América Latina: sobre la formula trinitaria

Latin America: on the Trinitarian formula

América Latina: na fórmula trinitária

Marcos Cueva Perus

Instituto de Investigaciones Sociales (IIS-UNAM), México

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Recibido: 10-08-2019
Aceptado: 25-08-2019

 

 

I

En un texto no traducido al español, desafortunadamente, e intitulado Has Latin America always been unequal? (¿América Latina ha sido siempre desigual?), el investigador Ewout Frankema adelanta esta tesis: la desigualdad económica en la región se remonta a la Colonia y se explica por la concentración extrema de la tierra. Frankema señala que esta desigualdad colonial se origina en el modo de distribuir la tierra. No se hace por mérito en el cultivo –es decir, en el trabajo– o por competencia económica desde abajo entre agricultores (o por economías de escala potenciales, por patrones de especialización rural, o agreguemos que, por productividad, etcétera…), sino por asignación desde arriba por el rey. Se otorgan tierras, como favor regio, en recompensa por la lealtad política, por lo conquistado en actos de guerra, por la cercanía con el rey, etcétera (Frankema, 2009, pág. 48). Digamos que el criterio no tiene que ver con la esfera económica y sí en cambio con la “política-ideológica” (también se puede premiar con tierras a la Iglesia). Nos encontramos de paso con el germen de la clientela.

Por su parte, en un texto de 1979 pero retomado en más de un aspecto posteriormente, en 1996 (y traducido al español), el extinto economista egipcio Samir Amin sostiene que se pueden distinguir dos grandes modos de producción precapitalistas, o si se prefiere, dos tipos de sociedades previas al capitalismo: la comunitaria y la tributaria (1997). Amin se ubica en el debate sobre los modos de producción (comunidad primitiva, esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo y comunismo), y sobre la base de observaciones propias, en particular sobre el mundo árabe, Asia Central y Europa, este autor prefiere su propia construcción: para el economista, hay etapas (esclavitud, feudalismo) que no son obligatorias. Agreguemos que se puede incluir entre las sociedades tributarias el modo de producción asiático o “despótico-tributario”, que en América Latina distinguiría antes de la Conquista a las civilizaciones azteca e inca, aunque ambas comprenden también formas de propiedad comunitaria (ayllu entre los incas, calpulli entre los aztecas). Hasta cierto punto, en estas grandes civilizaciones, los dos tipos de sociedades descritas por Amin se entremezclan.

El tema ya no ha sido tratado en América Latina desde hace mucho tiempo. En México, los últimos trabajos al respecto fueron los de Roger Bartra –básicamente, una antología de textos sobre el modo de producción asiático (1986)– y de Heinz Dieterich –quien se ocupó bastante del Perú colonial y prehispánico (1978)–, y llama la atención que no se haya avanzado más en el contexto actual de atracción por los pueblos originarios y dada la gran diversidad de trayectorias históricas (incluyendo las formas de propiedad) entre los mismos. Ahora bien, lo que le importa más a Samir Amin y que nos hace volver sobre la problemática es que, antes del capitalismo, la “esfera dominante” de la sociedad no sería la economía, sino la política y sus acompañamientos ideológicos-metafísicos. En otros términos, antes del capitalismo el excedente sirve para reproducir esa esfera política-ideológica-metafísica y no la economía (para la acumulación). No descartemos aquí que lo dicho se refleje en la manera de representarse el espacio y el tiempo como circular. Si el capitalismo se caracteriza por una racionalidad instrumental, que lleva a los individuos a calcular la rentabilidad (el “costo/beneficio”, “todo es negocio”, “el tiempo es dinero”) en todas las esferas de la vida, lo que no debe confundirse con el cartesianismo ni con la Ilustración, las sociedades previas privilegian las dimensiones mágica y mítica. Podría decirse tal vez que la primera suele ser propia de las sociedades prehispánicas y la segunda de la Conquista y la Colonia impuestas por españoles y portugueses, y que estas formas de creencia pueden contraponerse. Así, por ejemplo, a cierta mitomanía de los orígenes en la heráldica familiar española pueden oponerse rituales mágicos indígenas (las “limpias”, cierta herbolaria…) o incluso de esclavos africanos (santería…), y ambas prácticas subsisten hasta hoy (¡basta con ver algunas telenovelas!).

La tesis de Amin no está reñida con la de Frankema, quien en realidad no dice otra cosa: “la política”, la del rey, acompañada de criterios religiosos-metafísicos (o guerreros) es el criterio dominante para la asignación de los recursos económicos, y sin duda que también para la jerarquización de los “lugares” sociales de cada quien, al margen de lo que ocurra en la economía y por ende en el proceso productivo y el trabajo. “Mi análisis –explica por su parte Samir Amin– parte de la distinción cualitativa –que me parece decisiva– entre las sociedades del capitalismo, dominadas por lo económico (la ley del valor), y las sociedades anteriores, dominadas por lo político-ideológico” (1997, pág. 6). Señala este autor: “el mercado capitalista generalizado constituye el marco en el cual operan las leyes de la economía (‘la competencia’), convertidas en fuerzas que actúan independientemente de las voluntades subjetivas” (pág. 4). Es justamente la competencia que no encuentra Frankema y la remplaza la voluntad subjetiva del rey, lo que desde un punto de vista capitalista puede aparecer incluso como pura y simple arbitrariedad. Así, a partir de la Conquista y la Colonia, la tierra, como otros recursos económicos seguramente (la misma mano de obra), se asignan en América Latina de un modo que sí encuentra su explicación, pero no una racionalidad económica, desde un punto de vista capitalista. Al mismo tiempo, no hay en las sociedades tributarias y comunitarias, cualesquiera que sean, “enajenación economicista”, lo que puede atraer a más de uno cual forma de liberación, real o supuesta, más si la religión ofrece un “alma”.

Si traducimos lo dicho por Frankema, en la Conquista y la Colonia en América Latina no hay capitalismo ninguno en la forma de asignar los recursos económicos. No está de más recordar que, de acuerdo con Ruggiero Romano, América Latina se caracteriza por lo demás por un largo periodo de ausencia de moneda, que se prolonga incluso en el periodo de Independencia (baste recordar la tienda de raya porfiriana), salvo en ciertas esferas privilegiadas (comerciantes) y citadinas (2004, págs. 209, 420). Si el saqueo de la región contribuye al surgimiento del capitalismo en una parte de Europa –que no es ni siquiera España, contra lo que llegara a escribir Theotonio dos Santos (2015, pág. 305)–, con el clásico ejemplo de los banqueros Fugger, no hay en cambio introducción de relaciones capitalistas en América Latina, a pesar de que numerosos autores, entre ellos el mismo Amin, ubiquen en el Descubrimiento de América en 1492 el principio de un mundo capitalista e incluso (como para Aldo Ferrer) “globalizado”. América Latina permanecería como una sociedad tributaria (que mezcla los restos del modo despótico-tributario con el feudalismo traído de la metrópoli) y comunitaria, pese a la dispersión originada por la Conquista.

Si no hay acumulación en las sociedades tributarias, por lo que el tiempo puede parecer circular (y así pueden verlo por ejemplo grupos indígenas), tampoco hay inversión: en lo político-ideológico-metafísico mencionado por Amin, el excedente se gasta (se consumen los valores de uso), aunque por distintas razones una parte pueda también guardarse (en previsión de malos tiempos para la cosecha o asociados con ofrendas a los dioses, etcétera). Las sociedades comunitarias primitivas o tributarias se rigen por distintas formas de “gasto” relacionadas con la esfera política-ideológica-metafísica, algo que también puede ocurrir en las fiestas a santos patronos, por ejemplo: visto desde un punto de vista capitalista, se trata de un despilfarro o de una incapacidad para “ahorrar”. En términos de Karl Marx, no hay aquí fórmula trinitaria (renta, salario, ganancia), únicamente renta. La llegada del feudalismo, una sociedad tributaria, permite hablar de renta en lugar de tributo, aunque es sabido que estas formas llegan a confundirse, por ejemplo, en el modo que tienen los españoles de percibir rentas (en especie, en trabajo…) recurriendo a cacicazgos indígenas que se apoyan a su vez en formas prehispánicas de tributar. Esta dimensión ha sido bien documentada en la historiografía de América Latina. La tipología propuesta por Amin es útil para comprender por qué en algunos aspectos el choque entre españoles e indígenas fue a veces menos violento de lo puede parecer en ciertas versiones de lo ocurrido en la Conquista y la Colonia: todas son sociedades tributarias y pueden explicarse entonces entre otras cosas episodios como los de la alianza con los españoles de grupos indígenas cansados de tributar al imperio prehispánico (cañaris de la futura Real Audiencia de Quito contra los incas, tlaxcaltecas de la futura Nueva España contra los aztecas…). Dejemos dicho en todo caso que, en las sociedades tributarias, la esfera económica no se ha autonomízado y predomina la política.

Hasta aquí, en las sociedades precapitalistas la “política” se impone a la economía, lo que no quiere decir que esté ausente de la primera la influencia del tipo de relaciones de propiedad (como sea, una civilización como la maya podría haberse arruinado precisamente a falta de racionalidad económica, provocando deforestación y sequía). El control político es clave para el económico: el primero el que da acceso al segundo, desde arriba.

 

II

La fuerza de dicho control es tal que puede inhibir los elementos de protocapitalismo o incluso provocar “refeudalizaciones” de la sociedad, por ejemplo: es lo que sugiere Perry Anderson para el Estado absolutista europeo (1998, pág. 12). De igual modo, es lo que encuentra el investigador Cristóbal Kay al comparar los regímenes señoriales de América Latina y Europa Oriental, y hallar similitudes entre ellos a partir de la polémica de la “segunda servidumbre” de Friedrich Engels. En efecto, con el despliegue del capitalismo en parte del Occidente europeo, llega el momento en que el oriente del mismo continente, controlado políticamente por terratenientes (de tipo prusiano), para satisfacer la demanda externa de producción de determinados productos agrícolas refuerza la servidumbre, en particular con el trabajo forzado en las reservas de los señores (Kay, 1980, pág. 36), lo que no excluye la obtención de parte de los campesinos de pagos en efectivo. En Europa Oriental no ha avanzado lo suficiente la desintegración del feudalismo, a falta de estímulo interno (desarrollo de villas y ciudades, etcétera…). “(…) En Europa Oriental (excepto Rusia), escribe Kay, el estímulo del mercado era externo a la economía, y la adaptación de las economías orientales al desarrollo capitalista inicial del Occidente reforzó la posición económica de la clase feudal y, sobre todo, su poder político” (pág. 38). Esta idea del reforzamiento político es similar a la de Anderson sobre el absolutismo. En la comercialización hacia afuera de los productos agrícolas (granos) del Este europeo, la clase feudal ocupa según Kay el lugar de los comerciantes, y subyuga a las “clases medias” y a la naciente burguesía, por ejemplo, en Polonia y en Prusia (ibíd.). En vez de que se despliegue esta última, se ve obstaculizada y se vuelve a la servidumbre de la gleba, se reduce la economía campesina al ser con frecuencia despojada de tierras y tener que dar mayores rentas en trabajo, por lo que el nivel general de vida decae (pág. 39). Kay ve aquí “uno de los primeros casos de subdesarrollo histórico” (ibíd.). No son liberados los campesinos, ni se produce el éxodo a las ciudades ni la aparición de un mercado interno, para el desarrollo industrial-manufacturero. Las importaciones de este tipo de productos destruyen al artesanado local. A juicio de Kay, algo similar ocurre en América Latina cuando la hacienda empieza a producir para la exportación. Que la región entre en contacto con el capitalismo no es entonces garantía ninguna de que se vuelva a su vez capitalista, sobre todo si el estímulo de mercado sigue siendo externo, para decirlo en palabras de Kay, y ni siquiera por el hecho de que la hacienda se extienda en detrimento de la comunidad indígena, recurriendo al despojo. Es ciertamente el tipo de proceso que ocurre en América Latina cuando se refuerzan los vínculos externos con el mercado internacional, como ocurre a finales del siglo XIX o incluso más allá, con un poder político centralizado en las figuras de los caudillos (de Porfirio Díaz a Juan Vicente Gómez más allá del decimonono). El “control” de la transición depende entonces de quién tiene el poder político y se beneficia de él frente al exterior y al interior.

