La maquinaria del horror entre la aspereza del desierto y el salvajismo del asfalto en Huesos en el desierto

En el México del siglo XXI, con la aparición de cadáveres de mujeres violadas, descuartizadas, con marcas en sus cuerpos, vestimentas diseminadas y, por otro lado, cuerpos decapitados o cabezas de hombres arrojadas a espacios públicos, con mensajes intimidatorios y el uso de los cuerpos de las víctimas que ilustran la enorme crueldad, todo ello se convierte en un leit motiv de un espectáculo macabro y, se nos afirma en los medios, obra y gracia del “crimen organizado”. No hay pesquisas, no existen culpables, la confusión se apoltrona en un ambiente desolado/desorganizado y la impunidad y el caos reinan en el país. Un literato detecta rastros y huellas de los criminales, alineados en el terrorismo estatal, y utiliza la narración y el método expositivo donde crónica y ensayo, narrativa y testimonio se entrelazan “como un modelo de argumentación ético y moral”. La “cultura” del crimen en México, compilada en El libro rojo del XIX y El Libro rojo II se actualiza y eleva el relato a una dimensión literaria cruel y excepcional.

Palabras clave: narrativa testimonial, Huesos en el desierto, frontera, feminicidio, Ciudad Juárez

 

Introducción.

A diferencia de la novela clásica,  burguesa y europea, la narrativa testimonial  es un género propiamente latinoamericano, genuino aporte de nuestras letras. Rodolfo Walsh es un caso emblemático con Operación masacre (1957) “una de las  primeras novelas verídicas escritas en español, con lo que Walsh se anticipó en nueve años al New Journalism, es decir, a la aplicación de procedimientos novelísticos al relato de hechos verdaderos”[2]. Con la revolución cubana  y  la iniciativa de Casa de las Américas en 1970, al premiar exclusivamente a obras testimoniales, se consagró el género y produjo  obras capitales en México y en América Latina. Por ejemplo, Biografía de un cimarrón (1966) de Miguel Barnet; Los días de la selva (1980) de Mario Payeras; La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982) Omar Cabezas; Me llamo Rigoberta Menchú (1983) de Elizabeth Burgos. La mayoría de estas obras expresan aspectos de las luchas de liberación de nuestros pueblos; denuncia y proclama,  deseos y esperanzas,  sueños y utopías, son algunas de las constantes de estos textos. En México, Ricardo Pozas, maestro del género, con su clásico Juan Pérez Jolote (1952), Elena Poniatowska  con Hasta no verte Jesús mío (1969); Carlos Montemayor con Guerra en el paraíso (1991) al igual que Jesús Morales Bermúdez en Memorial del tiempo o vía de las conversaciones (1990) definieron y consolidaron un género literario híbrido, a caballo entre la ficción y la realidad.

En el México contemporáneo sobresalen algunos textos cuyo contenido rebasa el de los testimonios tradicionales con su carga principal de denuncia, descripción de hechos, relatos de ofensas y agravios, etcétera. Es decir, los superan tanto en forma como en contenido; puede existir la denuncia pero no es el móvil primordial ni la proclama sobre la crisis y el caos prevalecientes en México. Por ejemplo, Salvador Díaz “La rebelión de los fulgores” reseña la lucha de los campesinos de San Salvador Atenco por conservar la tierra de sus ancestros y su férrea oposición a los designios foxistas; Sergio González Rodríguez en Huesos en el desierto (2002) investiga los crímenes de género en Ciudad Juárez y denuncia la creciente impunidad del Estado mexicano; el subcomandante Marcos, vocero de las comunidades zapatistas, narra el ¡Ya basta¡ de las comunidades indígenas zapatistas. En síntesis, estos textos rompen con el periodismo tradicional que exigía distancia frente a los hechos y objetividad a toda costa. Aquí, los autores  crean un género híbrido que ofrece testimonios que se pueden leer como novelas o viceversa. La subjetividad es un elemento clave que se vincula a un estilo personal y coloquial que incorpora como temas lo marginal, lo anecdótico y lo aparentemente frívolo.

 

Ofendidas, explotadas y humilladas.

1.- Al través de la narrativa, cual ejercicio de la escritura y eficaz  recurso, el autor analiza y argumenta los crímenes contra las mujeres y  en México; dicha narrativa, cual método expositivo, cabe caracterizarla como modelo de argumentación ético y moral… cada parte descrita se vierte en la totalidad, y la crónica se alterna con el ensayo. Cada testimonio de las víctimas induce la reflexión y crítica y, por ello, estos textos literarios, narrativa testimonial, adquieren elevada eficacia sobre el reportaje, el ensayo o el testimonio directo.


