De cuando los rusos conquistaron la América septentrional

Jorge Chávez Chávez

Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México

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Recibido: 01-05-2019
Aceptado: 16-06-2019

 

 

Andreiev Podorov era un anciano príncipe que vivía en su modesto castillo -muy lejano a los lujos del que tenía en Siberia-, construido en lo alto del cerro que brindaba una panorámica del mineral de los Zacatecas de San Juan de Kronstadt, donde se podía apreciar la influencia parisina en su arquitectura, como en la Rusia Imperial, muestra de la occidentalización de la zarina, Catalina II, la Grande, reflejada en las tierras al norte del virreinato de la Nueva España, arrebatadas a Felipe VI, el rey prudente, después de enfrascarse en una guerra contra Inglaterra y Francia en 1756 -sustituido a su muerte en 1759, por su hermano Carlos III, quien se convertiría en Carlos V de España-, contemplaba la puesta de sol, recordando al septentrión, aunque esta fuera al poniente, por donde comenzó su lucha contra temerarios nativos, después que avanzaran por el sur de Alaska hasta alcanzar, cabe decirlo, sin proponérselo, territorio bajo dominio de la Corona de España, durante la segunda mitad del siglo XVIII.

Llegaron e invadieron la Alta California cuando se dirigían a las islas aleutianas, situadas entre el mar de Bering y el océano Pacífico, a unos 1900 kilómetros al sudoeste de Alaska, donde tomaron, ajeno a sus intenciones, una corriente marítima que los llevó hasta el puerto cercano a la villa de Nuestra Señora de los Ángeles, encontrando poca resistencia de los escasos pobladores españoles, aunque la mayoría había nacido en América y muchos eran mestizos, pero todos leales a la corona española, quienes se encontraban dispersos en pequeñas y medianas poblaciones, constantemente asediadas por esos indómitos nativos, a quienes catalogaron como salvajes, mientras que los rusos consideraron eran descendientes de mongoles, por su destreza en el uso de las armas, por su crueldad para hacer la guerra, lo que les ha permitido mantener vastas extensiones de tierra bajo su dominio.

A ese indómito territorio bajo control de estos indios, los españoles le decían La Apachería, por estar habitada por tribus apaches, a quienes con mayor frecuencia los identificaban, no solo los consideraban salvajes por la crueldad que mostraban en sus ataques, sino bárbaros, como aquellos que invadieron Europa en tiempos de Constantino. Estos calificativos con frecuencia confundían a la población, pues al oír “ahí vienen los bárbaros”, nunca estaban seguros si eran apaches, comanches, californios, o bandidos disfrazados como ellos. Aunque al escuchar son apaches o comanches, el temor de los españoles era superior, pues sabía de lo que eran capaces, ya sea porque lo vivieron en carne propia, o porque escucharon un relato sobre sus hazañas.

De lo que no les quedaba la menor duda, es que todos debían considerarlos sus peores enemigos, a pesar de haberles quitado el comercio que realizaban con otros nativos que ya practicaban la agricultura y hacían cestos, no deambulaban por las montañas ni acechaban escondidos en ningún paraje, como los indios pueblo, y desplazarlos de su territorio donde cazaban cíbolos y cuando podían, tenerlos en calidad de esclavos. Solo se les escuchaba exclamar a los descendientes de eslavos orientales, “estas tierras las han conquistado nuestros valerosos marinos y un puñado de cosacos que los acompañaba”. Esto es, conquistaron un vasto territorio que comprendía el antiguo septentrión de la Nueva España, y que, al igual que los españoles, la tenían poco poblada y desprotegida. Por lo tanto, susceptible de cualquier invasión extranjera.

 

II

 

Lejano a esos días de conquista y gloria, el príncipe Andreiev, consumido por el tedio, se encontraba en el patio central de su propiedad junto con sus pequeños nietos, Vladimir Podorov, hijo de su primogénito Andreiev Podorov III -dado que su padre, de quien heredó el principado, era el I-, Natasha Dominika Smirnov, hija de su primera hija que tuvo con una duquesa del Gólgota, Sveta Semiónov, Masha, casada con el conde de origen eslavo venido a menos, Vyacheslavovich Eszterházy Nijinski, y su pequeño nieto mestizo, Sergey Echecoatl Podorov y Mendieta, hijo del hijo que tuvo con una criolla adinerada durante sus andanzas en la antigua provincia de la Nueva Méjico, bautizada por los nuevos conquistadores como Nueva Siberia, Doña Ana Mendieta Santoscoy y Echenique. Como veremos, futuro capitán aventurero, no muy de rasgos rusos, más bien acriollados, que, con el tiempo, participó en varios enfrentamientos contra indios sublevados hasta que lo capturaron y pasó por un largo proceso de sometimiento y colonización, que, como su abuelo, antes de su captura prefería decirles mongoles, y algunos exsoldados que se hacían llamar presidiales, quienes junto con sus familias, continuaban ofreciendo resistencia a la invasión rusa tratando de recuperar su único patrimonio, unas tierras que les dieron cuando se incorporaron a esta milicia, y que daba lástima verlas por su aridez, en los territorios arrancados a la corona española de la forma que ya expliqué, situados allende la Nueva Galicia.

