Esclavitud, movilidad social y resistencia en Lima a fines del periodo colonial

En el presente estudio explico por qué razones los esclavos negros de Lima escogieron determinadas estrategias dentro del sistema y no otras más beligerantes, como por ejemplo, una rebelión o palenques autosuficientes. Son tres los fundamentos: a) la coyuntura a fines del siglo XVIII; b) las formas que adoptó la esclavitud en la economía colonial y, c) los intereses personales de los esclavos más preocupados por subir en la estructura social y defender un honor popular. Mi propuesta no es excluyente, solo pretendo llamar la atención sobre estos tres aspectos mencionados sin negar la existencia de otras variables.

Palabras clave: esclavitud, resistencia, honor popular, movilidad social, rebelión

 

A fines del siglo XVIII la población africana y las castas tenían una fuerte presencia en Lima, la capital del virreinato peruano, según el censo de 1791[2] los españoles representaban el 36% de la población, pero si sumamos los esclavos con las castas libres, en la que se incluían a los mulatos, cuarterones, quinterones, zambos y chinos, tenemos un 47% del total, es decir, se puede afirmar que la mitad de la población limeña tenía antecedentes africanos constituyéndose en el grupo más visible del espacio urbano. Sin embargo, durante ese periodo la ciudad no fue escenario de una rebelión de esclavos africanos tipo la de Haití, tampoco se sintió cercada por palenques autosuficientes y desafiantes.

Estos datos demográficos y la ausencia de rebeliones o palenques autosuficientes invitan a reflexionar por qué los esclavos no elaboraron respuestas más contestatarias y, además, cómo solucionaron sus conflictos surgidos del sistema. El problema epistémico es que la historiografía partió de realidades ajenas al Perú colonial, al pensar en la esclavitud teniendo como referencia “empírica” la imagen las plantaciones tipo Brasil y el Caribe, y al hablar de rebeldía y resistencia se hacía desde las rebeliones violentas, tipo la de Haití. En el presente estudio, exploro otros terrenos; empezaré por la coyuntura de fines del siglo XVIII que brinda suficientes pistas para entender la aparente pasividad de los esclavos y luego  me enfocaré en dos perspectivas: a) la realidad económica, para entender la esclavitud como sistema y dentro de esto, los diferentes matices que permitieron la generalización de esclavos semi libres; y b) el ámbito social, para observar las singularidades de los esclavos como grupo étnico inmerso en el tejido social colonial. Obviamente que esta propuesta metodológica no es excluyente, en esta oportunidad solo quiero enfatizar estas tres variables sin negar las otras, a futuro se deberá estudiar los alcances de la religiosidad popular, las prácticas culturales, las identidades colectivas, entre otros aspectos más.


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Las Reformas borbónicas y el control interno

La segunda mitad del siglo XVIII estuvo dominada por las Reformas Borbónicas y las profundas transformaciones políticas, administrativas, socioeconómicas y culturales que golpearon el virreinato peruano, quebraron redes y mercados, presionaron sobre la producción y el comercio afectando a diversos grupos socioeconómicos (principalmente indígenas y mestizos) cuyos resentimientos estallaron en numerosas revueltas locales menores que culminaron en la rebelión de 1780.  [3]

Para John Lynch, las reformas fueron una segunda conquista de América porque intentaron anular los poderes locales y fortalecer el poder central.[4] Estas reformas no solo respondieron a la crisis del imperio español[5] también tuvieron que ver con la rebelión de 1780, punto de quiebre que cuestionó el poder español, evidenció las lealtades y generó muchos temores a la violencia popular.

Además, también fue importante una coyuntura interna de manifestaciones violentas que van de las revueltas de Cochabamba y Cotabambas en la primera mitad del siglo XVIII, incluye asimismo la rebelión de Oruro (1739), además de las conspiraciones y rebeliones de Lima y Huarochirí (1750), la rebelión de Quito (1765), la de Arequipa (1780) y finalmente la rebelión de Túpac Amaru II (1780). Para O’Phelan se trata de manifestaciones abiertas de protesta de los indígenas contra medidas fiscales, de mestizos ante la amenaza de ser reclasificados como indios –perdiendo así estatus y la dispensa de pagar tributo- en suma se trata de revueltas provocadas por las reformas fiscales. [6]

Por su parte, Fisher ahondó en las complejas tensiones y miedos de las autoridades ante estas continuas manifestaciones violentas donde lo preocupante era la unión de indígenas, negros, mestizos y criollos porque eran mucho más difíciles de controlar y necesariamente conllevaba concesiones para restaurar la tranquilidad, por eso las rebeliones como la de Quito, Arequipa y Cuzco mostraron a las autoridades y a las elites dominantes que el poder era fácilmente quebrado cuando se daba una alianza de castas, estamentos y grupos étnicos. [7]

Como se ha reseñado, la mayor parte de estos movimientos de protesta estallaron en la sierra norte, central y sur donde alcanzó su punto culminante, pero todas ellas fueron en el medio rural, en contraste, Lima no sufrió una ola de violencia. Esta aparente pasividad podría confundirnos, por eso es necesario examinar la dinámica propia de la ciudad en el marco de las reformas borbónicas.

Ya para fines del siglo XVIII se observan algunos cambios importantes como un mayor número de personal represivo y la especialización en el control público que se dieron en una coyuntura de revueltas generalizadas, empezaron en las provincias interiores y después amenazaron el orden de la ciudad misma, pues en 1750 se descubrió una conspiración de indígenas que vivían en Lima, conectada con la posterior revuelta de Huarochirí. En La reforma del Perú, escrita poco después de la rebelión, Carrió de la Vandera transmitió la impresión de una Lima cercada insistiendo en la alianza de criollos frente al peligro indígena: “poco tiempo después los indios de las ollerías que están en los arrabales de esta ciudad de Lima la mayor parte huarochiries, intentaron arruinar toda la ciudad y pasar cuchillo a todos sus habitantes.” [8]

También circularon rumores que inquietaban a todos, por ejemplo se hablaba de asesinar al virrey y tomar la capital y, para incidir más en el clima apocalíptico, circuló un supuesto pronóstico de Santa Rosa sobre la restauración del imperio de los incas en 1750. Al analizar esta rebelión, Nuria Sala destaca la fuerza mítica de los santos cristianos, en especial santa Rosa, patrona de Huarochirí, zona que a pesar de ser controlada/castigada con el proceso de extirpación de idolatrías mantenía el recurso del mito, la imaginación del retorno al orden perdido pre colonial. [9]

Esta coyuntura de intranquilidad consolidó la necesidad de militarizar las colonias,[10] la Corona envió tropas de soldados nacidos en la península, desde la visita de Areche en adelante estos soldados profesionales sofocaron los diferentes movimientos de protesta en las provincias y siguiendo los objetivos militares en todo el virreinato se reforzaron las cárceles, murallas y fortificaciones. La crisis de 1780 abrió la puerta del ejército a los oficiales surgidos de las elites regionales y soldados de sectores populares atraídos por el sueldo, privilegios y mejor estatus. Otros fueron reclutados a la fuerza como los indígenas, libertos y esclavos quebrando la estructura interna de las haciendas, minas y obrajes.

Aparte de las tropas profesionales las milicias también reforzaron el control interno,[11] entre 1745 y 1756 las milicias contaban con 3,150 hombres distribuidos entre Lima y Callao, destinados a las rondas, el control del comercio y de la población. Es interesante observar que la organización de las milicias era por castas, los españoles eran los más numerosos pues representaban el 40%, los morenos 20% y los pardos 30% mientras que la presencia de indígenas era minoritaria, apenas el 3,6%.[12] Entre los otros cambios importantes debemos señalar el incremento del número de efectivos pues en 1773 las milicias pasaron de 3,150 a 5,930 hombres, también se reorganizaron pues aparte de la Infantería y la Caballería aparecieron los Dragones cuya función exclusiva era patrullar las calles para capturar todo tipo de sospechosos, vagos, esclavos sin amo, cimarrones y delincuentes.[13] Estos cambios no eran casuales pues se dieron en una coyuntura de revueltas al interior del virreinato que luego también amenazaron el orden de la ciudad misma, pues como ya se indicó en 1750 se descubrió una conspiración indígena en Lima, conectada con la posterior revuelta de Huarochirí, que motivaron el reforzamiento del control social y tuvieron un impacto inmediato sobre la protesta de los esclavos.


