Los retos de la agricultura mexicana frente al cambio climático

The Challenges of Mexican Agriculture in the Face of Climate Change

Os desafios da agricultura mexicana diante da mudança climática

Guillermo Torres Carral

Universidad Autónoma Chapingo, México

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Sergio Cruz Hernández

Universidad Autónoma Chapingo, México

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Recibido: 25-08-2022
Aceptado: 15-11-2022

 

 

Introducción

A las principales causas (Berger, 1980) y efectos (Roe y Baker, 2007) del cambio climático se les enfrenta atacando el factor antropógeno (Houghton, 2001) que las genera. Al respecto, algunos autores mencionan que para lograrlo hay que adaptar nuestra economía y sociedad a la naturaleza (Benyus, 2002; Acot, 2005), lo cual implica cambios civilizatorios en la sociedad y en el funcionamiento de la economía. Lo anterior conduce a una indispensable transformación energética y tecnológica –pero también social– que es requerida para despejar el camino hacia nuevas formas de desarrollo.

Si bien las urbes consumen el 78% de la energía mundial, producen más del 60% de las emisiones de gases de efecto invernadero, solo abarcan menos del 2% de la superficie de la Tierra (ONU-Hábitat, 2019), por lo que es importante combatir el calentamiento planetario simultáneamente desde los ámbitos rural y urbano. Asimismo, indagar de qué manera el campo puede ayudar a aminorar dichos cambios climatológicos.

En el mundo las formas de desarrollo y producción agrícola, así como la estructura agraria son heterogéneas y varían de acuerdo al tamaño promedio de producción nacional y regional de las granjas (Bachman y Christersen, 1970), su escala de producción (Costanza et al. 1999, pág. 88) o su grado de innovación tecnológica, entre otros factores.

Si se piensa en las particularidades del caso mexicano podemos partir de señalar que el clima se ha modificado irreversiblemente en las últimas décadas, a la par que los factores determinantes que generan el cambio climático se han profundizado. A partir de las décadas de 1980 y 1990 en México se observó un creciente deterioro en la producción del maíz y los rendimientos promedio de las cosechas. Las diferencias negativas entre la superficie sembrada y los rendimientos de las cosechadas se explican por el incremento de presencia de heladas, sequías, fuertes vientos o exceso de lluvias ya que los siniestros alcanzaron hasta un 30% de la superficie cultivada (Cruz, 2018).

Estos vaivenes climatológicos a las cosechas locales, así como el mercado de competencia desigual en los precios de las cosechas producidas en las agroindustrias conllevan a que México sea el segundo país importador más grande de maíz en el mundo. La prolongación de esa tendencia sugiere la insostenible situación de que, hacia el año 2025 será necesario importar uno de cada dos kilos de maíz consumidos en México (Miguel et al. 2008, pág. 32).

Una vez descrito este escenario nos interesa analizar cómo el cambio climático impacta a la agricultura mexicana en sus dos subsectores: tradicional y moderno.

 

Dualidad de la agricultura en México

En México se asume que el cambio climático se agudiza por la persistencia de una agricultura dicotómica (Gómez-Oliver, 2011) tradicional y moderna, la cual agudiza las enormes diferencias que existen a su interior, principalmente en cuanto a ingresos netos de las unidades de producción agropecuarias (SAGARPA, 2012). Las “unidad[es] de producción con mejores condiciones de infraestructura y acceso al capital tendrá[n] en promedio mayor ingreso neto agropecuario que las que no cuentan con ello y, por ende, tendrá[n] una mejor capacidad de respuesta frente a problemas climatológicos” (SAGARPA, 2012, pág. 35).

El cambio climático trae consigo junto a la degradación de tierras, reducción de los rendimientos, inhabilitación de cultivos, cabezas de ganado muertas, mayores riesgos de incendios; salinización de agua de riego, de los estuarios y de los sistemas de agua dulce. (PNUMA, 2008, págs. 10, 57 y 54).

 

La dicotomía de la agricultura mexicana es producto de un modelo agropecuario derrochador que no ha sabido aprovechar las ventajas de las economías tradicionales y la forma como éstas se articulan con la economía nacional (Calva, 2012) y de acuerdo a la dotación de factores productivos existentes en el agro.