El príncipe no cesaba de contarles sus andanzas durante los tiempos de la invasión y la posterior conquista, a las que incorporaba cosas nuevas con el paso de los años, en ocasiones, demasiado exageradas, como el haber sometido solo una partida de veinte fieros apaches, “armados con su carcaj repleto de flechas envenenadas, tan solo con su sable y su lanza, con la que era capaz de cazar un venado a cuarenta metros de distancia.”

  • Ni ustedes ni vuestros padres aún nacían, no vivieron esa cruenta lucha que llenó de gloria a nuestra zarina, pero que yo os la cuento ahora para que lo sepáis; historia que les repetía por lo menos una vez al mes. Después de muchas batallas en diferentes frentes a lo largo de la Nueva Rusia, fueron derrotadas las desorganizadas tropas del Imperio Español siendo derrotados por nuestro valeroso ejército desde los primeros enfrentamientos; omitiendo, quizá por la emoción que le causaba contarlo, que encontraron poca resistencia y soldados. Gran parte había desertado por falta de pago, de uniformes nuevos y contar con un escaso y viejo armamento con casi nada de parque.

Lo mismo seguimos haciendo todos los días, con los centenares de tribus indias hostiles que se niegan a reconocer nuestra superioridad y que ocasionalmente se atreven a enfrentamos en partidas unidas con españoles, rehusando el ataque frontal de ejército contra ejército, sino acechando dos, o tres indios, a nuestros valerosos cosacos cuando se encontraban descuidados, ¡mongoles al fin y al cabo!

Para mermar su relación con los españoles y mostrarles las ventajas de ser nuestros aliados, también comerciamos con ellos. Costumbre que se aprecia desde el primer trato con estos hijos del Gran Khan, que son bastante aficionados, al grado de canjear una mujer cautiva, por un fusil, pólvora y un galón de vodka, aunque se encuentre vestida de gamuza y hable como ellos.

Anton Refregier, 1948
Imagen 1. ©Anton Refregier, 1948. https://timeline.com

Y así seguía con su perorata, vigilando que ninguno de sus descendientes se le ocurriera bostezar. Hecho que lo hacía salirse de sus casillas y hasta olvidar qué estaba contando, lo que aprovechaban sus nietos para pedirle les contara otra historia.

Si mal no recuerdo -sin importar que lo contó la semana pasada-, por ese entonces me encomendaron comandar un destacamento en la Nueva Ucrania; antes la Nueva Vizcaya. Estábamos destinados a proteger nuestras fronteras septentrionales contra ingleses y franceses que buscaban expandir sus reinos en estas tierras, del mismo modo que lo habían hecho en Rusia contra sus antiguos vecinos al reino de Moscú, el janato de Crimea -división territorial rusa que solo ellos sabían cómo funcionaba-, Turquía y la Alianza polaco-lituana.

Y así pasaba las tardes agregando, e incorporando sucesos a sus osadas aventuras contra españoles los fieros mongoles. Historias, baste decirlo, que solo escuchaba con atención el pequeño Sergey porque quería igualar sus proezas, interpelando y corrigiendo a su abuelo en más de una ocasión: - Pero abuelo, usted dijo ayer que la tártara iba en el caballo pinto-, y que con solo quedársele viendo con cara de pocos amigos, de inmediato olvidaba lo que le preguntó. Mientras que sus hermanos, socarronamente le recalcaban, -¿qué preguntabas hermano, no te escuché bien?