2.- Mediante el tema asesinato de mujeres, González Rodríguez devela claves que permiten la comprensión y prefiguran el horror contemporáneo en México. Una clave se ubica en la actitud complaciente/tolerante hacia el feminicidio y los crímenes de odio por un Estado y/o gobierno (que) ha protegido a los asesinos y a quienes los patrocinan cuantas veces ha sido necesario. Otra clave, o corolario de la anterior, es la impunidad prevaleciente, cual factor desencadenante de nuevos horrores en donde, “El desgobierno y la paralegalidad… lucen como emblemas de una falsa democracia, en la que el narcotráfico implica un factor inherente al sistema político, y de ninguna manera algo externo a éste, como tiende a decirse, o a creerse”[3].

3.- El Instituto Mexicano de Estudios de la Criminalidad Organizada, en un texto fuera de serie, señala la principal característica del crimen organizado en nuestro país: “La especificidad fundamental del crimen organizado en México es que se origina, se sostiene y nutre desde las estructuras del Estado, en particular de aquéllas que teóricamente existen para combatir, precisamente, la delincuencia. Dicho de otro modo, el crimen en lo fundamental es organizado desde el Estado, protegido desde el Estado y defendido desde el Estado ante las exigencias de las víctimas –la sociedad- de poner fin a las agresiones de estos grupos delictivos. De hecho las mafias mexicanas habitan el corazón mismo del Estado”[4]. Esta también es una de las hipótesis de S. González Rodríguez.

4.- El texto Huesos en el desierto se muestra cual enig  ma a develar. Es el detective/ escritor, o viceversa, que recorre sórdidos y luminosos parajes desérticos y urbanos en busca de evidencias, rastros, huellas que le permitan emitir un juicio.   Las pistas le llevan con hermanas, padres, amigos(as) que narran la desgracia desde una posición de indefensión ante la catástrofe inevitable. Cual investigador lee entre líneas los diarios y aguza su memoria. “Asociar lo disperso, señala el autor, ayuda bastante a contradecir la verdad oficial”, junto con la capacidad de jerarquizar, distinguir o evaluar más allá de lo inmediato… Rememorar cosas pretéritas otorga los beneficios del pensamiento analógico” (p. 282) con ello es posible trazar asociaciones, puentes y proyectar una línea de pensamiento que organice el caos. En la maraña de verdades a medias, de falacias,  de destrucción y ocultamiento de evidencias del sistema fue vital para el escritor e investigador que “perduraran las palabras, los testimonios, los documentos, los datos, los hechos, los indicios, las conductas circulares”. (p. 284).

A diferencia de vestimenta ostensible, gorrita, capa y pipa, que identificaba al célebre detective inglés, González Rodríguez de seguro apostó por diluirse con discretas vestimentas en ámbitos preñados de dolor y esperanza, de incertidumbre y desolación: entre deudos con cierta certeza de serlo, familiares a la espera de la hija desaparecida, colectivos en búsqueda de rastros y huellas ante la inoperancia e indolencia policiacas. Clave fundamental, cual método de trabajo, fue el saber mimetizarse, el renunciar a su condición de defeño o a las luces del intelectual ante el gran reportaje, a la hipervisibilidad, y a favor del anonimato, como señalaba R. Kapuscinski “Si se está demasiado connotado, si los signos de reconocimiento social –ropa, conducta- son demasiado identificables, es posible acabar siendo excluido del contacto con la gente corriente y con las informaciones de primera mano”[5]

En el “postfacio” a la tercera edición, González Rodríguez va enmendando sus puntos de vista,  afina una mira que lo confronta con el poder establecido. Texto inacabado, se ha dicho, pues no concluyen las indagaciones, los nuevos datos y rastros en una versión que no es definitiva y que se va adecuando a los tiempos y espacios, a las nuevas circunstancias de la coyuntura política. Situación precaria del texto y del propio autor. Texto inconcluso que le permite nuevas averiguaciones, nuevos testimonios que avalan lo afirmado en el prólogo. En ese “postfacio”, el autor acude  a una memoria que le permite rastrear no de frente sino en forma lateral la tragedia narrada desde que “clausuró” el texto principal: itinerario-presentación de Huesos en el desierto en Barcelona y en México DF; el “secuestro” del texto de las librerías de Chihuahua y, siempre, la ominosa presencia de personeros del Estado; itinerario sangriento de jóvenes asesinadas  en 2002, 2003, 2004; itinerario de los protagonistas que no se salen del guión en el gran teatro de simulaciones compartidas; itinerario del dolor, de la incansable búsqueda en comisarías, hospitales, en el desierto y, siempre, la orfandad de familiares y amigos.