Pero también se requiere considerar el comportamiento de la agricultura entre los países del Norte y del Sur global. En los segundos, el sector agrícola presenta una eminente estructura dual y una producción menos mecanizada, así como una desigualdad económica prominente en los sectores tradicionales dedicados a la producción agrícola.

La centralidad de la producción agrícola varía según el grado de industrialización alcanzado y de acuerdo a las políticas (nacionales y locales) de fomento al agro (Palacio y Pérez, 2013). De finales del siglo XX a la fecha en diversos países del Norte Global la agricultura se convirtió en una pieza clave de las transformaciones tecnológicas y empresariales del capitalismo contemporáneo, manifestadas en la revolución de los alimentos, las nuevas energías, así como de la participación de grandes corporaciones en su explotación. 

La agricultura tradicional en clave marxista es una continuación de las formas precapitalistas de producción supeditada a las condiciones meteorológicas, por lo que genera una producción menor intensidad y cubre menos necesidades sociales. A la que vez está fuertemente anclada en lo local, lo que la convierte en una forma de producción y consumo de alguna manera “aislada” (Marx, 1975, págs.13-18). A las que podríamos agregar su subordinación y sometimiento a los intereses y demandas de las ciudades.

La agricultura moderna en México surge en la década de 1940 con la introducción de maquinaria agrícola, semillas mejoradas (Hernández, 1985) y otros procesos de producción tecnificada en el campo. Sin embargo, el uso que damos al concepto en este artículo es el giro en la agricultura moderna ligada a los paquetes tecnológicos provenientes de la llamada Revolución Verde que fomenta los monocultivos (como la palma para aceite de coco, el sorgo, el maíz, etcétera) y el uso de semillas transgénicas, y la explotación agrícola a través de agroindustrias o agroempresas.

No obstante las consabidas limitaciones de la agricultura tradicional sus respectivas bondades van cobrando una mayor relevancia frente al cambio climático. La principal ventaja de la agricultura tradicional es que se realiza junto con la naturaleza y no contra ella –como es el caso de la aplicación de insumos tóxicos para “eficientizar” la producción de la agricultura moderno– esto permite lograr que se produzcan alimentos inocuos para la alimentación y materias primas para la industria, contribuyendo a una mejora ambiental.

 

El cambio climático en la agricultura mexicana

La agricultura que se practica en México al ser dual impacta de manera diferenciada en la emisión y absorción de CO2 dependiendo de las condiciones medioambientales y socioeconómicas; la utilización o no de maquinaria agrícola; la aplicación o no de agroinsumos de síntesis química y del uso o no de tierras de temporal o de riego. Por lo que es necesario contemplar el balance de carbono en el comportamiento de la agricultura mexicana en los dos subsectores de producción.

 

Agricultura tradicional y los GEI

La agricultura tradicional involucra formas de producción que utilizan poca energía exógena por lo que generan pocas emisiones de GEI; están fuertemente vinculadas a una cosmovisión propia (especialmente en el caso de pueblos indígenas, comunidades ejidales y campesinas tradicionales de producción de baja intensidad); tienen como factores productivos clave el policultivo de la tierra (siendo clave la milpa en México) y el uso de trabajo por lo general no asalariado (producción familiar, comunal, de mano-vuelta y otros sistemas de reciprocidad). Generalmente está constituida por minifundios que carecen de suficiente capital de inversión. Pero están conformados por un gran número de productores que trabajan con pocas tecnologías modernas, adoptan y adaptan innovaciones tecnológicas de acuerdo con sus necesidades y posibilidades.

Por su parte, Hernández (1985, pág. 235) definió a la agricultura tradicional de la siguiente forma: a) se distingue por una prolongada experiencia empírica; b)  la comprensión detallada y fina del ambiente; c) la transmisión del conocimiento y habilidades a través de educación no formal; d) un acervo cultural heredado ancestralmente; e) la presencia de un conjunto diverso de plantas en espacios definidos como agroecosistemas, es decir, ecosistemas modificados por el ser humano para obtener diferentes satisfactores.