 

III

Sobre la forma de extracción del excedente en las sociedades tributarias, Samir Amin escribe:

(…) antes del siglo XVI todas las sociedades evolucionadas tenían idéntica naturaleza. Al caracterizarlas como tributarias, subrayo el hecho cualitativo esencial de que el excedente se extrae de forma directa del campesinado, por medios transparentes asociados a la organización jerárquica del poder (…). La reproducción del sistema exige la dominación ideológica: la religión de Estado opaca la organización del poder y la legitima, por contraste con la ideología economicista del capitalismo, que opaca la explotación económica y la legitima, y tiene en la relativa transparencia de las relaciones políticas una condición para el surgimiento de la democracia moderna” (1997, pág. 4).

 

No hay en las sociedades tributarias mayor cabida para la igualdad, así sea formal, y asignan el lugar de cada quien, de acuerdo con las jerarquías del poder, de modo transparente. En cambio, en las sociedades plenamente capitalistas, pese a la enajenación economicista (que termina por alcanzar a la política misma, convertida en otro negocio más), hay tanto igualdad formal (lo cual puede reflejarse en el trato y en las mentalidades) como “contrato social” entre iguales frente a la ley. No está de más recordar que la igualdad formal supera la barrera del lugar social: el productor directo es formalmente tan libre como su patrón, que no es dueño de la persona de aquél; libre de vender su fuerza de trabajo (su energía física y mental, no su persona) a quien mejor le convenga (siempre desde el punto de vista formal). Quien vende su fuerza de trabajo es su propietario.

Retrato de José Carlos Mariátegui
Imagen 1. Retrato de José Carlos Mariátegui, de Bruno Portuguez. http://diariouno.pe

Para el autor egipcio, en las sociedades tributarias, justamente por la organización jerárquica del poder, “(…) el poder es la fuente de riqueza, mientras que en el capitalismo se invierte esta regla” (ibíd.). En las sociedades tributarias puede muy bien existir un “fetichismo del poder” (del “poder por el poder”) tan fuerte y deshumanizante como el “fetichismo del dinero” en el mundo capitalista (en realidad lo es de la ganancia), o el “fetichismo de la mercancía” en el mundo del consumo en el mismo capitalismo. Aquél no está para nada exento de violencia y puede ser más brutal que la existente dentro de las sociedades plenamente capitalistas. En las sociedades tributarias, la “extracción directa del excedente del campesinado” implica la coerción extra-económica, que no existe en cambio en la libertad formal del capitalismo.

La lectura de las Formaciones económicas precapitalistas de Marx, cuya edición moderna llegara a prologar Eric Hobsbawm (2015), permite abundar en la problemática. En el capitalismo, cada quien es, por así decirlo, “propietario de lo suyo” y se enfrenta al otro como propiedad ajena, que la igualdad jurídica y el contrato social obligan a respetar, con lo que implica también para el tiempo y el espacio del otro. En cambio, en las formaciones precapitalistas, lo de los demás es percibido como prolongación “inorgánica” de la propiedad de cada uno (lo que aparece de forma brutal por ejemplo en el esclavismo). Marx señala que, en régimen señorial, el señor se considera dueño de la voluntad de los demás, en quienes no reconoce una propiedad ajena (una propiedad sobre la propia persona, por lo que se dispone de ésta). Cuando se está en la órbita del señor (en “su” territorio), no se es individuo, sino “prolongación de…”, en particular de la propiedad de quien tiene poder en una estructura jerárquica.

En el texto clásico de Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, se encuentran elementos que no han sido mayormente relacionados entre sí, en la medida en que con frecuencia se ha querido privilegiar la cuestión indígena. Al decir de aquél. “en el Perú, contra el sentido de emancipación republicana, se ha encargado al espíritu de feudo –antítesis y negación del espíritu de burgo– la creación de una economía capitalista” (2012, pág. 34). Lo que resulta no es obstáculo al despliegue del capitalismo, sino que se instala una relación de complementariedad y al mismo tiempo de contradicción con la sociedad tributaria, como ocurre por lo demás con la renta del suelo (con las sociedades comunitarias ocurre otra cosa). Si se afianza en vez de debilitarse el poder político de los terratenientes, por el reforzamiento también político del “espíritu de feudo” al mismo tiempo al servicio del capitalismo, se consolida otra tendencia que detecta Mariátegui, sin dejar de tener algunas dudas, al menos en la redacción, al decir que “el capitalista”, o más bien “el propietario criollo”, tiene el concepto de la renta antes que el de la producción (ibíd.). Lejos de ser abolida, como debiera suceder a la larga con el avance del capitalismo, la renta de la tierra permanece, por lo que vale la pena detenerse sobre lo que significa. Marx no deja de señalar que la renta dineraria es la más propicia a la aparición del capitalismo, a diferencia de la renta en trabajo o en especie (en productos). Ya hemos observado, siguiendo a Romano, que el uso de la moneda tarda históricamente en generalizarse en América Latina. No estaría de más agregar incluso cómo, a raíz del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas en 1994, se encontró en la Sierra Madre de este estado una finca (Liquidámbar, en manos de alemanes) lujosísima (con alberca, billar, jacuzzi, etcétera…) con 1, 910 hectáreas dedicadas al cultivo del café donde aún existía la tienda de raya y se usaba “moneda” propia para “pagar” a unos 250 peones acasillados.[1]

El hecho es que el terrateniente recibe la renta por la propiedad de un suelo del cual bien puede vivir alejado, por ser ausentista. En efecto, incluso en el capitalismo, llega el momento en que para el terrateniente “(…) la tierra ya no representa otra cosa que determinado impuesto en dinero que recauda, mediante su monopolio, del capitalista industrial, del arrendatario: (que) rompe los vínculos a tal punto, que el terrateniente puede pasar toda su vida en Constantinopla, mientras que su propiedad se halla en Escocia” (Marx, 1981, págs. 795-796). ¿De qué se trata? De haber conseguido una posición ventajosa (hay variaciones según se trate de renta absoluta o diferencial), a lo que en determinados periodos políticos de la historia latinoamericana contribuye el poder político o la cercanía con éste, siempre en la línea de lo encontrado por Frankema. Así, para Marx, “la propiedad de la tierra presupone el monopolio de ciertas personas sobre determinadas porciones del planeta, sobre las cuales pueden disponer como esferas exclusivas de su arbitrio privado, con exclusión de todos los demás” (pág. 793). Puede ser el monopolio del rey o el monopolio del cacique o de un gamonal en una clientela: el hecho es que, de vuelta a Frankema, se excluye la competencia. Algo parecido sucede con el acceso a las minas. El autor de El Capital insiste en lo que por su parte viera Mariátegui más tarde. Los terratenientes “(…) meten en sus propios bolsillos el resultado producido, sin su concurso, por el desarrollo social: fruges consumere nati (nacidos para consumir los frutos)” (pág. 798). Así, por ser ausentistas y por limitarse desde una posición privilegiada a embolsarse los frutos de un desarrollo social que les es ajeno, aunque al mismo tiempo lo condicionan (pág. 1045), los terratenientes, los mismos que tienen el “espíritu de feudo” y a quienes se llega a encargar la transición al capitalismo, en realidad están alejados del proceso productivo e incluso de su comprensión, incluyendo la ley del valor (y la competencia entre capitales para la formación de la ganancia media). Es por ello, entre otros factores, que “(…) la propiedad de la tierra se distingue de los restantes tipos de propiedad por el hecho de que, una vez alcanzado cierto nivel de desarrollo se manifiesta como superflua y nociva, desde el punto de vista del modo capitalista de producción” (pág. 801). Es lo que le hace decir a Samir Amin que, para Marx, la renta de la tierra es finalmente precapitalista. Al mismo tiempo, según lo sugerido por ejemplo por Kay, el control político de los terratenientes le puede ser útil al capitalismo, aunque renta y ganancia se contrapongan y haya forcejeo por el excedente. Marx señala que entre terratenientes y capitalistas hay antagonismos (ibíd.), aunque en algo pueden coincidir: en que el excedente a repartirse sea el máximo (la renta de la tierra está descrita por Marx como plusganancia), y eventualmente a costa del productor directo, que en el capitalismo es asalariado. Al mismo tiempo, esta plusganancia que es la renta puede ser un obstáculo para la libre competencia de capitales:

desde el punto de vista del conjunto del capital de la sociedad –escribe Juan Iñigo Carrera apoyándose en Marx– la renta diferencial constituye un ‘falso valor social’, ya que la misma no encierra contenido alguno de trabajo socialmente necesario gastado privadamente para producir las mercancías agrarias (…) el capital total de toda la sociedad paga el falso valor social constituido por la renta diferencial a expensas del valor real extraído gratuitamente a sus obreros, o sea, a expensas de su plusvalía (…) Se trata, por lo tanto, de una apropiación de plusvalía por los terratenientes que resta a la potencia inmediata del capital total de la sociedad para acumularse (Iñigo Carrera, 2007, pág. 15).

 

Agreguemos que el capital extranjero o el nacional pueden acomodarse a esta situación mediante la corrupción, pagándole sobornos (¡la plusganancia, según quien la recibe!) a quienes detentan el poder político y a los “terratenientes intermediarios” o intermediarios a secas. Después de todo, hay firmas transnacionales que disponen muy bien de un rubro de fondos para corrupción (Departamento de Operaciones Estructuradas de Odebrecht, etcétera). Como sea, los terratenientes no necesitan apropiarse de toda la renta diferencial para reproducirse porque lo suyo no es la acumulación de capital; según Iñigo Carrera, son “parásitos sociales” (2007, pág. 17). ¿Pero acaso no es el mismo tipo de captación de riqueza que puede hacerse desde arriba con poder político? La base económica del fenómeno político descrito por Frankema es la renta del suelo. Ya en la etapa capitalista de la Historia de América Latina, desde finales del siglo XIX en adelante, rasgos de la sociedad tributaria pueden muy bien permanecer si se conservan la importancia de la renta (frente a una ganancia que se va al extranjero) y el control político de los “prusianos”.

 

IV

Retomando a Mariátegui, en América Latina se encarga entonces en realidad al empresario extranjero la modernización capitalista. Se les ofrece el acceso a los recursos naturales a cambio justamente de una renta y, además, de la disposición de mano de obra barata, las supuestas “ventajas comparativas” de los países subdesarrollados. A la hora de la distribución de los recursos, lo que no estará dispuesto a perder este propietario es su posición de monopolio o su control político, por endeble que sea. A este propietario, el alejamiento de la producción puede hacerle desconocer la ley del valor. En efecto, el trabajo no le salta a aquél a la vista, menos si vive “en Constantinopla”. No es nada más la producción, sino también “el trabajo” –para Marx, la fuerza de trabajo– como creador de riqueza lo que se le puede escapar al propietario de la tierra, que tiene cierto fetichismo de la naturaleza, si a lo sumo es la mayor o menor fertilidad del suelo lo que parece otorgarle una posición privilegiada. Después de todo, Malthus, defensor de los terratenientes (a diferencia de Marx y Ricardo), creía en una riqueza creada por la Divina Providencia. Pareciera que vale no respetar el valor de la fuerza de trabajo, lo que sucede en la Inglaterra y la Escocia que describe Marx en determinados periodos (las leyes cerealeras serán justificadas a la larga por terratenientes y arrendatarios señalando la imposibilidad de reducir aún más el salario de los jornaleros rurales):

(…) un hecho mucho más general e importante –escribe– lo constituye la reducción del salario del obrero agrícola propiamente dicho por debajo de su nivel medio normal; que al trabajador se le sustrae una parte del salario, la cual constituye un componente del arriendo, y de ese modo, bajo la máscara de la renta del suelo, afluye hacia el terrateniente en lugar de hacerlo hacia el obrero (1981, pág. 807).

 

La situación descrita por Kay para Europa Oriental permite que tenga lugar lo descrito entre países: en unos se despliega el capitalismo y en otros, considerando sin duda la renta de los junkers (prusianos agrarios), se llega a la ya mencionada “segunda servidumbre”, que reproduce por lo demás las condiciones de la acumulación originaria mediante el despojo de campesinos para aumentar las reservas señoriales, que pueden ser a su vez puestas a disposición del mercado para exportación capitalista. Aquí puede señalarse que, para un autor como Roger Bartra, la acumulación originaria en México es permanente (1986, pág. 23) y para América Latina y otros lugares, el geógrafo británico David Harvey (2004) ha podido hablar muy recientemente de acumulación por despojo, que puede tener lugar dentro del capitalismo en formas brutales en el mundo subdesarrollado. Lo que hace el gran crimen organizado no es otra cosa: permitir ese tipo de acumulación. También puede observarse la utilidad de mantener la coexistencia con sociedades comunitarias o tributarias si de ellas se puede obtener la reproducción de la fuerza de trabajo a un costo que sería entonces nulo para el capitalismo, de acuerdo con lo sugerido por Pierre-Philippe Rey (1976). En todos los casos, esas sociedades pueden ser funcionales al capitalismo, como alguna vez lo fue también la esclavitud.

