La (buena) ciencia como (un acto de) rebelión

The (good) science as (an act of) rebellion

A (boa) ciência como (um ato de) rebelião

Carlos Eduardo Maldonado

Universidad El Bosque, Colombia

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Recibido: 10-08-2019
Aceptado: 05-09-2019

 

 

Introducción

Alrededor del mundo, no sin buenas justificaciones se promueven, en toda la línea de la palabra, políticas de ciencia y tecnología, acaso igualmente llamadas políticas de investigación y desarrollo. Son numerosos los países que tienen un ministerio de ciencia y tecnología, con algunas variantes en sus denominaciones, y los planes de desarrollo de cada gobierno parecen darle una importancia creciente al tema. Como denominador común, la promoción de políticas de ciencia y tecnología conforman –¡deberían conformar!– una sola cosa con políticas educativas en toda la línea de la palabra. La importancia del conocimiento obliga, necesariamente, a tener en cuenta, al  mismo tiempo y de forma paralela a las políticas culturales (Sabbagh, 2017). Ahora bien, de manera generalizada la justificación en todos los países acerca de la importancia de la ciencia y la tecnología estriba en factores de desarrollo, así: desarrollo económico, desarrollo social, desarrollo humano. He aquí un serio problema.

Es indudable que la ciencia en general implica más y mejores condiciones de vida, mayor calidad de vida y mayor dignidad en la sociedad. Pero esa justificación –siempre de tipo oficial, institucional, gubernamental, intergubernamental e incluso de organismos multilaterales-, oculta (¿deliberadamente?) aquello de lo cual en realidad se trata a propósito de la ciencia, a saber: de libertad, de autonomía, de independencia, y más radialmente, de rebelión. Este artículo se concentra en este aspecto.

La ciencia –mejor aún, la buena ciencia– es un ejercicio de rebeldía: esta es la tesis de este artículo. Los argumentos que sostienen a la tesis son cuatro, así: en primer lugar, la educación en ciencia en general debe ser entendida como educación en la rebeldía. Los niños y los jóvenes deben poder ser cuestionadores del mundo, del status quo, de las cosas dadas. El segundo argumento afirma que las comunidades científicas, a diferencia de la comunidad académica, se caracteriza por una fuerte capacidad de apuesta, de riesgo, incluso de ludopatía. Tal es el caso, particularmente cuando se trata de investigación de punta (spearhead science). Seguidamente, se argumenta que la lógica de la investigación científica se caracteriza por un espíritu de debate y emulación antes que de acuerdos y pactos. El contraste con el mundo de los intereses prácticos es radical. Finalmente, el cuarto argumento sostiene que la ciencia es un estilo de vida y, por tanto, bastante más que una ocupación, un oficio o una profesión. Esto implica una reconfiguración de la investigación. Al final se extraen algunas conclusiones.

 

La educación como rebeldía

Existe en inglés una diferencia que no hay en español. Se trata de la distinción entre education y formation. La primera hace referencia al pregrado (y claro, implícitamente incluye también a la primaria y al bachillerato). La segunda se refiere a la maestría y el doctorado (y puede, por extensión, acoger al postdoctorado). Así, alguien se forma en un campo y lugar, pero se educa en otro(s). Pues bien, aquí hablaremos de formación en ciencia, que es lo que sucede, de manera puntual, en un doctorado, pues el doctorado forma investigadores El investigador es, hoy por hoy, el nombre para el científico. Esta sección es el resultado de experiencias personales y de universidades alrededor del mundo. Su talante es prescriptivo: cómo debería ser la educación en ciencia.

Es imposible una política de ciencia y tecnología sin, al mismo tiempo y como condición, establecer una política educativa fuertemente inclinada hacia la investigación, la creatividad, la capacidad de reflexión y la capacidad de juego y experimentación. Ciencia implica y exige educación de calidad, crítica, no memorística ni doctrinaria.


Imagen 1. http://socompa.info

Cuando surge la primera forma de ciencia en Occidente –eso que se denominaba como episteme (que era más y diferente sencillamente a la ciencia y a la filosofía)– es gracias a la desaparición de la Tiranía de los Treinta, el advenimiento de la democracia, los gobiernos de Solón y de Pericles; esto es, en el tránsito de la Grecia arcaica a la Grecia clásica. Así, la ciencia demanda condiciones de democracia y al mismo tiempo promueve condiciones de democracia. Entonces Sócrates, muy notablemente, puede ir cuestionando a los sofistas, a los lugares comunes, a los saberes circulantes, en fin, a la autoridad de cualquier tipo. Y también, claro, Sócrates, concomitantemente, inaugura la ironía y el sarcasmo como métodos de indagación (Vlastos, 1991). Subrayemos esto: la ironía y el sarcasmo, la capacidad de risa y el humor –fino tanto como negro- forman parte de la inteligencia del científico que se contrapone a los poderes de cualquier tipo, siempre graves y adustos.

La formación en ciencia consiste en la formación de estudiantes con un suficiente bagaje de la historia de los problemas, pero con un conocimiento robusto en el estado-del-arte, de suerte que tengan todas las condiciones para poder ser creativos. La creatividad es la antípoda de una educación doctrinaria, centrada en aspectos como un mito fundacional, un acatamiento de ritos, la aceptación de autoridades, de ayer o de hoy.

