Roberto Reyes Tarazona

 

Ser enviado al gabinete de historia natural del colegio era el peor de los castigos. Sea por miedo, en el caso de los más pequeños –se hablaba de seres de figuras tremebundas, amenazantes, que infundían pavor con sus gestos–, o sea porque robaba el precioso tiempo para divertirse. En el caso de los mayores, todos repudiaban quedarse retenidos después de clase en el gabinete.

En su primera reclusión, Melgar –el Chino para unos, el Flaco para otros–, pasados los primeros minutos de estar quieto en un rincón, como se lo ordenara el cura encargado de la disciplina, y superado el inevitable temor inicial, empezó a mirar detenidamente la distribución de los muebles y su contenido, hasta donde se lo permitía el lugar donde se hallaba confinado.

Al fin, ganado por su temperamento, aunque dubitativo, empezó a recorrer el recinto, atento a las posibles pisadas del cura disciplinario. Primero, llamó su atención la presencia de animales disecados que aparecían trepados a troncos de árboles, o parados sobre bases de madera, dentro o fuera de las vitrinas. Peces, aves y mamíferos desconocidos lo desconcertaban y atraían. Ganando confianza, empezó a desplazarse a sus anchas por el gabinete.

Se detuvo largos minutos ante el diorama de la puna, en donde el ichu y la yareta aparecían salpicando las pardas soledades de la planicie, y en la que se juntaban, con inesperada despreocupación, vizcachas, perdices y cuculíes con zorros, añaces, gavilanes, y hasta un puma y un cóndor, mientras en la lejana laguna, compartían las frías y azules aguas yanavicos, patos silvestres y gansos andinos.

Pero lo que más atrajo su atención fue el diorama de la selva, por su vegetación exuberante, sus sombras furtivas, donde asomaban infinidad de animales, desde pequeños y coloridos insectos, pasando por los infaltables monos y papagayos, hasta las más temibles fieras, y muchos otros cuyos nombres y costumbres trataba de identificar en las leyendas que ilustraban el diorama. Pero este escenario no solo lucía un animado colorido, una exótica fauna, sino que transmitía un clima de misterio, de algo primigenio y desafiante, que invitaba a sumergirse en su atmósfera.

Cada vez más confiado, se detuvo a examinar las especies más llamativas e, incluso, se animó a tocar algunos ejemplares. Animales y plantas de formas inesperadas lucían ordenados en anaqueles y mesas, mientras otros yacían en el suelo, como si de pronto se hubiera interrumpido el trabajo de clasificación.

Ricardo en gabinete científico
Imagen 1. Ricardo en gabinete científico.
Fuente: Foto de Ricardo Melgar, 1959, Archivo familiar Melgar Tísoc; foto de gabinete científico: Gabinete de Historia Natural 1926, Fototeca de la Universidad de Sevilla.

Cuando empezó a oscurecer, su curiosidad y animación fue dando paso a otras sensaciones. Es que las sombras empezaban a sugerir la aparición de seres desconocidos y amenazantes. Ricardo empezó a inquietarse. Casi a oscuras, buscó el interruptor de la luz. Le habían dicho que no tocara nada porque el castigo sería peor, pero a estas alturas, cuando el moño de plumas del búho real parecía encresparse, mientras su mirada maligna no lo perdía de vista, y la escasa luz se reflejaba en los ojos y garras del puma, y los crujidos de la madera semejaban pasos furtivos de fieras al acecho, era urgente encontrar la llave de la luz. Lo peor fue cuando se le hizo presente el rumor de la existencia del “monje loco” que, según los decires, vivía precisamente en el lugar.