El problema del trabajo aparece de manera curiosa en el dependentismo latinoamericano, notoriamente en Dialéctica de la dependencia, un clásico de Ruy Mauro Marini. En efecto, las condiciones del mercado externo, en el cual se da el intercambio desigual, hacen, según el autor, que “se” repercuta la disminución de la plusvalía (y la cuota de plusvalía) hacia el productor directo, mediante la superexplotación del trabajo, que no debe llamar por cierto a equívocos, si la explotación no deja de ser mayor en el mundo desarrollado.

Lo que aparece claramente, pues –explica Marini–, es que las naciones desfavorecidas por el intercambio desigual no buscan tanto corregir el desequilibrio entre los precios y el valor de sus mercancías exportadas (lo que implicaría un esfuerzo redoblado para aumentar la capacidad productiva del trabajo), sino más bien compensar la pérdida de ingresos generados por el comercio internacional, a través del recurso a una mayor explotación del trabajador (1974, págs. 36-37).

 

Prosigue el autor:

el aumento de la intensidad del trabajo aparece, en esta perspectiva, como un aumento de plusvalía, logrado a través de una mayor explotación del trabajador y no del incremento de la capacidad productiva. Lo mismo se podría decir de la prolongación de la jornada de trabajo, es decir, del aumento de la plusvalía absoluta en su forma clásica; a diferencia del primero, se trata aquí de aumentar simplemente el tiempo de trabajo excedente, que es aquél en el que el obrero sigue produciendo después de haber creado un valor equivalente al de los medios de subsistencia para su propio consumo. Habría que señalar, finalmente, un tercer procedimiento, que consiste en reducir el consumo del obrero más allá de su límite normal, por lo cual “el fondo necesario de consumo del obrero se convierte, de hecho, dentro de ciertos límites, en un fondo de acumulación de capital”, implicando así un modo específico de aumentar el tiempo de trabajo excedente (págs. 38-39).

 

Señala Dialéctica de la dependencia:

importa señalar además que, en los tres mecanismos considerados, la característica esencial está dada por el hecho de que se le niega al trabajador las condiciones necesarias para reponer el desgaste de su fuerza de trabajo: en los dos primeros casos, porque se le obliga a un dispendio de fuerza de trabajo superior al que debería proporcionar normalmente, provocándose así su agotamiento prematuro; en el último, porque se le retira incluso la posibilidad de consumir lo estrictamente indispensable para conservar su fuerza de trabajo en estado normal (págs. 41-42).

 

Marini agrega que “en términos capitalistas, estos mecanismos (que además se pueden dar, y normalmente se dan, en forma combinada) significan que el trabajo se remunera por debajo de su valor, y corresponden, pues, a una super-explotación del trabajo” (ibíd.). Llama la atención que Marini utilice la palabra “dispendio”: lo que se estaría haciendo, al menos en los dos primeros casos, es gastar la fuerza de trabajo, en vez de consumir su valor de uso dentro de ciertos límites, incluyendo el del tiempo.

Lo enumerado no plantea problema hasta la actualidad: una trabajadora de Walmart, el mayor empleador de México, trabaja con intensidad (como lo haría en una maquiladora) hasta 12 horas por día y por un salario raquítico. Con todo, no está de más recordar, si bien el examen del problema rebasa este texto, que la sobrexplotación del trabajo (y el pago de la fuerza de trabajo por debajo de su valor) aparecen como causas contrarrestantes de la caída de la tasa de ganancia (al mismo título que la sobrepoblación relativa), por lo que empresas extranjeras pueden buscar justamente este efecto en el mundo periférico. Como sea. la problemática está en que, en estas mismas condiciones, no hay mercado interno (en el sentido de un mercado nacional) hasta donde, como lo señala el mismo Marini:

(…) el sacrificio del consumo individual de los trabajadores en aras de la exportación al mercado mundial deprime los niveles de demanda interna y erige el mercado mundial en única salida para la producción. Paralelamente, el incremento de las ganancias que de esto se deriva pone al capitalista en condiciones de desarrollar expectativas de consumo sin contrapartida en la producción interna (orientada hacia el mercado mundial), expectativas que tienen que satisfacerse a través de importaciones (1974, págs. 43-54).

 

En estas condiciones, Marini habla de ganancia sin especificar de qué tipo de capitalista se trata en América Latina (si es el extranjero bien puede tratarse de contrarrestar la baja de la tasa de ganancia, algo ya señalado), y mencionando apenas de pasada el hecho de que tienden a predominar las exportaciones latinoamericanas de materias primas y productos agrícolas. ¿Quién es el sujeto capitalista en la economía dependiente, puesto que no lo es alguna capitalista industrial que no aparece mencionado en ninguna línea en todo el texto de Dialéctica de la dependencia? Incluso en la producción industrial nacional hay una explotación redoblada, en términos intensivos y extensivos, que ahorra plantearse el problema de la productividad del trabajo y la baja del valor de la unidad del producto. El poder de compra de los obreros no es algo que interese al “capitalista” latinoamericano y, por otra parte, Marini llega a afirmar, sin precisar el periodo al cual se refiere, que “(…) las manufacturas no son elementos esenciales en el consumo individual del obrero” (pág. 68), afirmación que sin periodización no deja de resultar enigmática.

Cuando se trata de capitalistas nacionales, del “capitalista de la nación desfavorecida” (Marini), en realidad son terratenientes (a finales del siglo XIX y principios del siglo XX), como lo muestra la hacienda cacaotera de la costa ecuatoriana, que hasta hoy ha dejado una impronta particular en una ciudad como Guayaquil, pese a que el tiempo del cacao pasó hace mucho y fue remplazado por la bonanza bananera. Se trata de terratenientes nacionales que suelen utilizar mano de obra indígena serrana, cuyas condiciones de reproducción se rigen por la sociedad tributaria (feudal) imperante en la sierra del Ecuador (más débil que el Perú y Bolivia en la sobrevivencia de sociedades comunitarias, pese a la existencia de la minga entre los indígenas, alguna vez convertidos en sojuzgados al Imperio Inca, salvo los mitimaes saraguros y probablemente los otavaleños). También son hacendados del henequén en Yucatán quienes se benefician de la mano de obra yaqui (de Sonora, en el norte mexicano) casi esclava y proveniente de reservas comunitarias que existen como tales hasta hoy, cuando luchan contra el despojo del agua. Hasta aquí, el capitalismo no excluye la refuncionalización de sociedades comunitarias o tributarias sin destruirlas por completo.

Si a la larga aparece un capitalista industrial nacional, puede estar ligada al periodo ISI (Industrialización por Sustitución de Importaciones) de la segunda posguerra y a una industria que alcanza a producir para un incipiente mercado nacional, si bien también hay algunas reducidas burguesías agrarias, como la del noroeste mexicano (Sinaloa-Sonora, donde por lo demás los indígenas mayos aceptaron de manera indolora la Conquista española). Con todo, el mismo Marini señala sin mayor precisión histórica que, en países como México, Argentina y Brasil, “(…) la industria siguió siendo (…) una actividad subordinada a la producción y exportación de bienes primarios, que constituían, éstos sí, el centro vital del proceso de acumulación” (pág. 56). Así, suponiendo que los exportadores sean terratenientes, no se ven desplazados del poder político y queda la incógnita de saber qué “capitalistas” son los que sobreexplotan al trabajador. Según vimos antes, es la necesidad de repartir el excedente entre ganancia y plusganancia (renta) la que puede contribuir a hacer aparecer la sobreexplotación.

 

V

Si se acude al clásico de José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, se puede atribuir en efecto otra explicación a la sobreexplotación de la fuerza de trabajo. Puede estar actuando una herencia, que se remonta por lo menos hasta la Colonia, en la cual el problema del valor de la fuerza de trabajo ni siquiera se plantea, entre otras cosas porque no funciona “plenamente” la ley del valor al no haber mayor capitalismo local en América Latina, y no hay entonces fuerza de trabajo propiamente dicha, tampoco, lo que permite volver sobre una igualdad inexistente: el propietario de la tierra o de algún otro instrumento de producción no reconoce en el trabajador, al que no ve más que como prolongación suya, una propiedad ajena (o un propietario de un bien ajeno), por lo que simplemente le roba. Para Mariátegui, el colonizador español “tenía una idea, un poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la naturaleza, pero no tenía casi idea alguna del valor económico del hombre” (2012, pág. 52). Esta falta de visión perdura después de la Independencia: ya en la hacienda, que con sus “tambos” tiene la exclusiva del aprovisionamiento de su población (como ocurre en la conocida tienda de raya porfiriana en México), “esta práctica (…) acusa el hábito de tratar al peón como una cosa y no como una persona” (pág. 32). En pleno siglo XX, en la hacienda de la costa peruana se recurre a formas de coerción extraeconómica, como el “enganche” para reclutar trabajadores, y el yanaconazgo no es mucho mejor.

Mediante el ‘enganche’ y el yanaconazgo, dice Mariátegui, los grandes propietarios resisten al establecimiento del régimen de salario libre. El ‘enganche’, que priva al bracero del derecho de disponer de su persona y su trabajo, mientras no satisfaga las obligaciones contraídas con el propietario, desciende inequívocamente del tráfico semiesclavista de coolíes; el yanaconazgo es una variedad del sistema de servidumbre a través del cual se ha prolongado la feudalidad hasta nuestra edad capitalista en los pueblos política y económicamente retardados (pág. 81).

Ríos de Sangre I, de Oswaldo Guayasamín
Imagen 2. “Ríos de Sangre I”, de Oswaldo Guayasamín (1986). www.capilladelhombre.com

Refiriéndose por lo demás al gamonalismo, el autor peruano señala: “el hacendado, el latifundista, es un señor feudal. Contra su autoridad, sufragada por el ambiente y el hábito, es impotente la ley escrita. El trabajo gratuito está prohibido por la ley y, sin embargo, el trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado, sobreviven en el latifundio” (pág. 35). ¿Es necesario recordar cómo hasta hoy subsiste el trabajo infantil en un país como México e incluso en los cultivos para la exportación, como lo muestra la película Los herederos (2008, Eugenio Polgovsky) en pleno siglo XXI? En el Perú colonial, el trabajo en la mita es forzado. Ya en la época de Mariátegui, por cierto que no tan alejada del momento en que Marini escribe su obra clásica (son pocas décadas de distancia de 1928 a 1972-73),

en las minas rige el salariado; pero la paga es ínfima, la defensa de la vida del obrero casi nula, la ley de accidentes del trabajo casi burlada. El sistema del ‘enganche’, que por medio de anticipos falaces esclaviza al obrero, coloca a los indios a merced de estas empresas capitalistas. Es tanta la miseria a que los condena la feudalidad agraria, que los indios encuentran preferible, con todo, la suerte que les ofrecen las minas (Mariátegui, 2012, pág. 44).

 

En otros términos, no aparece aquí “el capitalista” en su forma más pura, respetuosa de un contrato y por ende también del valor, incluido el de la palabra, en este caso escrita, frente a un “otro” que es igual jurídica y formalmente hablando. Lo que despunta es algo que a juicio de Marini sería sobreexplotación, pero que no deja de aparecer ligado a la subsistencia de sociedades tributarias (como el feudalismo o semi-feudalismo al que se refiere Mariátegui para el caso peruano) y al robo. ¿Es algo ya antiguo, o hay que recordar la tragedia reciente de los mineros mexicanos del carbón en Pasta de Conchos, en 2006 (región norteña de Nueva Rosita, Coahuila), sepultados por la empresa para que no se descubrieran sus decimonónicas formas de trabajo? Para el autor de los Siete ensayos…, los latifundistas en pleno siglo XX conservan la mentalidad colonial, y son una “(…) casta de propietarios, acostumbrados a considerar el trabajo con el criterio de esclavistas y ‘negreros’” (Mariátegui, 2012, pág. 80), a lo que suelen agregar por lo demás la discriminación racial. En efecto, “en la costa peruana el trabajador de la tierra, cuando no ha sido el indio, ha sido el negro esclavo, el coolí chino, mirados, si cabe, con mayor desprecio. En el latifundista costeño, han actuado a la vez los sentimientos del aristócrata medieval y del colonizador blanco, saturados de prejuicios de raza” (ibíd.). En los productores directos, no se trata de “hombres”, sino de “brazos”, una cantidad sin fin antes que una cualidad por conservar:

el latifundista costeño –escribe Mariátegui– no ha reclamado nunca, para fecundar sus tierras, hombres sino brazos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los coolíes chinos. Esta otra importación típica de un régimen de ‘encomenderos’ contrariaba y entrababa como la de negros la formación regular de una economía liberal congruente con el orden político establecido por la revolución de la Independencia (2012, pág. 54).