Sin embargo, aún más importante, se trata de formar estudiantes críticos, siempre esencialmente críticos, que entiendan que sólo el propio razonamiento, la observación de los hechos, y el procesamiento sólido de buenos datos son criterios necesarios para poder hablar de “verdad” o de “falsedad”, o de los matices y gradientes entre ambos.

Un buen estudiante de ciencias debe serlo como de filosofía, humanidades o artes. Las diferencias son sólo técnicas en cada campo, pero ello no debe conducir a la idea, errónea, de compartimentos de conocimiento – ciencias y disciplinas. Es fundamental romper los criterios analíticos, esto es, compartimentadores y segmentadores, que hacen creer que existen campos o áreas de conocimiento. Por el contrario, el acento debe situarse en los problemas: los problemas que no se han resuelto en la historia, los problemas que definen el presente.

Bien entendida, la metodología de la investigación científica consiste en el estudio y aprendizaje de estructuras mentales; esto es, por ejemplo, cómo es pensar como Galileo o como Newton, como Pasteur o como Koch, como Einstein o como Planck, como Prigogine o como Feynman, por ejemplo. Así, contrariamente a la creencia más difundida, la metodología de la investigación científica es todo lo contrario al estudio y aprendizaje de técnicas de investigación. Desde este punto de vista la metodología es una sola y misma cosa con la filosofía de la ciencia desde el punto de vista de la formación de un espíritu crítico, riguroso, pero también abierto.

La ciencia contemporánea de punta ya no pontifica; esto es, ya ni le pone techo al conocimiento, de un lado, ni por otra parte sostiene que tal o cual cosa es así taxativa y concluyentemente y que no puede ser de otra manera. En radical contraste, el estudiante debe poder aprender que la verdad es una sola y misma cosa con la investigación, y que, por consiguiente, un buen científico habla, por ejemplo, de la siguiente forma: “hasta donde se sabe”, “se ha llegado a la conclusión que x, pero no es definitivo”, “creemos que” y otras expresiones próximas y semejantes.

La educación debe descansar enteramente en el proceso mismo de la niñez y la juventud, esto es, en su curiosidad. Un joven sano e inteligente es alguien curioso y deseoso de saber y preguntar y no contentarse con la primera respuesta. La buena educación no destaca competencias, destrezas y habilidades, sino curiosidad y duda, alegría y mucho entusiasmo, y más deseo de aprender y de estudiar, de comprender y de explicar los fenómenos del mundo, la naturaleza y el universo. Ahora bien, la curiosidad se alimenta de la imaginación y a su vez es modelada por actos ideatorios. Imaginar posibilidades, pensar las cosas que suceden y han acontecido reconociendo que siempre pudieron haber sido distintas, y que la escritura de la ciencia es un proceso inacabado y en incesante perfeccionamiento.

Ahora bien, la ciencia acontece, a través, y en la forma misma de revoluciones, genéricamente revoluciones científicas. Es claro que toda revolución científica consiste en el rechazo de la tradición y que implica procesos sociales, culturales e incluso políticos. El buen científico ha sido siempre un rebelde, en ciencia, en filosofía o en las artes y humanidades. No de otra manera se puede ser verdaderamente creativo.

Pero de forma singular, el estudiante debe poder plantearse de entrada que en el curso de su formación como científico debe poder llevar a cabo contribuciones al campo mismo del conocimiento en el que se formó. Esta es quizás la más radical diferencia –diferencia, no oposición- entre la comunidad académica y la comunidad científica. La historia de los “grandes” consiste exactamente en el hecho de que han llevado a cabo contribuciones por lo menos al área en el que se formaron.

El rigor científico y la imaginación no son incompatibles. Así, un científico libre –¡libre!– es alguien que conoce y trabaja con experimentos mentales antes que con el dominio de técnicas (de cualquier índole). Los experimentos mentales son, sin lugar a duda, la conditio sine qua non – de un científico, un filósofo, un pensador. Se trata, específicamente, de la capacidad de imaginar que las cosas pueden ser de otra forma que como han sido o como actualmente son. De hecho, toda la historia de las ciencias descansa, ulteriormente, en la capacidad de llevar a cabo experimentos mentales, un tema que, sin embargo, no aparece, para nada, en el primer plano en la formación y el trabajo de investigadores. Experimentos mentales son actos ideatorios, juegos de imaginación y fantasía esencialmente creativos, no simplemente asociativos, mediante los cuales nos damos a la tarea de concebirle posibilidades antes inimaginables a los comportamientos y las estructuras que observamos en la realidad. Los experimentos mentales incluyen, latu sensu, la capacidad onírica del investigador. Desde la caída de cuerpos libres o el movimiento del péndulo en Galileo, hasta los viajes de los gemelos de Einstein; desde la organización de la tabla periódica por parte de Mendeleiev, hasta el demonio de Maxwell; desde la radiación y el principio de exclusión de Pauli, hasta el sueño de Kekulé, desde el gato de Schrödinger, hasta el hotel de Hilbert, por mencionar tan sólo algunos casos (Fischer, 2016).

La historia de la ciencia está plagada de ejemplos de dos hechos:

  1. Nadie ha descubierto nada en lo que venía trabajando; todo descubrimiento científico, en el sentido amplio e incluyente de la palabra, sucede en las proximidades o en las vecindades de aquello en lo que se venía trabajando; y
  2. Todo gran descubrimiento en la investigación sucede usualmente por azar (Roberts, 2013).