El triángulo del comercio negrero: Tráfico + Atlántico + Esclavos.
www.sigloscuriosos.blogspot.com Las herramientas de los esclavos.

El Estado borbónico insistió en la vigilancia de la conducta pública y la sanción de los transgresores, es así como nuevamente se prohibieron los juegos de naipes y dados en la vía pública, los carnavales, las comparsas y los bailes de negros por considerarse un exceso. En estas manifestaciones festivas la población desbordaba alegría, pasión, placer, sentimientos considerados pecaminosos por la Iglesia y peligrosos por el Estado porque fomentaban el contacto entre inferiores, por lo tanto debían reprimirse o restringirse. En 1784 Escobedo dictó las Instrucciones para los Alcaldes de Barrio que resultan de vital importancia para analizar el modelo de control de la Era Borbónica.

Estas normas fueron severas en las penas y las multas pues especificaron que “se verifique la concurrencia ociosa y mucho menos en las puertas y esquinas de pulperías bajo de la multa de cincuenta pesos que se exigirá por primera vez a los administradores, arrendatarios o dueños…aprenderán a los que encuentren ociosos y mal entretenidos…los destinarán por un mes al servicio de obras públicas a ración y sin sueldo”[14] La Instrucción también ordenaba utilizar a los presos de las cárceles para la reparación de las calles, murallas, puentes y acequias. [15]

El control público de los borbones pretendía ingresar también a los espacios familiares para regular el servicio doméstico, siempre relacionado con la delincuencia: “Encargo a los señores alcaldes de cada cuartel para que instruidos del desorden que se experimenta en esta ciudad en el servicio de criados, desamparando estos las casas en que se hallan y trasladándose a otras sin más motivo que su antojo después de tener reconocidos las interioridades de ellas, de lo que resulta que los hurtos se hagan con conocimiento y a golpe seguro[16] Como se observa, estas Instrucciones revelan más los temores a los esclavos y aunque no lo expresaron directamente también a las esclavas mayormente sujetas al trabajo domestico, en estas leyes son  percibidos como mayoría poblacional en la ciudad y siempre dispuestos al robo, de allí que se intente evitar la formación de vínculos personales, grupales y étnicos que pusieran en riesgo la estabilidad de la ciudad.

En consonancia, también se reiteró las prohibiciones de portar armas incluyendo cuchillos, llaves maestras y palos, los esclavos tampoco podían salir de la casa del amo después de las diez de la noche sin un permiso escrito. Estas medidas borbónicas orientadas a fortalecer el poder público sin socavar el ejercicio del poder privado de los amos, fueron eficientes para controlar conatos de rebeldía urbana, además de intimidantes como para disuadir a los sectores populares del empleo de la violencia como forma de protesta, por lo menos en Lima urbana.[17]

Por la misma época, la Sala del Crimen de la real Audiencia también dictó bandos similares a las Ordenanzas de Escobedo, por ejemplo se prohibieron reuniones de hombres y mujeres detrás de las pulperías y tabernas: “Con ningún pretexto permitan que alguno de los tales compradores se introduzca en los mostradores”. Tampoco querían personas en las calles más allá de las ocho de la noche: “Siendo los excesos ligeros como borracheras, quimeras sin efusión de sangre hallarse algunas personas a deshoras en la calle, ociosos o mal entretenidos u otros de igual clase se les destinará a las obras públicas… o a cualesquiera de las casas de abasto”.[18]

Como se observa, estas normas locales pretendían romper las tupidas redes personales, amicales y sexuales que traspasaban todos los criterios diferenciadores en las pulperías, las tabernas y las calles, los espacios naturales de sociabilidad de los esclavos. Pero, según los indicios, el control no funcionaba tan bien, los viajeros como Haenke y Laporte continuamente refieren que los sectores populares beben, juegan, comen y se divierten. La misma apreciación tuvieron algunos funcionarios, por ejemplo hacia 1793 el Fiscal del Crimen informaba que los negros y otras castas se reunían a jugar, conversar y beber “en las inmediaciones de la pila de la Plaza Mayor, en las gradas de la Catedral y otras iglesias, en la Nievería de san Francisco, tras el Rastro o Caja del río”. Según este Fiscal, los robos domésticos eran frecuentes porque estaban relacionados con la relajación del control sobre los esclavos, por eso proponía “precaver la retención de esclavos y sirvientes las conversaciones perniciosas que los demora mezclando en ellas a las veces murmuraciones de las cosas más secretas y reservadas de sus amos o patrones, las concurrencias de otros malignos que los inficionan o pervierten y las de las criadas a quienes con este motivo vician y corrompen[19]

Es interesante como este Fiscal hace eco de los prejuicios de su época, los esclavos son vistos como criaturas perversas, siempre inclinados al robo y la maldad pero en especial hizo hincapié en las esclavas domésticas al ser considerarlas como el nexo entre la casa y la calle, por lo tanto peligrosas porque, según su opinión, podrían ser las cómplices de los ladrones. Esto también nos lleva a reflexionar en torno a la última frase vertida en este escrito donde se sugiere que las mujeres en general y las esclavas en particular son cuerpos disponibles, manipulables y fáciles de tomar para el sexo y acciones delictivas.

Sin duda alguna fue una coyuntura crispada, mientras la monarquía española trataba de reajustar el poder monárquico también enfrentaba a la vez manifestaciones de protesta en diferentes puntos vitales del virreinato y los alrededores de la ciudad. Por eso no es extraño que el control social fuese un punto central de la política impidiendo todo tipo de resistencia violenta y frontal, tipo los palenques autosuficientes que se eliminan en la práctica.

 

Las diferentes modalidades de la esclavitud colonial


“Cómo maltrata a sus negros y negras esclavas”. Guaman Poma de Ayala (1556-1644), Nueva Crónica y Buen Gobierno, dibujo 337.
Un punto central para entender la aparente anomia de los esclavos limeños es entender cómo funcionaba el sistema esclavista y sus efectos en la vida cotidiana de las personas sometidas. La esclavitud implantada en el Perú colonial presentó diferentes matices que fueron determinantes para delinear en los esclavos actitudes, experiencias, costumbres y sentimientos ante el sistema esclavista. A medida que se establecieron formas laborales específicas, tales como el trabajo en algunas haciendas de caña, el doméstico y el jornalero, el trato hacia el esclavo adquirió determinadas características, desde el control más absoluto hasta la flexibilidad total.

La esclavitud en algunas haciendas, trapiches, talleres, obrajes, casas y panaderías mantuvo rasgos similares a la economía de plantación donde los esclavos estuvieron bajo una severa vigilancia y encierro, castigos continuos; en suma, en estos espacios un esclavo era tratado como tal. Pero, por otro lado, la esclavitud doméstica y a jornal, tanto en el campo como en la ciudad, flexibilizó la esclavitud limeña porque permitió una relación más servil entre amos y esclavos, incluyendo el desplazamiento espacial de los esclavos, el conocimiento de la zona geográfica, la diversidad de oficios eventuales, la posibilidad de ahorrar, manumitirse, poseer algunos bienes, litigar, disponer de un tiempo propio, vivir fuera del poder del amo y, lo que es más importante, acceder a un intenso contacto social, familiar e inter étnico.