 

Siempre está latente la coerción extraeconómica, en un régimen “(…) fundado sólo en la conquista y en la fuerza” (ibíd.). Así que el latifundista costeño, creyéndose “fuera de la potestad del Estado”,

cobra arbitrios, otorga monopolios, establece sanciones contrarias siempre a la libertad de los braceros y de sus familias. Los transportes, los negocios y hasta las costumbres están sujetas al control del propietario dentro de la hacienda. Y con frecuencia las rancherías que alojan a la población obrera no difieren grandemente de los galpones que albergaban a la población esclava (ibíd., pág. 80).

 

Ya en tiempos de pago regular en moneda y por ende de trabajo asalariado generalizado, es posible hablar de una sobreexplotación que se encuentra por lo demás en las más diversas formas de burlar la ley escrita: en un caso como el de México, es sabido que las oficinas públicas o privadas, además de reservarse el derecho a intensificar el trabajo, no dudan en prolongar las jornadas laborales por las “urgencias del jefe” y las “órdenes de arriba”, por ejemplo. El contrato social escrito no se respeta y las jerarquías del poder se imponen, así sea al servicio del capitalismo: con el jefe se llega por anticipado y se “hace antesala”, con un inferior jerárquico se llega tarde o incluso se falta a la cita (¿quién lo hace ante un superior jerárquico?)… De seguirse a Mariátegui, autor por completo desconocido por el dependentismo, la sobreexplotación, que burla la ley del valor y por ende el intercambio de equivalentes, encuentra su origen no siempre en algún intercambio desigual ni en algún “capitalista de la nación desfavorecida”, sino en una problemática que se remonta a la Colonia y que toca a formas de sobrevivencia de sociedades tributarias, al menos en “lo político”, que operan en la coerción extra-económica o, dicho de forma más cruda, con la violencia de todo tipo. El latinoamericano promedio, trabajador, detesta el robo, no la explotación.

Si volvemos a Mariátegui, en el Perú el capitalismo penetra sin cuajar plenamente como tal y sin abolir prácticas tributarias porque el latifundista no es realmente desplazado del poder, ni con los booms del guano y el salitre ni del algodón y el azúcar. Este propietario es, ante todo, un rentista: “pesan sobre el propietario criollo la herencia y la educación españolas, que le impiden percibir y entender netamente lo que distingue al capitalismo de la feudalidad. Los elementos morales, políticos, psicológicos del capitalismo no parecen haber encontrado aquí su clima, escribe Mariátegui. El capitalista, o mejor el propietario, criollo, tiene el concepto de la renta antes que el de la producción. El sentimiento de aventura, el ímpetu de creación, el poder organizador, que caracterizan al capitalista auténtico, son entre nosotros casi desconocidos” (2012, pág. 34). Un buscador de oro no es un creador de riqueza. El hecho es que las reflexiones en los Siete ensayos… sobre este problema de la renta van más lejos:

es muy elevado el porcentaje de tierras, explotadas por arrendatarios grandes o medios, que pertenecen a terratenientes que jamás han manejado sus fundos. Estos terratenientes, escribe el autor, por completo extraños y ausentes de la agricultura y de sus problemas, viven de su renta territorial sin dar ningún aporte de trabajo ni de inteligencia a la actividad económica del país. Corresponden a la categoría del aristócrata o del rentista, consumidor improductivo (2012, pág. 89). 

 

Es el mismo que “vive en Constantinopla” descrito por Marx. Mariátegui había visto que, al colonizador español, digamos que por ser parte de una sociedad tributaria (feudal), no le interesaba mayormente la economía: “el Imperio español, describe, tramontaba por no reposar sino sobre bases militares y políticas y, sobre todo, por representar una economía superada. España no podía abastecer abundantemente a sus colonias sino de eclesiásticos, doctores y nobles” (2012, pág. 20), por lo que éstas, algún día, habrían de preferir para lo práctico voltear hacia Inglaterra (ibíd.). El poder de los terratenientes procede desde luego de la propiedad de la tierra, pero además sucede lo siguiente: “su condición de clase propietaria –y no de clase ilustrada- le había consentido, según Mariátegui, solidarizar sus intereses con los de los comerciantes y prestamistas extranjeros y traficar a este título con el Estado y la riqueza pública” (pág. 69). Así pues, se utiliza el Estado y la riqueza pública, entre otras cosas, para aliarse con un capital extranjero que se encuentra en el comercio y las finanzas, aunque a la larga se instalará también físicamente en la producción (como sucede con la Casa Grande azucarera de los Gildemeister, en el departamento de La Libertad, y que no será nacionalizada sino hasta el gobierno de Juan Velasco Alvarado). La ventaja que da el control del poder político está descrita así en los Siete ensayos…: durante el periodo del boom del guano y el salitre, “el capital comercial, casi exclusivamente extranjero, no podía (…) hacer otra cosa que entenderse y asociarse con esta aristocracia que, por otra parte, tácita o explícitamente, conservaba su predominio político. Fue así como la aristocracia terrateniente y sus ralliés resultaron usufructuarios de la política fiscal y de la explotación del guano y el salitre” (ibíd.). Lo mismo ocurrió luego con el azúcar y el algodón (pág. 71): en esa época, “los hacendados, deudores a los comerciantes, prestamistas extranjeros, servían de intermediarios, casi de ‘yanacones’(sic), al capitalismo anglosajón para asegurarle la explotación de campos cultivados a un costo mínimo por braceros esclavizados y miserables, curvados sobre la tierra bajo el látigo de los ‘negreros’ coloniales” (pág. 72). Es entonces desde el control político que se tejen las alianzas para hacerse de la riqueza conseguida del trabajo en las condiciones ya descritas previamente, y que en el caso de la costa peruana no cambiarán ni con las mejoras técnicas capitalistas (ibíd.). Estos terratenientes, que despojan al indio de la tierra comunitaria y en este sentido llegan a ser incluso peores que los colonizadores, pueden incluso aliarse con parte de los indios, que Mariátegui no idealiza: “el indio alfabeto, llega a decir el autor, se transforma en un explotador de su propia raza porque se pone al servicio del gamonalismo” (pág. 234). En suma, más allá de este señalamiento sobre los “orígenes tributarios”, se trata de una alianza entre terratenientes (que perciben la renta de la tierra) y capitalistas extranjeros, de los que se puede decir que reciben su ganancia. El supuesto capitalista nacional no es más que un intermediario: los terratenientes hacen las veces de intermediarios –así los define una y otra vez Mariátegui, acusándolos por lo demás de adoptar la “práctica” más no el “espíritu” del capitalismo (pág. 79)– y al mismo tiempo, “prestan” al capital extranjero “su” mano de obra, lo que le permite a este mismo capital ganancias que de otro modo no tendría en los países centrales (ganancias extraordinarias). En otros países de América Latina y hasta muy entrado el siglo XX, la alianza descrita podrá llegar hasta ceder territorio, por incapacidad para producir, como ocurrió en casi toda Centroamérica (salvo en El Salvador), Panamá y Colombia con los enclaves bananeros sobre el Atlántico y el Pacífico, o también, bajo coerción, con las tierras y aguas para construir el Canal de Panamá. Lo hizo incluso la “pacífica” (no lo era hasta 1948) y muy farmer Costa Rica, con la concesión de ferrocarriles al empresario estadounidense Minor Keith a finales del siglo XIX (contrato Soto- Keith de 1884). En pleno siglo XXI, el gobierno mexicano de turno (2013) se propuso modificar el artículo 27 de la Constitución para que extranjeros pudieran comprar terrenos en playas mexicanas, así fuera para fines recreativos, mientras se fue entregando una porción no desdeñable del territorio a la minería foránea, canadiense en particular. En América Latina, la fórmula trinitaria sí existe, pero la renta es un elemento crucial de intermediación y captación de recursos.

 

VI

Además de representar la alianza entre terratenientes y capital extranjero, el Estado, copado por “intermediarios”, sirve para reprimir brutalmente cualquier forma de protesta contra lo barato de la mano de obra.

En general –escribe Mariátegui– en el ‘encomendero’ español había frecuentemente algunos hábitos nobles de señorío. El ‘encomendero’ criollo tiene todos los defectos del plebeyo y ninguna de las virtudes del hidalgo. La servidumbre del indio, en suma, no ha disminuido bajo la República. Todas las revueltas, todas las tempestades del indio, han sido ahogadas en sangre. A las reivindicaciones desesperadas del indio les ha sido dada siempre una respuesta marcial (2012, pág. 43).

 

Este modo de garantizar una mano de obra barata no se reduce al indio, como lo prueba la represión del Porfiriato mexicano contra los huelguistas de Río Blanco (“¡mátenlos en caliente!”) y Cananea, o la del gobierno chileno en Santa María de Iquique (por las mismas fechas en que reprime el Porfiriato), contra obreros del salitre que eran pagados con fichas y en el mejor de los casos con alimentos traídos desde el centro del país conosureño, donde predominaban latifundios muy atrasados. Contra lo que llegó a creerse en determinado momento, la tradición democrática chilena no es tan fuerte en el tiempo, y fue a partir de un golpe de Estado militar desde arriba en 1973 y de todo un proceso de reorganización política, al que no fue ajeno por lo demás el conservadurismo católico, que Chile se orientó al llamado “neoliberalismo” a partir de los años setenta, con la asesoría de los Chicago Boys estadounidenses. El proceso se acompañó entre otras cosas de una contrarreforma agraria y no está de más agregar que, en pleno siglo XXI, el Estado chileno llega a considerar “terroristas” a los indígenas mapuches que protestan contra el despojo de bosques y aguas comunales. Así pues, el Estado latinoamericano, salvo excepciones, recurre hasta el siglo XX o más allá a la represión brutal para garantizarle mano de obra barata a la alianza entre terratenientes y capital extranjero. Al mismo tiempo, Mariátegui sugiere que tampoco es un Estado “emprendedor”. Durante el periodo peruano del guano y el salitre, que “(…) ocuparon un puesto desmesurado en la economía peruana”, éstos se convirtieron en la principal renta fiscal. “El país se sintió rico, escribe Mariátegui. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a la finanza inglesa” (2012, pág. 23). Como el terrateniente, el Estado despilfarra y no se acumula realmente nada para el futuro, aunque haya acumulación. No es, pues, un Estado que tenga una perspectiva capitalista, puesto que se da al derroche sin prever el futuro. Otros Estados de América Latina seguirán el mismo camino mucho más tarde hasta caer en los años ’80 en la crisis de la deuda externa, desde la junta militar argentina en su dispendio del Mundial de Futbol de 1978, pactado por lo demás con narcotraficantes colombianos, hasta el gobierno mexicano de José López Portillo entre 1976 y 1982, que “administró la abundancia” del petróleo de tal modo que para final del sexenio estuvo a punto de caer en moratoria. En el caso de México, llega a ser todavía más fantástico, puesto que, en pleno periodo de ajuste estructural, la mentalidad predominante siguió siendo la de gastar y no de invertir ni buscar alguna forma de recuperación productiva, y esto en un país que terminó con los “prusianos” en la Revolución de 1910, aunque después se habría orientado, según Kay, por una vía mixta “terrateniente-farmer” (a lo que habría que agregar la forma comunal del ejido desplegada durante el reparto cardenista). José Valenzuela Feijoó y otros autores demostraron en su momento que entre mediados de los años ’80 y los años ’90, en pleno “neoliberalismo”, aumentaron la explotación y la tasa de plusvalía de modo descomunal en México, pero crecieron a la par los usos improductivos del excedente, por lo que cayó la acumulación –para 1996, sólo 25 centavos de cada peso desembolsado por los capitalistas se destinaba a la acumulación, prefiriéndose el gasto suntuario (Dardón, Isaac Egurrola, & Valdivieso, 1999, pág. 169)– y se llegó a una economía parasitaria, digamos que en crisis pero con los centros comerciales o los restaurantes siempre llenos. De paso, entre 1988 y 1995, el incremento de los improductivos explicó el 72.7% del incremento total de la ocupación, y se hicieron prácticamente iguales las ocupaciones productivas y las improductivas (Dardón, Valdivieso, & Valenzuela Feijóo, 1999, pág. 47).