En este rastreo de pistas en el que el autor se embarca no cuenta con la sofisticada  tecnología que hoy vemos en los seriales televisivos -fotos con rayos láser, químicos indelebles, rastreo de llamadas por celular, indagación computarizada etcétera-, sino con recursos  no sólo elementales sino ingenuos. Por ejemplo, la revisión de los diarios mexicanos permite al investigador cotejar la vida cotidiana, una realidad que se oculta tras un velo que permite entrever lo que sucede, mediante la lectura de entre líneas y el recurso de la memoria. “Quienes tienen el poder quieren poseer también el monopolio de la verdad” (p. 282). En una atmósfera por demás ominosa, en el  caos y sensacionalismo informativo es posible atar cabos y detectar otra verdad que se pretende ignorar/olvidar. Ante la amnesia y apatía inducidas, el ejercicio lector es una ingente tarea para González Rodríguez. “Leer entre líneas refiere al hallazgo,  de lo que trascenderá lo contingente; y a la capacidad de jerarquizar, distinguir o evaluar más allá de lo inmediato” (Ídem). Al lado de tal ejercicio, se requiere el poder de asociar lo disperso y, con ello, “contradecir la verdad oficial, así como auxilia a revelar lo que algunas autoridades ocultan en sus acciones. Cada acto, cada palabra, cada mutis de ellas expresan una arquitectura inversa: al principio opaca, pero luego evidente hasta hacerse casi corpórea” (Ídem).

A diferencia de los textos inertes/inermes o aquellos que no dejen huella en el ánimo del escritor o del lector; o los otros, escritos “para que actuara(n) no para que se incorporase(n) al vasto número de las ensoñaciones de ideólogos., señala R. Walsh. Investigué y relaté estos hechos tremendos para darlos a conocer en la forma más amplia, para que inspiren espanto, para que no puedan jamás volver a repetirse”[6], cuando González Rodríguez emprende la escritura de Huesos en el desierto percibe que ya nada será igual pues se atrevió a navegar  en las procelosas aguas de la maldad del sistema y su existencia se verá trastocada-trastornada. Así lo dice en su texto: “Una mañana de 1996, salí de la Ciudad de México hacia la frontera norte. Y hallé un rastro de sangre. Desde entonces lo he seguido. […] A veces, el rastro aquel se convertía en un hilillo casi invisible, y había que aguzar los sentidos para distinguirlo. Luego se volvía ostentoso de tan evidente. Un charco de sangre espesa en el que se hunden la indignación y el azoro” (p. 284). El rastro de esa pista sangrienta implicó secuestro express, golpizas que lo llevaron al hospital, amenazas de desaparición y muerte por indagar el feminicidio y publicar su célebre texto[7].

A raíz de aquel trauma mortal y la amenaza latente de un alto jefe policíaco que instruye a subordinados a efectuar el levantón del reportero impertinente, que significa secuestro y el posterior asesinato, nada de pedir rescate económico[8], González Rodríguez escribe “Cuando se registra una amenaza integral, el pasado se agudiza, ya que disgrega el sentido de lo inmediato y absorbe el porvenir” (p. XVI) y es cuando asume o apuesta su destino, incorporando pasado-prese  nte y porvenir, al lado de las humilladas y ofendidas en donde “el recordar, dice el autor, se volvió para mi un mandato. Algo bastante difícil de cumplir.  Porque llevamos dentro nuestro propio demonio y hacemos de este mundo nuestro propio infierno, del que siempre alguien quiere apropiarse […] Por lo mismo, recuerda, me dije. Ya eres parte de los muertos y de las muertas. Te inclinas ante ellos y ellas” (p. 286). Tales definiciones vitales/mortales lo alejan de la actitud posmoderna, la apatía, la indiferencia cuando no del intelectual políticamente correcto y cercano al presupuesto, y  lo enrielan en lo que en los setentas  del siglo XX los intelectuales vinculan su suerte con los ofendidos, él se siente fuertemente interpelado/agraviado: “la valentía de las víctimas al encarar en el último momento la indignidad de su muerte, nos librará del miedo, siempre, una y otra vez” (p. XXIX). Tal definición existencial sugiere ponerse en el lugar del otro, compartir destinos.