A nuestro entender, para el caso peruano no es necesario marcar espacios antagónicos campo/ciudad, porque en ambos se introdujeron prácticas serviles que no eran nuevas para los españoles, en realidad se trataba de viejas prácticas medievales vigentes. En este punto, como bien señala Úrsula Camba, es imposible entender el fenómeno de la esclavitud en el Perú y la América colonial si no lo vemos como parte del proceso histórico medieval, en especial de Portugal y España, vinculadas al Islam.[20]

En Europa, la esclavitud y la servidumbre coexistieron y se superpusieron, a veces no se hacían diferencias claras entre un sistema y otro. Los juristas franceses tradujeron las palabras servitus y servus del Código de Justiniano por servage y serf porque consideraron que el siervo estaba totalmente sujeto a su dueño y era enajenable, como un esclavo. De igual forma, en Las Siete Partidas se define al esclavo como siervo, el esclavo es considerado una res y al mismo tiempo una persona. Carmen Bernand señala, por ejemplo, que en Sevilla los esclavos gozaban de varias libertades, paseaban por las noches, acudían a las tabernas, pertenecían a cofradías, participaban en procesiones, escogían sus reyes y reinas, entre otras. [21] Por su parte, Ruth Pike ha enfatizado cómo el sur español y, en especial Sevilla, se distinguió del resto de las ciudades españolas por la rica variedad étnica, donde negros y mulatos formaban parte habitual de la ciudad, también eran vistos como exóticos y al mismo tiempo familiares, tener un esclavo doméstico en Sevilla además era un toque de distinción y hasta elegante.[22]

Estos rasgos serviles medievales estaban plenamente vigentes en las relaciones domésticas en Sevilla, se trasladaron a la América colonial y al Perú, otorgando un marco específico a las relaciones esclavistas, más de corte doméstico, de servidumbre. Las leyes perfilaron los derechos del propietario y las obligaciones del esclavo siguiendo el modelo medieval donde se confundía la violencia y el afecto, el abuso y la protección. Las chacras para esclavos, los permisos, los márgenes de vida propia y otros indicadores no significaron libertad total ni esclavitud benigna, solo reflejan la continuidad de la esclavitud peninsular y cómo la esclavitud se ajustó a un escenario donde fue una institución secundaria, los esclavos fueron una minoría frente a un régimen mayoritariamente servil que disponía de una gran cantidad de mano de obra nativa. Necesariamente la esclavitud debió perder algunas características rígidas que eran más apropiadas para el sistema de plantación que aquí no fue dominante,  y adquirió otras más flexibles, serviles, de tal manera que  se adecuó al Perú colonial.

Con esto no quiero decir que los esclavos limeños fueron relativamente libres, sumisos y sin asomo de dolor como en otras partes de América. Toda relación esclavista implicaba violencia y autoritarismo, pero también negociación, concesiones y hasta chantajes. Para obtener el usufructo del trabajo de un esclavo los amos ejercieron la autoridad doméstica o dominical que, en la práctica, significó controlar el tiempo, el cuerpo y la voluntad de las personas sometidas a la esclavitud, pero, también implicó romper el aislamiento ideal y dejarlos salir de la casa, taller, tienda o hacienda donde, inevitablemente, establecían vínculos con otros hombres y mujeres, de distintas castas y estamentos, españoles pobres, indígenas, libertos y esclavos.

Obviamente ningún esclavo trabajó dócilmente, la gran mayoría de amos recurrió a la violencia como forma de afianzar el dominio, asunto bastante trabajado por la historiografía,[23] otros usaron los valores cristianos, los afectos y hasta haberlos criado desde bebés, era una gran ventaja para muchos amos, así lo explica doña Juana Hurtado y Sandoval:

“Estos siervos que nacen en casa de sus propios amos se domestican y adoctrinan por el método que a cada uno le acomoda y aunque sean muchas las penalidades que se pasan, suelen lograrse unos esclavos fieles y amorosos por cuya causa resisto la venta de mis esclavos” [24]

Sin embargo, el conflicto estallaba por diversos motivos, en las demandas de los esclavos hay acusaciones reiteradas como el exceso de trabajo, poca alimentación, falta de ropa, ausencia de asistencia médica, castigos excesivos. Pero también sucedía cuando se restringían sus márgenes personales: prohibición de salir, establecer relaciones amicales, sexuales y familiares o imposición de un oficio diferente. Esto podía ir más allá cuando se trataba de jornales excesivos, los maltratos físicos, las amenazas de venta fuera de la ciudad o la prisión en una panadería.

Si bien es cierto que, producto de la convivencia, los esclavos conocían a sus amos, sus costumbres, gustos, horarios, problemas financieros, amigos, amantes y otros aspectos privados, vivían con ellos, eran testigos de lo que acontecía dentro y fuera de sus casas, talleres, panaderías, pulperías, esto no es suficiente para explicar las concesiones de los amos y la aparente “docilidad” de los esclavos limeños; a mi entender hay dos elementos centrales que explican estos hechos:

a) el primero tiene que ver con la servilización de la esclavitud, que obligó a los amos flexibilizar el ejercicio del poder y otorgar mayores márgenes de libertad. A medida que los esclavos de Lima pasaron a ser tratados más como siervos, adquirieron mayores márgenes de interacción, derechos cotidianos, espacios y tiempos personales de tal manera que estaban cada vez más cerca de una vida semi libre y por tanto presionaban más.

b) El otro elemento central en esta dinámica cotidiana fue la decisiva intervención de los mismos esclavos, por eso el recinto doméstico podía ser un infierno para unos o un espacio tolerable para otros. Ambas partes buscaron un equilibrio en las relaciones cotidianas, de tal manera que los amos se aseguraban un beneficio -trabajo, el jornal- y la obediencia mientras los esclavos conseguían  mejorar sus vidas cotidianas apostando por diversas modalidades desde las negociaciones privadas, la evasión en sus múltiples formas, el uso del derecho, hasta respuestas más frontales como el cimarronaje, el bandolerismo, los palenques y los motines.


Esclavos de las haciendas de caña y de los trapiches de los jesuitas.
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Algunos historiadores han llamado a estas acciones respuestas pasivas y activas para diferenciarlas de acuerdo con el grado de beligerancia, la participación colectiva o individual, los objetivos trazados, el impacto en la sociedad: contra quién se ejercen las acciones de protesta y finalmente los resultados obtenidos. Para Carlos Aguirre los enfoques de Patterson (1982) y Schwartz (1974) fueron importantes para renovar la imagen del esclavo violento que predominó en la investigación de Genovese (1979) Aguirre (1993, 139), de igual opinión es Herbert Klein (1986).

Esta propuesta teórica permite diferenciar sutilezas, porque la violencia no fue la única acción de protesta efectiva. Esto no significa que los esclavos renunciaron a cualquier forma de protesta, lo hacían pero sin salirse de los marcos establecidos y cuando se aproximaban a la frontera de lo no permitido –o la traspasaban- se reinsertaban nuevamente. Además, como bien observó Carlos Aguirre, los esclavos no siempre actuaron usando una sola modalidad pues a veces podían ser buenos siervos dentro de la legalidad pero en algún momento las rompían y se rebelaban de diferentes maneras desarrollando una resistencia cotidiana. Pero todas estas demandas se plantearon en los tribunales cuando los esclavos percibían que sus amos no respetaban las condiciones establecidas por las leyes. [25]

Entonces, vale la pena preguntarse qué pasaba cuando no se registraban las demandas ¿No existían conflictos? ¿Los esclavos se acomodaron dócilmente al sistema? ¿Se resignaron a tener este tipo de “vida”? El problema es más complejo y vale la pena revisarlo con el apoyo de otros enfoques. Por ejemplo, Erving Goffman notó como algunos individuos, cuando están sujetos a una posición de inferioridad -sea por clase, raza, color de piel, oficio, entre otros- asumen un rol dentro de un juego teatral, lo que llamó la “fachada de consenso”.[26] Para sobrevivir con un mínimo de violencia, estos individuos proyectan una definición de la situación al presentarse ante otros, proyectan eficazmente su rol –ser esclavo dócil, fiel, religioso y servicial- que es el ideal esperado por los otros pero que no es necesariamente la conducta que quisieran tener.