Entre los productores en la agricultura tradicional, grandes sectores producen a un nivel de subsistencia y autoconsumo, pero también hay quienes producen cosechas orientadas al pequeño mercado. Sin embargo, dado que por lo general carecen de recursos económicos para el desarrollo agropecuario y la comercialización directa de sus cosechas, están sujetos a relaciones de intercambio desigual mercantil, productivo y financiero.[1]

No obstante lo anterior, la agricultura familiar campesina tiene algunas ventajas importantes para aumentar la resiliencia del campo y minimizar las pérdidas frente al cambio climático. Entre las estrategias de adaptación de los pequeños campesinos se destaca la utilización de variedades o semillas nativas resistentes a la sequía; el manejo y cosecha de agua; la diversificación agrícola mediante policultivos; la implementación de agroforestería; la recolección de plantas que no han sido domesticadas para su explotación agrícola; y la utilización de abonos orgánicos como compostas, lombricompostas, abonos verdes, ganadería de traspatio, entre otras prácticas (Cruz, 2020).

En consecuencia, es necesario revalorar y actualizar la tecnología tradicional campesina, dado que está demostrando que tiene la capacidad adaptativa que se necesita para enfrentar los impactos negativos del cambio climático en la agricultura, así como continuar abasteciendo de alimentos al país.

Las actividades realizadas bajo sistemas de producción agroecológica pueden inducir a la fijación de carbono, la regulación de ciclos hidrológicos, el control de inundaciones y otros procesos que atenúan la erosión de suelos, por lo que pueden constituirse en opciones de solución a la variabilidad climática extrema; siempre que se apliquen nuevas tecnologías apropiadas.

Cruz (2019) realizó una investigación acerca de la agricultura de temporal para la producción de maíz entre los mazahuas del norte del Estado de México; al respecto menciona que debido al cambio climático los campesinos se han visto obligados a hacer ajustes en el calendario agrícola, dando lugar a una disociación entre el tiempo meteorológico, el tiempo ritual y el tiempo de labor agrícola. El cambio climático también ha ocasionado una notable disminución de la producción agrícola con sus respectivas consecuencias socioeconómicas.

La inminencia del cambio climático requiere del diseño de sistemas agrícolas más adaptativos (Holling, 1973) que reduzcan los impactos negativos en la productividad agropecuaria y eviten los problemas de seguridad alimentaria de las comunidades agropecuarias de baja intensidad (Córdoba y León, 2013). Pero también modelos que tomen en consideración las lógicas culturales inherentes a la producción agrícola tradicional.

 

La agricultura empresarial y los GEI

La agricultura moderna (agroempresarial o agroindustria) se caracteriza por la paradoja de tener altas ganancias y mayor productividad de capital, pero con ineficiencia energética y ecológica. Si bien el cambio climático afecta principalmente a la agricultura tradicional también:

los sistemas de agricultura industrial son altamente vulnerables al cambio climático. El modelo industrial y las variedades de cultivos que están adaptadas a éste dependen de sistemas de irrigación intensivos […]. Son altamente vulnerables a la reducción de la disponibilidad de agua y gasolina, y económicamente inviables a largo plazo (Greenpeace 2014, pág. 45).

 

Dado que las agroindustrias tienen una gran dependencia del sector a los combustibles fósiles y sus derivados, así como requieren de insumos agrotóxicos –como los fertilizantes y plaguicidas de síntesis química– los precios de los alimentos que producen están sujetos a las fluctuaciones en los precios de dichos combustibles. Además de los altos niveles de emisión de GEI que genera este modelo productivo.

La emisión continua de GEI por el comportamiento de la agricultura empresarial, causará un mayor calentamiento, lo que hará que aumente la probabilidad de impactos ecológicos graves, generalizados e irreversibles en diversos ecosistemas, personas y comunidades que los habitan. Para contener el cambio climático es necesario reducir de forma sustancial y sostenida las emisiones de GEI y una reestructuración eco-social (IPCC 2014, pág. 8). Para limitar el aumento de la temperatura, se requiere de eficiencia energética frente a la ineficiencia prevaleciente. Esto implica el uso de insumos de bajo carbono. Esto requiere cambiar las prácticas agronómicas hacia una agricultura orgánica, sistemas de labranza de conservación mínima e incluso la práctica de la agricultura natural (Okada, 1995; Fukuoka, 1993). Tan solo con disminuir la dependencia de los combustibles fósiles, se reducen las emisiones de gases de efecto invernadero.