Como parte del problema de la superexplotación planteado por Marini, cabe agregar que en América Latina no se le da mayor importancia a la educación de la mano de obra, mientras, como acabamos de ver, se la “disciplina” con métodos brutales, sea india o no. Ewout Frankema propuso una explicación que se remonta también a la Colonia: a la Iglesia no le interesa realmente evangelizar y, digámoslo así, “hacer iguales” a sus fieles entre otras cosas porque a diferencia del protestantismo, no considera que saber leer y escribir sea necesario para tener fe y adherirse al catolicismo, que da la misa en latín (Frankema, 2009). Es un problema sobre el que también se detuvo Mariátegui. Citando a Javier Prado, el autor de los Siete ensayos…señala que la Iglesia católica, alejada desde luego de la ciencia, se pierde en “teología vulgar”, “dogmatismo formalista”, “ergotismo escolástico” y, en fin, en el recurso de “fatigar el pensamiento” con “gimnasia de palabras y fórmulas” y con un “método vacío, extravagante e infecundo”, leyendo además en el Perú discursos en latín (Mariátegui, 2012, pág. 167). Desde la Colonia es una Iglesia católica casi siempre ocupada en tener poder y en estar cerca del hacendado. Siendo ella misma un hacendado que cobra diezmo, por ejemplo, la Iglesia es artífice de una religión sacramental, que suele montarse por cierto sobre los rituales indígenas, aunque se persiga la magia, la superstición y la idolatría: se vive la religión para las ceremonias mientras, por su parte, el  Conquistador da lugar a una nobleza que no está para empresas de caballería, ya que, dice Mariátegui, “la extensión y riqueza de los dominios de España le aseguraba una existencia cortesana y gaudente” (2012, pág. 154). Como lo muestra el mismo Mariátegui, la Iglesia aquí también mantiene una representación medieval y aristocrática del trabajo, visto ni más ni menos que como servidumbre (lo que, dicho sea de paso, no tiene absolutamente nada que ver con la creación de valor).

La civilización occidental –escribe Mariátegui– reposa totalmente sobre el trabajo. La sociedad lucha por organizarse como una sociedad de trabajadores, de productores. No puede, por tanto, considerar el trabajo como una servidumbre. Tiene que exaltarlo y ennoblecerlo (…) El destino del hombre es la creación. Y el trabajo es creación, vale decir liberación. El hombre se realiza en su trabajo (2012, pág. 139).

 

No es una visión que se herede en América Latina de la Colonia, y por lo demás tampoco puede hacerla crecer un terrateniente ausentista y alejado por ende de la producción “desde Constantinopla”. La visión católica conservadora le prefiere las ceremonias del poder. Aquí puede incluso señalarse cómo el Uruguay, que consigue relativamente temprano un muy buen nivel educativo (desde finales del siglo XIX, con la obra de José Pedro Varela), cae de todos modos a principios de los años ’70, en pleno siglo XX, en una regresión “ruralista-ganadera” con la dictadura de Juan María Bordaberry, hijo de estanciero, quien se acerca pronto a la Liga Federal de Acción Ruralista y es carlista, tradición monárquica partidaria de los fueros.

Todo lo anterior deja planteado el problema del origen de la superexplotación, más aún cuando no hay en América Latina sujeto capitalista que la practique, el “capitalista que opera en la nación desfavorecida” (Marini, 1974, pág. 37). Este mismo autor parece inclinarse, en algún momento de su exposición en Dialéctica de la dependencia, por constatar la inexistencia de ese capitalista en la industria fabril, al menos durante un periodo no especificado:

en efecto –escribe– más que en la industria fabril, donde un aumento de trabajo implica por lo menos un mayor gasto de materias primas, en la industria extractiva y en la agricultura el efecto del aumento del trabajo sobre los elementos del capital constante son mucho menos sensibles, siendo posible, por la simple acción del hombre sobre la naturaleza, incrementar la riqueza producida sin un capital adicional. Se entiende que en estas circunstancias, la actividad productiva se basa sobre todo en el uso extensivo e intensivo de la fuerza de trabajo: esto permite bajar la composición-valor del capital, lo que, aunado a la intensificación del grado de explotación del trabajo, hace que se eleven simultáneamente las cuotas de plusvalía y de ganancia (1974, pág. 41).

 

Un capitalista “en la industria fabril” difícilmente puede surgir donde el mercado interno (nacional) está “ahorcado” por la misma superexplotación del trabajo, aunque Marini buscará luego “capitalistas industriales” con un mercado en “las clases medias” (1974, pág. 65) y eventualmente en la exportación de países subimperialistas. Pese a que llegue a plantear la existencia de distintos modos de producción, sin precisar periodos, para Marini se trata de un estudio en estado “puro”: “la economía exportadora es, pues, algo más que el producto de una economía internacional fundada en la especialización productiva: es una formación social basada en el modo capitalista de producción, que acentúa hasta el límite las contradicciones que le son propias” (1974, pág. 53). Así, ya no hay mayor lugar para rasgos precapitalistas, a diferencia del planteamiento de Mariátegui. Sostiene así Marini que en la economía dependiente pueden existir efectivamente “insuficiencias”, pero que hay también “deformaciones”, que serían propias de un capitalismo en condiciones de subdesarrollo.

Lo que habría que decir –explica Marini– es que, aun cuando se trate realmente de un desarrollo insuficiente de las relaciones capitalistas, esa noción se refiere a aspectos de la realidad que, por su estructura global y su funcionamiento, no podrá nunca desarrollarse de la misma forma como se han desarrollado las economías capitalistas llamadas avanzadas. Es por lo que, más que un precapitalismo, lo que se tiene es un capitalismo sui géneris, que sólo cobra sentido si lo contemplamos en la perspectiva del sistema en su conjunto, tanto a nivel nacional como, y principalmente, a nivel internacional (1974, pág. 14).

 

No nos adentramos aquí en las consecuencias políticas de un debate que marcó a toda una época, sobre todo en los años ’70. Lo cierto es que ha proseguido esporádicamente, incluso hasta 2018, entre dependentistas y sus críticos, tal y como sucedió entre Claudio Katz y Jaime Osorio (2017).[2] El motivo de la polémica fue justamente algo en lo que hemos insistido aquí y que está más que implícito, según vimos, en la obra de Mariátegui: el problema del peso de los terratenientes y de la renta de la tierra, algo sobre lo cual insiste Juan Iñigo Carrera tanto en un trabajo teórico como en otro histórico sobre Argentina. En realidad, el cuadro argentino, al menos en determinada época, no es tan distinto de lo que describe el autor de los Siete ensayos…: si bien la tierra está en manos nacionales (pero “prusianas”), la comercialización de la carne y la industria de frigoríficos pertenece a empresas extranjeras, en particular británicas. Lo que conviene mencionar es que el dependentismo omitió por completo el problema de la renta de la tierra y por ende del peso económico y político de los terratenientes, fuera de toda relación con lo que había planteado Mariátegui.

La problemática se ubica en parte en la periodización de la historia latinoamericana. De que la política latinoamericana se sigue guiando por la frecuente intervención de estamentos (Iglesia, pero sobre todo ejército, con la excepción de México en ambos casos) no cabe mucha duda, a juzgar por golpes de Estado y dictaduras (Cuba amerita un estudio aparte) hasta bien entrado el siglo XX: la disputa por la distribución y la asignación del excedente sigue dándose entonces “por arriba”, desde el control político del Estado, y no por democratización “desde abajo” (puede ser incluso el caso de la Costa Rica del pepefiguerismo). Es cierto que en algún momento entre el periodo de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial comienza en algunos países la industrialización para un incipiente mercado nacional y que por lo demás parece entrar en crisis desde poco antes la llamada “dominación oligárquica”. Pero es igualmente cierto, como lo han señalado Bértola y Ocampo (2013, pág. 241), que la hacienda y las relaciones serviles no terminan de irse en el grueso de América Latina sino hasta los años ’50 (¿hay que resaltar el resurgimiento de la hacienda en el imaginario mexicano con el cine de la “Epoca de Oro”?) y que el modelo ISI (de industrialización por sustitución de importaciones) es limitado. Lo nuevo en la segunda posguerra, en comparación con el periodo previo (finales del siglo XIX hasta la crisis de entreguerras o la Segunda Guerra Mundial) es la aparición de un Estado que aspira a llenar un hueco, si se quiere, y que se convierte en modo de enriquecimiento, siempre desde arriba y contra la verdadera competencia y el mérito en el trabajo desde abajo. Roger Bartra y Pilar Calvo lo dicen así en el caso mexicano: se escala como cacique (intermediario) y se consigue riqueza haciendo carrera en la política (1975, pág. 93). De una manera más general, aunque partiendo de la experiencia de Venezuela, Fernando Coronil Imbert sugiere lo siguiente, retomado en la introducción de Edgardo Lander:

en los países capitalistas metropolitanos, los Estados se financian fundamentalmente mediante la retención de parte del valor creado por el trabajo sometido a las relaciones capitalistas (impuestos). En este sentido, los Estados dependen de la sociedad, del conjunto de relaciones sociales y sujetos que operan en esta. Por el contrario, en los Estados periféricos exportadores de naturaleza, el Estado tiene como su fuente de ingreso principal la renta del suelo. Como terrateniente, dueño de la tierra y/o del subsuelo en nombre de la nación, retiene- en forma de renta- parte de la riqueza extraída de la naturaleza. Este rasgo, que comparten los petro-Estados con otros países monoexportadores de naturaleza, les proporciona un mayor grado de autonomía respecto de la sociedad en la medida en que sus ingresos dependen menos del trabajo y de la creación de valor en su territorio nacional (…) Este Estado terrateniente, aunque esté en una posición subalterna en el sistema mundo,  puede llegar a tener un mayor grado de autonomía interna que el característico de los Estados metropolitanos y colocarse de alguna manera sobre la sociedad (2013, págs. 12-13).

 

Este tipo de Estado, al que estando impregnado de “espíritu de feudo”, así no aparezca abiertamente como tal, se le encarga “la modernización”, tiende a crear industrias que funcionan más como trampas para captar rentas que como medios creativos de valor, parafraseando a Lander y Coronil (2013, pág. 115). Puede tratarse por igual de una dictadura militar: el clientelismo del Partido Colorado llega al paroxismo en el Paraguay de Alfredo Stroessner. Aparece de nuevo una instancia colocada, si no exactamente por encima de la sociedad, sí por lo menos de la “economía” (el rentismo estatal “mata” la salud de una economía como la venezolana, o de la mexicana).

Juan Iñigo Carrera recuerda que “para que una parte de la renta diferencial desvíe su curso antes de llegar a los terratenientes, es necesario que, por encima del monopolio que estos ejercen sobre la tierra, se imponga otro monopolio más poderoso sobre la disponibilidad de ésta como fuente de renta. Se trata del monopolio ejercido por el Estado sobre la regulación directa de la circulación de la riqueza social dentro del espacio nacional” (2007, págs. 17-18). Así, el Estado puede captar una parte de la renta (mediante retenciones, aunque también hay otras formas) y redistribuirla sin que falte el rasgo clientelar. Héctor Mondragón muestra en Colombia a un supuesto capitalista que se enriquece concesionando desde el sector público:

por el contacto y fusión con el capitalismo, realizado primero en las concesiones petroleras, la construcción de ferrocarriles y carreteras, las bananeras y otros enclaves y luego por su apropiación privada de los recursos del Estado para acumular capital en el contexto del desarrollo capitalista del país, (…) el gamonal hace de empresario dependiente de su posición en el aparato estatal (2001, pág. 171).

 

Así, se puede concesionar hasta al narcotráfico (ibíd.).  Ni siquiera es absolutamente necesario que este tipo de Estado sea controlado directamente por terratenientes o por el capital extranjero. Es un Estado que por su actividad es proclive a la intermediación, al rentismo, al despilfarro y, por decirlo de algún modo, a “caer sobre la sociedad” antes que a servirle y al mismo tiempo expresarla. Si acaso, “condensa” la generalización de la “trampa de la renta”. Si se trata entonces de un “Estado terrateniente” o si se prefiere “concesionario”, pero “rector”, la periodización en América Latina cambia y debiera ser todavía polémica: es hasta muy entrado el siglo XX, y no hasta principios del mismo o finales del siglo XIX, que están presentes los rasgos tributarios descritos por Frankema. Es así que, incluso para el siglo XXI, Andrés Manuel López Obrador puede describir al Estado mexicano como “neoporfirista” (2014), con todo y sus conocidas y escandalosas clientelas de gobernadores (Mario Villanueva, Javier Duarte, César Duarte, Tomás Yarrington, etcétera, aunque también cabe recordar a un Rubén Figueroa en el estado de Guerrero).