La historia que cuenta González Rodríguez nunca es la de los poderosos, de los jefes políticos, de los ilustrados es una historia construida desde abajo. Una historia atenta a las cosas, a los detalles, a los humores; es fruto de la observación constante y de la intuición, de la subjetividad. Historia/relato. Sus personajes son las madres desesperadas y sus hijas, los vecinos, el vendedor de fruta. El escritor se mezcla con ellos, los escucha, registra sus humores, sus estados de ánimo. Para el cronista, además de la enorme capacidad de observación, se convierte en fundamental el oído, el talento de la escucha, la consciencia de la abismal diferencia que en nuestra época se produce entre el tiempo de la cultura material (o, dicho de otra forma, de la vida cotidiana) y de los acontecimientos políticos. No es hombre ni mujer plenos, dice Kapuscinski, quienes no saben que en la política y en la vida es necesario saber esperar; y que un hombre no empuña un hacha para proteger su cartera, sino en defensa de su dignidad. El que no sabe admitir y administrar su propio miedo ni estar solo, el que no es curioso ni lo suficiente optimista como para pensar que los seres humanos son el centro de la historia, el que no ha comprendido que el concepto de totalidad existe en la teoría, pero nunca en la vida[9].

Una de las hipótesis que maneja González Rodríguez sobre el desencadenamiento de la barbarie social en la frontera Norte  se vincula con los antecedentes a la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, en el año de 1989. Describe el autor cómo un grupo de empresarios y políticos de Ciudad Juárez, “con influencia en el más alto nivel del país, ordenó crear un clima de inseguridad social mediante el empleo de sicarios del narcotráfico, protegidos por policías y funcionarios judiciales, para secuestrar y asesinar mujeres pobres, entre ellas, obreras de la industria multinacional allá asentada. El trasfondo de aquello consistía en reafirmar los privilegios y el dominio fronterizo ante la posibilidad de algún cambio” (p. XX). De acuerdo a dicha información, los sicarios encargados de la limpieza social y sus comparsas, los agentes y comandantes policiacos, serían ajusticiados a su vez, entre 1989 y 1996, para evitar la delación del exterminio. Los subsecuentes asesinatos de mujeres, cual efecto copycat o imitación, incluirá destacadamente a  poderosos empresarios y políticos.

Dicha hipótesis se vincula a otra que se remonta a mediados de los años sesenta del siglo XX, con el auge y proliferación de la industria maquiladora en la frontera Norte ante al expansión industrial del capitalismo trasnacional que traslada capital a regiones que poseen mano de obra sumamente barata, crea una nueva división del trabajo y un proletariado compuesto en su gran mayoría por mujeres jóvenes. En esa época, en la frontera norte, hay un ejército de reserva femenino que posibilita la selección con criterios de elevación de ganancias y no de solución de empleo. La PEA de mujeres era de 19 por ciento en 1970, para 1978, el porcentaje ascendió a 29,4. En 1970 del total de la población activa en Ciudad Juárez era 75% masculina y 25 femenina; en 1976 ya era el 69% masculina y el 31% femenina, y de éste porcentaje el 55.5 ya labora en la maquiladora[10]. Ante crisis, desempleo y miseria mexicana, la frontera norte, la industria maquiladora y/o el tránsito hacia los Estados Unidos, es la utopía de proletarias mexicanas.

En estas Zonas francas, genuino paraíso de extracción de plusvalía, el Estado mexicano se muestra complaciente y dadivoso pues auténticamente regala  servicios como agua y luz en los parques industriales, exime de impuestos a las trasnacionales, no impone regulación en condiciones de trabajo y seguridad. En estas zonas francas abunda la mano de obra con salarios de hambre. Este es el espacio primordial para “jóvenes, bonitas y baratas”, afirma Norma Iglesias en La flor más bella de la maquiladora, pero también con enorme fortaleza ante exigencia de máximo rendimiento en la producción, pero además versátiles “instalar circuitos, soldar resistencias, servir el café, barrer la fá  brica y coser un botón al supervisor o al jefe[11]”. Esta versatilidad no impedirá la especialización para soldar microchips con un microscopio durante diez horas y las extras; o vestir muñecas en “una banda electrónica que camina bien rápido, dice Elena Ramírez, tener que bajar las muñecas ponerles un roponcito desde el cuello hasta abajo,  abrocharles dos botones chiquititos… El trabajo era tan rápido que se nos amontonaban… se me despellejaban mucho las manos por la rapidez de la banda… llegaba a mi casa y no podía hacer el quehacer, no podía ni cambiar a mi hijo”[12]