Por lo tanto, los sistemas agroecológicos suponen una alternativa pertinente desde el punto de vista del combate al cambio climático pues su producción no sólo emite mucho menos gases invernadero, sino que aumenta de manera importante la capacidad de absorción de carbono de los suelos (Bermejo, 2010), gracias a la aplicación de materia orgánica.

 

Emisiones de GEI y agricultura

El IPCC (2014) señala que la agricultura emite alrededor del 14% de las emisiones totales de GEI a nivel mundial. Pero si esta cifra se suma los cambios de uso del suelo para aumentar la superficie agrícola estas emisiones pueden superar el 30%. 

El cambio climático genera afectaciones y pérdidas agrícolas que golpean con dureza a los países del Sur Global cuyas economías nacionales y locales dependen de la producción agrícola.

Si bien este fenómeno afecta tanto a los grandes como a los pequeños agricultores, el nivel y forma de las emisiones de carbono es distinto. Como ya se señaló en apartados anteriores, las pequeñas explotaciones agrícolas de la agricultura tradicional generan individual y socialmente menos emisiones de GEI que las agroindustrias pues requieren de una menor cantidad de consumo de energía fósil para producir una unidad de KCA (en forma de alimentos y materias primas). Ya que utilizan menos insumos por producto obtenido son más eficientes energéticamente (Jeavons, 1992), aún si sus utilidades son menores en cambio. Además, sus desechos son reciclados por lo que regresan nutrientes al suelo y fijan más carbono en el suelo por su mayor agrodiversidad (Hernández, 1985).

Los cultivos de cubierta, los abonos de estiércol y composta, el intercalado de leguminosas y las técnicas de agroforestería que protegen los suelos y contribuyen a enriquecer con materia orgánica a través de la caída de las hojas, son prácticas que regeneran los suelos y contribuyen a la resiliencia climática del sistema agrícola incrementando la capacidad de absorción y almacenaje de agua. (Greenpeace, 2014).

 

En suma, consumen relativamente menos carbono y capturan más. Esta eficientización en el uso de energéticos debería implicar que se promuevan acciones y políticas públicas que favorezcan a quienes emitan menos GEI. Sin embargo, estas medidas generalmente se implementan hacia las grandes industrias, pero no se considera el papel de las unidades agrícolas de producción tradicional.

La producción de bioenergía, así como la captación de agua de lluvia serán fundamentales para los agricultores en las condiciones actuales (Lovelock, 2007). Para Abergel (2011) la bioenergía genera nuevas expectativas frente al recrudecimiento de la crisis de energías fósiles y la necesidad de encontrar soluciones para abastecer las necesidades de producción, distribución y consumo con baja huella de carbono. Si bien la agricultura pierde importancia relativa pues se destina ya no solo para la producción de alimentos sino también de energía y materiales, a la vez que tiene un decrecimiento relativo acompañada de un crecimiento en términos absolutos.

La tierra sobrevivirá al cambio climático nosotros no
Imagen 1. “La tierra sobrevivirá al cambio climático nosotros no”.
Fuente: Francisco Colín Varela, CDMX, 15 marzo de 2019. CC-BY-2.0
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:La_tierra_sobrevivir%C3%A1_al_cambio_clim%C3%A1tico_nosotros_no_(33547864148).jpg

 

El marco global-local de combate al cambio climático

Es necesario revisar la agenda de políticas gubernamentales globales y locales en busca de medidas más efectivas y drásticas en materia del combate al cambio climático (Klein, 2015). El punto de partida de la regulación gubernamental global sobre esta agenda se ha sostenido en las ediciones de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas[2] y los acuerdos internacionales signados a partir de ellas. Entre los que resaltamos el Protocolo de Kioto (1998) y el Acuerdo de París (2015), éste último firmado por 195 países. Los tres objetivos básicos de Acuerdo de París consisten en:

a) Mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2ºC con respecto a los niveles preindustriales y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura al 1.5ºC con respecto a los niveles preindustriales, reconociendo que ello reduciría considerablemente los riesgos y efectos del cambio climático.

b) Aumentar la capacidad de adaptación a los efectos adversos del cambio climático y promover la resiliencia al clima y un desarrollo con bajas emisiones de GEI, de un modelo que no comprometa la producción de alimentos.

c) Elevar las corrientes financieras a un nivel compatible con una trayectoria que conduzca a un desarrollo resiliente al clima y con bajas emisiones de GEI.