Como todos los alumnos del plantel, había escuchado hablar de este siniestro personaje, y estaba convencido de su existencia. Según las habladurías, su demencia se manifestaba en discursos extravagantes y acciones violentas; ¿por qué si no estaba encerrado? Pero si ese era el caso, ¿por qué no lo internaban en el manicomio? Nadie se detenía en explicar tales minucias. Lo concreto era que su presencia en el colegio provocaba un aura de miedo que la congregación inculcaba sobre todo entre los más pequeños. Él, aunque alumno del colegio solo desde primero de secundaria, debía tener metido algo de tal temor debido a su viva imaginación, alimentado por la oscuridad y las sombras que proyectaban los animales del lugar. Solo pudo recuperar la tranquilidad cuando Cuenca, el cura de disciplina, abrió la puerta y la claridad de la luz del pasillo se introdujo en el lugar. La ruda orden de salir le sonó a música celestial.

La segunda vez que lo recluyeron en el gabinete fue porque él mismo lo buscó. No solo quería observar con más calma los animales disecados, los herbolarios y los dioramas; lo atraía la enigmática historia que acompañaba el gabinete. Para entonces, había hecho averiguaciones sobre lo del “monje loco”, concluyendo que su mala fama era producto de rumores alimentados por los curas para reafirmar la disciplina. Por su propia cuenta, dedujo que tras la puerta opuesta y clausurada se hallaba “el monje loco”. Pero nada lo confirmaba; hasta entonces, todo eran rumores, datos fragmentarios e inciertos que estimulaban su curiosidad. Lo único cierto era que se trataba de un miembro de la orden, uno de los últimos misioneros que viviera durante largas temporadas entre los nativos de los alrededores de la selva de Iquitos, una de las sedes de la misión. Además, según decían, ¡había publicado un libro!

Impaciente por desentrañar el misterio, debió esforzarse por no demostrar que ansiaba que Cuenca se alejara para así dirigirse a donde estaba prohibido acercarse: una puerta de madera casi negra, en el extremo opuesto por donde lo hicieran ingresar al castigo. En la ocasión anterior había advertido que la puerta no estaba clausurada con tablones ni fuera de uso. Pero, a un paso de ella, una inexplicable zozobra lo invadió. ¿Y si efectivamente el cura estaba loco y lo tenían recluido allí para proteger a toda la comunidad de sus arranques? Procurando recuperar el control de sus actos, extendió una mano a la perilla, pero apenas sus dedos rozaron el metal, la soltó como si estuviera ardiendo. Acto seguido juntó ambas manos a los lados, para después meterlas en los bolsillos. Al cabo de larguísimos segundos, tanteó de nuevo la manija de la puerta. Con un escalofrío comprobó que se movía con facilidad. Su primera reacción fue soltarla y dar un paso atrás. Mas, al punto, estiró el brazo, la empuñó de nuevo, y dio un brusco giro al pomo de la cerradura. Con un chasquido, sin que fuera necesario empujarla, se abrió la puerta unos centímetros.

A la débil claridad de un lamparín, se adivinaba la silueta de un hombre reclinado sobre un rígido sillón de respaldo alto, de espaldas a la entrada. Completaba el mobiliario de la pequeña habitación una tarima y un banco sobre el que reposaban algunos libros en desorden. A un par de metros por encima del camastro, se encontraba un crucifijo. El hombre, con apenas un tufo de pelos castaños en las patillas y la parte baja del cráneo, tenía el brazo derecho flexionado, con el codo apoyado en el respaldar del sillón. Enfrente, sobre una mesilla, yacían esparcidas varias hojas de papel garrapateadas.

–Pasa, muchacho, de una vez, ¿qué esperas? –escuchó Melgar, con un escalofrío.

–Es que… está prohibido… padre –dijo, al notar que el hombre vestía una sotana negra, como todos los de la congregación.

–También está prohibido hablar en clase, y no cumplir con las tareas, y pelearse con los compañeros…

–Sí, padre, sí padre –balbuceó el Melgar, pero no dio media vuelta para regresar al lugar del castigo. Sentía estar a la sombra de otra autoridad del colegio.

–¿Quién eres? –le dijo la figura reclinada en el sillón, sin moverse en absoluto. Su rostro seguía mirando en dirección a un punto indefinido.