Sin importar las bromas, Sergey imaginaba vivir esos cuentos y les aseguraba que algún día contaría los suyos, lo que provocaba la risa de sus hermanos. Mejor dicho, medios hermanos, por contar cada uno con su propia madre. Relatos, cabe decirlo, avalados en todo momento por su fiel mayordomo Dimitri Petrovich, antiguo sirviente en Siberia que lo acompañó por todos los sitios que anduvo en el Nuevo Mundo. Criado al igual que su padre, Vladimir Petrovich, quien fuera el principal caballerango del príncipe padre, Andreiev Podorov I, noble ruso que aseveraba su principado lo había heredado de los príncipes Fiódor Kurbski-Cherny e Iván Saltyk-Travin, después de que, en mayo de 1483, se habían desplazado con sus tropas moscovitas sobre la Siberia Occidental.

No le importó, según se los contaba a otros criados, haberlo seguido hasta el mismo desierto dada la lealtad que aprendió de su familia cuando eran sirvientes en Rusia con la familia del príncipe. Razón por la cual, Andreiev Podorov II, lo nombró mayordomo de castillo en el nobel janato de Zacatecas. Cabe mencionar, que, en una de esas largas expediciones, Dimitri tuvo un hijo con la apache Taima (“choque de truenos”), cuando al extraviarse de su regimiento, fue cautivo de los nativos a quienes temía por lo satánico de los rituales que vio realizaban y solo se tranquilizaba cuando estaba con Taima. Por lo que había leído en un libro de historia en el castillo del príncipe, durante su cautiverio dedujo que estos indios debían ser descendientes de las tribus tártaras de Kan Kuchum, dada la crueldad en la forma que realizaban sus ataques; los que nunca vio, cabe aclarar, pero otro cautivo se los contaba para pasar el rato. Por lo que, al igual que los españoles, no tuvo mayor reparo para considerarlos bárbaros. De anciano escribiría en un diario donde lamentaba que nunca pudo presentarle al príncipe a su único hijo varón, Lonan (“nube”), fruto de un fugaz romance, dado el odio y temor que su amo les tenía a estos nativos.

 

III

 

Aunque a momentos bostezaban por lo largo y detallado de las descripciones sobre los lugares por donde pasó, o la gente que conoció y conscientes de lo fantasioso del relato, permanecían escuchándolo. Poco había que hacer en los Zacatecas. Preferían oír una y otra vez sus historias, que ponerse a estudiar las lecturas sobre el rito de la Iglesia ortodoxa rusa, casi igual de tediosa que la vida sobre los zares y los actos heroicos de los cosacos en las estepas contra los mongoles y otros grupos que atentaron contra el imperio, que también debían estudiar.

Les encantaba visitar en secreto a la cocinera, dado que lo tenían prohibido por contradecir lo dicho en las historias narradas por el príncipe, para escuchar las leyendas que les contaba con un estilo tan propio, que los mantenía atentos por horas. Sobre todo, cuando al abuelo le daba por escribir sus memorias, ya que pasaba largo rato gastando tinta y papel. Llenaba los botes de hojas rotas, o tachonadas, al no gustarle lo que escribió sobre sus andanzas en la Nueva Siberia. En específico, si era una repetición de lo que hizo cuando vivió en la Nueva Ucrania (antes Nueva Vizcaya), cinco años atrás.

El tiempo pasaba volando con Kírilovna, nombre que le dieron a esta criada cuando entró como criada en el castillo. Era una nativa de nombre Meda, “mujer profeta”, no se sabe si zuñi o apache, evangelizada y bautizada por los franciscanos como María Soledad, pero sin olvidar, ni abandonar, sus costumbres maternas. Les contaba que,

  • cuando Bartolomé y Tepox, que lideraban a los tobosos en tiempos del gobernador de la Nueva Ucrania, Diego Guajardo y Fajardo, mientras que los tarahumaras eran guiados por Teporame, ataron con tiras de piel de bisonte al capitán encargado de los soldados que, desesperadamente, los siguió desde San José del Parral hasta el Bolsón de Mapimí…
  • ¿Cuándo fue eso Kírilovna? Preguntó el más pequeño.
  • Guarda silencio, dijeron los demás. No te has dado cuenta que le cuesta trabajo pensar pensar en ruso. Deja que siga con el relato antes que el abuelo pida su vodka y nos llame para contarnos cuando luchó solo contra cuatro mongoles en la Nueva Siberia.
  • Cansados -prosiguió-, se ocultaron tras las piedras y empezaron a lanzar sus flechas con las puntas envenenadas -también exageraba un poco sus historias- y fueron cayendo uno a uno sus enemigos. Después de un rato, solo se escuchaban quejidos y gritos de guerra….