En otras palabras, los esclavos podían representar el papel que los amos esperaban para evitar el maltrato, podían limpiar la casa, cocinar, lavar la ropa, mucho antes de ser  obligados a gritos y golpes. No hay documentación que pueda reflejar claramente estas intencionalidades pero han dejado indicios fuertes, por ejemplo, cuando los esclavos se quejaban de sus amos por sevicia o la libertad casi siempre empezaban presentándose como buenos siervos, leales, fieles, obedientes, sus amos no tenían “disgusto ni queja alguna” de ellos, algunos enfatizaban en los años de servicio. Por ejemplo, un hombre de 60 años decía amargamente “y le he servido fielmente durante estos 30 años” es decir la mitad de su vida, una mujer lo dijo más claro: “he servido en su poder 15 años de mi vida”, otra fue más conmovedora: “en cuyo tiempo (10 años) he consumido la flor de mis años”[27]

Como bien sugirió James Scott, los individuos sometidos a cualquier tipo de dominio, sea el esclavista, el sistema indio de castas, la servidumbre francesa o la rusa, los presos de las cárceles y los campos de concentración, entre otras estructuras de dominación similares, tienden a elaborar un “discurso oculto al poder.” [28] En este sentido, una lectura atenta de los demandas judiciales permite apreciar que no todos los esclavos tuvieron una actitud cotidiana de resistencia frontal, otros prefirieron elaborar estrategias más sutiles que en el fondo también criticaron, socavaron y replantearon la esclavitud pero desde trincheras menos visibles, por ejemplo, usaron en provecho propio los principios jerárquicos, los estereotipos, sus cuerpos y todo lo que pudieron para vivir dentro de la esclavitud con algunas ventajas, se veían a sí mismos como personas y reclamaron este reconocimiento público.

A primera vista ningún documento presentado por los esclavos, sea autoría de abogados, secretarios o de ellos mismos, nos dará información sobre el reclamo de humanidad, por eso es necesario tomar atención a los discursos y los símbolos, las contradicciones y los intersticios del sistema normativo colonial, las circunstancias y necesidades individuales que se aprehenden y aplican de acuerdo con su eficacia. Úrsula Camba certeramente demostró como los esclavos novohispanos  podían representarse como  “miserables” al estilo de los indios o “gente de calidad” como los españoles, porque supieron colocarse en los lugares correctos según las circunstancias. [29]

Lo que nos lleva afirmar que los esclavos vivían inmersos en la sociedad colonial, entre las chacras y la ciudad, sometidos a una esclavitud dinámica de donde se generaba ciertos márgenes de vida propia como el cuarto alquilado, familia nuclear, jornal, bienes propios. Además, fueron obligados a vivir bajo un régimen que los empujaba hacia la calle desdibujándose la imagen estereotipada que aún tenemos: el cochero, la cocinera y el ama de leche encerrados en el interior de la casa. A la vez, estaban diseminados, con vecinos de otras castas y de diferentes condiciones económicas y sociales pero al mismo tiempo lo suficientemente cerca para establecer diversos vínculos laborales, amicales, sexuales y afectivos. En suma, a fines del período colonial la sensación de cualquier poblador español, funcionario  o visitante extranjero es la de Lima como una ciudad poblada más por negros y castas, mezclados y confundidos sin poder determinar quién es quién, con colores de piel y denominaciones confusas.

En el Perú colonial los esclavos no formaron grandes identidades étnicas capaces de preservar una cultura “pura” y enfrentarse de manera más contestataria al sistema de plantación, como en el Caribe o Brasil donde la cultura yoruba es fácil de distinguir. Aquí, los bozales estaban agrupados bajo denominaciones ficticias, mezclados entre sí, reducidos en número por casta y nación. En términos generales, fueron una minoría localizada en determinadas áreas geográficas, confundidos entre una mayoría indígena y bajo regímenes más flexibles, pero además si afinamos el análisis, los grupos étnicos africanos apenas se identificaban entre sí y al ser tan pocos las dificultades para integrarse eran mayores. Por las razones expuestas, los bozales tuvieron pocas alternativas para construir una identidad común, en contrapartida los unió África y la esclavitud.

Con esto no quiero afirmar que los esclavos carecieron de toda iniciativa para generar sus propias redes de identidad, hay investigaciones que estudian a las cofradías como un espacio para reconstruir las identidades sin despertar sospechas. Tadeo Haenke, un viajero europeo entró a una cofradía y observó que los cofrades se ponen a bailar y excitados a la vista de unas grotescas figuras que tienen en las paredes y que representan a sus reyes originarios, sus batallas y regocijos, continúan de esta forma hasta las 7 u 8 de la noche”.[30] Por su parte el Mercurio Peruano también alerta sobre una imagen similar: “Todas las paredes de sus cuartos, especialmente las interiores, están pintadas  con unos figurones que representan a sus reyes originarios, sus batallas, y sus regocijos. La vista de estas groseras imágenes los inflama y los arrebata. Se ha observado muchas veces, que son tibias y cortas las fiestas que verifican fuera de sus cofradías y lejos de sus pinturas”[31]

Para los intelectuales ilustrados como los de el Mercurio, las reuniones fuera de las iglesias se tornaron peligrosas de allí que subrayen al final que las pinturas los “inflama y arrebata”. En este comentario se revela algo muy importante, los cofrades reconstruían un pasado con representaciones de su continente natal, lamentablemente las fuentes citadas no ofrecen mayor información pero revelan algo de los recursos visuales que emplearon para recordar y afirmar una identidad basándose en una África distante, uniformizada e idealizada. Esto también permite apreciar que las cofradías alteraron su constitución original, de ser simplemente religiosas y asistencialistas –siguiendo los dictados del sistema- los cófrades usaron las cofradías como plataforma para impulsar una integración colectiva imaginando África como un continente madre borrando las verdaderas identidades étnicas de donde procedían.[32]

Regresando al tema, cuando uso el término “esclavos” me refiero a un grupo con características específicas dentro del tejido social colonial que incluía otros sectores populares y castas. Legalmente formaron una nación diferente a los españoles e indios, pero sin llegar a ser un grupo homogéneo, más bien su característica primordial fue la fragmentación interna, rasgo que escapa a nuestra observación, porque no sabemos de dónde venían y de qué culturas procedían. Las llamadas castas, como los ararás, mizangas, congos, mozambiques, lucumís, minas, entre otras, fueron usadas por los españoles y portugueses tomando como referencia los puertos de embarque, los idiomas, las regiones africanas, pero no recogían los nombres de las etnias  africanas.

Este punto nos lleva al problema de los colores de piel. Durante mucho tiempo hemos pensado que en la sociedad colonial el color de la piel fue uno de los criterios fundamentales para ocupar un lugar en la sociedad colonial, españoles blancos en la cima, esclavos negros en la base y era usual hablar de “raza” y “racismo” en el mundo colonial.[33] La historiografía especializada ha explorado diversos enfoques para matizar este principio, por ejemplo uno de los más emblemáticos estudios es Aristocracia y plebe de Alberto Flores Galindo, quien escogió ese título precisamente por su concepción de clase entrelazada al de casta y raza que curiosamente no tienen definiciones más claras en el texto, sólo explica “clase” entendiéndola como una categoría en movimiento, dinámica y cambiante, haciendo un contrapunto entre clase y biografía, masa e individuos. [34]


“Cuadro de castas. Negra con blanco produce mulato” Cuadro mandado a pintar por el virrey
Amat y Junient (periodos de gobierno: 1761-1776). Fue publicado por Natalia Majluf (Ed.).
Los cuadros de mestizaje del virrey Amat. La representación etnográfica en el Perú colonial.
Lima, Museo de Arte de Lima, 1999.