 

De suerte que una buena educación en ciencia incluye una estructura de mente abierta al azar, a lo imprevisible, a lo inesperado. Contra el positivismo, que es esencialmente domador, el azar ese quizás la mejor maestra, justamente contra la idea de determinismo de cualquier índole, de reduccionismo de cualquier clase, y de mecanicismo de cualquier tipo. Un buen científico es ante todo un científico libre – de pre-juicios, de métodos, de constricciones y restricciones. Habitualmente la ciencia se hace incluso contra o pesar de las instituciones científicas. No es suficiente con esperar a que haya condiciones para hacer buena ciencia; se pueden crear las condiciones. El ejercicio de la buena ciencia es ante todo un ejercicio libre y radical del pensamiento y la constitución de redes de cooperación en toda la línea de la palabra.


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La ciencia como un acto de apuesta, riesgo y desafío

Hacer ciencia es sumamente difícil, ya que en ciencia no existe medalla de plata, medalla de bronce, premio de participación o premio de consolación. La razón estriba en que, en buena ciencia, es imposible pensar lo pensado, descubrir lo que ya se ha descubierto, inventar lo ya inventado. Hay dos formas puntuales como recientemente hemos aprendido este ejercicio: hacer buena ciencia consiste en buscar y trabajar con cisnes negros (Taleb, 2008), tanto como trabajar y concentrarse en eventos raros (Maldonado, 2016).

La idea misma de ciencia implica la de revolución, por ejemplo la de revoluciones científicas. Así fue desde la lectura clásica de la primera revolución científica (cuatro siglos, desde Galileo hasta Einstein y que incluye a Vesalius o Pasteur, entre otros) la de la ciencia clásica o moderna, hasta la fecha, y que incluye a la segunda revolución científica (la teoría cuántica, y que va desde agosto de 1900 hasta la fecha) y la tercera revolución científica (la ciencia de la información, y que va desde el artículo de Shannon y Weaver de 1949, hasta la fecha y que incluye a la computación cuántica).

Es suficientemente sabido, ya desde Kuhn y otros, que toda revolución científica implica, es, también una revolución política – social y cultural. Pues bien, las revoluciones científicas en general son el resultado de mentes verdaderamente libres, que osan levantarse contra la tradición y el presente, y que arriesgan todo –nombre, prestigio, trabajo, vida personal, y demás-, por las ideas en las que creen y en las que trabajan. Ahora bien, este rasgo general se aprecia, si cabe la expresión, también fractalmente en los investigadores de punta que en cada momento, ciencia, disciplina y país, han contribuido activa, pero literalmente, a ampliar las fronteras del conocimiento. “Correr las fronteras”, se dice genéricamente en la jerga de la ciencia.

Los científicos de punta, aquellos que contribuyen activamente: a) al conocimiento en la base de la sociedad; b) a ampliar las fronteras de la ciencia, se caracterizan por una alta capacidad de desafío, de apuesta, algo que ya ha sido puesto de manifiesto hace tiempo (Simon, 1977; Klahr & Simon, 2001). En otras palabras, por una fuerte capacidad de autonomía e independencia.

Digámoslo sin ambages: la ciencia consiste en un trabajo de rebeldía, mucho más que de resistencia, de subversión y de emancipación. Hacer ciencia consiste, simple y llanamente, en preocuparse por el futuro – pensar el futuro, investigar y concebir problemas de cara al futuro; así, incluso, aunque se haga ciencia del pasado (historia, arqueología, paleontología y otras). Mientras que la religión es una preocupación por el pasado, la ciencia consiste en una preocupación y un compromiso con el futuro.

En otras palabras, la ciencia es una de esas manifestaciones del espíritu humano que consiste en el reconocimiento, más explícito que tácito, de que la realidad es fea por vulgar, y que la realidad en general merece ser cambiada, re-interpretada, re-concebida, en fin, transformada. Y nada transforma tanto a la realidad como una nueva teoría, en fin, un nuevo modelo explicativo y comprensivo. La ciencia, esto es, la buena ciencia, no es simple y llanamente otra cosa que una transformación del mundo y de la realidad. Esta transformación se lleva a cabo a través de dos vías principales, así:

  1. Por medio de modelos explicativos y teorías;
  2. A través de las tecnologías, dado que la tecnología en general no es otra cosa que ciencia aplicada.

 

Dicho en otras palabras, sin ambages, los hombres y mujeres de ciencia son mujeres y hombres de acción: la ciencia es algo con lo cual se actúa en el mundo. De esta suerte, como se aprecia, el concepto de acción se amplía y se enriquece, comparativamente con la imagen habitual de los activistas de todo tipo (incluidos los hacktivistas, activistas cada vez más importantes en el contexto de la sociedad de la información, del conocimiento y de redes).

De forma más explícita, la ciencia en general no consiste simplemente en una cosmovisión (Weltanshauung), sino, es una forma de acción en el mundo. Exactamente, es una forma de acción emancipatoria y rebelde en el mundo. Con una condición: cuando es buena ciencia, esto es, ciencia de punta, ciencia revolucionaria, para decirlo con Th. Kuhn.