 

IV

 

A pesar del intenso calor veraniego en esas áridas tierras que los hacia ir a tomar agua con relativa frecuencia y porque el príncipe, mecenas de la familia, los obligaba a usar la tradicional vestimenta siberiana: los hombres vestidos con camiseta (kosovorotka), un cinturón de seda, o lana, pantalones negros de lino, botas a la altura de la rodilla y el gorro, o karluz y las mujeres debían usar el sarafán, o vestido largo, medias de lana y el kokósnhik, o tocado que se ponen en la cabeza. Ropa, cabe decirlo, nada adecuada para esa época del año en zonas con climas extremosos y que, allende la Nueva Galicia se incrementaba el calor, sobre todo, en las desérticas tierras aún bajo dominio de la Apachería, o Nueva Mongolia, de acuerdo con el colonizador en turno. Era una vestimenta propia para los inviernos tan prolongados en tierras de sus ancestros provenientes del Cáucaso, pero la nostalgia, era la nostalgia y quien mandaba la imponía, a pesar de las quejas de sus descendientes.

Esa añoranza por la vieja Rusia y la armonía familiar acabaría pronto. Si bien era cierto que los rusos tomaron por asalto a los colonos españoles en el septentrión, sorprendiendo a sus escasas tropas destinadas a cuidar y proteger una sociedad que tenía divididos los intereses de las élites, quienes resistieron poco al estar mal armadas, peor pagadas como ya lo había contado, y para  colmo, con los uniformes hechos hilachas al no llegarles los nuevos, según contaban, los oficiales los vendían para sacar dinero, razón más que suficiente para que su oposición a los rusos fuera mínima, la cual redundaba en su poco interés por defender a un rey que en su vida habían visto, no tuvieron la más mínima intención de morir defendiendo sus colores, los de su regimiento y el uniforme con honor, en un territorio tan grande y vasto, principalmente desértico, el cual se extendía, desde la Alta California, hasta la costa del Atlántico, haciendo frontera al norte con los noveles Estados Unidos, los que con el paso del tiempo, dado el poco interés del centro de la Nueva España y de Rusia, pasaría a formar parte de este nuevo país, el cual, de ser conocido como el septentrión novohispano y rebautizado como la Zarina, o Nueva Rusia en honor a Catalina II, finalmente se le conocería como el American Southwest estadounidense. Pero esa es otra historia.

Debido a tanto cambio de monarcas y autoridades, los habitantes de estas tierras crecieron entre los continuos enfrentamientos con españoles, abiertamente apoyados por el virreinato de la Nueva España, (cabe aclarar, más de palabra que con refuerzos militares y armamento, dados los más de dos mil kilómetros que los separaban del centro de poder virreinal, donde la mayoría de sus pobladores no tenía la menor idea de cómo era, o con qué riquezas contaba), las constantes incursiones de las tribus bárbaras, que de tantas que había, ya no sabían quiénes eran, por lo que solo identificaban con más detalle a las más aguerridas, las que se habían acostumbrado a capturar colonizadores para luego cobrar recompensas por su liberación, más la lucha por la evangelización entre la visión de la Iglesia Ortodoxa y contra la impuesta por los misioneros franciscanos y jesuitas, quienes, después haber sido expulsados por la Corona española, poco a poco regresaron buscando recuperar su poder, e influencia entre los nativos. Cabe mencionar, que muchos jesuitas expulsados se fueron tan despacio, que nunca alcanzaron a cruzar la frontera mientras duró su persecución; algunos hasta murieron en el camino de enfermedades, o por lo avanzado de su edad al no resistir el viaje. Y dentro de este maremágnum, una historia de amor que acabó en tragedia.

 

V

 

Como lo habrán podido apreciar, a los nuevos conquistadores les llovía sobre mojado. Si no eran atacados por los ahora clasificados como mongoles, tártaros, o apaches -categoría colonial que les dieron los colonizadores venidos de la península Ibérica-, considerados por todos enemigos de la civilización. Por lo que escucharon de ellos, los rusos llegaron a imaginarlos igual de peligrosos que los comandados por Hengis Kan, sin importar que era casi imposible toparse con ellos en los caminos reales, minimizando las guerrillas españolas, que, acompañadas de forajidos, resultaban ser más peligrosas que los mismos bárbaros, pero como les habían ganado, pensaban que lo podían hacer de nuevo.

