La jornada de cuatro horas. Pleno empleo, economía estable y mejor calidad de vida

The four-hour workday. Full employment, stable economy and better quality of life

Dia do trabalho quatro horas. O pleno emprego, economia estável e melhor qualidade de vida

Carlos Miguel Tovar Samanez[1]

Artículo recibido: 24-03-2013; Aceptado: 27-03-2013

Lo que el mercado no puede hacer

Luego de más de veinte años de revolución tecnológica, las esperanzadas promesas de los futurólogos de los noventas parecen muy lejos de cumplirse (Druker, 1999; Toffler, 1990). Las maravillas de la informática y la automatización nos siguen deslumbrando con nuevos artilugios, más veloces, más compactos y más fáciles de operar y, con ellos, los seres humanos han obtenido un fantástico incremento de su productividad (Portnoff, 1986).

Pero esa apabullante sucesión de prodigios no ha sido suficiente, como puede verse, para mejorar la calidad de vida de los seres humanos. El mercado ha demostrado ser una formidable fuerza que empuja la innovación, desarrolla las fuerzas productivas y crea cantidades portentosas de bienes materiales. Toda esa riqueza generada debería bastar y sobrar para asegurar a los seres humanos, sin excepción, condiciones de vida ampliamente satisfactorias.

Sin embargo, las innovaciones técnicas, puestas en el marco de la competencia entre las empresas, producen un efecto exactamente contrario al que cabría esperar.

Cuando una empresa adquiere una máquina de nueva generación, colocándose, con ello,  delante de sus competidoras en términos de productividad, es obvio que hará uso de esa tecnología para producir más, y con menores costos, que su competencia. Ni remotamente se le ocurriría al empresario pensar que, siendo ahora más productivos, él y sus trabajadores podrían trabajar menos, acortando sus jornadas para disfrutar del beneficio de la tecnología. Si lo hiciere, estaría anulando la ventaja competitiva que acaba de obtener. Quedaría, frente a su competencia, en la misma situación que antes. Produciría la misma cantidad de mercancías que antes, al mismo costo, si bien con menos trabajo.

Carecería de sentido adquirir maquinarias nuevas, si con ello no se fuera a obtener un aumento de la productividad que permitiese mejorar la relación calidad-precio y, de esta manera, hacerse de una porción mayor de la torta del mercado. Ninguna empresa cometería semejante despropósito. No obstante, eso es, precisamente, lo que la sociedad necesita que se haga.

Lo que ocurre, entonces, es que este régimen, tan hábil para revolucionar la técnica, es, sin embargo, inepto para hacer la primera cosa sensata que cabría esperar de esos adelantos: aliviar el esfuerzo cotidiano de los seres humanos, liberándolos progresivamente de la carga del trabajo (Basso, 2003; Schor, 1992). Lo que las empresas están en la incapacidad de hacer individualmente es, justamente, lo que la sociedad debe poner en práctica, para el bien de todos.

 

La carrera hacia el fondo

Este contrasentido descomunal, de propor ciones históricas (y, sin embargo, prácticamente soslayado por la ciencia económica contemporánea), tiene consecuencias desastrosas para la sociedad humana. Podría decirse que los principales problemas económicos y sociales que aquejan al mundo giran en torno de esta absurda desconexión entre el progreso de la técnica, por un lado, y el tiempo de trabajo de los seres humanos, por el otro. Si, como ocurre ahora, no se reduce el tiempo de trabajo en proporción con el aumento de la productividad, la primera y más inmediata consecuencia de ello es la supresión de empleos (Forrester, 1998 ; Harribey, 2001; Shaik, 1996).

La revolución de la informática, que comenzó con tan optimistas auspicios hace dos o tres décadas, ha desembocado en la más gigantesca oleada de despidos masivos de que se tenga memoria, abultando la masa de desempleados y subempleados a centenares de millones.

La sola existencia de ese ejército de hambrientos sin trabajo ejerce, a su vez, una formidable presión sobre los que todavía lo tienen. Estos últimos, sometidos por el temor de perder sus empleos, bajo la amenaza de cierre y deslocalización de las plantas, ceden a la presión de las empresas para recortar sus beneficios, precarizar sus contratos y prolongar e intensificar sus jornadas, en lo que ha dado en llamarse la “carrera hacia el fondo”, siniestra competencia en la que se ha embarcado el planeta entero, desde los míseros arrabales del Tercer Mundo, hasta las más importantes metrópolis de Europa y Estados Unidos, pasando por los pujantes emporios industriales de las naciones emergentes (Ehrenreich, 2003; Luttwak, 2000; Sennet, 2001; Zaiat, 2007).