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VII

La idea de que sólo en el capitalismo se impone la “esfera económica” no es de Amin, sino que aparece en Marx, por ejemplo, en Formaciones económicas precapitalistas, donde afirma que “nunca encontraremos entre los antiguos una investigación acerca de cuál forma de la propiedad de la tierra, etc., es la más productiva, crea la mayor riqueza. La riqueza no aparece como objetivo de la producción (…)” (2015, pág. 83). En el mundo moderno, siempre según Marx, “la producción aparece como objetivo del hombre y la riqueza como objetivo de la producción” (págs. 83-84). Este mismo texto de Marx permite adentrarse un poco más en lo que significa la supeditación de la riqueza al poder, lo que no le impide al segundo querer la primera y en grande, como lo muestra el narcotráfico en América Latina. A grandes rasgos, antes del capitalismo, el propietario parece serlo de la tierra y de los hombres de manera natural, como si ambos lo prolongaran, como si fueran apenas “prolongación de…”: “el individuo –escribe Marx– se comporta con las condiciones objetivas de trabajo simplemente como algo suyo, se comporta con ellas tratándolas como naturaleza inorgánica de su subjetividad, en la cual ésta se realiza a sí misma; la principal condición objetiva del trabajo no se presenta como producto del trabajo, sino que se hace presente como naturaleza (…)” (pág. 80). No hay objetividad, lo que supone reconocer objetos o personas independientes de la propia subjetividad, porque difícilmente se tiene idea de que son “producto de” y menos aún de algún trabajo abstracto. Por lo demás, en los estadios precapitalistas, la persona tiende a ser un ser “genérico”, “miembro de…”, a diferencia del capitalismo en el que, según Marx, la persona misma tiende a individualizarse, sin que ello quiera decir, nótese bien, que se singularice (el individualismo a ultranza atomiza). Dicho de otro modo, las personas “están” o “son” y no se “producen a sí mismas” o no son “producto de algo”, como una historia propia, por ejemplo. Así, en la esclavitud y la servidumbre, según las Formen,

una parte de la sociedad es tratada por la otra precisamente como mera condición inorgánica y natural de la reproducción de esta otra parte. El esclavo no está en ninguna relación con las condiciones objetivas de su trabajo, sino que el trabajo mismo, tanto en la forma del esclavo como en la del siervo, es colocado como condición inorgánica de la producción dentro de la serie de los otros seres naturales, junto al ganado o como accesorio de la tierra (pág. 86).

 

En las promociones turísticas oficiales de América Latina, los hombres aparecen con frecuencia, con el folklore, justamente como parte del paisaje o como si hubieran brotado de la tierra, y no como si se estuviesen produciendo a sí mismos mediante el trabajo, que no se muestra, entre otras cosas porque para muchos puede aparecer como algo “dado”.

(…) En otras palabras –diría Marx– las condiciones originarias de producción aparecen como presupuestos naturales, como condiciones naturales de existencia del productor, exactamente igual que su cuerpo viviente, el cual, por más que él lo reproduzca y desarrolle, originariamente no es puesto por él mismo sino que aparece como el presupuesto de sí mismo; su propia existencia (corporal) es un supuesto natural, que él no ha puesto (2015, pág. 86).

 

Dicho sea de paso, ¿se explicaría entonces en el mundo del desarraigo pero de origen precapitalista la facilidad para disponer de los cuerpos humanos como de ganado o de cualquier otra “cosa”, o como si fuesen los “naturales” de antaño, que es como se llamaba a los indígenas? Aquí se está en las antípodas del self made man del capitalismo por antonomasia, el estadounidense, en el cual todo es “producto”, con lo que supone de artificialidad a veces extrema, así se pierda de vista en el fetichismo de la mercancía: lo que reclama el llamado “neoliberalismo” es que cualquier persona “se haga a sí misma” (abundan las formas de autoayuda para el caso) como si no estuviera determinada por nada, aunque no deba confundirse determinación y destino, al no tratarse de religión.

Marx señala que “la apropiación de una voluntad ajena es supuesto de la relación señorial”, y añade: “por cierto, lo desprovisto de voluntad, como el animal, p. ej., puede entonces servir, pero no hace a su propietario señor” (2015, pág. 100). Lo dicho supone que en las condiciones feudales se reconoce en el siervo “algo” libre, con todo y voluntad (en la medida en que se presupone fácticamente que tiene acceso a sus medios de subsistencia, al igual que el artesano), de lo que hay que apropiarse mediante la coerción extraeconómica para que sea prolongación del propietario. El señor no es el propietario de la persona del siervo. Después de todo, la Corona española reconocerá a su manera esta parte de voluntad ajena en las Leyes de Indias, aunque los colonizadores tiendan a apropiársela y a caer en lo rayano en la esclavitud. Dicho de otro modo, hay que pasar por la apropiación y volverla de apariencia natural, algo que implica una forma de violencia particular: supone el “forcejeo de voluntades” y el regateo de la parte de trabajo necesario y la de plustrabajo, dado que éstas se presentan de forma independiente en el régimen de servidumbre.

En el capitalismo hay “(…) individuos a los que todas las condiciones objetivas de producción se les contraponen como propiedad ajena, como su no propiedad (…)” (2015, pág. 102), y Estados Unidos es desde este punto de vista el modo casi ideal de señalar por doquier la propiedad ajena. Marx observa en las Formen que el trabajador deja entonces de estar “fijado” al suelo y al señor de la tierra o a los instrumentos de producción (para el artesano). El mismo Marx señala que se presupone entonces también la disolución “(…) de las relaciones de clientela en las diversas formas en que no propietarios aparecen en el séquito de su señor como consumidores conjuntos del surplusproduce (sic) y que como equivalente llevan la librea de su señor, toman parte en sus querellas, realizan prestaciones de servicios personales, imaginarios o reales, etc.” (págs. 102-103). Así pues, no hay cabida en el capitalismo pleno para el tipo de asignación de los recursos descrito por Frankema para la España conquistadora, ni la hay para sus formas transmutadas hasta la época moderna e incluso la actual, según los casos. El propietario de la fuerza de trabajo o capacidad de trabajo (Marx emplea las dos acepciones), que son “facultades físicas y mentales que existen en la corporeidad, en la personalidad viva de un ser humano” (pág. 203), no es “prolongación de” nadie, ni aunque la empresa en el toyotismo quiera manejarse como una supuesta “gran familia”. El propietario de la fuerza de trabajo es un propietario libre, con libre voluntad, y traba relaciones de intercambio de mercancías o contratos con los mismos derechos que cualesquiera otros propietarios, con quienes es jurídicamente igual (Marx, 2018a, pág. 204), lo que quiere decir, nótese bien, igual ante la ley, y no ante una ley que alguno de los que intercambian violará o transgredirá: para Marx, el precio de la fuerza de trabajo está siempre contractualmente estipulado (pág. 213) y no se supone entonces su violación. Por lo mismo, la fuerza de trabajo se vende únicamente por un tiempo determinado.

El valor de la fuerza de trabajo se determina por el tiempo de trabajo socialmente necesario para reproducirla, es decir, para producir sus medios de subsistencia y los de su familia, para que, según Marx, pueda “(…) perpetuarse en el mercado esa raza de peculiares poseedores de mercancías” (pág. 209). Agrega el autor de El Capital:

para modificar la naturaleza humana general de manera que adquiera habilidad y destreza en un ramo laboral determinado, que se convierta en una fuerza de trabajo desarrollada y específica, se requiere determinada formación o educación, lo que a su vez insume una suma mayor o menor de equivalentes de mercancías. Según que el carácter de la fuerza de trabajo sea más o menos mediato, serán mayores o menores los costos de su formación. Esos costos de aprendizaje, extremadamente bajos en el caso de la fuerza de trabajo corriente, entran pues en el monto de los valores gastados para la producción de ésta (pág. 209).

 

Nótese que la fuerza de trabajo es producida. Aquí cabe recurrir a Mariátegui: al colonizador español no se le ocurre en ningún momento que esté en algún supuesto mercado, en un intercambio regulado por contrato, y como si se tratara efectivamente de una cosa, o de algo inorgánico y natural, gasta la mano de obra hasta destruirla, incluso por generaciones, desde la encomienda en Cuba, la Española y Puerto Rico  que aniquila rápidamente a los indígenas taínos, quienes estaban por cierto distribuidos en cacicazgos a los que rendían tributo, hasta la mita minera en los Andes, y todo lo anterior epidemias aparte. El asunto sigue con variantes hasta las formas de trabajo en las empresas maquiladoras, en la producción de flores en Colombia o en las sweatshops de Centroamérica en el siglo XXI que describe un texto de William I. Robinson (2015).

 

VIII

En el texto de Marini, la sobreexplotación no se deduce de una relación con sujetos internos, como pueden serlo los terratenientes, sino de una repercusión de las condiciones de realización de las mercancías en el intercambio desigual con el exterior. Algo relacionado con la sobreexplotación puede encontrarse aquí:

el límite último o límite mínimo del valor de la fuerza laboral lo constituye el valor de la masa de mercancías sin cuyo aprovisionamiento diario el portador de la fuerza de trabajo, el hombre, no puede renovar su proceso vital, esto es, el valor de los medios de subsistencia físicamente indispensables, escribe Marx. Si el precio de la fuerza de trabajo cae con respecto a ese mínimo, cae por debajo de su valor, pues en tal caso sólo puede mantenerse y desarrollarse bajo una forma atrofiada. Pero el valor de toda mercancía está determinado por el tiempo de trabajo necesario para administrarla en su estado normal de calidad (2018a, pág. 210).

 

En ningún momento se cita en Dialéctica de la dependencia el siguiente pasaje de Marx:

(…) hasta el volumen de las llamadas necesidades imprescindibles, así como la índole de su satisfacción, es un producto histórico y depende por tanto en gran parte del nivel cultural de un país, y esencialmente, entre otras cosas, también de las condiciones bajo las cuales se ha formado la clase de los trabajadores libres, y por tanto de sus hábitos y aspiraciones vitales. Por oposición a las demás mercancías, pues, la determinación de la fuerza laboral encierra un elemento histórico y moral (…) (2018a, pág. 208).

 

Antes que de sobreexplotación, ¿no podría tratarse acaso de un no reconocimiento del valor de la fuerza de trabajo como un bien y de cierta “indeterminación” del tiempo de trabajo socialmente necesario para producirla en países que como los de América Latina tienen condiciones que reproducen hasta cierto punto elementos de las sociedades tributarias y comunitarias? Formalmente puede cumplirse desde una época relativamente temprana el contrato por el cual la fuerza de trabajo es por lo demás, como lo dice Marx, la que le abre crédito al capitalista, algo que también se encuentra en Romano. Pero entonces aparece la posibilidad siempre latente del engaño –base de la sociedad peruana, por ejemplo, a juicio de un estudioso como Carlos Iván Degregori (1993, pág. 120)– para “apropiarse de la voluntad ajena”, con el “enganche”, etcétera, basándose con frecuencia en la ignorancia del engañado y el acceso privilegiado a la lectura y la escritura, que también puede ser el acceso a “las relaciones”, “los contactos”, “las recomendaciones” y otras formas de poder, etcétera, e ir desde no pagar hasta intensificar la jornada de trabajo, prolongarla y tomar del fondo de consumo del trabajador para el capitalista. Acaso es lo que un Estado clientelista puede conseguir de sus dependientes y tolerar contra la ley, o incluso con ésta, como en el caso de una reforma laboral mexicana que llevaba a los meseros y otros dependientes a vivir exclusivamente de las propinas, u otra reforma tributaria que buscaría poner impuestos sobre las mismas propinas.