Principalmente estaban formadas por españoles americanos, que, acompañados mestizos, indios aliados traídos del centro de la Nueva España, mulatos y de otras castas, hartos de la discriminación a que estaban sometidos por ser considerados inferiores a los españoles peninsulares, uno que otro prófugo de la justicia, quienes aprovechaban cualquier descuido para asaltar viajeros rusos, culpando a los nativos, ya que llegaron a disfrazarse como ellos, para cometer sus fechorías. A estos asaltantes de caminos y poblados pequeños, habría que agregar un grupo más, que, si bien los preocupaba, les restaban méritos como guerreros. Eran los nuevos estadounidenses, a quienes les dio por cruzar la frontera norte como Pedro por su casa, ya fuera, según afirmaban, en busca de esclavos, o ganado robado, llevándose de paso pertenencias y las mejores vacas y toros, alegando eran suyos, de los rancheros españoles, o como “compensación”, por haber albergado a sus esclavos que habían comprado durante la venta que se realizaba todos los años, después del día de acción de gracias.


Imagen 2. http://gorhistory.com

Sin importarles lo dicho anteriormente, dadas las historias, las constantes noticias sobre su salvajismo, pocas veces comprobado, e innumerables relatado, ya sea en la prensa, en partes militares, o informes de autoridades locales, en una que otra novela, al grado que los padres llegaron a decirles a sus hijos pequeños, “si se siguen portando mal, va a venir un apache y se los va a llevar”, continuaban siendo su principal enemigo. Sobre todo, después que adquirieron la pésima costumbre de secuestrar gente civilizada para pedir dinero por su liberación.

Los hombres secuestrados, eran quienes difícilmente regresaban vivos, a menos que pagaran su rescate, o porque preferían quedarse con sus captores al no tener nada que perder en sus pueblos. Mientras que, de los niños capturados, se decía terminaban convirtiéndose en bárbaros. Pero quienes en ocasiones llevaban la peor parte, eran las mujeres cuando no eran rescatadas. Si lograban escaparse de la tribu, venían cargando con uno o dos críos, morenos y de buen talante, las que, después de un tiempo, terminaban por regresar con sus captores cuando se hartaban de tanta critica por la gente de los pueblos de donde eran originarias.

De ahí el gran odio que sentía el maestro de postas -donde los viajeros se refrescaban, mandaban su correo y cambiaban sus caballos-, Dimitry Davidovich, encargado de la postería que estaba sobre el popularmente llamado Camino Real de Tierra Adentro, a la altura del río descrito por los españoles como grande y bravo, al regresar su hija después de un año de desaparecida, deshonrada y con un niño de brazos, que juraba habían sido los apaches que la mantuvieron cautiva, pero cuyo parecido con un antiguo trabajador mestizo que tuvo y no se le volvió a ver desde que la niña de sus ojos había sido raptada, y que curiosamente regresó con ella, diciendo que la había rescatado de una ranchería de apaches tontos que estaban asentados en la Montaña tonto, dentro de lo antes fuera el territorio de la antigua Nueva Méjico; estaban tan acostumbrados a los nombres dados por los españoles, que difícilmente recordaban los puestos por los rusos.

Los considerados españoles tenían que soportar lo mismo que les hicieron a los indios, ser evangelizados, ahora por parte de la Iglesia Ortodoxa, al tiempo que debían aprender ruso, a obedecer a las autoridades zaristas, representantes de la zarina, a la que debían considerar su madre por ser la máxima autoridad de este nuevo virreinato. Valga señalar, adoctrinamiento que les entraba por un oído y les salía por otro. No tanto por resistir su colonización en defensa de sus tradiciones y de los reyes de España, sino por no entender ni jota del ruso y menos tratar de aprender su alfabeto. La mayoría eran analfabetos. Por lo tanto, ni siquiera habían aprendido el suyo. De los nativos ni se diga, si poco, o nulo caso les hicieron a los misioneros franciscanos, mucho menos a los barbones del Cáucaso, a quienes tampoco les entendían cuando hablaban, pero con menos dificultades para relacionarse con ellos. Muchos hablaban más de una lengua salvaje y el castellano. Además de gustarles el comercio que aprendieron cuando se relacionaron con los jumanos, en tiempos de los tatarabuelos.