Es fácil colegir que, en un escenario como el que estamos describiendo, la delincuencia, la violencia juvenil, el pandillaje y la drogadicción tienen las mejores condiciones para incrementarse hasta escapar de todo control, amenazando seriamente la seguridad de las sociedades y haciendo más sombrío que nunca el porvenir de las nuevas generaciones.

 

Tasa de ganancia y especulación

Como si lo anterior fuera poco, el capital se embarca en una frenética espiral de especulación financiera y evasión fiscal, cuyas consecuencias pudimos apreciar en el desplome bursátil de 2008 (Chesnais, 2008; Patrick, 2009; Villarán, 2012).

El acicate que provoca en los capitales esa avidez especulativa es, curiosamente, la misma desconexión entre productividad y tiempo de trabajo de la que hemos venido hablando.

Los grandes cambios técnicos traen aparejada una consecuencia, de la que el capital no logra sustraerse. A mayor tecnología, menor intervención del trabajo humano en el proceso de producción. La enorme y creciente masa del capital se compone de una parte cada vez mayor, proporcionalmente hablando, de lo que se llama capital constante (maquinarias, insumos, edificios, etc.), y una parte cada vez menor, en proporción con el total, de trabajo humano, de mano de obra (representada, en el capital, por el valor de los salarios, que se llama capital variable). Pero este cambio en la composición interna del capital tiene una consecuencia: la tasa de ganancia tiende a disminuir.

La razón de ello estriba en que, siendo el trabajo humano el que otorga valor a las mercancías, y siendo que, por el contrario, las máquinas no producen valor nuevo cuando intervienen en la producción, sino que solo se limitan a transferir su propio valor al producto, siendo así, decimos, resulta que, al disminuir la participación del trabajo en la producción, disminuye también la generación de valor nuevo (medido todo esto, por supuesto, en proporción con el valor total del capital). Disminuye, entonces, la tasa de ganancia.

Fue Carlos Marx (1818- 1883) quien en El Capital (1867) descubrió esta tendencia a la caída de la tasa de ganancia, que viene a ser, precisamente, la causa mayor y fundamental de los problemas económicos y sociales del mundo capitalista.

Cuando el capital se ve arrastrado por esa fuerza oscura que le impide mantener sus ganancias, intenta contrarrestarla por todos los medios. Recurre entonces, como hemos visto, a prolongar e intensificar las jornadas de trabajo, a precarizar el trabajo para reducir los costos laborales, a practicar despidos masivos y, finalmente, a especular en los mercados financieros. Todo ello, como decimos, en el afán de contrarrestar la caída de sus tasas de ganancia.

 

Productividad y tiempo de trabajo

La buena noticia, en medio de esta situación de la que pareciera que no tenemos escapatoria, es que hay una salida. La enfermedad es reversible, y el remedio está perfectamente al alcance de nuestras manos.

Lo que tenemos que hacer, para acabar de un a vez por todas con este desquiciado estado de cosas, es reducir la jornada de trabajo en proporción al aumento de la productividad, estableciendo, para comenzar, una jornada mundial de trabajo de cuatro horas.

La jornada de cuatro horas vendría a compensar la enorme brecha social acumulada en las últimas décadas, durante las cuales, como hemos visto, la productividad se ha más que duplicado, en tanto que las jornadas de trabajo, en lugar de recortarse, se han hecho más prolongadas.

Su implantación a nivel planetario significaría la obtención casi inmediata del pleno empleo, lo que, a su vez, es el primer y definitivo paso para la desaparición de la pobreza en el mundo.

 

Nueva estabilidad económica

Además de los beneficios mencionados, la reducción de la jornada de trabajo tiene la virtud de contrarrestar la que, como hemos visto, es la causa fundamental de los problemas de la economía: la caída de la tasa de ganancia.

Cuando una empresa introduce adelantos tecnológicos en su proceso de producción, esos adelantos ocasionan, como hemos visto, un aumento del llamado capital constante (maquinarias, patentes, edificios e insumos). Si acompañamos ese aumento con una disminución, estrictamente proporcional, de la jornada de trabajo, y compensamos dicha disminución de la jornada con un aumento, igualmente proporcional, del número de trabajadores, obtendremos entonces un aumento del capital variable (que, como vimos, está constituido por los salarios).