–Ricardo Melgar… perdón, el alumno Melgar. Disculpe que haya…

–¿En qué año estás? –continuó la voz, cortándole tajante las excusas.

–Quinto… de media, padre…

–¿Cuál ha sido tu falta?

–Conversar en la formación.

–Bah, aquí, ¿qué te ha llamado más la atención?

–La selva, padre –respondió sin titubear.

–Claro, la selva, la selva. Esa es la fuente de la vida, de la cultura en este hemisferio.

–¿Qué dice, padre?

–Nada, nada. La selva es algo único. ¿Conoces la selva?

–No, pero mi papá sí, aunque nunca me ha llevado. Cuando crezca un poco más iré con él, así me lo ha prometido.

–Tienes que ir. Antes de que te mueras, debes conocerla.

–Y, ¿cómo es la selva, padre?

–Ninguna descripción puede ser tan efectiva como una aspiración de los olores de la selva.

–Dicen que usted ha vivido allí muchos años.

–Sí, claro. ¿Y qué más dicen?

Melgar enrojeció al recordar las historias que se contaban sobre él. Según una de estas, sus propios hermanos de la congregación lo habían castigado por haber hecho algo malo por allá. Los mayores, obsesionados con el sexo, decían que había dejado mujer e hijos en todos los pueblos y caseríos que abarcaba la misión. Los menores, en cambio, hablaban de un pecado muy malo, aunque nadie explicaba qué pecado era ese. Solo una vez un profesor dijo algo bueno, como quien no quiere la cosa. Insinuó que el gabinete de ciencias naturales era obra suya y que el cura que ahora tenía en frente era un científico reconocido en el medio académico.

Después de la primera entrevista con Villavieja –apellido del ocupante del gabinete– hubo otras más, buscadas por Melgar. Este no utilizó sino ocasionalmente el recurso del castigo para quedarse en el gabinete. Después de mucho pensar, construyó una fórmula que requirió la participación de su padre, a quien indujo a pensar que necesitaba de los servicios del colegio. A Ricardo se le había ocurrido mostrar un creciente interés por la biología; cuestión, si bien incipiente, no alejada de la verdad. Para ayudarse en la preparación para el examen de ingreso a la universidad, convenció a su padre para que solicitara al coordinador de ciencias acceso al gabinete ciertos días a la semana.

Mario Melgar Tizón, papá de Ricardo, en la Selva con la mona que posteriormente regaló a Ricardo. Perú, década de 1940
Imagen 2. Mario Melgar Tizón, papá de Ricardo, en la Selva con la mona que posteriormente regaló a Ricardo. Perú, década de 1940.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.

En el tiempo que trató a Villavieja, Melgar pudo apreciar que era bastante excéntrico y, a menudo, confuso en sus elucubraciones. También advirtió que el cura era inusualmente franco en un ambiente colmado de hipocresías, aunque nadie dejaba de reconocer sus aportes al conocimiento de la selva. De esta le hablaba de temas nuevos en casa sesión; parecía disponer de un repertorio inagotable. Por algo había sido misionero y vivido en la Amazonía por largos años. Nadie parecía saber tantas cosas como él. No entendía por qué sus hermanos de congregación lo tenían prácticamente secuestrado y habían permitido, y hasta alentado, la creación de un aura de chifladura en torno a su persona. Además, una de las cosas que a Melgar le cayó muy bien fue que lo tratara como un adulto. A los quince años, por primera vez sintió haber dejado atrás la niñez.

Villavieja había compartido la vida de diversas etnias, gracias a su papel de misionero. Para ganarlos a la verdadera fe, decía, no basta con respetar sus costumbres, tradiciones y modos de vida; uno debe integrarse a su cultura. Quien quiera convertirlos, primero debe entender y asumir su forma de pensar, de ver la naturaleza y ubicarse en ella con naturalidad. No su filosofía, pues en la selva no existe la filosofía. Para vivir en armonía con la selva no basta con respetarla, con quererla, hay que respetar sus leyes, adecuarse a ellas. Si se logra plasmar este mandato interno, se comprobará que los llamados primitivos son los más sabios y prácticos de todos los hombres. Por eso, cuando vivió entre los jíbaros, casi llegó a ser uno de ellos.