 

VI

 

Al contrario de lo que suponían los asentados en poblaciones grandes, según afirmaban los viajeros, realizar un viaje por el desierto era muy aventurado, no tanto por el peligro de sufrir un asalto. Estaban acostumbrados a ir armados hasta los dientes, mientras que la gente adinerada, se hacía acompañar de una escolta de cosacos. Era por el insoportable calor de verano, o por el imprevisto frío invernal, que si bien muchos afirmaban no era nada en comparación al de Siberia, la mayoría de los rusos americanos en su vida habían estado en la madre patria, ya fuera porque acá habían nacido, o por aclimatarse a estas tierras, y resentían los cambios de clima como cualquiera. Para ser precisos, la mayoría de los habitantes de la Nueva Rusia no tenía la menor idea de que era soportar el frío siberiano. Por si fuera poco, al hundírseles las carretas en las dunas, algo que les ponía los pelos de punta al tener que seguir contratando a los antiguos colonos españoles, quienes, junto con nativos aliados, o de algunos que llamaban genízaros (niños españoles criados como apaches, pero que habían dejado la tribu cuando eran grandes), continuaban siendo la mayoría de población en estas tierras, tuvieran que decirles por qué parte del desierto debían transitar para evitar estos hundimientos de carretas y, en ocasiones, hasta lo que llevaban cargando.

Si bien es cierto que había posteros como en la vieja Rusia, donde podía llegar a cambiar los caballos y conseguir timbres para enviar por correo su correspondencia, se encontraban bastante retirados uno del otro, lo que implicaba ser susceptibles de un ataque de bárbaros, más conocidos como “correrías”; sin descartar los que se disfrazaban como apaches para cometer fechorías y echarles la culpa. Y por si esto fuera poco, solo existían algunos poblados que contaban con pozos con agua. Las poblaciones más grandes, que debían cohabitar con grupos nómadas, debían vivir junto a un río o una laguna, muy pocos. Esto no les caía para nada en gracia, dado que debían caminar a pie tramos largo para no fatigar a los animales y por lo difícil que les resultaba caminar con sus botas rusas.

Emprender un viaje por la Nueva Siberia en línea recta era algo más que imposible, dado que, si bien desde lejos toda la tierra se veía igual, no lo era y corrían el riesgo de perderse al desorientarse (o perder el norte), caer en un barranco, o quedar insertos por días dentro de un arenal. Esta especie de estepas repletas de “fieras e indios salvajes”, según contaban los viejos, implicaba recorrer por días kilómetros de arena sin ver un poblado, o postería donde descansar. Viajar de este modo hasta su frontera norte, era cosa de tardarse más de cuatro meses para llegar a la capital de esta provincia, por tantos recovecos que había que tomar, aun realizándolo por los antiguos caminos trazados por españoles que andaban buscando, desde minerales hasta la fuente de la eterna juventud, pero que habían sido abandonados por disposición de las nuevas autoridades vizarinas, que deseaban todo fuera nuevo.

 

VII

 

Una nueva travesía y la primera aventura de Sergey Echecoatl Podorov y Mendieta, quien deseaba recorrer los caminos y realizar las andanzas de su abuelo, ya contaba los diecisiete años -bueno eso era lo que pensaban, ya que tardaron en llevarlo a bautizar al discutir su padre y abuelo con su madre, quienes serían sus padrinos, lo que les llevó bastante tiempo y algunos disgustos familiares de tipo religioso que, en esta ocasión, no viene al caso comentar.

El joven nieto de espíritu aventurero como su abuelo, sucesor en cuarto lugar a obtener el título de príncipe, ya que estaba primero su padre y luego sus dos hermanos, se contentaba con alcanzar grados militares y encuentros con los aguerridos mongoles, a los que de tantas historias que había escuchado se estremecía de terror solo al pensar enfrentarse con ellos, pero todos los días se hacía a la idea que podía sostener en un momento dado un ataque cuerpo a cuerpo en el que estaba seguro ganaría por llevar mejor armamento.

Lo que nunca imaginó Sergei que ya rondaba los diecisiete años; al menos eso creía, ya que nunca estuvieron seguros de la edad que tenía entre el día que nació y cuando lo registraron, dado que, en el Nuevo Mundo, no había jueces cercanos para presentarlo y registrarlo, por lo que muy bien pudieron pasar varios meses antes de conseguir su acta de nacimiento. Sobre todo, que sus padres recordaran con exactitud el día que nació y más que era mestizo, lo que dilató el presentarlo oficialmente ante la cabeza de la familia.