Traducido en cifras, el mecanismo es así: Si tenemos un capital constante (C) de 400, y realizamos una inversión en maquinarias nuevas, con el fin de aumentar la productividad, y como consecuencia de este aumento el capital constante se incrementa a 500, deberemos entonces disminuir la jornada de trabajo en la misma proporción. Tal disminución de la jornada significará, automáticamente, un incremento de número de trabajadores, puesto que la empresa se verá precisada a contratar más personal para suplir las horas que dejarán de laborarse. Si teníamos 100 trabajadores, ahora pasarán a ser 125 (y si el capital variable (V) era como 100, ahora será como 125).

Si el capital constante (C) ha aumentado en 25% (de 400 a 500), y el capital variable (V) ha aumentado, igualmente, en 25% (de100 a 125), hemos mantenido entonces la proporción entre ambas partes del capital. En otras palabras, estamos anulando la causa de la caída de la tasa de ganancia. El Cuadro I muestra la estabilización de la tasa de ganancia en 20%, cuando los incrementos del capital constante se acompañan con incrementos simultáneos, y proporcionales, del capital variable.

 

C

(capital constante)

V

(capital variable)

p

(plusvalía)

g

(tasa ganancia)

400

100

100

20%

500

125

125

20%

600

150

150

20%

700

175

175

20%

 

Costo cero

Falta mencionar otra ventaja, en esta venturosa cadena de efectos positivos, y es que toda ella tiene costo cero. Para establecer la jornada de cuatro horas no se necesita destinar cuantiosas sumas para la ayuda a los necesitados, ni elaborar onerosos y complicados estudios de factibilidad, ni diseñar sofisticados proyectos, ni hacer presupuestos, ni tampoco reclutar y capacitar a ejércitos de brigadistas que irán al campo, y todo ello para que, cuando el socorro llegue a los menesterosos, la mitad del dinero se haya gastado en el camino.

Se volverá a decir que nuestra propuesta sí tiene costo para las empresas, puesto que ellas verán incrementadas sus planillas. Pero la lógica y la experiencia histórica demuestran que ese temor es infundado.

Cada nuevo trabajador que se contrata es, al mismo tiempo, un nuevo consumidor. Al contratar nuevos empleados, las empresas están aumentado el mercado para sus propios productos. Cada nuevo trabajador viene, pues, con su pan bajo el brazo.

 

Un círculo virtuoso

Dicho de otro modo, lo que habremos establecido con la reducción de la jornada laboral será un sistema de compensación entre los elementos de la producción, un mecanismo virtuoso que permite que todo adelanto tecnológico (que, como sabemos, ocasiona un incremento de productividad), se traduzca además, de manera exactamente proporcional, en jornadas más cortas de trabajo (es decir, en más descanso y tiempo libre para todos), en más empleo (ya dijimos que se contratará nuevo personal), y en una tasa de ganancia estable para las empresas.

Bastará con disponer, como una medida de alcance universal, la reducción de la jornada a cuatro horas, para que el aberrante estado actual de las cosas se revierta, y se ponga en marcha ese circuito virtuoso. Se producirá, como una reacción en cadena, toda la serie de beneficios que son el reverso exacto de los males que hoy nos afligen: tendremos pleno empleo, ganancias estables para las empresas, tiempo libre y una mejor calidad de vida para los ciudadanos y, como consecuencia de estas cosas, una disminución de la angustia y la inseguridad que empujan a la drogadicción, al pandillaje, a la delincuencia e incluso al terrorismo a vastos sectores de la población, principalmente jóvenes.

 

Cada vez más libres

Para que el nuevo y positivo impulso de bienestar que se va a generar sea perdurable, hará falta institucionalizar la reducción de la jornada como algo periódico y progresivo. Cada cierto tiempo (podría ser cada década) se medirá cuánto se ha incrementado la productividad en ese lapso, y se dispondrá, de manera automática, una reducción equivalente, exactamente proporcional, de la jornada laboral.

Ello se hará para que los efectos beneficiosos de la reducción de la jornada no sean anulados por los nuevos aumentos de productividad –que, como es obvio, seguirán ocurriendo, debido al constante progreso de la técnica.

Pero estos reajustes sucesivos significarán, por cierto, nuevos beneficios para los seres humanos, el principal de los cuales es que podremos disfrutar de más tiempo libre cada vez. De este modo, y haciendo una estimación de incremento anual de la productividad de un dos por ciento, por ejemplo, en el plazo de treinta años, contados a partir de la conquista de las cuatro horas, la jornada de trabajo podría ser… ¡de dos horas!.