Este énfasis en mostrar los rostros de las personas, sus nombres y apellidos, sus experiencias y sufrimientos articulando las biografías en el estudio de la estructura social fue fundamental para una buena parte de la historiografía posterior, incluyendo nuestros propios trabajos, porque el reto fue en adelante, escribir sobre personas, ya no sobre esclavos anónimos perdidos en la masa. Este autor sigue siendo fundamental en los estudios colonialistas peruanos, su esquema delimitó las fronteras entre la gente con honor y decencia de aquellos que estaban al margen, para esto toma como referencia clave el papel que cumplían los individuos en los medios de producción siguiendo el análisis marxista, pero la cerrada concepción teórica de clases y las fuentes criminales predominantes en todo su trabajo bloquearon varios puntos centrales como la multiplicidad de relaciones sociales, las categorías intermedias que permitieron más movimiento, el honor “plebeyo”, las sutilezas entre hombres y mujeres, entre otros aspectos que dejaron la visión de una sociedad altamente violenta, sin salida, “clausurada y frustrante. La anomia completa”.[35]

Aunque su texto no fue muy difundido en el Perú, Magnus Morner fue uno de los historiadores pioneros en trabajar la estratificación social colonial bajo criterios relacionales donde están presentes diversas categorías como clase y casta, afirmando que las jerarquías eran culturales y físicas formando una mezcla que reforzó la superioridad española.[36] Si bien la apariencia física y el vestido podían identificar a un individuo, estos aspectos eran usados también para disimular o cambiar gracias a una sociedad con fronteras cada vez más tenues porque como notó Magnus Morner, la ilegitimidad y el mestizaje fueron constantes problemas para la Corona porque quebraban el orden natural y divino que se había proyectado para las colonias hispanoamericanas. Las tempranas políticas contra esclavos, mestizos, mulatos e ilegítimos se orientaron al recorte de privilegios y puestos honoríficos, así como a algunos oficios considerados de calidad, como protectores de indios, notarios públicos, soldados, religiosos, entre otros.[37]) Sin embargo, con el transcurrir del tiempo y, en otras coyunturas diferentes, la Corona fue flexibilizando algunas medidas como la incorporación de mulatos y pardos en las milicias, mestizos en las órdenes religiosas y, en especial, la difusión de las “gracias al sacar” que permitían “blanquearse.”

Por lo tanto, las castas no deben ser entendidas como sinónimo de etnicidad y color de piel, basadas exclusivamente en las diferencias físicas, también valían otros indicadores como la legitimidad, la especialidad laboral, el estamento, entre otros y podían ser usadas de acuerdo con determinados intereses y objetivos personales. Los casos reseñados evidencian que las categorías eran polisémicas y se ajustaban de acuerdo con la persona, el contexto, las ambiciones, la apariencia cultural, entre otros aspectos.

La apariencia física también tenía un gran peso según lo que podía representar en un contexto determinado donde también era importante “leer” signos exteriores como la ropa, la forma de hablar, las joyas y montura, también las relaciones sociales como quiénes eran los vecinos y el dueño de la casa donde vivían las personas, quiénes eran los parientes y amigos, padrinos y protectores, esto iba más allá y se consideraba el estatus legal, si la persona tenía obligaciones como pagar tributo o jornal, si estaba esclavizado, pertenecía a una cofradía, un gremio, una reducción, entre otros aspectos.

Al parecer, tal como subrayé en un trabajo anterior, [38] las mujeres de castas inferiores “leyeron” rápidamente la importancia de la ropa, las joyas  y el calzado porque hay fuertes evidencias que procuraban vestir finamente, lucir joyas, pasear y comer en los lugares públicos, a pesar que las leyes estipulaban que debían vestirse con suma sencillez, se les prohibió usar perlas, piedras preciosas, oro y sedas. Sólo en el caso de ser esposas de españoles podían usar zarcillos de oro con perlas, gargantillas y sayas de terciopelo.[39] Este es un tema presente en los testimonios de los viajeros como Tadeo Haenke quien describe asombrado a las mujeres populares: “Las vendedoras de la plaza suelen ser negras…Las vivanderas en la mayor parte de estos géneros y a juzgar por su buena ropa y el modo en que se manejan, puede asegurarse que muchas de ellas pasan una vida cómoda y las más se enriquecen.”[40] Joseph Laporte señaló hacia 1796:

Las demás clases de mujeres siguen el ejemplo de las señoras así en la moda de su vestuario como en la pompa de él llegando a la suntuosidad de las galas hasta las negras con relación a su esfera. Ni éstas ni otras andan descalzas como en Quito…El aseo y primor es prenda tan general en todas que siempre andan almidonadas luciendo los follajes de encajes cada una según sus posibles.[41]

Por eso, los conceptos ordenadores eran más complejos de lo que pensamos, calidad, clase, casta se usaban de diferentes maneras y, a veces, como sinónimos, pero como bien ha demostrado Alejandra Araya, “clase” distingue hacia arriba al marcar cualidades mientras “casta” distancia al remarcar la inferioridad porque en el siglo XVIII se refiere a todo lo que desciende o procede de algún principio, como los padres quienes son principios de nuevas generaciones.[42]

En la vida cotidiana era difícil fijar las diferencias, el color de piel no siempre ayudaba a distinguir a un español, mestizo o mulato, Juan Carlos Estenssoro notó que es un fenómeno presente en las acuarelas de Martínez Compañón y en los cuadros de castas del virrey Amat, incluso algunos intelectuales lo señalan varias veces, como Carrió de la Vandera:

“el indio no se distingue del español en la configuración de su rostro y, así, cuando se dedica a servir a alguno de los nuestros que lo trate con caridad, la primera diligencia es enseñarle limpieza…con aquellas providencias y una camisita limpia, aunque sea de tocuyo, pasan por cholos, que es lo mismo que tener  mezcla de mestizo. Si su servicio es útil al español, ya le viste y calza, y  a los dos meses es un mestizo en el nombre” [43]

En un enfoque similar, R. Douglas Cope (1994) dejó en evidencia que en México colonial el estatus étnico no era fijado permanentemente al nacer, constituía una identidad social que podía se reafirmada, modificada, manipulada o, quizá a veces reajustada, dependiendo de los contextos. Su estudio sobre la sociedad plebeya de México analiza como el fenotipo racial no fue la única guía para ubicar a una persona dentro de una categoría, así, las percepciones podían ser externas (alguien que ve y decide cuál es la casta por la apariencia o el estilo de vida) o internas (la auto percepción) La raza, arguye, “no tuvo un gran peso, fue un elemento más de identificación.”[44]

En esa línea reflexiva, Jesús Cosamalón acertadamente afirma en su tesis doctoral que en la sociedad colonial el factor del color de piel debe ser considerado como una definición legal más que biológica, que ejerció de ese modo un papel importante en la construcción de las jerarquías sociales pero que no consolidó la “raza” como el marcador definitivo, esto, paradójicamente recién se hizo en el siglo XIX bajo la república liberal. [45]

Por otro lado, existieron otros criterios reguladores en la sociedad colonial, la exclusión por “limpieza de sangre” y el “don” o “doña” que ubicaba a todos en un espacio definido. La preocupación por la sangre limpia se remonta a España como una respuesta defensiva ante la aparente amenaza de los moros y los judíos. La idea era bastante simple, la sangre era considerada una sustancia que se transmitía de generación en generación, se “bebía con la leche materna” y se heredaba. La mezcla con otro grupo sencillamente contaminaba, infectaba el linaje y el futuro de toda la familia.[46] Para Boleslao Lewin, la limpieza de sangre fue usada en la península para restringir el acceso a los empleos públicos, la enseñanza, las funciones eclesiásticas, los gremios y ciertas actividades económicas al igual que en el Perú colonial, pero lo peculiar del caso peruano es que se hizo frente al intenso mestizaje, las uniones consensuales y las castas resultantes. La idea de “limpios” e “impuros” aplicada en un principio a moros y judíos se trasladó a Hispanoamérica y se aplicó a las castas, las mezclas raciales que inspiraban desconfianza. Un mestizo, un zambo, un mulato inspiraban más desconfianza que alguien “puro” En ese sentido, Carmen Bernand ha enfatizado en tres “notas de infamia” para segregar e inferiorizar, primero, la aplicación del color que coloca al individuo en un estatus superior o inferior, segundo, la preocupación por el oficio, decente o vil y, por último, el nacimiento, ser legítimo o bastardo.[47]

Los individuos constantemente hacían referencias a la “buena” o “mala sangre” en momentos de confrontación, especialmente cuando se trataba de restringir el ingreso a alguien, sea a la familia vía el matrimonio, o a puestos de prestigio en los gremios, talleres y cofradías, o también para invalidar argumentos defensivos ante una demanda. En todos esos casos el que cuestionaba era mirado para “descubrir” su “mala sangre” por lo general africana y de castas y, en menor medida, india. Pero aun así, la gente cuestionada respondía con otros criterios que les permitía resituarse nuevamente, por ejemplo una negra podía ser mirada como una mujer sin calidad pero se presentaba como “hija legítima de” o “casada en legítimo matrimonio con”. Hay estudios comparativos que ofrecen panoramas semejantes en otras ciudades hispanoamericanas como México, Potosí, Buenos Aires, entre otros que nos obligan a mirar el tema del honor en los sectores populares.[48]


“Cuadro de castas. Negro con mulata produce zambo”. Cuadro mandado a pintar por el virrey
Amat y Junient (periodos de gobierno: 1761-1776). Fue publicado por Natalia Majluf (Ed.).
Los cuadros de mestizaje del virrey Amat. La representación etnográfica en el Perú colonial.
Lima, Museo de Arte de Lima, 1999.

