Bicentenario, cine histórico y proyecto nacional bolivariano

Bicentenary, film history and Bolivarian national project

Bicentenario, história do cinema e project bolivariano nacional

Ernesto Guevara Flores [1]

Recibido: 15-11-2014 Aprobado: 30-11-2014

 

El viejo debate del cine histórico

Las relaciones entre Historia y el Cine se remontan al inicio mismo de los estudios sobre los medios de comunicación. Siendo el Cine un medio masivo, ha sido también espacio de representaciones sobre el pasado de las sociedades. En el cine reposa una parte de la memoria, rostro e imaginario de las sociedades, por lo que puede revelar nuevos significados. Esto es particularmente importante en cuanto al tema del Bicentenario de la Independencia. La existencia de muchos films sobre dicho proceso permite una revisión sobre la representación del pasado en imágenes.

El interés del cine por la Historia se enmarca en el proceso de popularización de la Historia cuyo consumo dejó de ser exclusivo de las clases intelectuales para pasar a las clases populares: la primera película rodada por los hermanos Lumière es Salida de los obreros de la fábrica, y cuya influencia se dejó sentir en muchos países que copiaron tema y título. Sin embargo, estas primeras muestras deben recordarnos que si bien el cine era popular, los primeros discursos cinematográficos estaban enunciados desde la perspectiva del poder. Eso cambió en los años 20 con la revolución rusa y las películas soviéticas. A partir de los años 50, el desarrollo de la televisión, de los medios masivos y de la industria del cine potenció la cultura de masas e incrementó el interés de dicha industria por los temas históricos en los grandes epics hollywoodienses.

Como vemos, la relación entre Cine e Historia ha sido larga, pero siempre ha existido polémica y debate sobre los vínculos entre un arte e industria con una ciencia social. La polémica empezó desde que el cine empezó a tratar temas históricos: el primer escándalo fue el desatado por El nacimiento de una nación, debido al racismo del argumento. La polémica estaba abierta. Esto se repitió a raíz de películas concretas: Holocaust o La vita è bella. Esto nos lleva a tres interrogantes de dos autores (Ibars y López, 2006) a partir de la Historia en el cine: ¿Hasta qué punto el cine permite entender la Historia seria?, que se asocia al tema del valor pedagógico del cine y de su valor como herramienta didáctica; ¿Cuál es el valor histórico del cine? que se refiere al cine como documento histórico; y ¿El cine refleja la historia o la deforma?, tema de un cine propagandístico y político.

La cuestión no es si el cine falsea, puesto que el cine no es la “Historia”, sino una manifestación de la misma, una herramienta para conocer la Historia, sometida a un severo proceso de crítica, como con las demás fuentes. No es si el cine transmite la Historia sino en el cómo la transmite. El valor de la Cinematografía para conocer la Historia depende de dos factores: La capacidad del público para interpretar la película como drama y narración; y el uso crítico que el historiador haga del cine como herramienta. Es el mismo problema de la novela histórica (Romaguera y Riambau, 1983).

Este debate no está superado: uno de los factores que contribuye a la perpetuación de ese debate es la capacidad única que tiene el cine para crear arquetipos perdurables en el imaginario colectivo. Es difícil para el espectador imaginar a personajes históricos concretos como Espartaco sin la cara de Kirk Douglas u oír hablar del incidente del acorazado Potemkin sin la escena de la matanza en Odessa. Ya Marc Ferro veía esa “historicidad” del cine por su naturaleza de plasmación de imágenes en movimiento: actualidad o ficción, la realidad que el cine ofrece en imagen resulta terriblemente ‘auténtica (Ferro, 1995). Sin embargo, eso hace al cine valioso para la historia: El cine es la máxima potencia de comprensión de una época pretérita, porque realiza el milagro que se le pide a la literatura o a la historia científica: reconstruir un ambiente, una circunstancia; eso que para las palabras es un prodigio inverosímil, lo hace el cine sólo con existir (Marías y Alonso, 1994).

Por ello, podemos responder esas tres preguntas. El autor español José Caparrós (1990: 177-178) hizo hace muchos años una clasificación del cine histórico de ficción: Películas de valor histórico o social, que, sin voluntad directa de hacer Historia, poseen un contenido social y pueden convertirse en testimonios de la Historia, o para conocer las mentalidades; películas de género histórico, que evocan un pasaje de la Historia, o se basan en personajes históricos, con el fin de narrar hechos del pasado; y películas de intencionalidad histórica, que, con voluntad directa de hacer Historia, evocan un período o hecho histórico, reconstituyéndolo con más o menos rigor.

Sin embargo, el Cine es un reflejo de la sociedad que produce dicho cine (Sorlin, 1985), reflejo ideológico y vehículo de propaganda, herramienta política y documento histórico (Caparrós, 1997; Bachs, 1995: 146-151). El reflejo no es directo, es una representación, una “reconstrucción” cultural (Chartier, 1992; Burke, 2001); y aplicando el método contextual relacionan los productos fílmicos con su época de creación (Rollins, 1987: 17-18).

Además, aunque es otro tema, el cine puede usarse para educación en tres sentidos: enseñanza en el cine, enseñanza por el cine y enseñanza del cine (Bonell, 1986; Badaña, 1990: 165-171; Caparrós, 1997). Y todos tienen claro que nadie puede aprender Historia sólo mediante una película. Otra limitación se debe al reducido ámbito de atención del cine a temas culturales. De todos modos, deberíamos hacer una distinción entre películas que utilizan la Historia al servicio de espectáculo, y las que proponen una reflexión sobre la época, los hechos o los personajes que reflejan, como A man for all seasons(Fred Zinemann, 1966), Il gatopardo(Luchino Visconti, 1962), Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), o Tierra y Libertad (Ken Loach, 1995). Sin embargo, en una película histórica o no, se debe saber separar lo histórico de lo puramente dramático. Julián Marías recuerda la polémica tras el estreno de El Cid (Marías; Martínez, 2003).

Un film tan conocido como El acorazado Potemkin(Sergei Eisenstein, 1925) contiene falsedades históricas, pero eso no invalida el valor didáctico de la película, más bien lo incrementa: el film explica bien las tensiones entre las distintas clases de la Rusia zarista previas a la revolución y esas “falsedades históricas” testimonian el afán por hacer propaganda. Este valor de las películas de género histórico aumenta cuando en la película el tema histórico a tratar está mediatizado por la época en que se produce dicha interpretación y producción. Spartacus no puede entenderse sin entender el momento en que fue realizada, la Caza de brujas, la guerra fría, los derechos civiles (De España, 1997; Solomon, 2001). Solo así se calibra el discurso de Craso ante las tropas de Roma, o el senador popular Cayo Graco ante una lista negra. Esto también se ve en el cine español franquista y posfranquista (Gubern y Monterde, 1995). Es el cine como testimonio de un momento concreto.

Marc Ferro decía que todos los filmes son históricos, incluso los pornográficos, todo filme tiene una sustancia histórica… y esto es así porque la cámara revela el comportamiento real de la gente, la delata mucho más de lo que se había propuesto. Descubre el secreto, exhibe la otra cara de una sociedad, sus lapsus. Esa cualidad explica la censura cinematográfica, que no minimiza el valor del cine como testimonio sino que lo aumenta, pues como cualquier otra fuente, el cine puede ser tan revelador por lo que dice como por lo que no se le permite decir. De cualquier película, aunque no pretenda historiar, sino solo narrar un argumento dramático, se puede sacar más interpretación histórica que de otras obras de carácter seudo-histórico (Caparrós, 1995: 136-145).