 

No obstante, el propósito de limitar el aumento de la temperatura media mundial, no podrá cumplirse éste cabalmente mediante los medios anunciados puesto que la reducción de los GEI no es un asunto meramente técnico, sino que requiere de transformaciones estructurales, ya que se deben combatir sus causas socioeconómicas, más que sólo los riesgos y efectos del cambio climático.

El acuerdo impulsa a adoptar medidas de mitigación y adaptación, entendiéndose por la primera: “implementar políticas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y mejorar los sumideros de carbono” (Oecd, 2021, pág. 33. Traducción editorial).[3] A su vez, la adaptación al cambio climático es definido por el Panel Intergubernamental de Cambio Climático como las “iniciativas y medidas para reducir la vulnerabilidad de los sistemas naturales y humanos frente a los efectos reales o previstos del cambio climático” (IPCC, 2007. Traducción editorial).[4] PNUMA considera que “la adaptación puede reducir la exposición al [cambio climático], y en particular su rapidez y extensión (…)” (PNUMA, 2008, pág. 64).

La noción de mitigación del cambio climático implica reducir las emisiones de los GEI e impone una economía de baja emisión de carbono. Mientras que la noción de adaptación supone enfrentar las vulnerabilidades que genera el cambio climático, lo cual requiere que exista la compatibilidad de la economía con los ciclos naturales. Para lograrlo debe ejercerse una planeación preventiva del crecimiento de las ciudades y los vínculos de éstas con el campo y la agricultura. Así como respetar las diversas condiciones naturales del agro y las socioculturales de quienes tradicionalmente lo trabajan pues ambas inciden sobre la producción agrícola.

La Ley general del Cambio climático (2012) es insuficiente ya que las causas del cambio climático no sólo son tecnológicas sino eco-sociales (Ramírez, C., 2013). “Ni la adaptación ni la mitigación conseguirán evitar por sí solas, todos los impactos del cambio climático; empero, deben complementarse entre sí y, conjuntamente, reducir de manera notable los riesgos de [éste].” (PNUMA, 2008, pág. 20).

Si bien la mitigación (OECD, 2010) y la adaptación (PNUMA, 2008; IPCC, 2007) son los dos ejes de la lucha contra el cambio climático estas medidas resultan insuficientes si no se avanza hacia la reestructuración económica, social y cultural del agro. 

Los diagnósticos y programas gubernamentales se centran en los efectos, y menos en los causantes, lo que se convierte en un círculo vicioso por que el origen del problema se encuentra en la presencia de sistemas de producción (y políticas públicas) que luchan contra (y no con) el ecosistema. Por ello es evidente que la solución es económica y social, más que puramente técnica. Se trata pues de revertir las causas humano-sociales del cambio climático y no sólo de atacar sus efectos más devastadores

El cambio climático es un efecto del modelo de acumulación de capital en curso (Stern, 2008; Galindo, 2009). Por lo que es conveniente aceptar que este fenómeno atmosférico es un catalizador que obliga a transformar a fondo las causas estructurales del mismo. A partir de estas reestructuraciones se puede enfrentar al cambio climático, cumpliendo con el Acuerdo de París (2015) que limita el incremento de la temperatura hasta 1.5 °C.

 

Papel estratégico de la agricultura hacia el futuro

Los retos de la agricultura hacia el futuro, deben considerar la crisis climática, de energía y alimentaria (Guzmán, 2018) las cuales se agravarán teniendo en cuenta la hegemonía mundial de la agricultura transnacional (centrada en la difusión de las semillas transgénicas y monocultivos). No obstante “la agricultura, siendo ahora parte del problema del cambio climático, debería ser parte de la solución” (Greenpeace, 2020) pues también incrementan los esfuerzos comunitarios, locales y regionales por las formas tradicionales de conservación y rescate de semillas nativas (Long y Roberts, 2005). Esto es especialmente claro en el caso de los países del Sur Global donde persiste un modelo bimodal de agroindustrias y agricultura tradicional (Johnston y Kilby, 1985).