El reconocimiento de la calidad superior de una persona también podía ser mediante el tratamiento público de “don” y “doña”, aspecto analizado por Magnus Morner, en la España medieval fue reservado para la gente de la más alta nobleza pero en Hispanoamérica su uso fue cambiando con el tiempo, por ejemplo durante la colonización se permitió el uso de “don” a los caciques, sin embargo, poco a poco fue restringiéndose para los sectores nobles, peninsulares y criollos, aunque en la vida cotidiana más de un español blanco exigió ser reconocido como “don” solo por ser peninsular, se trata de auto percepciones que también fueron observadas por Humboldt para quien “un blanco, aunque monte descalzo a caballo, se imagina ser de la nobleza del país.” [49]

Esas auto percepciones también estuvieron presentes en los sectores populares que lo ponían en práctica aprovechando las circunstancias, tentando las posibilidades, por ejemplo una mulata libre, vendedora de tamales, se presentó al Tribunal Eclesiástico identificándose como “doña” aunque después en la respuesta eclesiástica se dirigieron a ella con su nombre “corrigiendo” el error.[50] Las categorías diferenciadoras también se usaban para anular matrimonios tratando de probar que la pareja elegida era inadecuada en términos legales. Jesús Cosamalón analizó diversos expedientes en los cuales algunas personas se opusieron al matrimonio desigual de sus hijos, hijas, amantes y parejas, por tanto los insultos de la vida cotidiana se trasladaban  al lenguaje legal. Por ejemplo, el soldado Manuel Moreno no pudo casarse en la fecha convenida porque había dado palabra  de matrimonio a otra mujer llamada Manuela Lara, una zamba libre. Para defenderse Manuel tuvo la infeliz estrategia de acusar a Manuela de ser  “de vida abandonada que por mal nombre llaman la media bota”. Simplemente recordó al tribunal los estereotipos profundamente arraigados sobre las mujeres negras, mulatas y zambas vistas como mujeres sexualmente disponibles y, por tanto, sin honor, invocación que finalmente lo ayudó a ganar la demanda porque sabía que el juez lo escucharía. [51]

En algunas ocasiones tener sangre de indios, esclavos, otras castas y negros infamaba, manchaba profundamente, por ejemplo para deshacer promesas de matrimonio, aun cuando las parejas ya tenían un tiempo de convivencia. En Indios detrás de la muralla (1999), Jesús Cosamalón analiza las trabas que enfrentaron estas uniones inter étnicas, especialmente después de la Pragmática Sanción pero lo que me interesa remarcar es cómo los individuos libres tipificados como negros, zambos, pardos y mulatos invocaron estos criterios de  la desigualdad, tanto como la gente clasificada como superior. Juan Pablo Arismendi, pardo libre, es objetado por la madre de su novia, otra parda libre quien para evitar el matrimonio calificó a Juan de “zambo…prostituido en todos los vicios” en respuesta Juan aduce ser un trabajador honrado insultando a su suegra de “zamba” Ambos tenían la misma identidad, se presentaron como pardos libres pero al momento de agredir al otro usaron la categoría “zambo” sabiendo que estaban interiorizando.[52]

Los mismos esclavos continuamente reclaman un buen trato por ser menos negros, casados con libres, propiedad de españoles aristócratas, ancianos venerables, entre otros rasgos de “honor popular” veamos algunos casos de archivo: María Jacinta Zavala era una esclava mulata casada con un pardo libre que vivían en un cuarto alquilado, ella pagaba sus jornales puntualmente y poseía algunos enseres. Después de un tiempo, la propietaria la encerró en una panadería porque dejó de pagarle sus jornales y María interpuso una demanda por sevicia en la cual denuncia el maltrato de trabajar excesivamente, sufrir con las cadenas puestas todo el tiempo y, algo sorprendente, ser vestida con ropas toscas cuando ella poseía unas más finas. Veamos su queja: “En el acto de aprehenderme se me despojó de toda la ropa de mi uso que me ha ministrado mi marido y no es de mi ama, se me sustituyó por un cotón de bayeta con el agregado de un par de grillos.[53]

Este es un caso que no debería sorprender mucho si tomamos en cuenta que en una sociedad jerárquica y estamental era necesario distinguirse con signos exteriores como la ropa, el calzado, los adornos, entre otros, mucho más a mediados del siglo XVIII  en el cual la moda francesa se impuso en la indumentaria femenina, tanto en las mujeres aristócratas como en las de sectores populares, en especial las negras y mulatas limeñas.[54] María Jacinta se quejó porque según ella no era tan inferior como el resto de las esclavas pues era mulata y además casada con un pardo libre lo cual la “blanqueaba” un poco más, lo suficiente como para mejorar su estatus, de allí que remarque quién le compró la ropa.

El otro caso es de un par de amigas, una negra liberta y la otra mulata esclava, que salieron a pasear por la plaza mayor, de  pronto surgió una discusión porque ambas insistían en invitar y pagar los dulces. La discusión se convirtió en una lluvia de insultos: el expediente recoge algunos como “prostituta de zambos”, “cimarrona”, “tinta”, “prieta”, “colchón de pasajeros”. Después se golpearon hasta rodar por el suelo. Finalmente, los guardias las llevaron a la cárcel.

Hipólito Unanue (1755-1833)
Director de la revista Mercurio Peruano. www.kalipedia.com
En sus declaraciones, ambas se sentían ofendidas por el despliegue de generosidad que mostraba una con  la otra, la esclava afirmó que era “injusto” llamarla prieta y tinta porque la vinculaban con lo que ella consideraba gente inferior.[55] Es sintomático que los insultos de ambas giren sobre dos ejes: la casta inferior y el honor sexual femenino. Podría resultar sorprendente que una de ellas considere como gente inferior a los negros pues ambas tenían filiación africana pero no eran iguales: por el estamento, la esclava era inferior, pero se consideraba superior al definirse como mulata mientras  la otra era negra. Así como ellas, otros negros, libres o cautivos, interiorizaron totalmente los criterios diferenciadores de tal manera que se sentían superiores o inferiores, demandaban un trato preferencial de acuerdo con su ubicación y se diferenciaban lo suficiente. También es interesante como ambas mujeres se insultaron refiriéndose directamente al honor sexual. Los discursos de la época niegan la existencia de honor en las esclavas y libertas negras, pero en este caso observamos que ellas sí interiorizaron el concepto, la intención de la que insulta es herir a la otra con algo preciado, en este caso el honor sexual, por eso reiteran la acusación de ejercer la prostitución remarcándolo mucho más al mencionar la clase inferior de los supuestos clientes: zambos, mulatos, indios, entendiéndose que ser meretriz de blancos era superior.