Esto es así porque las películas reflejan la mentalidad de los hombres que la hacen y su época. Martin Jackson (Caparrós, 1995), ha definido esta cualidad: El cine debe ser considerado uno de los depositarios del pensamiento del siglo XX, ya que refleja las mentalidades de los hombres y las mujeres que hacen los filmes. Lo mismo que la pintura, la literatura y las artes plásticas, el cine ayuda a comprender el espíritu de nuestro tiempo… es parte integrante del mundo moderno. Aquel que se niegue a reconocerle su lugar y su sentido privará a la Historia de una de sus dimensiones, y se arriesgará a malinterpretar los sentimientos y actos de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y el sociólogo francés Sorlin añade que eso es posible porque una película está penetrada por las preocupaciones, tendencias y aspiraciones de la época. Siendo la ideología el cimiento intelectual de una época... cada film participa de esta ideología, es una expresión ideológica del momento.

Entonces, las películas son testimonio y testigo de la Historia, de ahí su importancia como fuentes auxiliares para la investigación histórica: las comedias sentimentales de Frank Capra, los dramas de John Ford, el cine de gánsteres, el cine japonés sobre los cambios sufridos por la institución familiar, el neorrealismo italiano o cine de atención social (Zavatini dixit), el cine rohmeriano que disecciona el comportamiento pequeño-burgués, el cine franquista que transmite frustraciones y esperanzas de la clase media española de la época. El cine es también reflejo de la política, como en los casos del macartismo, la transición española y el cine derechista de la era Reagan-Bush (Biskind, 1998). Casi todo film es vehículo ideológico y propagandístico, y no solo filmes occidentales, la vehiculización ideológica es notoria en el cine soviético, pero también en el cine nazi, que tomó como modelo el soviético en su montaje rítmico, el tono retórico de los planos, los contrapicados, enfáticos ángulos de cámara, la afición por los primeros planos de rostros (Gubern, 1995). Se requieren así conocimientos de los elementos compositivos del cine, y un conocimiento previo del período que se está tratando de estudiar a través del cine mismo (Monterde, 1986; Fernández, 1989).

Respecto a las tres preguntas, la de hasta qué punto el cine explica la Historia queda contestada con el valor de determinadas películas para entender el pasado y mentalidad de las gentes de esa época; en cuanto al valor histórico del cine, sin la revolucionaria El acorazado Potemkin, la fascista El triunfo de la voluntad o la imperialista Rambo, la comprensión de los momentos históricos que las vieron nacer sería menor. Y sobre si el cine refleja la Historia o la deforma: el carácter multiforme y colectivo del cine hace difícil su análisis objetivo, pero es enriquecedor que su entramado de intereses económicos, políticos y artísticos ofrece más información que otras artes. Detrás de cada film del género que sea se esconde la Historia de nuestras colectividades, esperando ser descubierta.

 

1492 en el cine

Las películas europeas y españolas hechas sobre el Descubrimiento de América nos pueden ayudar a conectar los filmes con las corrientes de la historia contextual, relacionando los productos fílmicos con su época, como un antecedente a nuestro tema central del cine venezolano.

La figura de Cristóbal Colón ha tenido una representación acorde a los rasgos aun confusos de su personalidad, entre la alabanza y la crítica. El primer film La vie de Christophe Colomb (1917) de Gerard Bourgeois, tuvo un guión libresco y escolar. En el film mexicano Cristóbal Colón (1943) de José Díaz Morales, el iluminado habla de “descubrir un mundo nuevo” y lanza una arenga a la cámara, o sea, a la Historia (De España, 1992: 190). Hay un film exótico, el alemán Columbus (1922), film atrevido y desconcertante.

Pero la controversia fílmica tuvo su máxima expresión visual con el choque entre el film británico Christopher Columbus (1949) de David McDonald, y su réplica española Alba de América (1954) de Juan de Orduña (Castro, 1974: 296). El film inglés es una biografía no benévola de un Colón engreído y autosuficiente, que en una escena golpea al rey Fernando, algo descabellado. España respondió con el film citado, exaltación hispanista y conservadora, en un blanco y negro lastrado por la rigidez frente al film británico que no era ameno, pero de aspecto formal soberbio por el uso del color. Tras este conflicto fílmico, Colón abandona el cine hasta Cristóforo Colombo (1968) telefilme rosselliniano del italiano Vittorio Cottafavi; admirable por los matices psicológicos del protagonista. Fue seguido del film paródico Cristóbal Colón, de oficio descubridor (1982) de Mariano Ozores, una bufonada típica de la transición. Siguió otro telefilme italiano en inglés, Christopher Columbus (1985) de Alberto Lattuada, mitificación de Colón sin puntos discutibles en su conducta; una obra descuidada y sin nervio, por el probable desinterés del propio director.

Hay que cerrar este terma recordando que las conmemoraciones de 1992 produjeron dos obras sobre Colón: Columbus, the Discovery, de John Glen; y 1492, the Conquest of Paradise, de Ridley Scott. Dos films muy diferentes: el primero un comic de aventuras que prescinde de la iconografía tradicional del almirante envejecido, ahora un joven dinámico abocado al éxito empresarial, una pobre superproduccion con un humor involuntario que la hacen digna sucesora del film de Ozores; muy diferente es la versión de Scott, de gran nivel artístico, que prescinde de la fidelidad a los hechos y aborda el tema con perspectiva poética en contenido e impresionista en la forma, con resultado óptimo que logra trasmitir la esencia de los hechos, transfigurados por una visión lírica que da otra dimensión –acaso posmoderna- a unos hechos antes abordados de forma pragmática.

 

Historia latinoamericana en el cine español

El cine español estuvo de espaldas a la temática americana hasta la década de 1940: la prueba es que el primer film sobre Colón fue francés. El olvido de la historia iberoamericana a la poca solidez industrial del cine español, que le incapacitaba para proyectos caros (De España, 1992: 193). Que la crisis de 1898 no fue la causa de ese desinterés es que la única película sobre ese tema del periodo silente es El héroe de Cascorro (1929) de Emilio Bautista, evocación de la lucha de la metrópoli contra los independentistas cubanos, pésimo filme ignorado por el público español.

El cine español permanece ajeno al tema del siglo XV, pocas figuras de la España imperial son retratadas en pantalla. Pese a ser crisol de la hispanidad y del destino ultramarino, no hay aportes excepto Alba de América, una película hecha para responder a la provocación británica. Y la única película que podría haber representado la exaltación fílmica de ese periodo fracasó: el film épico anunciado en 1943 con el título de Vísperas imperiales y que se concretó tres años después en la modesta película El doncel de la Reina, de Eusebio Fernández, obra que no pasó la censura y tuvo cambio de título por razones extra cinematográficas, según la revista española Primer Plano, de 1943 (De España, 1992: 194). Esto nos prueba que si los Reyes Católicos no eran personajes de cine, menos suerte iba a tener el tema de la Conquista de América, nunca se hicieron films sobre Cortés o Pizarro, ni sobre misioneros como Junípero Serra. 