Y es que hacer ciencia en general es (relativamente) fácil. Lo difícil es hacer buena ciencia: algo que se dice fácil pero que es extremadamente difícil de llevar a cabo. Es justamente la buena ciencia aquella que contribuye activamente a la comprensión del mundo y de la realidad, y la que exactamente amplía las fronteras del conocimiento. En la cuarta sección ampliaremos esta idea.

Pues bien, lo que menos existe en general es la capacidad de llevar a cabo síntesis teóricas magnificas, o lo que es equivalente, la posibilidad de hacer buena ciencia con filosofía, que fue exactamente lo que aconteció en los orígenes de cada una de las tres revoluciones científicas (Turok, 2015; Hands, 2017). Digámoslo de manera franca y directa: la buena ciencia es ciencia con filosofía. Algo que la especialización, la sub, y la hiper-especialización en la gran mayoría de las investigaciones aún ignora. Contra todas las apariencias, la gran mayoría de académicos y científicos publican, participan en numerosos eventos, contribuyen incluso al “desarrollo humano y social” (horribile dictum), pero no por ello hacen buena ciencia. Simple y llanamente su capacidad de apuesta, de riesgo, de desafío es baja o nula. Son académicos y científicos adaptados al establecimiento y cooptados por el capital. No en vano, como es sabido, recientemente hemos aprendido el concepto y al práctica del capitalismo académico (Slaughter & Leslie, 1999; Slaughter & Rhoades, 2009; Münch, 2014; Cantwell & Kauppinen, 2014).

El capitalismo académico consiste en la adopción –habitualmente de forma acrítica– de conceptos como: rankings, acreditaciones (nacionales e internacionales), publicaciones de alto impacto, emprendimiento, excelencia académica y otros próximos y semejantes que designan a la vida académica y científica normales; esto es, estandarizadas e institucionalizadas. Pues bien, esta es la clase de trabajo y de vida que se contrapone frontalmente a la ciencia como rebelión. Aquella es ciencia cooptada, neutralizada, corporativizada, que se refuerza positivamente a sí misma a través de redes de conocimiento y de financiamiento, y que nada sabe ni quiere saber de liberación, crítica, emancipación, independencia, criterio propio o libertad. Toda la gente y el mundo del capitalismo académico apuesta poco, asegura lo que tiene, alcanza lo que puede, se acomoda a lo que hay, y no cuestiona ni critica para nada; en el mejor de los casos hacen academia y ciencia minimalista –exactamente en el sentido que el concepto tiene en arte y en estética.

También en la academia como en ciencia lo que menos hay es gente libre. La mayoría se ha convertido sencillamente en empleados. Y piensan corporativa o institucionalmente; es decir, no piensan por sí mismos. Obedecen, acatan, son leales y no causan problemas. Y cuando los causan, callan y se corrigen; a menos que, claro, los expulsen.

La imagen institucionalizada –por parte de universidades que juegan a los rankings, a gestores del conocimiento que juegan a los indicadores, por parte de ministerios y gobiernos que juegan a las macro-políticas de ciencia y tecnología-, de la ciencia se define por cualquier idea de “desarrollo”, pero no de liberación, crítica y emancipación.

Sócrates fue acusado por impiedad por dos personajes oscuros entregados al poder: Anito y Melito; Galileo fue juzgado por el jesuita R. Bellarmino, el mismo que llevo a la pira a G. Bruno; ni cristianos ni judíos querían ni favorecieron jamás a B. Spinoza; M. Planck publicó el famoso paper que da origen a la física cuántica en 1900, pero nadie le puso atención hasta que un joven “don nadie” en la época, funcionario de la oficina de patentes llamó la atención sobre él: Einstein; D. Bohm fue llevado ante el Gran Jurado en medio del macartismo por acusaciones de pertenecer al partido comunista, cosa que nunca lo fue, y perdió su cátedra en la Universidad de Princeton; H. Everett escribe su tesis doctoral en la que introduce la interpretación de los muchos mundos (many-world interpretation), pero nadie le puso atención a pesar de haberse graduado y termina trabajando en cualquier cosa menos en su campo; al cabo, existe casi una unanimidad en la comunidad científica acerca de lo brillante de su idea; R. Feyman desarrolla las ideas que lo conducirán al premio nobel por sus contribuciones a la electrodinámica cuántica en la ciudad de Río de Janeiro, mientras adelantaba un post-doctorado, debido a dramas personales y a dificultades académicas en los E. U. en su momento; L. Margulis vio rechazado su artículo sobre endosimbiosis durante doce años por parte de diferentes revistas y eso pudo haber impedido, al cabo, que ganara el premio nobel; pero se mantuvo en su eje y finalmente nadie desconoce la valía de su teoría. Los ejemplos se pueden multiplicar sin ninguna dificultad en números campos y áreas del conocimiento.


Imagen 3. www.eldiplo.info

En todos los casos, lo que se destaca es una complejidad psicológica apasionante propia de los “grandes” (Feist, 2006): una enorme confianza en sí mismos, una gran capacidad de resistencia frente a la ciencia normal, hegemónica e institucionalizada, una capacidad de trabajo y de pasión de investigación sin iguales, una ilimitada capacidad de apuesta y de riesgo, un afán de desafío que no claudica, entre otros rasgos determinantes de científicos revolucionarios. Es decir, de buenos científicos.