Resulta inevitable  recordar al Charlie de Tiempos Modernos frente de la cadena productiva atornillando  una tuerca o un tornillo, en ocho o diez horas, y no controlar el temblor de manos, cual epilepsia inducida, en labores tan cotidianas como beber agua o comer una sopa y terminar con una camisa de fuerza. Para las obreras de la cadena productiva de la Zona Franca en Ciudad Juárez o Tijuana era casi inevitable tomarse una copa, una cerveza o salir a bailar para compensar la  monótona e irracional labor en la empresa. ¿O cómo superar o trastocar así fuese momentáneamente el torbellino de la enloquecida cadena productiva, en sus tiempos y movimientos? ¿Cómo volver a la normalidad después de trasmitir humanidad a una muñeca y sufrir la pérdida de sí mismo en un proceso deshumanizador? ¿Cómo superar la contradicción de un trabajo que enajena en vez de liberar la creatividad?

En esos  infernales escenarios, cual círculos dantescos, hay un resquicio, un lapso entre 1968-1974, cuando se propaga la existencia de empresas de ensamblaje electrónico, principalmente yanquis, y luego la manufactura de ropa, artículos deportivos y juguetes. En una frontera de 3,200 km. que se comparte con Estados Unidos, en 1971 Ciudad Juárez es el modelo de industrialización más exitoso en las estratégicas maquiladoras[13] que contratan mujeres jóvenes sin experiencia pero con enormes deseos de trabajar: dócil, hábil, paciente, cuidadosa, resistente y muy joven; otra industria, la del esparcimiento, instala cafés y bares, restaurantes y discotecas para jóvenes agobiadas en la infernal rutina del ensamblaje y cierra el férreo círculo. Estas primeras obreras pondrán el mal ejemplo pues se muestran seguras, emprendedoras con relativa autonomía, ganan su propio dinero y ello permite construir su propia existencia. Salen solas a divertirse los fines de semana, frecuentan antros y centros nocturnos tiene dinero de su salario para pagar su diversión. Hoy, “se ha desvanecido el carisma de la mujer pura, de la esposa y madre. Ahora que la mujer trabaja y no necesita protección masculina, se ha convertido en la antítesis de aquella fantasía. Al ser libre desde muy joven… a la mujer se le identifica como la sucia, la que le gusta el sexo (p.35) ¿Cómo se atreven las mujeres a pretender liberarse, así sea momentáneamente? ¿por qué se comportan como varones?

El odio hacia las mujeres, la misoginia, en su expresión radical como supresión  sólo se explica porque es posible asesinarla por un hecho: ser mujer. El fenómeno de los feminicidios pareciera ser una reacción  a esta breve racha de liberación de  mujeres obreras, con capacidad de ganar un poco de dinero y decidir sobre sus vidas. Ese odio  se sustenta en una gran diversidad de aspectos sociales, psíquicos, simbólicos que cobran vida en la valoración social y se expresan en conductas y acciones violentas o enmascaradas, siempre latentes. La subvaloración de lo femenino es  fuente primaria de toda misoginia cuyo expresión extrema es el asesinato. La subordinación social de éstas es un fenómeno que se expresa en un complejo sistema de valoración negativa hacia lo femenino en terrenos comparativos/equiparables/competitivos con lo masculino. Introducida en lo más profundo de la (in) consciencia de los imaginarios sociales, esta dimensión simbólica subvalora y desprecia todo lo femenino. No son gratuitos los tratos desdeñosos e incriminadores de agentes del Ministerio Público o policías judiciales hacia familiares de desaparecidas acusadas de descuido e imprudencia, a las jóvenes de llevar una doble vida, andar solas en la noche y vestir ropa sensual.

El sexismo cultural, a su vez, implica un rechazo de lo femenino, compartido por hombres y mujeres que participan de la sociedad patriarcal. La homofobia y la misoginia, valores que vehiculizan el mundo cultural, generan una violencia real y simbólica que determina la vida cotidiana. A partir de  autoras como Celia Amorós, Humbelina Loyden señala: La mujer aparece como una naturaleza que debe ser dominada, controlada; más aún, en ella se proyectan las pasiones, las tentaciones carnales que amenazan distintos órdenes del varón, tanto en lo interno como en lo externo. La mujer aparece como una intrusa que desde fuera introduce el desorden, la descomposición y la corrupción al edificio social. Aparece como si fuera una causa real exterior cuya eliminación haría posible la restauración del orden y la estabilidad. En eso que el hombre atribuye a la mujer tendría que reconocer su propia verdad, porque la mujer es la representación por excelencia del objeto del deseo y del goce. Al no encontrar el varón el placer en sí mismo, la plenitud, no podrá evitar odiar al objeto construido por el: la mujer”[14]. Estas jóvenes obreras de la maquila, descritas en Huesos en el desierto, pagaron la audacia y el atrevimiento de  antecesoras, en su atisbo liberador, al introducir desorden, descomposición y corrupción del edificio social juarense, construido durante milenios por esforzados varones. La foto portada de Huesos…, ritual con hacha, ilustra la reacción desde el poder.