El primer film sobre el pasado colonial español es Los últimos de Filipinas (1945), de Antonio Román, sin relación con América, obra propagandística de intención contemporánea, de llamada a la resistencia del pueblo español ante el bloqueo internacional antifranquista promovido por las Naciones Unidas (Rigol y Sebastian, 1991: 171-184). El éxito de este filme desencadenó secuelas ambientadas en América: Héroes del 95 (1946) es un ejemplo, curioso film con final ridículo y tan ambiguo que parece que España hubiese sido la vencedora en Cuba. Nos interesa este film porque es la primera vez que el cine español muestra un revolucionario mexicano con la iconografía del burdo bigotón jefe de impresentables con música mexicana de fondo; imagen que corresponde al México de 1910 pero no a la Cuba de 1895 (Hausberger y Moro, 2013: 182). Este mexicano tiene por finalidad recordar a los españoles las turbas de milicianos republicanos “antiespañoles”. Más diluido queda el mensaje en Bambú (1945), pues aquí la coyuntura bélica en Cuba es mero fondo para una intriga sentimental; la que sí está influenciada por Los últimos de Filipinas es Las últimas banderas (1954) de Luis Marquina, que muestra la terca defensa de la fortaleza del Callao tras la batalla de Ayacucho, copiando el film de la defensa de Filipinas. Pero cuando Franco es aceptado en el mundo occidental, y ya no era pertinente reconstruir en el cine las arcaicas gestas colonialistas.

Las relaciones políticas entre España y Estados Unidos en la posguerra, no en los hechos sino en el cine, pueden verse en el caso del film de 1951 El Capitán de Loyola (De España, 1996). Pero el cine español sobre la historia latinoamericana se centra en los periodos menos gloriosos. Aparte de Alba de América, los únicos filmes que abordan la Conquista y colonización son La nao capitana (1946) de Florián Rey, y La manigua sin Dios (1946) de Arturo Ruiz de manera bastante indirecta. La primera muestra a españoles en ruta a las Indias, sin personajes reales, solo con arquetipos anónimos que reproducen la sociedad española de 1946, no la del siglo XVII: no América sino la España franquista de los años del bloqueo. El segundo film es propaganda jesuítica ultramontana a las reducciones del Paraguay, que conlleva además una dura crítica al poder político borbón. La pobreza y falsedad de la ambientación explican por qué el cine español rehuía el tema. La ausencia de un cine épico o siquiera histórico sobre la conquista tiene entonces explicación. Los sueños del franquismo duraron poco, y hubo de evitarse fantasías falangistas e imperialistas (Delgado, 1988: 80). Sin embargo, eliminado el conquistador porque recordaba la violencia del pasado, quedaba el fraile evangelizador de indios. La cristianización no era asunto conflictivo, pues era una constante del pensamiento conservador español, pero tampoco se aprovechó esto, y La manigua sin Dios fue solo un halago interesado a los jesuitas, con referencias muy pobres y secundarias al Nuevo Mundo. El cine español de 1940-50 no tuvo interés por el pasado americano. Lo que hubo fue intercambio cinematográfico incluso con México que no tenía relaciones con la España de Franco, porque España sabía lo difícil de construir el pasado común sin ofender a los dos bandos de la guerra civil: era mejor mostrar cómo un mexicano actual reencontraba a la Madre Patria gracias a la copla andaluza, en Jalisco canta en Sevilla (1948) de Fernando de Fuentes (Amman, 1989).

En los años 50 Iberoamérica apenas recibe referencias aisladas, aparte de Las últimas banderas y de Habanera (1958) de José Elorrieta, un limitadísimo ejercicio nostálgico sin contenidos políticos, ya que se sitúa en 1860, mucho antes de las rebeliones cubanas. En cambio, el auge del viejísimo cine religioso tuvo una secuela tardía en un film hagiográfico americanista, Fray Escoba (1961) de Ramón Torrado. Aunque la ambientación limeña es mala, se intenta reconstruir el periodo virreinal y ensalzar al fraile de color. El gran éxito del film recordó que había una coetánea santa, y se rodó apresuradamente Rosa de Lima (1961), que fracasó. En 1963 llega el primer film español sobre un conquistador, Los conquistadores del Pacífico, de José Elorrieta, una historieta juvenil primaria de Vasco Núñez de Balboa, que tardó años en estrenarse. El siguiente paso de 1970 fue La Araucana de Julio Coll, coproducción que homenajea tanto al conquistador Valdivia como a los indígenas araucanos, un film ineficiente.

El fin del franquismo supuso una renovación temática en el cine español. Antes de 1975 la censura era fascista y revanchista. El cine histórico pos-franquista, mayoritariamente izquierdista, tampoco se aventuró al pasado: como en el periodo franquista la Guerra Civil española fue explicada de modo unilateral, era lógico que el público y los cineastas tuvieran interés en la versión del otro bando (Ripoll, 1992; Sala, 1993; Amo, 1996). Pero el afán contestatario del cine de la Transición y de la Democracia no llegó a la Historia de América, y el tema no despertó interés. Ni había motivo para cambiar de orientación, teniendo en cuenta una razón ideológica: los nuevos films “críticos” eran una respuesta a los viejos valores que el franquismo manipuló para justificar su dictadura: religión, ejército, el capital. Por lo tanto, como la Historia de América nunca fue tema ni tópico ideológico en el cine franquista, tampoco generó el ánimo de los cineastas de oposición.

Como siempre hay una excepción, sí hubo un cineasta antifranquista que se atrevió con el tema de la Conquista, el más insospechado, Carlos Saura, dedicado a proyectos folklóricos pero que en un intento por demostrar que sabía tocar otros temas ajenos a la historia, tocó la historia de un país que no conocía, y filmó en México Antonieta (1982), que recibió duras críticas de los mexicanos por su enfoque de bolsillo (Caparrós, 1992: 220). Demostrada su inadaptación para el cine histórico, Saura se refugió en el seguro tema del folklore andalucista, pero reincidió en la historia de Latinoamérica con El Dorado (1987), sobre el conquistador rebelde Lope de Aguirre, desafortunada elección, ya que el personaje ya había sido brillantemente filmado en 1972 por Werner Herzog; más aún, Saura planteó su filme de forma desmitificadora, mostrando a los conquistadores como delincuentes, un criterio que no se acomodaba a la épica que el alto presupuesto daba a entender. El film tiene gran belleza plástica, incluso demasiada para un contenido tan oscuro, pero tal vez precisamente por eso el film fue un fracaso de público y taquilla. Así que tanto desde la óptica franquista como desde la progresista de la democracia, el cine español no ha podido tratar la Historia de América Latina.

 

La independencia en el cine de México, Argentina y Cuba

Latinoamérica ha hecho más cine de su Historia que España. Tanto México como Argentina sacaron buen partido de la llegada del sonoro para lograr un público nacional, que agradecía oír hablar su idioma en vez de leer subtítulos (Villaurrutia, 1970. 243). Detalle vital es que ambos países registran desde 1939 un alto ingreso en sus filas de españoles, emigrados del exilio tras la Guerra Civil (Gubern, 1976). En estos cines, dos temas históricos destacan: la Independencia y la Conquista. El primero es común a México y Argentina, y el segundo es exclusivo de México, porque el mestizaje es ingrediente fundamental de la identidad nacional.

Entre las películas silentes mexicanas hallamos las dos temáticas indicadas. Una de las primeras cintas, El grito de Dolores, o sea la Independencia de México (1907) de Felipe Haro, revisa en siete atropellados cuadros las intrigas de Hidalgo, la invocación al alzamiento en nombre de la Virgen de Guadalupe, la marcha a San Miguel, y un final simbólico en el que la Fama coronaba de laurel a los mártires (De los Reyes, 1986; Dávalos y Vásquez, 1985). En 1916 el primer largo argumental trata de lo mismo, 1810, ¡Los libertadores! de Cirerol y Martínez. El film desarrolla una historia inventada, simbólica y de escasa narrativa, donde tres jóvenes, hijos de una señora llamada Madre Patria, que no es España sino México, sufrían la arbitrariedad de un intendente español. Al año siguiente aparece Tepeyac, (1917) de José Ramos y Carlos González, es la primera referencia al tema de las apariciones guadalupanas; a nivel narrativo lo original es que el tema se inserta dentro de una historia contemporánea en la cual una joven pide a la Virgen la salvación de su novio, que viaja en un barco torpedeado por un submarino alemán.