En ciencia, como en la vida, jamás hay garantías ni seguridades. Todo implica de entrada siempre necesariamente incertidumbre, y mucho riesgo y desafío. Al fin y al cabo, la investigación científica se caracteriza por tres rasgos que son los siguientes:

  • La investigación científica es inversión a fondo perdido
  • La investigación científica es inversión a largo plazo
  • La investigación científica es inversión de alto riesgo

 

Como se aprecia fácilmente, el apoyo a la investigación científica es la excepción y no la regla. Pensar y vivir a fondo perdido, a largo plazo y con alto riesgo son características de estilos de vida de gente verdaderamente libre. Incluso alguien tan comprometido con el estabishment en su momento como W. von Braun sostenía: “Yo sólo hago investigación cuando no sé a dónde voy con lo que hago”. Von Braun: alguien a quien el nazismo no terminó de escuchar del todo, alguien a quien el Departamento de Estado cooptó todo lo que pudo, terminó siendo siempre alguien libre, según parece.

 

La ciencia nos permite aprender a debatir: reflexiones

El mundo de los intereses prácticos –economía, finanzas, negocios, administración, política- está construido a partir de acuerdos, pactos, convenios, mayorías y consensos. Precisamente por ello en política no hay amigos, y en economía y negocios en general, sólo hay socios. El mundo de los intereses prácticos disocia el mundo social y disuelve el convivio.

Por el contrario, la ciencia se hace con base en debate, argumentación y contra-argumentación, pruebas y refutaciones, conjeturas y demostraciones, y en mucha crítica. En ciencia no existen las mayorías, y sí, de un lado, una fuerte convicción, y de otra parte, una construcción incesante, nunca acabada e imperfecta y cambiante de objetividad, sin arribar jamás a una última palabra, hoy.

Y, sin embargo, en general, sorpresivamente, existe mucho colegaje y, sobre todo, amistad en el mundo de la comunidad científica. Pues los, en ocasiones, muy fuertes debates, no son jamás personales, sino eminentemente argumentativos. La ciencia clásica se hizo, usando la metáfora conocida, “sobre hombros de gigantes”. La ciencia contemporánea de punta se hace con base en redes y procesos cooperativos. Redes de conocimiento, redes de escritura, redes de aprendizaje recíproco. Esta es la diferencia radical entre la formación y el trabajo en ciencia, y la formación y el trabajo en eso que eufemísticamente se llaman los “tomadores de decisión” (sic).

La ciencia en general requiere de condiciones de democracia para hacerse posible, pero también es cierto que genera las condiciones de su propia aparición y sostenimiento. La gran dificultad para la existencia de ciencia es justamente el mundo de los intereses, del poder, los dogmas y las doctrinas, todos, nombre de un solo y mismo fenómeno.

Por definición los poderes solo saben de sí mismos, esto es, justamente, de sus propios intereses, y nunca, o muy difícilmente, saben del mundo en general. Análogamente, los dogmas y las doctrinas son eminentemente tautológicas, auto-referenciales, y gustan trabajar siempre, consiguientemente, con definiciones. Como le gustaba decir a Einstein: cualquier cantidad de confirmaciones de una observación, una hipótesis o una conjetura jamás serán suficientes para sostener que se tiene razón; pero una sola contraprueba o refutación será suficiente para reconocer que se estaba equivocado. En ciencia aprendemos el que quizás es el elemento más radical de la democracia, en sentido filosófico: la objetividad consiste en la intersubjetividad.

En efecto, sólo el tirano define la realidad desde sí mismo; y tiranos los hay con muchos ropajes y con diferentes banderas, ayer tanto como hoy. En ciencia, lo verdadero, la objetividad de un fenómeno es el resultado de construcciones argumentativas que tienen ciertamente una fuente pero que se construyen y se sostienen mancomunadamente, en redes de confirmación o de refutaciones. Así, por ejemplo, el congreso mundial de biología en el año 2011 estableció que no había absolutamente ningún problema con que se adoptara la lectura de Darwin, o bien la de Laplace en la comprensión de la evolución, reconociendo las especificidades de cada una; anteriormente, en la historia, las comprensiones de Laplace y de Darwin era opuestas y contradictorias. Asimismo, en otro plano, el congreso mundial de astronomía estableció en el año 2015 que Plutón no era un planeta, sino un gran asteroide, y así Plutón, que había sido considerado hasta la fecha un planeta, en los límites del Cinturón de Kuiper, perdió su estatuto. Numerosos otros ejemplos en otros campos pueden aportarse.

De esta suerte, la objetividad es la propia intersubjetividad, pero una intersubjetividad calificada, crítica, reflexiva, y abierta siempre a que las cosas puedan ser de otra manera que como son o como aparecen. Esto permite una consideración adicional.

Prigogine y Stengers sostienen, con toda razón, que la modernidad es la continuación de la Edad Media por otros medios. Así, la ciencia clásica es la prolongación del pensamiento medieval (= teología) con otros lenguajes y por otros caminos. Pues bien, la ciencia clásica elabora teorías completas y afirma que las cosas son de tal manera y que no pueden serlo de otra manera. Consiguientemente, la ciencia moderna es ese tipo de mentalidad de pontifica: de un lado le pone techo al conocimiento, y de otra parte, afirma que las cosas son como lo han establecido las teorías o las explicaciones pertinentes y que es imposible que sean de otra forma. Aún persisten universidades pontificias, y en ellas el conocimiento tiene un techo (la teología), y se promociona fuertemente saberes disciplinados, en toda la línea de la palabra. Esas universidades son rezagos del pasado o bien, en el mejor de los casos, de ciencia normal (Th. Kuhn).