La ley del valor supone el intercambio de equivalentes de acuerdo con el tiempo de trabajo socialmente necesario para crear las mercancías. El problema aparece desde el momento en que ese valor, que es un “producto”, no se ve porque se cree no que “ha sido producido”, con un tiempo de trabajo (y un esfuerzo o hasta una experiencia), sino que es prolongación inorgánica y natural de la propia subjetividad, de la manera en que puede creerlo quien mueve las “fichas” de su clientela como si no fueran más que “sus piezas”, y no ve nada más de objetivo fuera de esta misma prolongación. La fijación de un tiempo de trabajo socialmente (y nacionalmente) necesario no deja de plantear problemas en mercados internos (nacionales) no unificados. Lo “socialmente necesario” no está fijado objetivamente –desprendido del propietario real o supuesto de las condiciones de producción–, como lo muestra el simple ser viviente que desconoce por un “sentido común” de apariencia “natural” el tiempo, el espacio y la voluntad de otro, sobre todo del inferior en las relaciones jerárquicas de poder: no las reconoce como propiedades ajenas y de las que por lo tanto no puede disponer. Ese tiempo de trabajo socialmente necesario es en principio un patrón de medida común, difícil de establecer donde se deforma a ultranza la ley del valor: en sociedades que niegan la centralidad del trabajo, ese “socialmente necesario” puede entonces no ser la igualdad formal en el intercambio, que puede definirse a la manera de Marcel Mauss como don y que tiende a estar ausente en América Latina salvo entre las comunidades indígenas, entre propietarios de mercancías (y por ende trabajos); sería más bien el ejercicio –muy buscado y temido a la vez– del poder, por lo demás con su capacidad para justificarse ideológicamente, frecuentemente con las huellas de la religión, e incluso de hacerse pasar por cultura. El “señor” otorga o no otorga discrecionalmente todo (incluyendo “los tiempos” y el espacio, para lo que basta ver el tráfico en una ciudad latinoamericana) y no por contrato o “concurso de méritos” (en el Estado, pongamos) a quien se le acerca en un estado de necesidad que con frecuencia se busca ocultar, salvo que se exhiba para el “sonsaque y fuga” que existía en las haciendas novohispanas. El circuito del don (saber dar, saber recibir, saber devolver) no se cumple. Ya se ha dicho que el terrateniente representa un “falso valor social”: relegando el trabajo y la posibilidad de comprender el trabajo abstracto y el intercambio para producir, es decir, para consumir el bien “fuerza de trabajo” sin agotarlo, falsea entonces lo “socialmente necesario”, que resulta adulterado, de la misma manera en que la economía está adulterada por la “política”, que resulta en realidad una forma de referirse al robo y la extorsión (los dos mayores delitos en un país como México) y no a un servicio público.

 

IX

Marini no se detiene demasiado en la existencia de reservas de mano de obra, aunque hoy la sobrepoblación relativa pueda explicar mucho de la presión a la baja sobre el salario y no deja de plantear incógnitas sobre el nombre por darle.

(…) La tendencia natural del sistema, escribe el autor, será la de explotar al máximo la fuerza de trabajo del obrero, sin preocuparse de crear las condiciones para que éste la reponga, siempre y cuando se la pueda remplazar mediante la incorporación de nuevos brazos al proceso productivo. Lo dramático para la población trabajadora de América Latina es que este supuesto se cumplió ampliamente: la existencia de reservas de mano de obra indígena (como en México) o los flujos migratorios derivados del desplazamiento de mano de obra europea, provocado por el progreso tecnológico (como en Sudamérica), permitieron aumentar constantemente la masa trabajadora, hasta principios de este siglo (siglo XX, nota nuestra). Su resultado ha sido el de abrir libre curso a la compresión del consumo individual del obrero y, por tanto, a la superexplotación del trabajo (1974, págs. 52-53).

 

La situación de Sudamérica descrita no es generalizable ni siquiera a toda Sudamérica y la descripción llega a sonar extraña. Como sea, la situación de la inmigración en el Cono Sur (y notoriamente en Argentina y Uruguay, ya que en Brasil llegó a fracasar por un tiempo) le permite justamente, por su procedencia y el hecho de tener otra tradición de lucha, tratar de sortear los bajos salarios. No está de más recordar la fuerte tradición sindicalista de los dos países, y en el caso de Uruguay, de sindicalismo independiente, de origen con frecuencia anarquista y entre artesanos, dado el incipiente desarrollo fabril de la Banda Oriental entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX; el sindicalismo argentino terminará siendo más corporativizado. La situación de las reservas de mano de obra indígena, no nada más en México sino en varios países de Centro (incluyendo Guatemala hasta fechas muy recientes) y Sudamérica sugiere algo muy distinto: la adquisición de los medios de subsistencia o la fijación de lo “socialmente necesario” por fuera del capitalismo o en sus límites o márgenes. La migración de población serrana indígena a la costa ecuatoriana (a las haciendas cacaoteras y luego bananeras) o más recientemente al oriente amazónico (luego del descubrimiento del petróleo, apenas entre los años ’60 y ‘70) o de la altiplánica guatemalteca (igualmente indígena) a las costas (Caribe y Pacífico para las cosechas de café y banano) e incluso a la selva petenera perdura hasta muy recientemente: en ambos casos, no está claro que el valor de la fuerza de trabajo se fije en un marco estrictamente capitalista.

Tríptico, de Oswaldo Guayasamín
Imagen 4. Tríptico, de Oswaldo Guayasamín. www.capilladelhombre.com

A la larga, otro factor intervendrá en la existencia de una abundante población trabajadora de reserva.

El progreso tecnológico –escribe Marini–, se caracteriza por el ahorro de la fuerza de trabajo que, sea en términos de tiempo, sea en términos de esfuerzo, el obrero debe dedicar a la producción de una cierta masa de bienes. Es natural, pues, que, globalmente, su resultado sea la reducción del tiempo de trabajo productivo en relación al tiempo al tiempo total disponible para la producción, lo que, en la sociedad capitalista, se manifiesta en la disminución de la población obrera paralelamente al crecimiento de la población que se dedica a actividades no productivas, a las que corresponden los servicios, así como de las capas parasitarias, que se eximen de cualquier participación en la producción social de bienes y servicios (1974, pág. 70).

 

En rigor, se trataría aquí de la existencia de sobrepoblación relativa, y la temática aparece en América Latina desde la segunda posguerra, en buena medida porque las empresas transnacionales que se instalan en el subcontinente protegidas por el modelo ISI no pueden absorber la población de las ciudades en edad de trabajar y los migrantes del campo a la ciudad. Marx señalaba que una parte de la población rural está siempre en vías de “metamorfosearse” en población urbana o manufacturera. “Esta fuente de la sobrepoblación fluye, pues, constantemente, escribe. Pero su flujo constante presupone la existencia, en el propio campo, de una sobrepoblación latente, cuyo volumen sólo se vuelve visible cuando los canales de desague quedan por excepción, abiertos en toda su amplitud” (2018b, págs. 800-801). Es parte de lo que ocurre más recientemente en las migraciones más recientes mencionadas para los casos del Ecuador o de Guatemala (por las dificultades del minifundio), aunque también es válido para Colombia o Perú, incluyendo la migración hacia cultivos ilícitos no desdeñables en la Amazonía.

La sobrepoblación estancada –prosigue Marx– constituye una parte del ejército obrero activo, pero su ocupación es absolutamente irregular, de tal modo que el capital tiene aquí a su disposición una masa extraordinaria de fuerza de trabajo latente. Sus condiciones de vida descienden por debajo del nivel medio normal de la clase obrera y es esto, precisamente, lo que convierte a esa categoría en base amplia para ciertos ramos de explotación del capital. El máximo de tiempo de trabajo y el mínimo de salario lo caracterizan. Hemos entrado ya en conocimiento de su figura principal bajo el rubro de la industria domiciliaria (2018b, pág. 801).

 

Está además la población en el pauperismo, prescindiendo, según Marx, del lumpenproletariado.

el pauperismo –escribe– constituye el hospicio de inválidos del ejército obrero activo y el peso muerto del ejército industrial de reserva. Su producción está comprendida en la producción de pluspoblación, su necesidad en la necesidad de ésta, conformando con la misma una condición de existencia de la producción capitalista y del desarrollo de la riqueza. Figura entre los faux frais (gastos varios) de la producción capitalista, gastos que en su mayor parte, no obstante, el capital se las ingenia para sacárselos de encima y echarlos sobre los hombros de la clase obrera y de la pequeña clase media (2018b, págs. 802-803).

 

En América Latina no es tan sencillo prescindir de este último grupo de sobrepoblación relativa y menos aún del lumpenproletariado en el subcontinente que tiene la mayor tasa de homicidios en el mundo y en el que las actividades lumpen terminan por infiltrarse en las que no lo son y las permean. ¿Qué hacer con todas estas actividades enumeradas  y las que sirven para abastecer a precios muy bajos los medios de subsistencia del trabajador, desde la vestimenta y el calzado hasta la alimentación, lo que no impide que en ocasiones entre los proveedores haya cierta capacidad de acumulación, como ocurre con el tráfico sudcoreano de textiles y otros artículos en la colonia Morelos (Tepito) en México o entre las “burguesías chola y cunumi” de Bolivia, que al mismo tiempo no abandonan sus hábitos corporativos?¿Cómo interpretar la información de J. Jesús Lemus en el sentido de que el narcotráfico se alía con las empresas mineras en algunas partes de México para amenazar y/o ejecutar líderes comunitarios/sociales (2018)? Se trata de la “economía informal” que tantas dificultades ha creado para captar sus alcances y características, como lo ha demostrado por ejemplo José Miguel Candia (2003), quien recuerda por cierto dos cosas interesantes: el carácter corporativo –por ende clientelar– de la informalidad en la Ciudad de México y el uso del trueque por el mismo “sector” en Argentina.[3]

La sobrepoblación latente y estancada sirve a los propósitos capitalistas (como el blanqueo de dinero del narcotráfico latinoamericano en los países centrales e incluso en los periféricos), aunque al mismo tiempo Marx señala que sus condiciones de vida están por debajo de las que tiene normalmente el obrero. En América Latina el lumpenproletariado no escapa a un tipo de existencia social que no parece plenamente capitalista, sino que se rige más bien por códigos precapitalistas, como lo prueba el narcotráfico de México a Colombia: tiene a su servicio la tecnología más sofisticada, pero sus hábitos de vida no dejan de poner muchas veces la riqueza al servicio del poder y su ostentación, como ocurre desde Sinaloa en México hasta el Medellín de Pablo Escobar. Es también el mundo de la proliferación de las creencias mágicas: ahí está Servando Gómez Martínez La Tuta en Michoacán, México, que ejecutaba a posibles rivales sobre la base de lo que le dictaba el tarot, o el culto sinaloense a Jesús Malverde, y se encuentra también la creación de mitos (del narcocorrido y el mismo Escobar y sus sicarios como Popeye hasta Joaquín El Chapo Guzmán). El cálculo más frío está al servicio de y acotado por “códigos” que no son ajenas al mundo señorial, aunque lo reproduzcan en forma degradada. Pero es también lo que ocurre en el mundo terrateniente o en el Estado concesionario capaz de los peores fraudes.

Desde este mundo se alimenta el capitalista que no termina de cuajar como tal. Arthur C. Lewis llegó a proponer una interpretación de esta sobrepoblación relativa en economías que tendrían una “oferta ilimitada de mano de obra”: en ella se mantienen muy bien hábitos precapitalistas, entre otros el clientelar. Lewis observaba que en el mundo de la “oferta ilimitada de mano de obra”, más que de salarios estables, se trata de la reproducción, agreguemos que precaria, de “dependientes” (y recordemos que el mundo feudal es el de las dependencias personales) que son bien vistos en una economía que les exige. a quienes tienen poder, el prestigio de dotarse de servidumbre y un “ejército de criados”, aunque no sean “más que una carga para el bolsillo” (Lewis, 1994, pág. 61).

En el régimen de la prestación personal, como lo recuerda Marx, el plustrabajo y el trabajo necesario están separados espacial y temporalmente, como ocurre por ejemplo entre el campesino valaco y el boyardo: una parte del tiempo se trabaja en la propia parcela y otra en la hacienda del señor. “Las dos partes del tiempo de trabajo coexisten, por tanto, subraya Marx, de manera independiente” (2018a, pág. 284). Esto explica también la existencia de voluntades independientes y en apariencia “libres por igual de hacer lo que les dé la gana”, y el hecho de que en el régimen señorial se trate de anular mediante la violencia la voluntad del otro. Este tipo de relación puede metamorfosearse después en otra: quien es asalariado sueña con “poner un negocito”, de la misma manera en que se sueña con “comprar un terrenito” o “construir una casita” en el campo para volver algún día a él. El sueño del propietario de la fuerza de trabajo puede ser, no tanto progresar como asalariado (por ejemplo en la capacidad de organización sindical o la destreza en el oficio), cuanto ir a dar de alguna u otra forma, con alguna “pequeña parcela”, en lo que no deja de ser la ya mencionada “trampa de la renta”, o en el comercio, en el cual “circula el dinero”.