En cambio, ha desaparecido Tabaré (1917) de Luis Lezama, adaptación del poema de Juan Zorilla sobre los trágicos amores entre un cacique uruguayo y una dama española, en los primeros tiempos de la conquista. En el cine sonoro se sigue insistiendo en los dos temas. La Conquista se plantea bajo esquemas románticos convencionales, como en Tabaré: cacique enamorado de dama española, o conquistador enamorado de princesa india. Lo primero en Tribu (1934) de Miguel Contreras, lo segundo en Chilam Balam (1955) de Iñigo de Martino. Esta forma de mostrar el mestizaje encubre los crímenes españoles sobre la población indígena, sobre todo las violaciones a las indias, elimina las asperezas con España y evita las reivindicaciones indigenistas: los films sobre la Conquista y la Colonia no quieren recordar los crímenes de la colonización. Y como hablamos del cine mexicano, nada más apropiado que citar las apariciones fílmicas de la Virgen de Guadalupe, el episodio que mejor define el papel de la Iglesia en el reconocimiento de la mexicanidad. Este tema tiene auge en los años 30 y 40, con el estreno de La Reina de México (1940) de Fernando Méndez, La Virgen Morena (1942) de Gabriel Soria, y La Virgen que forjó una patria (1942) de Julio Bracho. Esta cadena de films se debió a complejos orígenes: El ambiente neocatólico del régimen derechista de Ávila Camacho, que permitió hacer propaganda religiosa; la situación de guerra que alentaba un nacionalismo basado en los orígenes del patriotismo mexicano, y la bonanza de la industria fílmica que estimulaba superproducciones para un vasto mercado cautivo (De la Vega, 1992: 111). Estos films no tienen gran valor cinematográfico, la más interesante es la última, por enmarcar las apariciones en el contexto de la insurrección de 1810. Pero era un fervor religioso que se reflejó bien en la pantalla. El anticlericalismo también tuvo reflejo, no en filmes laicos sino en alegatos contra la Inquisición: Monja y casada, virgen y mártir (1935) de Juan Bustillo, y Martín Garatuza (1935) de Gabriel Soria, únicas notas discordantes en un tratamiento respetuoso del clero.

Solo hay un film mexicano sobre Bolívar, libertador de cinco países de Sudamérica. Pero es un film conservador que refleja la época: no ofender a España, no tocar temas sociales o políticos: los españoles en Simón Bolívar (1941) de Miguel Contreras, son gente encantadora, y esto se explica por dos factores: el intento de distribuir el film en España, y el gran contingente español emigrado presente en el cine argentino y mexicano. Luego viene la Edad de Oro del cine mexicano, en los años 40 y 50, que no toca temas históricos, excepto el marco folklórico de la Revolución y no en muchos filmes. Luego el cine entra en crisis, hasta los años 70. México debe colaborar con el cine de otros países, incluso con los cubanos del ICAIC en Mina, viento de libertad (1976), del español Antonio Eceiza, mal disimulado panfleto de los vascos y de la organización ETA. Hay que destacar otros dos films inspirados por la Conquista, El jardín de tía Isabel (1971) de Felipe Cazals, y Nuevo Mundo (1976) de Gabriel Retes, este último rechazado por los distribuidores, por plantear la falsedad de las apariciones de la Virgen de Guadalupe (Sánchez, 1989; Mora, 1989).

Luego se iniciará la segunda crisis del cine mexicano, esta vez mayor. El monopolio televisivo y la falta de apoyo estatal llevaron a la decadencia: el cine posterior es bizarro, oscuro, de temas morbosos y “psicológicos”, o policiales hiperrealistas más parecidos al cine gore. El tema de las independencias es retomado por quienes no debieron hacerlo: los cineastas de la generación televisiva. La llegada a la presidencia de los conservadores y la lucha política posterior que redefinió los sectores priístas, llevó a una postura políticamente correcta, ligera pero “patriótica”. Las tres películas resultantes grafican esta anomalía: Gertrudis, Hidalgo y Morelos.

Gertrudis (1992), de Ernesto Medina, reconstruye la historia de la joven criolla de Michoacán, hija de comerciante español, en contacto con la alta burguesía y los militares criollos, en medio de la turbulenta época del final del virreinato; conocedora de la lengua indígena purépecha, Gertrudis es también bisagra intercultural, su familia se une a la insurrección de 1810, conoce a Hidalgo, se une a la causa emancipadora y es delatada, encarcelada y fusilada en 1817. El film tuvo como productora y actriz principal a la extraordinaria Ofelia Medina, e intenta un mensaje feminista e indigenista, pero precisamente por ello expone todos los defectos y tópicos de la industria audiovisual mexicana de los años 1990: lenguaje televisivo, pésimo sonido, mensajes políticamente correctos, indigenismo de manual. Veinte años después, Hidalgo: La historia jamás contada (2010) de Antonio Serrano intentó narrar la vida del prócer antes de la rebelión; bebedor, mujeriego y liberal, que cae en las garras del pecado y se convierte en un cuasi-villano. Es decir, una visión herética, supuestamente humanizadora del prócer. Pero continuó usando un lenguaje audiovisual acartonado, televisivo, light, que cuidaba más el espectáculo: la dirección de producción le fue encargada a Brigitte Broch, que había ganado el Óscar por la chirriante Moulin Rouge. Un símbolo de la nueva situación.

Antonio Serrano dirigió luego Morelos (2012), en forma y contenido una secuela de Hidalgo: La historia jamás contada, fracaso de taquilla y causante de un debate institucional e historiográfico. Otra vez el lenguaje ligero, la falta de profundidad formal, oropuestas posmodernas: el prócer es imperfecto, malhablado, amiguero, bebedor, enamoradizo; los mismos excesos formales y temáticos del film de 2010. Y tampoco pasó la prueba de la historia: la historiadora Guadalupe Jiménez Codinach, la mayor especialista en Morelos, se escandalizó por los errores históricos de un film maniqueo, falso, que inventa acciones militares e incluso el origen de la Constitución (Revista Proceso, 11 de diciembre de 2012, México).

Se desperdiciaron así tres oportunidades de realizar solventes producciones de las figuras de tres próceres, no logrando que el público comprenda mejor ni a sus héroes emancipadores ni a su época, menos lo sucedido en la guerra de Independencia. Sin embargo, son un poderoso ejemplo de que el cine utiliza a personajes del pasado para hacer, en realidad, una lectura sobre las contradicciones actuales de las instituciones neoliberales del país del siglo XXI, en conflicto con su sociedad civil.

Algo distinto encontramos en Argentina. Por el Centenario en 1910, el pionero Mario Gallo confeccionó dos films de diez minutos: La revolución de mayo muestra a la gente congregada ante el Cabildo, mientras en el interior los próceres discutían el futuro del país; con factura muy tosca, y escenografía de telones pintados sobre los que se refleja nada discreta la luz del sol; La creación del himno, muestra al patriótico poeta Vicente López saliendo inspiradísimo de una de las reuniones en casa de María Thompson, se encierra y compone el himno nacional. La situación fue repetida años más tarde por Luis Amadori en El grito sagrado (1952), una biografía de Mariquita Thompson, lo que le valió al director la felicitación personal del presidente Perón.