La ciencia es un ejercicio incesante de rebelión porque la “verdad” es un proceso de construcción permanente e inacabado, en disputa y que no termina de consolidarse o de concluir. “Verdad” en la buena ciencia de punta se dice: “investigación”, y por definición la investigación es un proceso en marcha continua, abierto a la formación de nuevas generaciones que lograrán mejores frutos que lo que se ha alcanzado hasta la fecha, que sabe que lo que se ha logrado era inimaginable en el pasado, pero que está abierto siempre a disputas, deliberación, confrontación, revisión, en fin, justamente; investigación.

Manifiestamente que cada generación reinventa la historia y la reescribe, permanentemente. La historia no cesa de re-escribirse, pero cada proceso de re-escritura al mismo tiempo que re-considera lo previamente dicho, arroja nuevas y distintas luces sobre el objeto de trabajo o en consideración. La historia es un proceso inacabado, y cada época, con los logros del conocimiento, permite más y mejores comprensiones que las que se habían alcanzado hasta el momento. Precisamente por ello la historia es una ciencia políticamente incorrecta; y con ella, naturalmente, la historia de la ciencia.

Los debates en ciencia son en ocasiones venenosos.[1] Pero por regla general se trata de debates que promueven la agudeza de la inteligencia y el ingenio y que los requieren, pues se fundan y se vehiculan a través de argumentos, publicaciones y contra-publicaciones, eventos, seminarios y coloquios; en ocasiones requieren demostraciones incluso, y se prologan generalmente en el tiempo. El más famoso de estos debates inteligentes, terribles, pero nunca personales en la historia reciente de la ciencia fue justamente el debate entre Einstein y Bohr. Ninguno de ellos logró finalmente demostrar que el otro estaba equivocado; sólo la muerte interrumpió ese debate de inteligencias. Pero siempre, siempre, en la génesis, están los diálogos de Sócrates, en la Grecia antigua, con Trasímaco, Glaucón, Lisis, y muchos más. Un debate que fue interrumpido por razones extracientíficas debido a la intromisión vulgar y de poder de Anito y de Melito, en nombre de “la buena institucionalidad” (Medrano, 1998).

Debatir con argumentos de todo tipo; entender que la contraparte puede llegar con descubrimientos, experimentos, ideas y logros que no se habían anticipado. Todo esto hace que en ciencia en general, el debate se lleve a cabo siempre con los mejores argumentos disponibles porque quizás no pueda haber una segunda oportunidad. Muchas veces, como ha sido el caso, la primera publicación implica llevarse los premios y ganar el reconocimiento. Demorarse en publicar puede ser una derrota fatal.

En este sentido, la buena ciencia se lleva a cabo particularmente por escrito, sin que se menosprecie jamás el valor de la palabra hablada. Mientras que el derecho, la política y los negocios se fundan ampliamente en la retórica, la ciencia se expresa y existe en textos escritos. La verdad, no es que impere el publish or perish, que es en realidad un fenómeno superficial porque es simplemente laboral o administrativo. Lo que impera en verdad es el publish first, or perish. Toda la historia de la ciencia del siglo XX y lo que va del XXI consiste puede resumirse en este problema.

La investigación sólo existe si está publicada; pero no basta con que se publique; debe estarlo, además, en un nivel y en un canal idóneo. Pero por encima de todo, debe estar publicada primero, antes que los demás, antes que los contrincantes o rivales o colegas. Precisamente en esto consiste el hecho de que en ciencia sólo hay medalla de oro, punto.

El asunto se torna muy difícil. Pues nunca hay garantías, y ciertamente no de antemano.[2]

En ciencia el debate ulteriormente se lleva a cabo en la escritura.

 

Ciencia es investigación: un estilo de vida

La mayoría de los investigadores no investigan: simplemente hacen la tarea. Por esta razón lo que abunda en el mundo hoy por hoy es mucha ciencia, pero poca buena ciencia. En otras palabras, lo que se aprecia sin ninguna dificultad es que existe una profusión impresionante –geométrica-, en realidad, de publicaciones alrededor del mundo, pero la infinita mayoría de estas publicaciones son minimalistas por técnicas. Esto es precisamente buena ciencia. Ya lo ponía de manifiesto, en su época Kuhn (1964): aproximadamente por cada diecisiete avances técnicos o tecnológicos hay (= había) una revolución teórica. Hoy la proporción ha aumentado considerablemente en favor de las revoluciones técnicas y/o tecnológicas sobre las teóricas o conceptuales.


Imagen 4. www.hunedoara.online

Más exactamente, no por publicar –un artículo, un capítulo de libro, un libro por ejemplo-, se es investigador. Y a fortiori, mucho menos científico – o filósofo. (No que haya que ser científicos, o filósofos, naturalmente). El buen científico es alguien que apuesta, y apuesta en grande; alguien que desafía y tiene rasgos fuertes de ludopatía (Maldonado C. E., 2018), y fundamentalmente alguien libre – radicalmente libre: con criterio propio, con independencia, con mucha autonomía. En otras palabras, ninguna es una buena investigación –no simplemente un producto de la investigación- si esa investigación no transforma al investigador; por lo menos.