Mariátegui también trató en una parte de sus Siete ensayos… la ausencia de un mercado nacional en el Perú y su relación con los regionalismos, antes mismo de que se incorporara realmente al Estado lo que el autor llamaba “la floresta”: el Estado-nación está tan mal cuajado hasta hoy que la penetración del mismo en la Amazonía es relativamente reciente y subsisten miles de habitantes de “tribus no contactadas” (en Uyacali-Madre de Dios-Acre y entre los que se incluyen los Mashco Piro, los Matsiguenka, Nanti, Asháninka, Cacataibos, panos del Yavarí, Iskobákebu y grupos pertenecientes a las familias Huaorani, Záparo y Abijira; en Brasil fueron descubiertos en 2019 grupos no contactados de los Awá), tema del que se ha ocupado por ejemplo la antropóloga peruana Beatriz Huertas Castillo (2007). Es parte de un triángulo amazónico Perú-Brasil-Bolivia que no excluye por lo demás toda suerte de actividades ilegales, desde la minería hasta el narcotráfico, de la misma manera en que éste llega a incrustarse en México en lugares donde la presencia del Estado moderno ha sido mínima o nula, como ocurre en toda una parte de Tierra Caliente michoacana donde los traficantes de estupefacientes revivieron el trabajo forzado, como lo ha recordado J. Jesús Lemus:

fue el líder fundador del cártel (de los Caballeros Templarios, nota nuestra), explica, Nazario Moreno González, el Chayo, el que estableció esta forma inhumana de trabajo. Primero lo hizo para imponer castigos dentro de la organización criminal, enviando al trabajo forzado a quienes cometían una falta. Después, esta misma condena se aplicó a los desertores, que eran capturados y –en una extraña forma de compasión– a quienes se les ofrecía perdonarles la vida a cambio de seis, ocho y hasta 12 meses de trabajo forzado. Los que no aceptaban eran ejecutados (…) Todos los esclavos (…) también se veían beneficiados con ‘la bondad’ del jefe del cártel, quien ofrecía la posibilidad de reducir la estancia en las minas si a los trabajos se sumaba algún familiar del esclavizado: así se contabilizaba el doble de tiempo de trabajo. Eso hizo posible que muchos, con el fin de terminar pronto su condena, hicieran llegar a las minas a hermanos, padres, hijos y hasta esposas (Lemus, 2018, págs. 278-279).

 

Sucede que en los países de América Latina la red de comunicaciones nunca fue planeada para integrar y homogeneizar el territorio, según lo señalaba ya Mariátegui a propósito de los ferrocarriles y del lugar de Lima, una capital absorbente pero incapaz de convertirse en punto nodal para organizar de verdad el territorio peruano. En un contexto así, “el centralismo, dice Mariátegui, se apoya en el caciquismo y el gamonalismo regionales, dispuestos, intermitentemente, a sentirse o decirse federalistas” (2012, pág. 176). De nueva cuenta, se constata aquí que el gamonalismo crea clientelas (pág. 175), que existen de arriba abajo un poco al modo de las muñecas rusas. Hasta abajo se sobrevive con las redes del compadrazgo (presentes en el narcotráfico), mientras desde arriba se asignan gubernaturas por amiguismo (“cuatismo”) y como favores clientelares que aseguren incondicionalidades.

Theotonio dos Santos señaló alguna vez en Imperialismo y dependencia (1978) que ésta no permitía tratar el subdesarrollo como un fenómeno debido a estructuras en el atraso “todavía no capitalistas” (Dos Santos, 2015, pág. 302). Al mismo tiempo, el autor reconocía, para una época indeterminada, que el “régimen exportador” inserto en la “economía mundial” favorecía “la existencia de una economía natural o de autoconsumo” al lado de la exportadora (2015: 302) y se apoyaba en formas serviles y esclavistas de trabajo (pág. 303). ¿Cómo caracterizar entonces al régimen de producción, se preguntaba el autor brasileño? Lo situaba en alguna parte de transición del feudalismo al capitalismo. Tal vez no haya contradicción entre penetración del capitalismo y reproducción de formas de atraso de origen precapitalista y al mismo tiempo funcionales al capitalismo: Mariátegui admitía esta posibilidad, que más que llamar a una reflexión sobre la economía “a secas”, que no puede desligarse en realidad de las formas de propiedad, apelaría a la sociedad como un todo –la formación social– y también a su relación con los modos de hacer política. Es apenas en tiempos muy recientes que tiende a imponerse en varios países de América Latina la “esfera economicista” con la elección de empresarios como presidentes, por ejemplo, de Sebastián Piñera en Chile a Vicente Fox en México, pasando por Pedro Pablo Kuczynski (Perú), Mauricio Macri (Argentina) y Ricardo Martinelli o Juan Carlos Varela (Panamá), aunque sin que dejen de ser con frecuencia intermediarios. Es también de manera muy reciente que el Estado clientelar tiende a verse cimbrado, algo que ocurre apenas y sin resultados aún estimables en México.

 

Apertura

Samir Amin constató en su momento que en las ciencias sociales es poco lo que se tiene desarrollado sobre la especificidad de la “enajenación del poder”, que por lo demás no excluye en América Latina, aunque seguramente lo subordine, el cálculo y su “sentido común” pragmático, con la conveniencia que Marx situaba así: “¡Bentham!, porque cada uno de los dos (comprador y vendedor de mercancías, nota nuestra) se ocupa sólo de sí mismo. El único poder que los reúne y los pone en relación es el del su egoísmo, el de su ventaja personal, el de sus intereses privados” (2018a, pág. 214). No deja de haber hoy en América Latina cierta sorpresa por el hecho de que este cálculo haya triunfado en distintos ámbitos sociales, aun amparándose en el parentesco y en la gran clientela, y se extienda como si fuera consustancial a la naturaleza del Hombre. Como sea, el modo en que ocurren las cosas depende de cómo se inclinan las cosas en la alianza entre terratenientes y capitalistas extranjeros o dentro del “Estado terrateniente” o “concesionario”.

A modo de apertura, se puede adelantar que el poder heredado y practicado en América Latina sería entonces, más que el de una sociedad disciplinaria o el de la legislación civil, el del soberano que ejerce el derecho de hacer morir o de dejar vivir, para seguir a Michel Foucault (2007, pág. 164): es ciertamente el poder simbolizado por la espada, como lo recuerda el autor francés (ibíd.), y en el que se evita o se busca “la herida” (en México, el “no rajarse” y hacer que el otro “se raje”), aunque puede aparecer como relativamente benéfico si, digamos que discrecionalmente o “paternalmente”, deja vivir y no se mete demasiado con la “parcela de vida” de cada quien, ignorándola si es que no integra la clientela y no interfiere con la acumulación originaria de turno. Es menos que la “administración de la vida” que aspira a controlarla en todos sus aspectos. En todo caso, para Foucault en el soberano se trata del ejercicio de un derecho de captación (que puede ser también de apropiación por extorsión): de las cosas, del tiempo, de los cuerpos y finalmente de la vida (ibíd.), aunque el cálculo puede muy bien integrarse subordinadamente al ejercicio del mismo soberano, al igual que la adquisición de riqueza material. De un tiempo para acá, a partir de los cambios tecnológicos importados, no está excluida la ambición de “gestión de la vida”, aunque permanece siempre al servicio de la discrecionalidad del soberano en cuestión. El poder soberano sigue con todo bastante presente en el cuerpo social en el cual, por la herencia estamental (ejército e Iglesia) mal estudiada y por el peso del fuero, poco tratado igualmente, la pérdida de poder se vive como una especie de muerte, siguiendo al filósofo sudcoreano Byung-Chul Han (2017a, pág. 19), o sucede lo mismo con el hecho de no tener poder ninguno. El cuerpo del soberano o de quien cree serlo difícilmente soporta verse reducido a un “pequeño cuerpo mortal” (ibíd.). “La conciencia arcaica, recuerda el autor de Sobre el poder, (…) cosifica el poder convirtiéndolo en una substancia que se puede poseer” (pág. 42). No “poseer poder” se vive entonces en sociedades como las latinoamericanas como estar muerto y se tiene así constantemente el temor de perder el poseído, así sea mínimo, por lo que hay que tener más y hacerlo sentir (¡incluso cuando no se posee!).

Siguiendo la clasificación de Foucault, el poder en una sociedad de soberanía se rige por el simbolismo de la sangre, que es la que “significa”. En las ejecuciones del narcotráfico está lo que Han llama un “monumento exhortatorio”: “el poder del soberano habla por medio del cuerpo mutilado o de las cicatrices que las torturas dejan en el cuerpo” (Han, 2017a, pág. 60), lo que tiene por lo demás un carácter ritual y de escenificación (pág. 61). Para Han, lo propio del poder del soberano es la decapitación (2017b, pág. 11), y como todo en lo que toca al terrateniente, la violencia se ostenta, por lo que es el “teatro de la crueldad” en la plaza pública (pág. 16), por lo que los linchamientos no son cosa demasiado rara en algunos países de América Latina. El ejercicio de la violencia incrementa así la sensación de poder (2017a, pág. 30).

Se hace entonces presente el problema de la relación entre poder y violencia, siendo que la segunda tiende a contraponerse con el primero, según Han. La violencia pura y sin sentido, que es también arbitrariedad, agreguemos, es una que no busca ninguna comunicación (2017a, pág. 40), algo que no es extraño donde ésta es si acaso mera forma, a veces exacerbada, para ocultar la relación de fuerza y no para confirmar un contrato social entre iguales jurídicamente y como propietarios que se respetan en su espacio y su tiempo. Es una violencia que busca extinguir al otro en su voluntad y en su libertad y dignidad, más si hay resistencia (ibíd.). Es el exterminio de la alteridad (ibíd.), que difícilmente se reconoce si el otro no está “objetivado” como alguien independiente y “producto de” (su propia historia), algo que parte de un lugar en el trabajo, lo que no tienen el terrateniente, ni el Estado concesionario ni la sobrepoblación relativa. Es tal vez lo que Han llamaría una “intermediación extremadamente pobre” (pág. 38), doblada de una “pobreza de sentido”, porque la forma es máscara y no expresión de la distancia más o menos respetuosa del contrato.

La “enajenación del poder” en América Latina sería la de un poder con frecuencia débil, por ilegítimo (el fraude electoral sigue siendo algo frecuente, del México de Felipe Calderón al Haití de Jovenel Moise u Honduras con Juan Orlando Hernández, pasando por Guatemala y Paraguay, e incluso la Argentina de Macri con Cambridge Analytica) y por lo mismo más violento, para seguir a Han, quien sugiere que un poder consensuado no necesita recurrir a la violencia. Según el mismo autor, el poder establece un patrón de medida, mientras que la violencia supone que no lo haya o que se destruya (2017a, pág. 110), lo que entronca con la problemática ya abordada más arriba, en el sentido de la dificultad que hay en América Latina para establecer la “regulación” de lo “socialmente necesario” que sea generalmente respetado, incluyendo la ley del valor. Lo anterior no excluye en ciertos grupos sociales la creencia en un poder que da supuestamente toda la libertad y que exige al mismo tiempo –lo que contradice la libertad– el máximo de rendimiento y la persecución de fines de maximización con la mayor ganancia al menor costo (al grado que el país mismo aparezca como un “costo” y el país central como la “ganancia”). Como sea, es probable que la temática deba ser abordada con mayor amplitud, y partiendo no de “capitalistas” abstractos, sino de una historia intrincada de coexistencia y tensión entre sujetos sociales que difícilmente se reducen, pese a la generalización del salariado, a obreros y “capitalistas de la nación desfavorecida”. En América Latina, la fórmula trinitaria (Capital-ganancia, suelo-renta, trabajo-salario) reclama una mayor complejidad.

 

Notas:

[1] La noticia apareció, entre otros medios, en la revista mexicana Proceso del 10 de septiembre de 1994.

[2] La contribución de Katz se encuentra en la Web en el portal del autor en La Haine.

[3] El artículo de José Miguel Candia es del año 2003. En 2019, el periódico mexicano Basta! informa el 9 de agosto que los comerciantes de los tianguis de la Ciudad de México pagan, en medio de leyes poco claras y algunas que datan de 1951, “derecho de piso” por cada metro cuadrado de vía pública ocupado a las alcaldías (antiguas delegaciones) que realizan así negocios millonarios.

 

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Cómo citar este artículo:

CUEVA PERUS, Marcos, (2019) “América Latina: sobre la formula trinitaria”, Pacarina del Sur [En línea], año 11, núm. 41, octubre-diciembre, 2019. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1799&catid=14