 

El tratamiento de la esclavitud por los Mercuristas Ilustrados

Estos criterios que planteaban la diferencia como natural y emanadas de la divinidad, fueron enriquecidas, si se puede decir así, en un discurso académico más complejo. Ya dentro de los marcos de la Ilustración, hacia 1806, Hipólito Unanue describió de los grupos americanos sus cualidades y defectos, anotando que los españoles criollos tenían “facciones hermosas, solidez de pensamiento y un corazón lleno de generosidad.” En contraste, los africanos y sus descendientes poseían “facciones salvajes, color negro, espíritu pesado y un corazón bárbaro”.[56]

Unanue formó parte de la renovación intelectual del siglo XVIII que presenta aspectos específicos como el ingreso de las ideas ilustradas, esta “primera modernidad”, como fue llamada por Juan Carlos Estenssoro,[57] se acerca de manera distinta y contradictoria a los sectores populares llamados “populacho” “clases bajas, viles y abyectas”, “gente de baja esfera”,  el “bajo pueblo”, por un lado va a tratar de controlar, reprimir y reformar los valores, costumbres, sensibilidades y, del otro, es transformado en distintos personajes populares para tomar sus voces y criticar en su nombre. Dentro de esa línea, la pureza de sangre, apellidos y familias vuelve a replantearse junto con el peligro de la impureza producto del mestizaje. La palabra “casta” aparece continuamente para designar las mezclas, no las naciones consideradas primigenias y se definen por su volubilidad, desenvoltura y desorden, por eso, siguiendo al autor citado, el discurso ilustrado empujado por un sector de la elite enfatiza en el mestizaje, se preocupa por marcar el vasto espectro de la diferenciación, medirlas y jerarquizarla (Estenssoro 1999, 77).[58]

A fines del siglo XVIII la realidad era bastante distinta en algunas ciudades coloniales, las castas estaban en pleno ascenso económico y social, a tal punto que algunos intelectuales sintieron amenazados sus fueros, todo el orden “divino y natural”, en ese contexto los mercuristas reclaman volver a ordenar las naciones y castas, por ejemplo Joseph Ignacio de Lequanda criticó la movilidad de las castas: “El negro y demás castas pretenden la imitación del dominante y esta es la proporción que regla sus consumos en los trajes y ornatos siendo innegable el lujo que reina en estos moradores (Lequanda 1794, 120) ”[59] Los intelectuales del Mercurio fueron enfáticos en criticar esta confusión donde ya no era posible distinguir quién era quién. En una carta remitida, un mercurista se esconde detrás del anonimato para lanzar una campaña de reorganización, empieza diciendo que América está enfrentada: “la América en su interior no prospera como fuera justo y es que dentro de sí misma brota la cizaña de la división que la debilita y destruye”[60] Luego arremete totalmente contra las castas: “siendo así que consideradas en general son menos estimadas que los indios porque estos están protegidos, y aquellas no tanto por la legislación, con todo en la práctica se advierte que los particulares de éstas por su maña, su aptitud, y a veces por su fuerza, han sabido ganar partido con la tercera clase llamada española, que tiene en la mano el gobierno”[61]

Finalmente, critica la pereza de los españoles: “en ella (Lima) no se conocen más de dos clases, nobleza desarreglada y plebe despreciada. Digo que la nobleza es desarreglada por la facilidad con que cualquiera se introduce en ella con tal que no trabaje con las manos, sino que se mantenga ocioso, se abrigue con la protección de algún poderoso o rico, a quien dé el nombre de patrón o ponga una miserable tienda para adquirir el título de comerciante, cuando el de tendero o regatón le sería a los más suficiente”  Estas críticas se enlazan con las de Lequanda, quien dos meses antes ya había fustigado contra los vagos de Lima, es decir los españoles que no querían trabajar en oficios considerados de castas.

No es casual que, finalizando el siglo XVIII y empezando el XIX, tengamos más denominaciones de castas, algunas implantadas desde los terrenos académicos de una pequeña elite ilustrada, como los cuadros ofrecidos por Hipólito Unanue y William B. Stevenson, y las otras que estaban al margen de las modas intelectuales, eran más bien una conquista cotidiana que se daba en los terrenos judiciales, los espacios públicos, las calles, tabernas, pulperías y chinganas, desde abajo eran usadas por indios, mestizos, mulatos, esclavos y libertos para ganar una pequeña cuota de prestigio y respeto dentro de sus redes.[62]

Entre estas taxonomías usadas en los tribunales e instancias públicas como una conquista cotidiana figuran negro esclavo, negro libre, pardo esclavo, pardo libre, moreno esclavo, moreno libre, mulato esclavo, mulato libre, cuarterón de mulato esclavo, cuarterón de mulato libre, quinterón de mulato esclavo, quinterón de mulato libre, requinterón de mulato libre, blanco, zambo, zambo esclavo, zambo libre, chino esclavo, chino libre, indio noble, indio, mestizo, cuarterón de mestizo, quinterón de mestizo, chola, china chola, español natural de España, español natural de América, americano, extranjero.[63]

Al tener una multiplicidad de categorías intermedias era más viable camuflarse hacia arriba, en realidad no era tan importante tener un color específico en la piel para ser catalogado, sino contar con los “ropajes” visibles y adecuados para enfrentarse en determinados espacios, “pasar” a otra casta; por ejemplo, en el ámbito judicial, ser de una nación “pura”, hijo legítimo, casado por la Iglesia, sin mancha africana, entre otros aspectos, marcaba una superioridad social, equivalía a ser tomado en cuenta, ser escuchado, mientras que un inferior si era negro y esclavo estaría en desventaja.

En el siglo XVIII esta problemática tendrá relación con la preocupación por el mestizaje desenfrenado y el caos social que podría conducir finalmente a una regresión de la humanidad. El primer número del Mercurio Peruano contiene un artículo que lleva por título “Descripción anatómica de un monstruo,” la narración del extraño parto de una mujer identificada como “una negra” –no se dice jamás el nombre para cosificarla más– se describe al recién nacido como “un monstruo”, el tono sube un poco más al afirmar que no es la primera vez que le sucede y finalmente, algo fatalista, termina afirmando que “la misma negra varía en sus partos el monstruo y el hombre” [64]


Primer número de la revista Mercurio Peruano, revista publicada en Lima, entre 1791 y 1795, por la Sociedad Amantes del País
A primera vista parece algo extraño y fuera de lugar, un despropósito. Sin embargo, si empezamos a leer los números posteriores descubrimos que este periódico está empeñado en atacar lo que percibe como los males del Perú, entre ellos el mestizaje que ennegrece y las castas, entonces, este artículo sensacionalista promueve el miedo a las uniones con negros. Asimismo, a través de dos anécdotas, Hipólito Unanue, un reconocido mercurista, refleja los temores de la elite a ser contaminados por el mestizaje con negros, en la primera cuenta que “en Londres hubo un hombre, hijo de europeo y de una negra, que tenía en el lado derecho el pelo y color del padre y en el lado izquierdo el de la madre, una línea dividía ambos por medio del cuerpo paralela a la del pecho a la de la espalda” Si esto ya nos parece fantástico, el segundo ejemplo lo es más aún: “John Clark, hijo de un negro rico y de una inglesa, de la cabeza a la cintura era un hermoso inglés, de la cintura para los pies un feo africano. Casó con una bella señorita que ignoraba esta deformidad y cuando llegó a descubrirla, murió” (Unanue 1806, 82). Los mensajes son bastante claros, casarse o tener hijos con africanos era monstruoso, una alteración de la naturaleza, algo fatal.

 

Cimarroneado con la historia

Los esclavos no estaban al margen de la sociedad colonial, algunos se mezclaron con los otros sectores populares, manejaron los códigos de su época, se movieron por todos lados desarrollando estrategias de sobrevivencia, abriendo espacios y ganando pequeños derechos y reconocimiento a su humanidad. Entre las estrategias cotidianas más usadas estuvieron las negociaciones privadas con los amos, el trabajo a desgano, la ebriedad, la vagancia, la mentira, la prostitución y la seducción de los amos, otras fueron más elaboradas y requerían de mayores esfuerzos individuales y colectivos como el litigio en los tribunales. Otros cruzaron las líneas pero lo suficientemente cerca como para estar entre los dos mundos, fueron tipificados como infames, delincuentes y peligrosos alimentando a su vez los estereotipos vigentes. Sin embargo, una gran mayoría de los que se situaron al borde también desarrollaron habilidades para retornar y reinsertarse evidenciando así su capacidad de sobrevivencia.