–Eso no lo entienden mis hermanos, no lo aceptan –le dijo, enfático, en una ocasión–. Pero, bueno, hay que disculparlos porque nunca han salido de su mundo regido por normas y tradiciones occidentales, y su mente sigue fiel a la escolástica de su formación.

En alguna ocasión Melgar le preguntó cómo podía ser eso porque, según su papá, todos los curas son muy inteligentes y preparados, y saben infinidad de cosas. Nunca olvidó su respuesta:

–Sí, seguro. Pero a veces la inteligencia no basta. Una cosa es saber algo y otra vivir de acuerdo a ello. Nuestro padre Agustín es el mejor ejemplo. Él vivió todo lo que es posible vivir en esta tierra, pero solo encontró la paz y la armonía consigo mismo y su madre cuando encontró a Dios.

Melgar pensó que él no buscaba paz ni armonía, ni mucho menos a Dios –esas eran cosas de curas–. Él quería experimentar más y más vivencias, conocer nueva gente, ¡vivir! Envidiaba a esos nativos de la selva que actuaban siguiendo códigos desconocidos, en un medio peligroso y fascinante.

Ricardo Melgar (a la izquierda) en segundo de secundaria, vestido con uniforme escolar y en compañía de un amigo. Lima, 1959
Imagen 3. Ricardo Melgar (a la izquierda) en segundo de secundaria, vestido con uniforme escolar y en compañía de un amigo. Lima, 1959.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.

Los encuentros se sucedieron sin contratiempos hasta el inicio del segundo bimestre del año. En algún momento, advirtió que se estaban produciendo algunos cambios en el colegio; el principal de ellos: el remplazo del director que empezó como tal el año académico. Paralelamente, se estaban reemplazando a los responsables de algunas áreas pedagógicas y administrativas.

La explicación era simple: acababa de llegar un nuevo director. No era la primera vez que esto ocurría. La congregación funcionaba con sus propias reglas y cada cierto tiempo venían algunos curas de España para asumir algunas funciones específicas. El inevitable cambio era el del director. A los alumnos, esto les pasaba desapercibido porque no les afectaba en lo más mínimo. Los únicos atentos eran los más imaginativos, que siempre buscaban qué apodo ponerle, lo cual suscitaba a veces divertidas discusiones. Pero no esta vez. Con las orejas más arriba de lo usual, el obeso cuerpo como un bloque cilíndrico, envuelto por el hábito negro, la mandíbula en punta y los incisivos proyectándose fuera de sus labios apenas pronunciaba una palabra, no hubo controversia.

Esta vez, Melgar no participó en el silencioso bautizo del director. Es que, ahora, estaba con la cabeza en otro asunto. Si cambiaban al coordinador de ciencias, tendría que acudir nuevamente donde su padre para que las cosas continuaran como hasta ahora.

Por suerte, no fue necesario, pues el coordinador fue ratificado en su cargo. Sin embargo, habían empezado a correr rumores inquietantes. El nuevo director consideraba que los ingresos no respondían a las expectativas de la congregación, a sus inversiones. Debían tomarse decisiones para revertir el déficit. Y, efectivamente, se anunció el cobro de cuotas extraordinarias a los padres de familia; luego, se procedió a cobrar por el alquiler de las canchas y de la piscina, a quienes no fueran estudiantes regulares, es decir, a los exalumnos. Después, se empezó a rumorear que iban a levantar nuevas construcciones y rediseñar algunos ambientes. Uno de estos era ¡el gabinete de ciencias naturales!