En cuanto al gran tema del cine histórico latinoamericano, la Independencia, hay un periodo de auge en los años 40, coincidiendo con la época de mayor potencial de los cines mexicano y argentino. Pero estas cintas rechazan toda interpretación progresista, y son solo biografías que explican la Historia en función de las vidas de caudillos. Las masas populares no tienen otro cometido que comparsas, y los ejes socioeconómicos se esconden tras la escenografía. La desinformación y manipulación abundaron, y una película sintomática de esto es Nuestra tierra de paz (1939) de Arturo Mom, hecho por franceses que vivían en Argentina. Teóricamente una biografía de San Martín, es una excusa para recordar a los argentinos lo que se le debe a Francia, además de renunciar a toda descalificación de España. Ya vimos eso en Simón Bolívar (1941) de Miguel Contreras.

De todos los films sobre los próceres, ninguno puede considerarse clave del cine latinoamericano. En cambio, entre los que usan personajes imaginarios hay una obra maestra del cine argentino, La Guerra Gaucha (1942), de Lucas Demare, homenaje popular a las guerrillas gauchas; tiene el extraordinario mérito de dar forma cinematográfica a un texto fragmentado que presenta hechos y personajes a modo de pinceladas, y una ecuanimidad rara en este tipo de films (Di Nubila, 1959). Sin embargo, en contraste con el progresismo mexicano, en la Argentina de los años 30-60 el pasado colonial y emancipador es mostrado en imágenes solo como tradicionales biografías de próceres.

Hubo que esperar a los años 60 para que cineastas más maduros intenten representaciones menos conservadoras, pero fue un esfuerzo ambiguo. En 1968 empiezan a aparecer películas históricas, que aunque no se refieren a la lucha anticolonial intentan reconstruir el conflictivo siglo XIX: Martín Fierro (1968) de Leopoldo Torre Nilsson, Don Segundo Sombra (1969) de Manuel Antín, y Santos Vega (1971) de Carlos Borcosque. El santo de la espada (1970), otro filme histórico de Torre Nilsson se atreve ya con el tema de la emancipación: retrata al libertador San Martín con éxito pese a ser un film academicista sin la menor audacia formal o de contenido. Así, empiezan a proliferar películas históricas argentinas. Decidido a explotar el tema, el mismo Torre Nilsson hizo luego Güemes, la tierra en armas (1971), sobre la vida del rudo caudillo gaucho, y René Múgica recreó la fracasada campaña de Belgrano en el Alto Perú en Bajo el signo de la patria (1971), inaugurando un breve auge del cine histórico en Argentina. Por desgracia, desde un punto de vista fílmico todos son decepcionantes, y en impacto de público ninguno repitió el éxito del primero.

La irrupción del peronismo cambió el paradigma del “ser nacional” en la forma y el contenido de las obras artísticas. Leonardo Favio hizo Moreira (1973), y el veterano Hugo del Carril Yo maté a Facundo (1974). La proliferación y éxito de estas películas postulaban la necesidad de reabrir el debate sobre la imagen del pasado. De 1972 es el mejor filme histórico argentino de este periodo, que intenta una reconstrucción de los inicios del siglo XIX. Juan Manuel de Rosas (1972), lograda obra de Manuel Antín, rescata la figura del Restaurador ingenuo, en tanto no-problemático: un líder noble que confía en los enemigos que lo traicionarán, que atiende los mandatos de su esposa e hija, que se ve desbordado por el pueblo que él mismo alentó: los diálogos no pueden sino leerse en el marco del siglo XIX, sino del contexto sociopolítico del siglo XX. El film propone, de manera excepcional y logradísima, una forma de leer el peronismo, más que la historia del siglo XIX.

El cine tomaba su lugar como espacio privilegiado de las expectativas presentes de la sociedad argentina. Sus cineastas volvían a contar la historia de su país en ese contexto como una forma de contar el presente. Pero esto se perdió durante la dictadura militar iniciada en 1976. Intelectuales y artistas se exiliaron, murieron o desaparecieron. Cuando se recuperó la democracia en 1983, los cineastas volvieron a la carga con filmes políticos, actuales, sobre los desaparecidos y los torturados. Pero tardarían en hacer filmes sobre el siglo XIX, sobre los próceres y los libertadores. Era un tema identificado con los militares, con el autoritarismo, con los torturadores.

El primer film post-dictadura que tocó el tema de la independencia, es al mismo tiempo el mejor del cine argentino: maduro, profundo, logrado en puesta en escena y actuaciones, Cabeza de Tigre (2000) de Claudio Etcheberry, centra sus hechos en 1810, cuando los patriotas deben fusilar al virrey Santiago de Liniers, y se muestra de manera brillante el dilema de la revolución y los próceres de carne y hueso –temerosos, contradictorios, enfermos, malhablados. Belgrano (2010) de Sebastian Pivotto y Juan José Campanella es un film épico-histórico producido y realizado en el contexto del Bicentenario de Argentina, ya con innegable apoyo del Estado, intentando humanizar un Belgrano menos idealizado, fuera del bronce. El film es atractivo pero denso, lleno de flashbacks y un "diálogo" entre Belgrano moribundo y el Belgrano-alucinación que recuerda el ir y venir del tiempo sin rupturas, lo que desconcierta a quien no conozca la vida de Belgrano y la historia del país; se perfila, entonces, el esfuerzo de reemplazar la autoridad real por la de una comunidad de hombres virtuosos que, identificados con la Patria, interpreten al Pueblo. Del mismo año es Revolución: El cruce de los Andes (2010), de Leandro Ipiña, film más ambicioso, pero en cierta forma fallido. El film relata la epopeya de San Martín cuando cruzó la Cordillera con su ejército en 1817; la narración refleja sus pensamientos y sus dudas, así como su firmeza al buscar concretar la Independencia.

Los últimos filmes son ejemplo típico de la reconstrucción del pasado del país, y de la re-formulación de las imágenes de la historia, en función de las necesidades del presente. Esta vez, con apoyo gubernamental a la siempre madura y efectiva industria cinematográfica argentina.

Fuera de México y Argentina, hay escasa producción en otros países, además de una orientación conservadora en lo poco que se hace: traten de la Conquista, la Colonia o la independencia, todas adoptan una postura racista y derechista. Esto cambió por un factor político fundamental en el ámbito cultural latinoamericano: con el triunfo de la Revolución cubana, una tercera “potencia” cinematográfica se suma. El Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, creado tras el triunfo de la revolución, comenzó a desarrollar una intensa labor logrando películas increíblemente maduras y de gran rigor formal (Revista Cine Cubano, 108, 1984). Memorias del subdesarrollo (1968) de Tomás Gutiérrez Alea, o Lucía (1968) de Humberto Solás, son obras maestras del cine internacional, aunque por desgracia, en los años siguientes la libertad formal de los films cubanos se descompensó por cierta rigidez temática (Schumann, 1987: 173).

Los temas históricos del cine cubano son dos: la lucha por la libertad, iniciada en 1868 y terminada teóricamente en 1959, y el aporte africano a la cultura cubana. El primer tema tuvo su punto álgido en 1968, con La primera carga al machete de Manuel Octavio Gómez, intento de reconstruir los hechos de 1868 de forma seudo-documental, y al mismo tiempo recordar la necesidad de seguir la lucha en 1968. Estéticamente, hay un alarde formal de primer orden, en su momento paradigma del cine revolucionario. En todas las otras películas ya había un análisis histórico marxista unido a un activo nacionalismo, que reflejaba el antiimperialismo vigente en los años de la guerra de Vietnam: era obvio que el imperialismo al que esos films atacaban no era el español sino otro más cercano.