La reducción de la jornada laboral, además de solucionar la crisis mundial –lo que, por cierto, no es poco–  resulta ser, entonces, la puerta de ingreso a una nueva etapa en el progreso de la humanidad. Estamos hablando, nada más y nada menos, del comienzo de nuestra verdadera liberación. Ya no viviremos para trabajar, sino para ser ciudadanos libres, dueños de nuestro tiempo y, por ende, de nuestro destino (Lafarge, 2003).


El avance del Cuarto Estado (1901). De G. Pelliza Da Volpedo

 

Proteger el ambiente

Una vez alcanzados el pleno empleo y la estabilidad económica –cosas que, como hemos visto, se pueden lograr en muy corto plazo– dejaría de ser necesaria la locura del crecimiento, idea obsesiva que preside todos los programas económicos y que está llevando a la destrucción del ambiente habitable del planeta.

Pasaríamos entonces a un esquema de crecimiento cero o decrecimiento, como lo proponen hoy varios teóricos (Buela, 2008), mediante el cual se detendría la depredación de los recursos naturales. Podríamos, incluso, empezar a decrecer, es decir, a reducir la población mundial (de manera natural y voluntaria, seguramente, como ya ocurre en los países avanzados), para establecer un equilibrio entre la existencia de nuestra especie y el ambiente que nos rodea.

No debe pensarse que, llegados a esa situación, hubiera de detenerse la innovación. Por el contrario, los estímulos para el progreso de la técnica seguirán existiendo, exactamente como ahora. La diferencia estaría en que las innovaciones, además de beneficiar, en un primer momento, a sus creadores, luego, al generalizarse su uso, extenderían sus beneficios a la humanidad toda, mediante el sencillo mecanismo de la reducción del tiempo de trabajo.

 

El gigante dormido

Los actores potenciales de este cambio son los trabajadores del mundo, los ciudadanos de a pie, todos aquellos seres humanos que viven de la venta de su fuerza de trabajo, es decir, la fuerza más poderosa que existe en el planeta, el gigante dormido, el único capaz de revertir el actual estado de cosas.

Para lograrlo, debemos vertebrar una movilización mundial orientada a culminar en la realización de una huelga mundial –totalmente pacífica y democrática, por supuesto– mediante la cual, en el lapso de pocos días o semanas, podremos obtener la jornada de cuatro horas, acompañada de un acuerdo para reducciones adicionales, sucesivas y periódicas, ajustadas a los aumentos futuros de la productividad.

La reducción de la jornada de trabajo tiene la virtud de ser una demanda concreta, tangible, comprensible para los trabajadores y factible de obtener. Conseguirla significaría poner a la economía al servicio de los seres humanos, en lugar de que continuemos siendo esclavos de ella.

Es la reivindicación clave para aglutinar, en torno a ella, la gran diversidad de demandas laborales, culturales, tercermundialistas, ambientalistas, de género y de minorías, entendiendo que su consecución será una victoria de envergadura suficiente para cambiar por completo la correlación de fuerzas en el mundo, estableciendo un nuevo poder ciudadano sobre cuya base podrá lograrse una cadena de nuevas conquistas, orientadas todas ellas al advenimiento de una sociedad más libre y democrática.    

         



Notas:

[1] Carlos Miguel Tovar Samanez, más conocido como Carlín (Lima, Perú, 1947), es arquitecto, diseñador, caricaturista y escritor ensayista. Carlín es célebre caricaturista político del diario La República. Se graduó en la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes de la Universidad Nacional de Ingeniería. Ha publicado Habla el Viejo (2002), testimonios de sus conversaciones con el fantasma de Carlos Marx; y Manifiesto del siglo XXI (2006), en el cual propone una solución para el desempleo y la precarización laboral. . En el 2009 recibió el premio de Periodismo y Derechos Humanos.

 

Bibliografía

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Villarán, Fernando (2012). La picadura del escorpión. Lima: Planeta.

Zaiat, Alfredo (2007).          «La walmartización del mundo». En: Página 12, Buenos Aires,    1 de abril de 2007.

 

Cómo citar este artículo:

TOVAR SAMANEZ, Carlos Miguel, (2013) “La jornada de cuatro horas. Pleno empleo, economía estable y mejor calidad de vida”, Pacarina del Sur [En línea], año 4, núm. 15, abril-junio, 2013. ISSN: 2007-2309. Consultado el

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.
. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=697&catid=11