Cuando Melgar le preguntó a Villavieja qué sabía de tales rumores. Este se mostró evasivo. No está decidido nada, dijo, ya se vería en su momento. Sin embargo, cuando su padre le comentó que en una de las reuniones de padres de familia se había mencionado algo al respecto, comprendió que se trataba de algo más que de un rumor.

En la siguiente visita al gabinete, Villavieja no respondió a sus dos llamados a la puerta. Melgar se quedó quieto un largo rato, como reflexionando. Al fin, tocó nuevamente la puerta. Pero nada. Entonces, le afloró su temperamento insatisfecho y atrevido, y le dio vuelta a la perilla de la puerta.

En la semipenumbra del lugar, Villavieja no reaccionó ante las señales de su ingreso. Melgar dio los pasos necesarios para encararlo.

–Padre –le dijo, retomando el tono formal, que había abandonado hacía algún tiempo, aunque estirando su flaca humanidad lo más que podía–. Temo que la intervención en el gabinete está tomada.

–Así es –respondió Villavieja en tono seco.

–¿Estarán pensando ampliarlo? –preguntó Melgar, aunque a media frase comprendió que era una conjetura estúpida. Su intención había sido romper la tensión del ambiente, pero lo estaba haciendo de la peor manera.

–Van a reemplazar el gabinete por una capilla personal para el director –sentenció Villavieja, casi agresivo.

Melgar, viendo su rostro adusto y sus escasas ganas de conversar, y no sabiendo qué decir, masculló algo así como que esperaba que eso no ocurriera y, pidiendo permiso para retirarse, se marchó.

Esa noche, Melgar procuró poner en orden sus ideas. En su cama, no podía asimilar la noticia de que el director había decidido hacer desaparecer un lugar como el gabinete, ¡para convertirlo en capilla! ¡Y personal! Sobre todo, porque el colegio, además de iglesia, tenía un oratorio y, en cambio, le faltaban más laboratorios. A medida que pasaban las horas, pudo al fin convencerse de que, en el colegio, tal como eran los curas de la congregación, muy bien podían ocurrir cosas así. Haciendo memoria, recordó los rumores según los cuales algunos docentes fueron despedidos porque se negaban a ir a misa los domingos. Eso, sin contar cómo se echó tierra sobre las denuncias de los abusos con los chicos del equipo de fútbol.

Pasados algunos días, un camión de mudanzas se estacionó en los alrededores del pabellón donde se hallaba el gabinete. Durante el recreo pudo ver cómo echaban dentro del vehículo animales disecados y cajas con quién sabe qué otras cosas. A un costado, se advertía una de las vitrinas asegurada con cuerdas.

Al final de la jornada, sin cuidarse de las formas, Melgar ingresó al gabinete, en el que restos de animales y plantas disecados yacían desparramados aquí y allá. Por primera vez, después de tocar la puerta del ambiente contiguo, no esperó la invitación a entrar y se introdujo en el despacho de Villavieja.

–¿Cómo puede estar ocurriendo esto? –preguntó, sin preámbulos. El cura como nunca, parecía aplastado en su sillón.

–Son órdenes superiores. He tratado de razonar con quienes toman las decisiones, pero, nada –respondió Villavieja.

Melgar, apenas concluyó de formular su pregunta, advirtió que se había excedido, tanto en su forma descortés como en las atribuciones que se estaba tomando. ¿Quién era él para pedirle explicaciones? Sin embargo, en vez de que el cura lo pusiera en su sitio, su actitud parecía la de quien quiere justificarse.

–¿La religión está por encima de la ciencia, padre?

–No se trata de eso. Las disposiciones de la jerarquía no se discuten, ni se tratan de entender. En una congregación, no hay cuestiones personales. Alguna razón debe haber; eso se sabrá en algún momento.

–¿O sea, padre, que está de acuerdo con el cambio? –repuso Melgar, entre decepcionado y molesto–. Al ver las colecciones tiradas como basura en el camión de mudanza, me han dado ganas de llorar, y me preguntaba cómo estaría usted. Allí se iría parte de su vida.