La guerra de 1898 fue el fondo argumental de los populares dibujos animados de Elpidio Valdés, de Juan Padrón, maestro cubano de la animación. En clave caricatural, sin sutileza, estos films presentan el heroísmo de los rebeldes contra la brutalidad española. Pero hay guiones difíciles, como en las aventuras en que se alude a Estados Unidos, que en 1898 eran aliados de los rebeldes pero deben ser mostrados casi como pro-españoles. En Elpidio Valdés contra dólar y cañón (1983), se llega al límite, con un independentista puertorriqueño que se sacrifica para salvar a los cubanos.

El legado cultural afrocubano es el otro fuerte tema en muchos films cubanos. En el cine histórico, destaca Sergio Giral. De sus seis largometrajes, cuatro recuerdan el doloroso itinerario del esclavo hasta alcanzar su libertad: El otro Francisco (1974), Rancheador (1976), Maluala (1977) y Plácido (1986). Para Giral, el papel que jugó el negro en la Historia de Cuba es relevante, aunque los historiadores burgueses se empeñaban en esconder hechos donde los negros jugaron un papel decisivo (Cine Cubano, 117, 1987). El otro Francisco se basó en la primera novela antiesclavista escrita en Cuba en 1838, que narraba una trágica historia de amor frustrado entre dos esclavos. La adaptación al cine es característica del didactismo marxista: como en el original la crítica es humanitaria y melodramática, el film añade una segunda lectura a través del personaje de un inglés que visita Cuba, como fuente documental sobre la base socioeconómica de la anécdota sentimental.

La revolución marca una división en cómo abordar el cine histórico. Antes de 1959, la visión conservadora. Después, una visión progresista de la Historia, definida por Tomás Gutiérrez Alea en Cine Cubano (93, 1978): Nuestras películas históricas son necesarias porque la visión del pasado ha sido tergiversada por la historiografía burguesa. A partir de nuestras posiciones ideológicas está claro que el criterio que tenemos sobre cine histórico no se reduce a un deseo de reconstruir momentos particulares del pasado, sino a la repercusión que puedan tener sobre nuestro presente a través de una interpretación correcta del hecho histórico y por el grado de incidencia que alcance en la comprensión y afirmación de la tendencia de desarrollo revolucionario de nuestro presente”.

Estas palabras justifican el resurgir del cine histórico cubano, pero también señalan sus límites, ilustrados en Cecilia (1981) de Humberto Solás, que contó con grandes medios para evocar La Habana del XIX, logrando un film de gran nivel estético, aunque el mensaje esquemático venía envuelto en un delirio formal. Seguidor de Visconti, Solás vio que si el italiano podía abocarse al barroquismo más preciosista sin perder su estatus de cineasta de izquierda, él podía hacer lo mismo en Cuba. La crítica llegó en la revista Trabajadores (julio de 1982) donde se acusó a la película de despilfarrar el modesto capital del cine cubano, y de desfigurar un monumento literario con erotismo freudiano, en detrimento del realismo crítico de la novela. Esto alejó al cine cubano de nuevas películas de ambientación colonial hasta 1986, en que Giral hizo Plácido, con presupuesto menor.

El protagonismo del cine cubano es real si resaltamos que sus actividades no se limitan a Cuba: en los años 70 cuando se afianzó industrialmente el ICAIC, hubo films de países cinematográficamente débiles, como Perú, Colombia, Nicaragua financiados por el ente cubano. Incluso una industria consolidada como la mexicana colaborará con el ICAIC. Luego, el cine latinoamericano sobre el pasado colonial se orientó a versiones contestatarias, e incluso politizadas, varias de inspiración inequívocamente cubana. Es el ejemplo de los cines peruano y venezolano. Del Perú, son ejemplo de ello los films de Federico García Melgar (1982) y Túpac Amaru (1984).

El cine peruano de su periodo silente no realizó ningún film, ni siquiera cortometraje, acerca de su pasado histórico emancipador (Bedoya, 2009). Ya en el periodo del sonoro, hizo coproducciones con México acerca del periodo colonial, con temática conservadora. El primer film comprometido fue un pésimo producto, Los Montoneros (1976), de Atilio Samaniego, reconstrucción celebratoria de los campesinos que apoyaron a la campaña de Bolívar; acartonado, sin narrativa ni solvencia (Bedoya, 1997: 197-198). Luego llega Federico García, director militante y movilizador, autor de filmes indigenistas que se reorienta al tema histórico, en busca de un público amplio, y con los cubanos del ICAIC realiza Melgar, el poeta insurgente (1982), sobre el seminarista y poeta criollo que se incorpora al ejército emancipador derrotado en 1814. Supuestamente un film biográfico, fue esquemático pese a la cuidada escenografía, y la dramatización fue ineficiente además de tener unos diálogos arcaicos y excesivos, lo que ocultó al público la metáfora política diseñada por García, del compromiso del artista con conciencia social hacia un proyecto político (Bedoya, 1997: 243-244).

Dos años después García estrena Túpac Amaru (1984), sobre el cacique y su gran rebelión contra España de fines del siglo XVIII, al que el director considera una figura emancipadora; tuvo dos objetivos, una cinta informativa sobre la rebelión y su influencia en el siglo XX, y un film épico. Pero otra vez, frases pulidas y redondas imponiendo una voluntad didáctica y alegórica, como una hagiografía laica que ocultaba las circunstancias históricas concretas que provocaron la gesta anticolonial (Bedoya, 1997: 254; Bedoya, 2009: 185-186).

Ambas películas intentaron, sin embargo, construir un cine histórico peruano sobre las luchas anticoloniales. No supusieron un alarde creativo, pero estaban bien elaboradas técnicamente, y aunque lastradas por cierto didactismo, mostraron lo que se debía hacer para que una colectividad, la peruana, se reconozca a sí misma en imágenes sobre su pasado en las pantallas de cine.

 

Proyecto cinematográfico nacional venezolano

Veamos entonces nuestro tema central. El cine venezolano también copió inicialmente el modelo cubano, con productos rudimentarios, pero es además el mejor ejemplo de una cinematografía que evoluciona desde los filmes panfletarios hasta los más logrados, precisamente en su reformulación del pasado.

Hay que partir, aunque parezca innecesario, de la contribución poco relevante del cine anglosajón y europeo sobre el tema, porque el cine latinoamericano y sobre todo venezolano es una respuesta a aquél. Desde la rareza italiana La forza del destino (1949) de Carmine Gallone, que incluye un curioso prólogo sobre el “virrey del Perú” Giacinto di Mendoza, y su esposa indígena de la nobleza inca; y el film de Jean Renoir, La carrozza d’oro (1952), muy vagamente basada en la historia de Micaela Villegas La Perricholi. El cine anglosajón mostraba la historia latinoamericana como resultado del racismo y la ignorancia. Si el cine en inglés trató el tema, fue porque venía vinculado a elementos de interés autóctono, como Seven cities of Gold (1955) de Robert Webb, sobre Fray Junípero Serra, que les interesa a los norteamericanos sólo porque fundó California. Es la razón de temas teñidos por la “Leyenda Negra” protestante. Y sobre la Historia de Latinoamérica, el cine anglosajón no ha reflejado coherentemente esto por motivos de censura -deferencia a la Iglesia Católica- y comerciales -amenaza de prohibición del film en varios países-, y esto justificó la escasez de películas sobre el tema. Hay excepciones: Captain Blood (1939), El Halcón de los mares (1940), The Spanish Main (1945), Capitán de Castilla (1947) o The Royal Hunt of the Sun (1969) contienen referencias antiespañolas. Incluso los raros films norteamericanos sobre la guerra contra España de 1898, como las dos versiones de A Message to García (en 1916 y en 1936), solo mostraron una anécdota de buenos y malos, siendo un cine más despectivo con los americanos independientes que con los de la época colonial (García Riera, 1988-1990).