Sucede algo análogo a la salud: nadie se cura verdaderamente de una enfermedad si no se transforma a sí mismo. De lo contrario, la enfermedad volverá a emerger – esa u otra enfermedad y la persona, al cabo, termina por sucumbir.

Nadie enseña a pensar a nadie. Y manifiestamente nadie hace libre  nadie si cada quien no busca por sí mismo(a) su libertad. La libertad no es un regalo, sino una conquista desde dentro. Pues bien, en eso consiste la ciencia como emancipación, como rebeldía (Dyson, 2008), como un proceso de independencia.

La verdad es que la gran mayoría de académicos e investigadores están prisioneros del publish or perish, que es, en realidad, la forma de mantener a la comunidad académica y a la comunidad científica ocupadas, para que hagan tareas y realicen informes, y así, no piensen. Existe, hoy por hoy, mucho conocimiento, pero muy poco pensamiento – esto es, pensamiento crítico, liberador.

Recabemos en esto: la buena ciencia consiste, de plano en plano, de un extremo al otro, en el rechazo de cualquier tipo de autoridad, en una enorme y muy nutrida capacidad de duda (skepsis), y en aceptar la incertidumbre. El escepticismo, esa herramienta fructífera contra los dogmatismos, los pragmatismos de cualquier índole, y las doctrinas de cualquier tipo (Sextus Empiricus, 1990). El escepticismo, quizás la escuela más políticamente incorrecta en toda la historia de la filosofía. Pero, adicionalmente, la buena ciencia consiste en el reconocimiento de que las verdades que alguna vez se alcanzó en la historia de la cultura humana, no se pierden para nada; además, se gana la incertidumbre. Heisenberg realizó una enorme contribución a la historia del pensamiento humano, y se sitúa en la misma constelación que Gödel, uno en la física, y el otro en la lógica.

El escepticismo, el rechazo de cualquier autoridad, y la ganancia de la incertidumbre se aúnan, naturalmente, a la capacidad de desarrollar ese fino sentido de humor que es la ironía y el sarcasmo – ante el poder, ante la tontería y ante los pretensiosos de todo orden. Pues bien, sin la menor duda, una de las mejores expresiones del sarcasmo y la ironía es esa forma totalmente incorrecta desde el punto de vista político que es el humor negro. Esto es, convertir a las más corrientes de las ocasiones en objeto de burla con ingenio. Y siempre, saber reír de sí mismo, por parte de cada quien, de quien es verdaderamente libre.

Ser científico es una especie de vida como quien está enamorado: esto es, es una forma de psicosis. No sabe de horarios habituales de trabajo, no se restringe a lugares determinados, y su mente como su corazón están pivotando siempre alrededor de sus pasiones de investigación. Como en el amor, esa experiencia fantástica es muy escasa, según parece, en la que la psicosis nos invade y no sabemos entonces nada de “principio de realidad”. Y mucho menos de “principios de poder” o autoridad. Los buenos científicos, como los buenos pensadores abundan en su escasez (¡oximorón!), pues estamos rodeados de gente que simple y llanamente hace la tarea, son obedientes, cumplen con las exigencias y terminan acomodándose a las cosas. Aunque publiquen, y alcancen indicadores de impacto (todo resultado de ecuaciones bien elaboradas que se convierten en indicadores).

Simple y llanamente, es imposible la ciencia sin ejercicios y actos de liberación. Así sucedió en la historia reciente con Hobbes, con Locke y con Hume, pero también con Feynman, Bohm y Prigogine, por ejemplo. La ciencia es un estilo de vida, no una profesión. En otras palabras, la ciencia, bien entendida, es algo en lo que lo que está en juego es el mundo, la realidad y el universo, y no simplemente un salario y algún pequeño reconocimiento. Esto es, el destino del universo y la realidad depende de excelentes explicaciones y comprensiones, de modelos y teorías rigurosos, de la capacidad para discutir asunciones generalizadas y vigentes y ver lo que nadie ha visto, en fin, arriesgarse a buscar y ver cisnes negros. Debe ser posible pensar en grande (big picture).

Por esta razón, hay que decirlo, las facultades, programas y departamentos no forman, por regla general, buenos científicos. Y por ello mismo el esquema predominante en la formación es el positivismo de los métodos de investigación científica, y demás. Los poderes administrativos y demás quieren gente dócil, y forman entonces gente sumisa. En este sentido, ha sostenido un autor, América Latina no forma científicos e ingenieros, sino, tan sólo, en el mejor de los casos, cohortes (horribile dictum) (Cereijido, 2012).

La historia de los gobiernos y poderes que han entendido verdaderamente a la ciencia y la han apoyado en toda la línea es escasa en la historia en la humanidad. La excepción ha sido el apoyo a políticas de ciencia y tecnología en toda la línea de la palabra de corte eficientista, efectista, desarrollista; recientemente parece imponerse la “gestión del conocimiento”, y políticas de conocimiento determinadas por criterios de eficiencia, eficacia, productividad y crecimiento económico. Esto es no haber entendido nunca a la ciencia y la filosofía.