En el pasado, los asesinos tradicionales mantenían códigos, hermandades,  lealtad.  Raymond Chandler, a finales de los treinta, escribe El simple arte de matar con tres elementos: el asesinato, acto de infinita crueldad, la inmoralidad social, o la doble moral del sistema capitalista, y el dinero fácil y el poder que se alcanzan con este rudo oficio. Y antes, mucho antes, Thomas de Quincey en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, mediados del siglo XIX, con profunda acidez devela la gazmoñería e inmoralidad  burguesas ante  el escándalo que provocó Swift y sus niños asados y sin embargo toleran y auspician el sufrimiento real y la muerte de pequeños en las minas o hilanderías. De Quincey describe la perversidad que denuncian los rasgos físicos de un criminal: palidez cadavérica, mirada vidriosa, pelo teñido de amarillo. “Estos criminales literarios, señala Gubern, personifican dos condiciones claves: una motivación razonable para ejecutar el crimen y la posibilidad física de llevarlo a cabo”[15]. Épocas ingenuas donde el que la hacia la pagaba, por lo menos eso proclamaron programas radiales de los años cincuenta.

Hoy los asesinos reales de mujeres en Ciudad Juárez se han desembarazado de coartadas, códigos, lealtades y actúan bajo el certero lema  premeditación, alevosía y ventaja que ofrece el amparo del poder. No hay freno ni límites a una perversión calculada, alevosa y con todas las de la ley pues la harán y no la pagarán, como rezaba la añeja consigna policiaca. Los asesinos materiales y los intelectuales gozarán de la impunidad y más aún, el reconocimiento, que les ofrece el Estado de derecho como prominentes empresarios, ricos comerciantes y exitosos hombres de negocios. “La impunidad, dice González Rodríguez,  se volvía la energía del crimen, pero de la imaginación también… En otras palabras, la impunidad sería el afrodisiaco de los asesinos (p.62). A la moderna condición del  asesino anda suelto que tanto promovió, por ejemplo, Patricia Higsmith y su Mr. Ripley, asesino nato y no  atrapado por el viejo y cansado brazo de la ley y la paradoja de un público que no infringe la ley por falta de oportunidad y coraje pero se identifica con el sinvergüenza de éxito, hoy los asesinos materiales e intelectuales de Juárez siguen sueltos matan a sangre fría y deambulan tan campantes. ¿Cuáles son las ventajas de funcionarios públicos, policías y militares, frente a delincuentes sin placa? “Normalmente operan con el consentimiento de sus jefes y la complicidad de sus compañeros; cuentan con información privilegiada; investigan sus propios delitos; en caso de ser detenidos negocian su impunidad con otros policías; intimidan a las víctimas”[16] El pelón Sobera de la Flor o Goyo Cárdenas eran unos inexpertos e ingenuos matones, fuera del presupuesto, al igual que Al Capone que comentó desencantado la ausencia de valores patrios y morales en una Norteamérica que él ya no entendía.

¿Y las víctimas de esta “normalización” de barbarie social? Son las obreras empleadas y desempleadas de las trasnacionales en Juárez; son el ejército de reserva ya no de estas empresas sino del llamado crimen organizado, a diferencia del desorganizado que es el Estado mexicano. Las jóvenes, cual estereotipo, entre 15 y 22 años, delgadas, morenas y bellas, de pelo largo serán  carne de cañón de asesinos, violadores, depredadores. Sus circunstancias las harán proclives al próximo crimen, a la inminente violación, al futuro ritual satánico con la Santa Muerte. De entre miles de ejemplos, “La muchacha salió de su casa a las cinco. Elizabeth Castro García de 17 años. Era el 14 de agosto de 1995 y, como todas las madrugadas, se dirigía a su trabajo en la maquiladora Procon”, (p.42) nunca se le volvió a ver; A Claudia Ivette González le negaron el paso a la maquiladora Lear, se retrasó dos minutos y luego desapareció; “Lilia Alejandra García Andrade, de 17 años y dos hijos, desapareció el 17 de febrero de 2001 al salir de su trabajo en una maquiladora”.  Elizabeth, Lilia Alejandra, Claudia Ivette de seguro eran expertas en soldar, ensamblar, fusionar auto partes, micro chips y electrodos. Dice González Rodríguez:

Sacrificar mujeres en Ciudad Juárez reflejaba el placer de una fama que se quería clandestina y anónima. El proyecto concluso de las fantasías sangrientas en medio de un territorio donde día tras día fermentaba el miedo, y donde las mujeres emergían y participaban en la construcción de su propia vida. Ciudad Juárez veía desplegar el sacrificio de mujeres que podrían ser el emblema de la mexicana de tierra adentro:  joven, morena, breve, empeñosa. (p. 159).