Por tanto, un concepto arraigado en este cine es la superioridad de la colonización británica o protestante sobre la española, aunque eso tampoco ha sido explotado por el cine. La película The Spanish Main tiene referencias directas, pero las más explícitas están en el estrafalario film The Story of Mankind (1957). El resto eran films de piratas, género a través del cual sin la menor pretensión histórica, se introduce a los españoles como villanos y se mitifica al pirata, por dos razones: la visión romántica del marginal arrastrado a una vida irregular por alguna injusticia; y por la defensa de la individualidad y el patriotismo inglés. Con estos antecedentes, cómo no negarles su opción a héroes del cine. En los films de piratas, España es sinónimo de esclavitud y codicia, poder despiadado contra el cual los actos individuales de los bucaneros son no sólo audaces sino correctos. Esto, incluso en films italianos como Morgan il pirata (1960) de André de Toth.

En resumen, el pirata, uno de los temas favoritos de Hollywood, tiene una imagen anti-histórica. En estos films hay que comparar su representación en pantalla con lo que no dicen los historiadores de los medios de comunicación: los españoles del pasado sirvieron a menudo, en el cine, como representaciones de los enemigos del presente, los alemanes de Hitler. En este sentido, los ingleses se convierten en la nación del bien y España en el Imperio del mal (Gerassi, 1999: 133-146). En todas estas aventuras domina una visión de la Historia falsa, por eso ha sido la más usada por Hollywood, pero no la única: la Conquista de México fue abordada dos veces. En La olvidada de Dios (1917) de Cecil B. de Mille, la hija de Moctezuma se enamora de Alvarado, oficial de Cortés, y entrega el Imperio de su padre a los españoles. El enfoque ideológico pro-español se debió a que a los ojos del público norteamericano un europeo (aun español) siempre era una representación más definida de la civilización que unos idólatras que hacían sacrificios humanos: la crítica mexicana consideró la película una ofensa a la nación (Ramírez, 1980: 51).

Treinta años después se repitió la falsificación con Capitán de Castilla, y los indignados fueron los españoles. El guión es un ejemplo del habitual cinismo de la época: al hablar de la España del XVI se ven obligados a mostrar la represión inquisitorial, y al mismo tiempo justifican la conquista con la introducción del cristianismo. Demostrando la incapacidad para usar el tema religioso, la escena final muestra un fraile incitando a los soldados con terminología estadounidense sobre un nuevo mundo de libertad y justicia para todos; clara demostración del desconcierto ideológico ante los temas latinoamericanos, lo que explica por qué estos temas se han tratado de forma tan mediocre. En los años 30 esa ineficacia era evidente incluso con el tema de la independencia norteamericana, ya que Hollywood ignoró su propia historia anticolonial; el enemigo eran los británicos, y la exhibición de films con esa temática en el mercado extranjero más importante hubiera significado censura y fracaso económico. Sin embargo, en 1939, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Hollywood asumió el riesgo con dos filmes sobre la lucha contra Inglaterra en el siglo XVIII: Allegheny Uprising y Drums along the Mohawk. La respuesta británica fue automática: prohibió el primer film e ignoró el segundo. Ninguno de estos films tenía contenidos políticos, y tras ambos aparecieron films que alentaban la intervención de EEUU en apoyo de Gran Bretaña, con lo que Hollywood encontró un nuevo mensaje (Short, 1996: 3-16). Pero de anticolonialismo, nada.

Esto, en cuanto al cine anglosajón. Contra él, surgieron distintas posturas artísticas, desde Italia, y finalmente desde Nuestra América y específicamente de Venezuela. Existía solo un antecedente, el film Simón Bolívar (1941) del mexicano Contreras, el primer film hecho sobre el Libertador. El segundo fue un curioso film italiano de los años sesenta, hecho con la manifiesta política cultural de sintonizar con el público latinoamericano: Simón Bolívar (1969) de Alessandro Blasetti.

Fue un ambicioso proyecto ítalo español por desgracia insatisfactorio, que intentó unir la biografía tradicional y aun conservadora de la época con el nuevo izquierdismo antiimperialista de los años sesenta. Pese a la férrea actuación del siempre eficiente Maximilian Schell en el papel principal, el propósito mixto o híbrido no convenció, aunque los jurados del Festival de Cine de Moscú de 1969 le dieron un extraño “Premio de la Paz”. El film tuvo varios detalles absurdos, como no citar a ningún otro personaje por su nombre real, ni siquiera Sucre, como si el guión tuviera miedo de reclamaciones por manejo impropio de los hechos históricos; o que la versión para América Latina fue doblada en español peninsular, el peor acento que se haya podido escuchar a Bolívar. En el Perú solo se vio en televisión en una copia de infame calidad.

<em>Simón Bolívar</em>
Imagen 1. Simón Bolívar (1941), visión conservadora y mexicana del Libertador. http://escritores.cinemexicano.unam.mx

Tanto en respuesta al film mexicano de los años cuarenta, como al film italiano de los años sesenta, de los cuales tomaron nota, los venezolanos empezaron su andadura con su modesta industria cinematográfica.

Empezó, por supuesto, con obras balbuceantes y artesanales, pero interesantes, como los experimentos de Diego Rísquez, autor de una trilogía que busca las raíces de la identidad americana: Bolívar sinfonía tropical (1981), Orinoco nuevo mundo (1984) y Amérika terra incógnita (1988); obras de aficionados, hechas en formato reducido, que evitaban los diálogos por razones estéticas e ideológicas: el autor dijo ser “ajeno a la cultura y lengua españolas”. El primero de los citados se centra en el Libertador, y los otros en el tema del choque entre europeos e indios, con conclusiones indigenistas. Por desgracia, ninguno de los tres filmes tuvo difusión. Rudimentaria y más panfletaria aún fue Cubagua (1987) de Michel New.

Pero es en estos años cuando aparece en el horizonte venezolano Luis Lamata, el más prolífico de los cineastas de tema histórico. Interesado precisamente en el colonialismo español y la independencia. Lamata fue inducido por la reivindicación indigenista del filme mexicano Cabeza de Vaca (1990) de Nicolás Echeverría, film acerca de un personaje histórico, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, conquistador atípico pero conquistador al fin, y donde el director tiene una clara voluntad de no embellecer las costumbres indígenas; Echeverría ya había ganado fama con documentales antropológicos sobre la supervivencia de costumbres indígenas en el México actual.

<em>Simón Bolívar</em>
Imagen 2. Simón Bolívar (1969), ambicioso proyecto italiano, híbrido entre tradicionalismo hagiográfico y latinoamericanismo, insuficiente pese a la original actuación de Maximilian Schell.
http://www.lapatilla.com

Lamata tomó la idea y la usó en su filme Jericó (1991), esta vez no sobre un conquistador sino sobre un sacerdote imaginario, lo cual aprovecha para establecer paralelismos con el papel del clero progresista y la Teología de la Liberación en la América actual; no en una tendencia al anacronismo, sino para una relectura del pasado desde el presente. En ambos filmes, un europeo se compenetra con los indígenas hasta ponerse a su favor contra injusticias muy actuales.

Citemos con inocultable interés el film Sucre (1996) de Alidha Ávila, sobre el libertador compañero de Bolívar. Bien actuada y prolija en las escenas de masas, muestra la trayectoria de Sucre de manera lineal, descriptiva pero efectiva, desde las tempranas luchas en el Caribe hasta la campaña peruana, donde por cierto hay escenas de crítica a la aristocracia peruana del momento –racista y ambigua-, representada por un insoportable Riva Agüero. El pequeño matiz antiperuano puede ser explicado, tal vez, porque el film es de 1996, cuando ya gobernaba Fujimori, y es un rechazo al Perú de la época del film, más que un rechazo al Perú oligárquico del siglo XIX. Ese año Fujimori ya era considerado, no solo en nuestro país, un dictador.