Su viaje de los Zacatecas hasta la capital de la antigua Nueva Vizcaya, o Nueva Ucrania -la que gusten usar para ubicar mejor al lector-, no tuvo mayores sorpresas. Se encontraron en el camino varios grupos de tarahumaras y tepehuanos que eran aliados, una que otra conducta militar, ahora al servicio de guardias de mineros, o de arrieros, que en los viejos mesones propiedad de antiguos españoles americanos -que podían pertenecer a cualquiera de las castas formadas en el centro de la Nueva España, desde los llamados criollos, hijos de antiguos oficiales españoles peninsulares, de mineros, o descendientes de los primeros conquistadores, de comerciantes, hasta los “salta pa’tras” y “no te entiendo”, únicos que de tantas mezclas raciales no se les podía identificar con ninguna y se arriesgaron a formar una nueva vida en estas tierras poseídas por el demonio, según los frailes misioneros, de acuerdo a lo que dice la Biblia sobre el desierto-. No había ningún grupo que no afirmara que fueron asaltados por una banda de apaches con más de veinte miembros encabezada por el indio Naché, que nadie conocía.


Imagen 3. www.nps.gov

Su aventura inicia cuando un destacamento de cosacos, comandado por el capitán Yuri Volkov, sobrino nieto del príncipe en cuarto grado que decidió aventurarse a conquistar y colonizar el Nuevo Mundo, hijo de un primo del príncipe que ya no contaba con más fortuna que una vieja casona en Moscú, donde rentaba cuartos para vivir, le es encomendado el pequeño Sergei para que realice sus sueños de conocer el indómito septentrión de la Nueva Rusia, influenciado, tanto por las historias del abuelo como de la criada.

Al día siguiente salieron de la capital de Moscú, antes la villa de Chihuahua, rumbo al septentrión con dirección a ese inexacto lugar del que todos hablaban, pero nadie sabía cuál era su extensión, ni exactamente dónde empezaba al no contar con fronteras como las de Europa, llamado la Apachería que ningún grupo había conquistado. Habitado por la nación apache, por la semejanza de los grupos que así habían identificado y solo los conocían por el lugar donde los vieron.

Su primer destino en este inmenso desierto, una antigua misión, más conocida por la gente como Paso del Norte. Todo iba en calma hasta que se detuvieron junto a una laguna para refrescarse y dar de beber a las bestias. Sergei fue tras unas rocas cumpliendo un llamado de la naturaleza y nunca regresó, por lo que se organizó una partida, dejando a otros con las carretas, para buscarlos con mayor rapidez. Un grupo de españoles -solo porque hablaban español y vestían como ellos, ya que, en su mayoría, a simple vista se les notaba eran mestizos-, se ofrecieron ayudarlos, siempre y cuando hubiera recompensa. Después de ponerse de acuerdo en el precio, inició la búsqueda.

 

VIII

 

En su tan anhelado viaje, Sergey, el nieto aventurero cayó en una trampa. Estando en una taberna con dos forasteros que tenían todo el aspecto de ser enviados del virrey para insurreccionar a los españoles norteños contra los rusos, lo confundieron creyendo eran sus aliados. Estaban vestidos como rusos, aunque se hacían acompañar de nativos a quienes les decían eran indios pueblo, indios aliados, no bárbaros y como no tenía ni la menor idea para distinguirlos, aceptó el vino que le dijeron se producía en una pequeña población situada junto a las peligrosas corrientes de caudaloso río a quien los españoles le llamaron, unos Grande y otros Bravo.

Después de un par de botellas perdió el conocimiento y lo sacaron por la trastienda de la taberna. Lo recobró cuando estaba en una de las llamadas rancherías de apaches mezcaleros, que de manera autoritaria y en una lengua que no entendía, le daban indicaciones, las que solo medio llegó a comprender por las señas que hacían, como ordenarle quitar el estiércol que habían dejado los caballos, darles agua, cargar lo que habían recolectado las mujeres, o cazado los hombres, limpiar vasijas, entre otras cosas más para un aspirante a capitán aventurero. Sin embrago, cargado de coraje y rabia, lo que debía contener para evitar lo desollaran igual que a un comanche que, sin saber su idioma, entendió les estaba diciendo una serie de improperios, que no viene al caso tratar de escribir en este relato, poco a poco fue entendiendo cuáles eran sus obligaciones de cautivo.

  • “Bonita aventura me estoy pasando”. Ojalá y nunca lo sepa mi abuelo; solía repetirse en silencio una y otra vez.

Había perdido la noción del tiempo. Entre lo que tardó en llegar allende el río Bravo hasta lo que suponía era la Nueva Siberia, aprendido sus labores, había pasado más de un año. Al enterarse el príncipe, se dio cuenta el cariño que le tenía a pesar de ser mestizo. Fue de inmediato con los cosacos, donde alguna vez fue jefe de un destacamento. Contrario a lo que imaginaba -encabezar su búsqueda-, le indicaron que era mejor se esperara a pagar el rescate. O aprovechando la confianza de tratarse de uno de sus antiguos colaboradores, contratara soldados, o mejor lo diera por muerto ya que no podían distraer ningún pelotón. Se habían recrudecido los enfrentamientos contra los rancheros españoles y lo que quedaba de sus tropas presidiales, que, al estar recibiendo de nuevo ayuda de la Nueva España, comenzaron a reorganizarse y no podían distraer ni un solo cosaco en perseguir cautivos.