–Dios lo habrá querido así –se limitó a decir Villavieja, con aire contrito.

–Bah, un Dios así no me interesa –dijo Melgar, dando media vuelta para dirigirse a la salida

–No blasfemes, muchacho –escuchó Ricardo, antes de dar un portazo al salir.

El 30 de agosto de ese año, en las horas previas a la ceremonia de aniversario del colegio y la inauguración de la capilla del director, con una misa celebrada por el Obispo de Lima, alguien notó alarmado que el libro y el báculo del patrono parecían haber sido arrancados de la escultura que encabezaba la iglesia. Cuando se contactó con el experto en restauraciones del Museo de Arte, y este le respondió que sería imposible hacer el resane antes de dos días, el director en persona se comunicó con el Obispo de Lima, pidiéndole perdón por tener que postergar la ceremonia.

En mes de setiembre fue inolvidable porque se vivió un clima de desconfianza y hostilidad entre autoridades y alumnos. La búsqueda del autor o autores del sacrilegio –así lo consideraban los curas de la congregación– no habían dado los frutos esperados, de manera que menudeaban los castigos por la menor infracción y se creaban nuevas medidas disciplinarias. Tal vez por ello, a mediados del mes se empezó a difundir en uno de los periódicos amarillos, una denuncia de acoso sexual a los alumnos del equipo de fútbol del colegio. Y si bien muy pronto se echó tierra al asunto, el daño para el prestigio del colegio estaba hecho.

El director no dejó pasar mucho tiempo para anunciar, con todo bombo, en la sección deportiva de El Comercio, que el colegio iba a financiar y promover la participación de un equipo de fútbol en la máxima división. En el comunicado a los padres de familia se les dio a conocer que esta decisión corría paralela a la intensificación de la participación de los alumnos del colegio en los torneos más importantes del sector. Sobre la expulsión de algunos alumnos, en una cantidad desusada, no se dijo nada, ni tampoco del abandono de los hábitos por parte del R. P. Villavieja.

 Al fin del año académico, con motivo de la ceremonia de despedida a la promoción, el director pensó que era el momento indicado para la inauguración de su capilla. Y si bien ya no se consiguió la participación del arzobispo de Lima, llegaron altos representantes de las sedes de la congregación en el país, e, incluso, de Cundinamarca, Colombia.

Esta vez, debido a la redoblada vigilancia del local, incluyendo personal contratado para esta tarea, no hubo ninguna acción similar a la del aniversario de colegio. Todo transcurría con normalidad, hasta que llegaron los buses destinados a traer a los invitados. En el costado de uno de ellos, sorpresivamente, se había dibujado un roedor de cuerpo entero con pintura negra, con la técnica del grafiti. Y si bien la imagen no estaba acompañada de ningún mensaje, era claro a quién se estaba ridiculizando.

Para entonces, Melgar ya no estaba en el colegio por haber sido uno de los expulsados cuando ocurrió el incidente de la destrucción de los símbolos del patrono, y no hubo cómo buscarlo, aunque estaba en la lista de los sospechosos del desaguisado. Ni siquiera sus amigos intentaron buscarlo, aunque más de uno deseaba felicitarlo –su estilo en el dibujo era indiscutible–, aunque no estaba impecable. La pintura se había chorreado por un par de lugares. Sin duda, esto era producto de la prisa, el aprovechamiento del escaso tiempo que brinda una congestión vehicular, tal vez en uno de los cruceros donde solían atracarse los buses, en las usuales horas punta. Tampoco hubieran conseguido la atención de Melgar, quien estaba problematizado porque aún no decidía si postular para seguir la carrera de Biología o de Antropología.

Ricardo Melgar (a la derecha) y Jorge Puccio, Perú, 1960/61
Imagen 4. Ricardo Melgar (a la derecha) y Jorge Puccio, Perú, 1960/61.
Fuente: Archivo familiar Melgar Tísoc.