¿Y los familiares de las víctimas? Acudieron a la  comisaría y delegaciones, a los módulos policíacos y retenes del ejército e invariablemente recibían el desdén y la amonestación judiciales, “se fue con el novio”, “porqué no las cuidaron y faltaron a sus obligaciones”; a los maltratos policiales se añadía la inculpación de las víctimas. “Al dolor por la pérdida de una hija, al registro lacerante de la impunidad e ineficacia policiaca o ministerial se había añadido la humillación pública” (p. 64). Ante el escarnio, burla y ofensas, familiares y amigos iniciaban la búsqueda por sus propios y escasos medios en los terregales y basureros de Lomas de Poleo, en la zona desértica fronteriza  y en Los campos de algodón, todos auténtica dimensión desconocida. Tal vez no encontraron a sus familiares pero hallaron tenis, zapatos, pantaletas, huesos. En esos desolados, macabros y sórdidos espacios colocaron pequeñas cruces en señal de duelo y volantes, anuncios con la foto del ser querido y la leyenda Atención. Se busca. Se agradecerán informes. Dice González Rodríguez “Ante la desaparición de una persona, se prodiga un florecimiento del luto que se inicia en cada caso cuando se difunden los volantes, papeles que llevan la leyenda Se busca. Expresan el centelleo de los presagios más amargos, el vaivén entre la esperanza y el temor de la muerte” (p. 142). Para la policía y judiciales estas historias eran meros hechos triviales, por ello servían para encubrir y propiciar el crimen. Tal indolencia y actitud misógina tuvo sus frutos pues varios jefes fueron ascendidos y premiados como el caso de Arturo Chávez Chávez que fue delegado de la PGR  y, posteriormente, Procurador General de Justicia en Chihuahua, entre 1996 y 1998; fue acusado de negligencia, omisión y complicidad ante los reiterados asesinatos de mujeres. Hoy es arropado y favorecido por el nombramiento de Felipe Calderón como Procurador General de la República Mexicana, ni más ni menos.

 

Notas ¿finales?

Huesos en el desierto, narrativa testimonial, crónica y ensayo, cumplirá una década de su primera edición en 2002. Texto inacabado ante feminicidios  multiplicados y la impunidad de  criminales vigente. Con una clase en el poder sin ofrecer signos/designios  distintos y un gatopardismo  galopante con promesas, partidos de futbol y megaconciertos, a la mitad del puente internacional, con Miguel Bosé y Plácido Domingo para limpiar la imagen de Juárez la ciudad más violenta del mundo. Una clase, la ultra derecha, preocupada por maquillar los miembros, las facciones, los pasos tambaleantes de un Frankenstein al que  echaron a andar y ahora hay que ocultarlo bajo  una alfombra apolillada.

En Huesos en el desierto, ejercicio del antipoder y espacio de resistencia al discurso hegemónico,  no sería extraña la incorporación, en nueva edición, de  los crímenes de Susana Chávez Castillo y de Marisela Escobedo, en pleno Bicentenario; está última no fue asesinada al abordar su autobús a las 5 de la mañana, ni por el retraso de dos minutos en una fábrica que le negó el paso, ni por salir de la maquiladora a las 11 de la noche, al laborar horas extras; fue asesinada en el centro del poder: el Palacio de Gobierno de Chihuahua. Su pecado: exigir justicia por el asesinato de su hija, investigar las huellas del asesino, denunciar la corrupción del sistema judicial y desenmascarar los “engranajes de la delincuencia y de la burocracia gubernamental en sincronía para triturar ciudadanas”, como señaló Proceso. Marisela Escobedo tal vez se percató que los valores de la vida habían sido sustituidos por su contrario lógico: el Estado benefactor y garante de protección será la pesadilla vigilante; los guardianes del orden serán más temibles que el “crimen organizado”; una especie de Ministerio de la verdad, encarnado en los medios masivos, ocultará una feroz realidad.  En esta antiutopía que destruye el último reducto de nuestro pueblo, el tejido social, ¿el destino fatal de las mujeres será correr la suerte de Josefina Reyes, Susana Chávez, Marisela Escobedo? ¿Nada que hacer?, interrogan los  zapatistas; tal vez enarbolar “el sálvese quien pueda” o esperar el 2012 y elegir  el menos malo ya que ahora sí se va a respetar el voto? ¿Y la función de los intelectuales, los catedráticos de tiempo completo, los profesores-investigadores en la catástrofe, en el destino que ya nos alcanzó?

