrializada, que elimina a todos sus competidores para erigirse en la única comunicación espiritual que alcanza a la mayoría de la gente y  que no deja alternativa ninguna al mundo de la producción en masa, que es un mundo indeseable. La principal acusación contra la cultura de masas es que crea un mundo cerrado y, al hacerlo así, elimina un elemento esencial en la humanidad. El anhelo de un mundo bueno y perfecto, la gran esperanza del hombre. Esa esperanza no se elimina, pero en la cultura de masas adopta la forma negativa y evasiva de la fantasía; en general, de la fantasía nihilista.

El último capítulo inicia con varias interrogantes en torno a las razones por las que el mito del “vaquero” estadounidense ha tenido una fortuna universal tan extraordinaria. Este mito esencialmente viril, que representa al guerrero en acción, al agresor, al bárbaro, al violador, no a quien sufre la violación. El autor se pregunta acerca de las razones por las que este grupo de hombres a caballo que cuidan ganado y lo trasladan al mercado se transforma en un mito heroico, más poderoso en comparación con la realidad de otros grupos de vaqueros en Brasil, Venezuela y especialmente, de México, de donde deriva incluso todo el vocabulario en inglés del comercio vaquero y la indumentaria del cowboy. Las conjeturas para responder inician con la idea de que dentro y fuera de Europa, el mito del cowboy –el western, en su sentido moderno—es una variante tardía de una imagen muy antigua y arraigada: la del salvaje Oeste en general. La imagen original del Salvaje Oeste, a juicio del autor, contiene dos elementos de enfrentamiento: el de la naturaleza y civilización, por un lado, y el de libertad con restricción social, por el otro. El cowboy se había convertido ya en tema habitual de las novelas baratas y los medios de comunicación populares en las décadas de 1870 y 1880. En lo que respecta a la filiación literaria, el cowboy inventado era una creación del romanticismo tardío, con una doble función social. Representaba el ideal de la libertad individualista que, con el cierre de la frontera y la aparición de las grandes corporaciones empresariales, se ve empujado a una especie de prisión ineludible. La tradición inventada del Oeste es del todo simbólica, puesto que generaliza la experiencia de lo que comparativamente era un puñado de marginales. El vaquero también representaba, acorde con el autor, un ideal más peligroso: la defensa de las formas nativas del WASP estadounidense contra la invasión de millones de inmigrantes de “razas inferiores”. La tradición inventada del cowboy forma parte del ascenso tanto de la segregación como del racismo contrario a los inmigrantes. La auténtica tradición inventada del Oeste, como fenómeno de masas que domina la política de Estados Unidos, es producto de las eras de Kennedy, Johnson, Nixon y Regan.

Hasta aquí, el contenido de esta vasta y erudita obra del que podríamos considerar el historiador más reconocido del siglo XX. El recorrido temático y el abordaje minucioso de los contextos que determinan el estado de las artes y la cultura de la sociedad burguesa son extraordinarios, y hay que reconocer la genialidad de Hobsbawm y su singular sentido de la crítica y la observación profunda.

No obstante, desde una perspectiva latinoamericana, o desde de las miradas de otras latitudes del mundo “periférico”, se deja sentir el peso del eurocentrismo y el occidentalismo, que el propio autor reconoce y critica en muchos de los capítulos. Por más que es una realidad que Europa y Estados Unidos imponen su hegemonía cultural en el resto del mundo, es notable en el libro la ausencia de un análisis más allá de lo producido en las metrópolis capitalistas: el intento siquiera por mencionar algunas influencias y  entrecruzamientos culturales del “nuevo mundo” en la vieja Europa que desarrolla el capitalismo durante los siglos XIX y el XX; las aportaciones, siquiera secundarias, del mundo árabe, de Asia o África. Podría sostenerse, en defensa del autor, que el tratamiento de estos temas no constituye el objetivo del trabajo, pero entonces habría que especificar, incluso en el titulo mismo de la obra, que ésta hace referencia a la sociedad y a la cultura… europea y estadounidense.

También, aunque el autor se fundamenta en un concepto de cultura no antropológico, y en esa dirección se trata de la “alta cultura”, por definición elitista, uno se pregunta: ¿Sí las clases subalternas europeas fueron totalmente omisas en el desarrollo de ese mundo de las artes que construyó la sociedad burguesa durante los siglos XIX y XX? ¿Sí fueron sólo receptáculos pasivos de acciones y determinaciones de las clases dominantes?

Asimismo, salvo menciones tangenciales y casi siempre críticas a lo que derivó en el estalinismo, tampoco se profundiza debidamente en la aportación cultural del cataclismo social que representó la revolución rus,a ni se hace mención a la contribución decisiva de la Unión Soviética en la derrota del fascismo, que constituyó en el terreno de la cultura, la muerte y el genocidio generalizado.

Por último, para un historiador de la talla de Hobsbawm es sorprendente que en el análisis del mito del cowboy no se mencione el contexto histórico específico del expansionismo estadounidense sobre los territorios de los pueblos indios, el viejo imperio español y la naciente república de México, contra la que lleva a cabo una guerra de conquista, acompañada de las ideas del “destino manifiesto”.

El “Lejano Oeste” no era un espacio vacío de una frontera sin límites, ni el mito del vaquero estadounidense fue una reacción racista solo por la presencia creciente de inmigrantes: históricamente el enfrentamiento contra mexicanos e indios, y la práctica de su linchamiento, eran cotidianos desde la terminación de la “guerra mexicana” y la firma del tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848. Habría que recordar que desesperados de la época, como Billy “the Kid”, en los territorios que fueron mexicanos, marcaban en sus revólveres con una raya el número de muertos que llevaban en su carrera como pistoleros, “sin contar a los mexicanos”. También, es necesario tomar en cuenta la aparición de los primeros revólveres Colt en 1838, que cambiaron la correlación de fuerza en el enfrentamiento del anglo con indios y mexicanos, quienes eran proyectados como “traicioneros” y “cobardes” por el uso magistral del cuchillo.

Traigo a colación, por pertinentes, los señalamientos críticos del  acucioso investigador brasileño Luiz Bernardo Pericás, en su excelente libro Os Cangaceiros, ensaio de interpretação histórica, (San Paulo: Boitempo Editorial, 2010), en el que cuestiona con fundamentos teóricos e empíricos la interpretación universalista del fenómeno del bandolerismo social por parte Hobsbawm, quien –de acuerdo a Pericás-- utiliza poca, o casi ninguna base documental para probar sus afirmaciones. Investigadores como Américo Paredes, Carey McWilliams o Rodolfo Acuña dan cuenta con mayor rigor de la historia del cowboy, su origen directo a partir del vaquero mexicano y su relación estrecha con la confrontación y el racismo de los anglos hacia la población india-mexicana.

Con todo, el libro es indispensablemente valioso para la comprensión de los temas expuestos y estas críticas no demeritan en nada la contribución postrera de un autor con el que podemos divergir pero nunca ignóralo.

 

Cómo citar este artículo:

LÓPEZ Y RIVAS, Gilberto, (2013) “Sociedad y cultura en el siglo XX, según Eric Hobsbawm”, Pacarina del Sur [En línea], año 5, núm. 17, octubre-diciembre, 2013. ISSN: 2007-2309. Consultado el

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.
. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=834&catid=12