Fue al encuentro de estos mercenarios. Era una partida de antiguos presidiales aliados con excosacos, indios renegados y uno que otro genízaro que les servía como guía. Después de arreglarse con el precio, que decidió descontárselo de su herencia, inició la búsqueda. Cruzaron ese gran río por donde se conocía como Paso del Norte. En la primera ranchería preguntaron por el starosta; jefe elegido por la comunidad.

  • Decid al starosta que queremos hablar con él.
  • ¿A quién?, respondieron en perfecto castellano, dado que, hasta esas tierras, si bien pertenecían a la zarina, la influencia rusa era mínima y su sometimiento y colonización era prácticamente nula.
  • Si nos permiten un momento, vamos a buscar a don Pedro. Es el de más respeto en este poblado y quién lo dirige. De seguro lo conoce.

Un tanto molestos, respondieron,

  • Es a él a quien nos referimos, ¡idiota! Dijo bastante enojado el antiguo cosaco que dirigía ese grupo con aires de colonizador. ¿Acaso no ha venido nadie en los cincuenta años que llevamos gobernándolos a explicaros cómo funcionamos?

Solo se escuchó el silencio por toda respuesta.

  • Mire acá viene, dijeron los españoles.

Sin decir siquiera buenas tardes, ni ofrecer mayor explicación, dado que el tiempo apremiaba, se dirigieron a don Pedro y a boca de jarro le preguntaron.

  • ¿Habéis visto pasar una partida de indios con un joven de rostro apiñonado, de unos diecisiete años de edad, vestido a la usanza rusa?
  • ¿Seguro?
  • Es importante que lo hallemos, ¿me entendéis?
  • ¿No sabéis decir otra cosa?
  • Perdón, quise decir sí. Si bien estamos en un punto de cruce hacia el septentrión.
  • ¿Hacia dónde decís?
  • Rumbo al norte donde predominan los indios sublevados, no acostumbran a cruzar por los pueblos y rancherías, salvo cuando quieren llevarse vacas, o caballos. Les recomiendo sigan en esta dirección hasta la Apachería. Después, deben tener mucho cuidado, son sus tierras y ellos mandan. No es fácil quitarles lo que se llevaron, a menos que les ofrezcan algo a cambio.

 

IX

 

Entre que nunca los alcanzaron y esperaban les pidieran recompensa, había pasado más de un año. El abuelo, todas las tardes sentado en el patio donde contaba sus aventuras a los nietos esperando alguna noticia, un buen día lo encontraron muerto. Los otros nietos con la tristeza en el alma de no saber nada de su medio hermano, discutían por la herencia.

En una ranchería apache, Sergey había aprendido algo del idioma nativo. Esto es, sabía cuando le ordenaban hiciera algo. Ahí conoció a Wakanda -la del poder mágico interno-, de quien quedó prendado. Mientras que ella, aprovechando el liderazgo que tenía en la tribu, también atraída por este joven, mitad español, mitad ruso y ya vestido como nedni, se unieron en matrimonio. Sin saberlo, ella era nieta de Taima y el mayordomo de su abuelo, que, por temor a un reproche del príncipe, nunca se atrevió a contar su aventura.

En los Zacatecas, entre las discusiones de los otros nietos sobre qué le tocaba a cada quién, llegó una señora que nadie recordaba, ni siquiera el mayordomo, quien agonizaba en su cuarto, diciendo ser la duquesa Petrova Ivanova Kuznetsov, vida del príncipe Todorov, dejando a todos estupefactos. Mientras que, en tierras de la Apachería, cuando apenas disfrutaban las mieles de su matrimonio Sergey y Wakanda, a lo lejos se escuchó con miedo gritar:

  • Un-Dah (hombres blancos).


Imagen 4. https://statuv.com

 

Cómo citar este artículo:

CHÁVEZ CHÁVEZ, Jorge, (2019) “De cuando los rusos conquistaron la América septentrional”, Pacarina del Sur [En línea], año 10, núm. 40, julio-septiembre, 2019. ISSN: 2007-2309

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

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