 


Notas:

[1] Profesor-investigador del Área de Literatura, Dpto. Humanidades, UAM-A

[2] José Emilio Pacheco. “nota preliminar: rodolfo walsh desde méxico”, Obra literaria completa. México, Siglo XXI, 1981.  Dice Pacheco “Las otras dos non-fiction novels de Walsh: El caso Satanowsky (1958) y ¿Quién mató a Rosendo? (1969) lo hacen fundador de este género”. P. 5.

[3] Sergio González Rodríguez. Huesos en el desierto. 3ª edición. Barcelona, Anagrama, 2006. P. III. Las siguientes notas sobre el texto van entre paréntesis.

[4] Rogelio Carvajal Dávila (Editor) y el Instituto de Estudios de la Criminalidad Organizada, A.C. Todo lo que debería saber sobre el crimen organizado en México. México, Editorial Océano, 1998. P. 31.

[5] Ryszard Kapuscinski. Los cínicos no sirven para este oficio. Sobre el buen periodismo. (Edición de María Nadotti. Trad. de Xavier González Rovira). Barcelona, Anagrama, 2002. P. 10.

[6] Rodolfo Walsh. Operación masacre. Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2001. P.143. Dice Bárbara Crespo: El Epílogo (de Operación masacre) por su parte, continuará incansablemente registrando apéndices y nuevos puntos que cambian el modo de lectura, inscriben los avatares de la historia nacional y cuestionan frontalmente a un sistema injusto, sus autores intelectuales, sus cómplices en la Justicia y el periodismo, y sus víctimas reiteradas, los hombres de esta Nación”.  P. 6.

[7] Vid, R. Walsh, op. cit.En otro contexto, ante una matanza de obreros en la Argentina de 1953, y con similar desajuste de la vida cotidiana, Rodolfo Walsh se interroga sobre reiniciar como si nada hubiese ocurrido la interrumpida partida de ajedrez, volver a la literatura fantástica como lector y traductor y a los cuentos policiales que escribe. Es decir, a la normalidad de la existencia rutinaria, a las suaves, tranquilas estaciones. Será imposible olvidar “los acontecimientos que alterarán para siempre la pacífica rutina suburbana de las víctimas y del hombre que narra”  Vivirá a salto de mata durante casi un año, “abandonaré mi casa y mi trabajo, escribe Walsh, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho… llevaré conmigo un revolver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente” P. 5 y 16.

[8] Armando G. Tejeda “La Real Academia reconoce el lenguaje del crimen organizado. Vocablos como levantón, plomear, ejecutar o pase forman parte de un nuevo campo semántico en México” en La Jornada (28-X-2010) p. 3. En la nota se entrevista a José G. Moreno de Alba que afirma “reconocer sin ningún tipo de dilema moral los giros, acepciones y vocablos de lo narco. Creo que el crimen organizado no sólo revoluciona el idioma, revoluciona la vida de los ciudadanos, que es lo más grave. Lo de menos es el idioma. En este caso el crimen organizado… tiene su propia jerga, su manera de expresarse y un diccionario completo debe ir estudiando esto”

[9] Ryszard Kapuscinski. Op. Cit. P. 20-21.

[10] Vid. Jorge Carrillo/ Alberto Hernández. Mujeres fronterizas en la industria maquiladora. México, SEP/ Centro de Estudios Fronterizos, 1985. P. 84-92.

[11] Norma Iglesias. La flor más bella de la maquiladora. Historias de vida de la mujer obrera en Tijuana, B.C.N. México, SEP/Centro de Estudios Fronterizos, 1985. P. 82.

[12] Ibid, p. 36-37.

[13] Vid, Jorge Carrillo y Alberto Hernández. Op. Cit. p.88-90

[14] Humbelina Loyden. Los hombres y su fantasma de lo femenino. México, UAM-X, 2001, p. 138.

[15] Roman Gubern et al. La novela criminal. Barcelona, Tusquets editor, 1970. P. 9.

[16] Instituto Mexicano de Estudios de la Criminalidad Organizada, A.C. Op. Cit. P. 42

 

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