El científico es alguien con un umbral muy alto al desafío, la apuesta y el riesgo, y con un umbral sumamente bajo a la estandarización, la mediocridad y la vulgaridad. La ciencia requiere acaso la misma finesse d’esprit que la buena literatura, la pintura o la poesía. Vale recordar que siempre, dentro de los criterios de verdad o veracidad el primero es la belleza. Es tan elemental como decir que nadie dice verdad si al mismo tiempo no dice belleza, o que quien simplemente habla, muy seguramente estará haciendo muchas cosas, menos decir verdad pues no dice nada hermoso. Los momentos más elevados de la historia del espíritu humano alcanzan a verse desde esta cima. Y la belleza es, en el más fuerte de los sentidos, una experiencia. La ciencia es una forma de vida.

 

Conclusiones

La ética imperante es, manifiestamente una ética mafiosa: a los trabajadores –empleados, eufemísticamente llamados también como “colaboradores” y demás- de todos los órdenes lo que se les pide es lealtad, fidelidad, sentido de pertenencia. No espíritu crítico, independencia o criterio propio. Se les pide ajustarse a la Misión, Visión, Himno, Bandera, Objetivos, y Estrategia –todas usualmente con mayúsculas-.

Como se sabe por los estudios sobre las mafias: Yakuza, Camorra, Pablo Escobar, el Chapo Guzmán, y muchas más, la ética mafiosa coincide exactamente con la ética corporativa. El valor más apreciado de todos es el sentido de pertenencia y la lealtad. Jamás la autonomía y manifiestamente nunca la rebeldía, la insumisión o el desacato.

Digámoslo de forma clara y directa. Vivimos una época caracterizada por fascismo, nazismo, corporativismo, (neo)institucionalismo – todo es exactamente lo mismo (Goldberg, 2009) y que quiere hacerle saber a todos que: “The New Age: We’re All Fascists Now”. Evidentemente, el fascismo y el nazismo fueron militarmente derrotados, pero al cabo, lo que vivimos hoy en día es el triunfo del nazismo y de la mafia, y eso se denomina mentalidad corporativa, institucionalismo y neoinstitucionalismo, en todos los órdenes y gamas. La derrota militar del nazismo se tradujo, al cabo, en el triunfo cultural suyo.

La rebeldía –no simple y llanamente la resistencia– requieren un acto de insubordinación, insumisión y desacato; y mucha organización. La rebeldía es el primer paso para la emancipación. Pero ello requiere de gente que ya ha hecho de sus propias vidas un acto de autonomía en el que, antes que la disciplina, lo que prima es el criterio propio, el ejercicio de la propia razón, el balance dinámico entre pensamientos y sentimientos o sensaciones. Es esto y no otra cosa lo que se encuentra verdaderamente en la base de la gran ciencia, de la buena ciencia.


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Es la buena ciencia la que redunda en beneficio de la sociedad y de las gentes. Nadie es científico para sí mismo, y ciertamente cada vez menos, en los tiempos que corren. Nadie es científico –o filósofo- si no es por opción propia, pero el target de la investigación es algo bastante más y bastante diferente que el sí mismo de cada quien.

Es posible, desde luego, formar buenos científicos. Pero ello requiere que sus profesores sean ya, ellos mimos, independientes, autónomos, y todo lo contrario a sumisos y obedientes. Nadie puede formar gente inteligente si ellos mismo no se han hecho, al cabo, inteligentes; de la misma manera que nadie puede hablar de libertad si no han alcanzado antes autonomía y criterio propio.

Vivimos en la sociedad del conocimiento, o por lo menos en los albores suyos. En una época semejante, el conocimiento es de todos, y no es ya patrimonio de nadie en particular, y ciertamente no de un grupo en contaste con el resto de la sociedad. En el lenguaje en boga, esto se denomina open data, open knowledge, open source. El inglés funge simplemente como la lingua franca de la ciencia; nada más, nada menos.

 

Notas:

[1] Tres ejemplos distintos son, de un lado, el debate que M. Gell-Mann sostuvo con I. Prigogone; el debate lo ganó políticamente Gell-Mann, pero científicamente lo ganó Prigogine. De otra parte, existe el debate casi a muerte entre K. Popper y I, Lakatos. En ese debate estuvo siempre mediando, incluso como lazarillo Th. Kuhn. Adicionalmente, cabe mencionar también el debate agudo e imperdonable de punta y punta, entre Lenin y Lukacs. Nuevamente, el debate lo ganó políticamente Lenin, pero histórica, filosófica y científicamente lo ganó Lukacs. Según parece, a veces hay peleas que vale la pena perder. Numerosos otros ejemplos pueden aportarse sin dificultad.

[2] De acuerdo con la es quizás la revista más prestigiosa en el área, Scientometrics, todo artículo que se publica en una revista 1A ha sido rechazado antes en promedio siete veces. (Se trata, muy particularmente de revistas como Science o Nature, por ejemplo). Y ese mismo artículo tiene como promedio máximo tan sólo seis o siete lecturas y en el mejor de los casos, citaciones.

 

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Cómo citar este artículo:

MALDONADO, Carlos Eduardo, (2019) “La (buena) ciencia como (un acto de) rebelión”, Pacarina del Sur [En línea], año 11, núm. 41, octubre-diciembre, 2019. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Domingo, 6 de Octubre de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1820&catid=11