<em>Miranda regresa</em>
Imagen 3. Miranda regresa(2007), segundo film de Lamata
www.institutocervantes.org

Una segunda gran producción de Lamata, Miranda Regresa (2007), narra en un solvente flashback el compromiso precursor y autonomista del prócer europeísta, interpretado por desgracia por un limitado Jorge Reyes. Y aunque ya tiene los recursos económicos del régimen de Hugo Chávez a su disposición, logrando una factura impecable, el film es hagiográfico, lastrado por un discurso político y apologético, que no supera la modesta eficiencia del Sucre de Ávila, al mismo tiempo que intenta referencias contemporáneas evidentes. El film tiene, además, un discreto apoyo de sectores progresistas de Estados Unidos.

Un tercer film de Lamata, Taita Boves (2010), es mucho mejor, impecable en forma y contenido, y se percibe un esfuerzo explícito por corregir los errores de Miranda. Un incendiario Juvel Viedma personifica al líder realista, sanguinario y confundido, ofendido por “patriotas” que son oligarcas y racistas, y el resultado es un film políticamente correcto, con un mensaje antirracista –es decir, contemporáneo y vigente- y menos ideologizado; el director logra que los actores secundarios, todos venezolanos afroamericanos, alcancen altas cotas actorales y carismáticas, sin olvidar un compromiso político inevitable. Un film con muchas aristas, subestimado y aun no apreciado en su justa magnitud.

<em>Taita Boves</em>
Imagen 4. Taita Boves (2010), logrado film histórico sobre un tema polémico, con un tratamiento contemporáneo.
www.terra.com.ve/

Las dos películas anteriores ya prueban la forja de un proyecto cinematográfico nacional en Venezuela, con directores productivos y una temática bien identificada que intenta llevar a la pantalla a las figuras del pasado emancipador del país.

El cuarto film de Lamata, Bolívar, el hombre de las dificultades (2013), donde además fue guionista, narra en clave política moderna los años del destierro caribeño de un joven Bolívar derrotado en 1816. El film confirma un proyecto cinematográfico bolivariano, esta vez con un intento honroso por llevar al cine la versión definitiva de una figura tan grande como la del Libertador. La obra coloca al director venezolano como el más productivo de los cineastas de Latinoamérica, interesado en el proceso emancipador como hecho histórico legitimador del régimen socialista de su país. Un joven y opaco Roque Valero tuvo el papel principal, una carga demasiado grande.

<em>Bolívar, el hombre de las dificultades</em>
Imagen 5. Bolívar, el hombre de las dificultades (2013). Pese a sus defectos, es la prueba de que Venezuela ya tiene un cine nacional, y un proyecto cinematográfico.
www.prodavinci

Lamata no se encargó del proyecto más grande hasta la fecha sobre Bolívar, el film titulado provisionalmente Libertador (2014) entregado al novel director Alberto Arvelo, que sin embargo utiliza todos los recursos de la industria cinematográfica de su país, ya establecida.

Aunque tiene guión de Timothy Sexton, el film es sin embargo un esfuerzo personal del actor venezolano Edgar Ramírez, sorpresiva figura internacionalizada a partir del film francés Carlos, luego integrado a Hollywood pero identificado con el régimen de su país. Ramírez se compromete con la industria cinematográfica de Venezuela, y toma el personaje principal, acompañado de Erich Wildpret como Sucre, el veterano actor español Imanol Arias como Monteverde, y los actores anglosajones Danny Huston y Gary Lewis.

El film hace no solo una revisión de la biografía del Libertador, sino una revulsiva vuelta de tuerca, americanista y contemporánea, de su desempeño antiimperialista, e incluso hace una relectura de su muerte, insinuando un atentado criminal y no la enfermedad. Es una reinterpretación enérgicamente actual sobre los líderes políticos.

<em>Libertador</em>
Imagen 6. Libertador (2014), el proyecto más reciente sobre Bolívar, representación contemporánea del pasado nacional, y relectura de la historia para ilustrar el presente latinoamericano.
https://www.yahoo.com

Tanto si son proyectos gubernamentales o esfuerzos empresariales y artísticos independientes, lo que perfilan estas cinco últimas películas es un caso modélico: la cinematografía venezolana tomando posición privilegiada como espacio de representación de la identidad nacional, a partir de una urgente re-lectura del pasado histórico del país; esta vez en respuesta a las expectativas políticas presentes.

 

Varias conclusiones

Hemos visto, no solo en el caso venezolano, la realidad de cineastas asesorados por historiadores, quizás historiadores convertidos en directores de cine, que en un contexto político concreto, el del mundo globalizado enfrentado al neoliberalismo, re-estructuran la historia de sus libertadores y del proceso independentista, como una forma de ilustrar el presente.

El cine español siempre estuvo de espaldas a América Latina, no por razones culturales, sino por los imperativos de un mercado volátil y conservador ante cualquier tópico sobre emancipación, luchas anticoloniales y democracia. Eso se aplicó sobre todo al periodo franquista, donde el cine español no tuvo interés por el pasado americano y nunca supo tratar el tema de la Historia de América Latina.

En cambio, la proliferación y éxito de películas de tema histórico en la cinematografía de México, Argentina y Venezuela muestran la vigencia del problema de las imágenes del pasado en la identidad de nuestro subcontinente. Pero además de esto, vemos que el Cine, incluso en industrias endebles o en construcción como las de nuestros países, ha expresado siempre la coyuntura de la época de producción, por lo que el pasado es reconstruido en imágenes en función del presente político.

Tanto para el México desarrollista, como para la Argentina peronista pero sobre todo para la Venezuela de las transformaciones sociales del chavismo, los cineastas reconstruyen la historia de sus países como una forma de contar el presente. En todos estos países, incluso en el Perú, el cine utilizaba el pasado para hacer lecturas sobre las realidades actuales de las instituciones del país. Al hacer esto, los directores de cine y sobre todo sus guionistas intentan ilustrar, educar políticamente o transmitir un mensaje, casi siempre de resolución de conflictos de las sociedades de donde esos cineastas salen, y a la cual le ofrecen sus productos finales, sus películas.

Todo texto visual referido al pasado, entonces, es una intervención en ese pasado, una relectura, un replantear el tema de la independencia simplemente porque es el eje en donde se construye el tema de las identidades nacionales. Y el cine como arte, industria y medio de comunicación actúa, eficiente, ofreciéndonos nuestro propio rostro en transformación.



Notas:

[1] Lima, 1970. Licenciado en Historia por la Universidad Nacional Federico Villarreal, con tesis sobre el cine como fuente histórica; Licenciado en Comunicación por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos con tesis sobre el cine documental en el mundo. Con estudios de Maestría en Investigación Comunicacional, con tesis sobre cine documental peruano. Investiga sobre las relaciones entre la Historia y el Cine. Fundador y Co-director de la Revista de Historia y Cultura Tiempos del 2007 al 2011. Autor de doce investigaciones sobre cine histórico y político. Coordinador académico de Diplomados de Cultura de la Imagen y Lenguaje Cinematográfico. Dicta desde 2005 Cine-Foros y talleres de Cine.

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Cómo citar este artículo:

GUEVARA FLORES, Ernesto, (2015) “Bicentenario, cine histórico y proyecto nacional bolivariano”, Pacarina del Sur [En línea], año 6, núm. 22, enero-marzo, 2015. Dossier 14: El cine comprometido de Nuestra América. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1069&catid=50