Para comprender la trascendencia que tiene la agricultura y su papel estratégico hacia el futuro (OECD, 2012) se han considerado dos grandes etapas en su desarrollo (Schultz, 1980). En la primera, la agricultura aporta recursos al resto de la economía; mientras que, en la segunda la economía aporta recursos a la agricultura. En la mayoría de los países del Sur Global no se ha llegado a esta segunda fase concerniente a las “nuevas ruralidades”.

 

Conclusiones

La revisión de la literatura, obtención de datos y análisis nos permiten sintetizar la siguiente problemática con respecto al cambio climático y el agro. Primero. Se evidencia que el calentamiento planetario continúa (Stern, 2008; Houghton, 2001) debido a que las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) avanzan sin control (Roe y Baker, 2007). Por lo que nos encontramos en los límites de la irreversibilidad climática (IPCC, 2014). Todo ello trae consigo efectos perniciosos para la agricultura, la alimentación y la salud, pues la crisis alimentaria se agudizará por el incremento de la temperatura global (arreciando inundaciones y sequías, plagas y enfermedades) y desastres naturales. Estas situaciones se han agravado aún más en el contexto de la pandemia y la guerra en Ucrania.

Para el caso de México esta situación es problemática ya que forma junto con Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, el grupo de vulnerabilidad media en materia de seguridad alimentaria y nutricional (FAO, 2018) y el quinto lugar mundial de deforestación (Céspedes y Moreno, 2015). La deforestación en buena medida está vinculada al cambio de uso de suelo para incrementar las áreas cultivables. Conservar y recuperar los bosques no sólo tiene que ver con la fijación de carbono en los suelos, también de diversidad biológica, regulación de agua, producción de madera y de producción de alimentos y de energía.

Segunda. En la agricultura, distintos informes nacionales e internacionales señalan que sus emisiones de GEI alcanzan el 14% (IPCC, 2014; Sader, 2020). Por ello, la productividad natural de los ecosistemas y agroecosistemas seguirá en declive y provocará enormes pérdidas en la aptitud de los suelos y afectará gravemente la producción de alimentos. Situaciones que se agravarán debido a la mayor frecuencia de sequías prolongadas.  La variabilidad climática en México se asocia con el fenómeno “El Niño”, relacionándose con la ocurrencia de sequías severas en verano en el norte del país; o con lluvias intensas de invierno en el noroeste. Si los efectos de este extremo climático se incrementan, el país se verá expuesto a eventos de desastre de origen meteorológico (Cruz, 2018) como resultado de esta situación climática

A nivel mundial estas variabilidades climáticas, especialmente en caso de sequías e inundaciones, incidirán sobre un creciente número de desplazados por causas medioambientales. Tan sólo entre 2008 y 2016 hubo una media de 21.8 millones de desplazamientos internos por causas vinculadas al cambio climático (Méndez, 2019). Mientras que el IPCC (2001) estimó que para el año 2050 alrededor de 150 millones de personas serán migrantes climáticos debido a la desertificación, incremento del nivel del mar, contaminación ambiental, desglaciación, escasez de agua potable, las inundaciones, incremento en la cantidad de monzones y huracanes, y a la abundancia de lluvias.

Tercera. Las causas y efectos del cambio climático en la agricultura mexicana dependen de su bimodalidad (Johnston y Kilby, 1985; Bachman y Christersen, 1970), por lo que tanto la agricultura moderna (agroindustrias) como la tradicional (de autosubsistencia o de baja intensidad, generalmente vinculada a comunidades locales indígenas y campesinas) son copartícipes de esta situación. No obstante, la agricultura moderna tiene un mayor impacto (Bermejo, 2010) que la agricultura tradicional (Altieri y Nichols, 2017) esta última resulta ser la más afectada pues cuenta con pocos recursos técnicos para combatir los efectos del cambio climático sobre sus producciones. En México la agricultura tradicional constituye la mayoría de las unidades de producción (Ramírez, P., 2013) por lo que resulta urgente una reestructuración desde una perspectiva agroecológica.

Cuarta. Las propuestas de soluciones al cambio climático (Klein, 2015; Greepeace, 2020) deben considerar el papel estratégico de la agricultura (SAGARPA, 2012), la cooperación entre la agricultura tradicional y la moderna, y resolver el conflicto la deforestación (Céspedes y Moreno, 2015), así como el impacto de la pérdida de suelo agrícola con el incremento de la dependencia alimentaria.

Quinta. Los datos obtenidos demuestran cómo tanto la agricultura moderna como tradicional impactan de manera diferenciada sobre el cambio climático de acuerdo al sistema productivo y la región de producción.

Sexta. El futuro de la agricultura mexicana debe fincarse en aprovechar óptimamente las limitadas tierras que se benefician del cambio climático (y sustituir las tierras ya no aptas para el cultivo habitual; ampliar el sector de bajo carbono (tanto en pequeñas como grandes explotaciones; determinar las regiones y sectores estratégicos para la reestructuración agropecuaria y producir donde haya compatibilidad del cultivo con el suelo, el agua, temperatura y clima.

Para ello, se requiere disponer de las semillas básicas (nativas fitomejoradas) para la alimentación, recuperar los agroecosistemas junto con la aplicación del sistema de rotación de tierras –como en Bolivia– (Ledesma, 2008) en los sitios donde hay más agua.

A su vez, en las próximas décadas, la agricultura reafirmará ser una de las ramas económicas más dinámicas y estratégicas desde el punto de vista local, regional y global (Toffler, 2003) debido al desarrollo y explotación de nuevos recursos derivados de ella (bioenergías, biotecnología agrícola, nuevos materiales, etcétera).

Una nueva agricultura que enfrente el cambio climático sería impensable sin una relación distinta con la naturaleza que permita la sustentabilidad alimentaria (Costanza, 1999). Para ello se requiere desmontar el modelo depredador, un ordenamiento económico (territorial y poblacional) del campo e impulsar a una vía agroecológica con énfasis en las pequeñas explotaciones.

El dilema de fondo no es enfrentar a la agroecología (Buttel et al. 1987; Altieri 1986) frente a la biotecnología, sino en tomar conciencia que los efectos irreversibles de continuar con un modelo de desarrollo contra-natura (Toffler, 2003; Laszlo, 2008). Para luchar contra el cambio climático se precisa de una agricultura que mejore su capacidad para alimentar a la población a través de tecnologías para el campo que sean eco-socialmente adecuadas. Así como rehabilitar los ecosistemas y agroecosistemas desde una perspectiva bioeconómica (Georgescu, 1975) enfocada en alcanzar una estructura agraria menos polarizada.

Las acciones en defensa de la tierra y del planeta pasan por respetar la integridad de los ecosistemas y comunidades y considerar que la desigualdad social es causa y consecuencia a la vez del cambio climático (King y Harrington, 2018).

 

Notas:

[1] Por ejemplo, en México el “96% de recursos [destinados al agro] se quedan en manos de 3000 agroproductores, mientras 4 millones de unidades productivas reciben sólo el 1% del gasto” (Victorino, 2016).

[2] Destacamos entre ellas las sostenidas en Kioto, 1997; Johannesburgo, 2002; Bali, 2007; Copenhague, 2009; Cancún, 2010 y Durban, 2011.

[3] Cita en idioma original “implementing policies to reduce greenhouse gas emissions and enhance carbon sinks” (Oecd, 2021, pág. 33).

[4] Cita en idioma original “Initiatives and measures to reduce the vulnerability of natural and human systems against actual or expected climate change effects” (IPCC, 2007).

 

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Cómo citar este artículo:

TORRES CARRAL, Guillermo; CRUZ HERNÁNDEZ, Sergio, (2022) “Los retos de la agricultura mexicana frente al cambio climático”, Pacarina del Sur [En línea], año 14, núm. 49, julio-diciembre, 2022. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Miércoles, 11 de Diciembre de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2072&catid=14