Como se ha reseñado, los esclavos produjeron una gran variedad de respuestas frente al sistema esclavista sin llegar a una ruptura violenta y masiva, más bien lo característico fue el cimarronaje social, cultural, étnico y legal que ya estaba insertado en la sociedad y presentó muchas variantes al momento de ser utilizado por los grupos populares de castas consideradas inferiores. En esa dirección, la cimarronería de los esclavos no puede ser entendida sin pensar en la cultura cimarrona de los sectores populares, que Ángel Quintero llama el derecho a vivir en paz (1998, 209)

El cimarronaje social, cultural y étnico se logró a través del mestizaje, el blanqueamiento de generación en generación, en el cuidado al momento de escoger pareja, esposos, yernos y nueras, poniendo especial atención en que sean residentes limeños. El cimarronaje también se manifestaba en la vestimenta y la presentación personal, en la elección de oficio, porque como ya vimos la ropa, joyas y zapatos apropiados podían “transformar” a un indio en mestizo, a un negro en mulato, a una mujer sencilla en una doña. Los esclavos podían ser identificados como negros bozales desde arriba pero haciendo esfuerzos individuales y colectivos algunos lograban mejorar y subir de estatus hasta “convertirse” ante los demás en pardos y mulatos, tal vez la siguiente generación subía mucho más hasta ser criollos, libres, cuarterones, quinterones, saltapatrás o quién sabe hasta blanco, para “mejorar la raza” como se dice hasta ahora lamentablemente.

En ese sentido, es paradójico que también, a  medida que los negros subían en el sistema, muchos de ellos se distanciaban de su identidad anterior calificando al negro como más negro, comprando esclavos, negándose a participar en los “bailes indecentes”, vistiéndose “con elegancia” y procurando hablar como criollo, pasando como “mulato”, “pardo”, “quinterón”, contribuyendo así a mantener la estructura jerárquica y bloqueando una identidad común afrodescendiente. Al empezar las guerras de Independencia, los negros esclavos y libertos formaban una minoría frente a las castas libres y de distintas denominaciones, sin mayor peso para posicionarse como grupo en el nuevo tablero social, político y económico. Otros grupos más numerosos y con proyecciones más o menos articuladas entraron en juego desplazando al último lugar a todos, negros y castas juntas, tildándolos de negros, delincuentes, peligrosos y salvajes.

 


Notas:

[1] Maribel Arrelucea Barrantes (Lima, 1971). Magister en Historia por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha sido docente en diversas universidades nacionales y particulares como la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Universidad Nacional Federico Villarreal, la Universidad San Ignacio de Loyola. Actualmente se desempeña como docente en Estudios Generales de la Universidad de Lima y el Departamento de Educación de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es investigadora especializada en temas de Historia Social, enfatizando en los enfoques de etnicidad y género (esclavos de Lima, panaderías limeñas, resistencia y protesta, cimarronaje, bandolerismo y palenques. Ha publicado numerosos artículos en revistas y compilaciones especializadas, como “Poder masculino, esclavitud femenina y violencia. Lima, 1760-1820” Mujeres, familia y sociedad en la historia de América latina, siglos XVIII-XXI. Scarlett O’Phelan y Margarita Zegarra editoras, Lima, Cendoc Mujer, Pontificia Universidad Católica del Perú, Instituto Riva Agüero, Instituto Francés de Estudios Andinos, 2006, “Slavery, Writing, and Female Resistance: Black Women Litigants in Lima’s Late Colonial Tribunals” In Afro-Latino Voices: Documentary narratives from the Early Modern Ibero-Atlantic World, 1552-1808, Leo Garófalo y Kathryn Mc Knight (Ed.) Massachusetts, Hackett Publishing Company, 2009. En el año 2009 publicó el libro Replanteando la esclavitud. Estudios de etnicidad y género en Lima borbónica. Lima, Centro de Desarrollo Étnico- CEDET, Centro Cultural de España-AECID. Actualmente se encuentra editando su próximo libro. Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[2] El censo fue publicado en El Mercurio Peruano (1791) También se puede contrastar con las cifras publicadas en La Guía de Lima preparada por Hipólito Unanue (1793) y en la Memoria de Gobierno del virrey Gil de Taboada.

[3] (Scarlett O’Phelan, 1988).

[4] (Lynch 1976, 15).

[5] (Bonilla y Spalding, 1972, 92).

[6] (O’Phelan, 1988, pp. 291-294).

[7] (John Fisher, 2000, 169).

[8] (Carrió de la Vandera 1966, 47).

[9] (Nuria Sala i Vila, 1996,  298-300).

[10] En la primera mitad del siglo XVIII el control público en Lima estaba a cargo de las tropas del rey y las milicias, los primeros se dividían en  tres: la guardia de palacio, destinada a acompañar al virrey en sus salidas y paseos, la caballería y los alabarderos, quienes debían vigilar el orden público, controlar la conducta de los pobladores y también apoyar a la Real Audiencia en sus diligencias diarias.

[11] Las milicias estaban formadas por los pobladores civiles quienes eran convocados de acuerdo con su estamento y llegaban a reunirse en gran número.

[12] (Fuentes 1859, 283).

[13] AGI,  Manuscritos, 11026. Citado por Pilar Pérez Canto (1985, 192)

[14] BN, Jorge de Escobedo, Instrucción de Alcaldes de Barrio y Reglamento de Policía (1785, 23)

[15] BN, Manuscritos, Jorge de Escobedo, Ordenanzas de la división de cuarteles y barrios. 1785, fx 8.

[16] BN, Jorge de Escobedo, ibíd., 1785,  34.

[17] Por la misma coyuntura, en México también había una preocupación extrema por controlar a los esclavos y mulatos libres porque eran  sindicados como peligrosos. Úrsula Camba (2008,  70-75)

[18] Biblioteca Nacional del Perú (en adelante BN), Manuscritos, C1545, Bando de la Sala del Crimen, 8 de junio de 1781.

[19] BN, Manuscritos, C1545, 1793. Las cursivas son mías para remarcar la percepción sobre la servidumbre femenina entendida como peligrosa por la supuesta amistad con delincuentes. Sirvientas, delincuentes, locos y enfermos constituían los sospechosos, los extraños, los otros.

[20] (Camba 2008, 36-40).

[21] (Davis 1968, 36-61; Bernand 2001, 17-18).

[22] (Pike 1978, 183; Camba 2008, 45).

[23] (Hünefeldt 1979, Flores 1984, Aguirre 1993, Arrelucea 2009a y 2009b)

[24] Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Real Audiencia, Causas Civiles, Leg. 314, Cuad. 2849, 1793. Doña Juana no quiso vender a los dos hijos pequeños de su esclava Manuela. El tribunal decidió apoyar la actitud de la propietaria a pesar que Manuela tenía el dinero para manumitir a sus hijos.

[25] (Aguirre 1993, 190-210).

[26] (Goffman 1994, 20).

[27] Archivo Arzobispal de Lima (en adelante AAL), Causas de negros, Leg. 34,  Exp.  s/n , 1798.

[28] (Scott 2000, 46).

[29] (Camba 2008, 109)

[30] (Haenke 1901, 45).

[31] Mercurio Peruano, p. 121, tomo II, 1791.

[32] Para Joaquín Rodríguez (1996, 25) la cofradía constituyó la única forma de integración social, étnica, estamental  y religiosa pero diversas investigaciones demuestran que la población africana construyó diferentes modalidades de integración. Hünefeldt (1979, 1987, 1988), Flores Galindo (1984), Aguirre (1990, 1993, 2005, 2008), Arrelucea (1999), Tardieu (1994), Jouve (2005)

[33] Para México, Antonio Rubial afirma que el color de la piel marcó la condición social de los individuos imaginando una “pirámide étnica” sin contar con otros indicadores (2005, 45)

[34] (Flores 1984, 20).

[35] (Flores 1984, 181).

[36] Magnus Morner (1980, 18-19) En ese sentido se orientaron trabajos posteriores como el de Jesús Cosamalón (1999) quien enfatizó en los vínculos entre castas y razas, en especial en el terreno matrimonial, posteriormente Leo Garófalo (2005) y Rachel O’Toole (2005) retomaron el tema analizando algunas experiencias populares en las calles, tabernas, pulperías y otros espacios donde se “descubrió” la convivencia interracial más que la violencia, las castas como categorías intermedias que permitían subir o bajar dependiendo de las elecciones personales.

[37] (Morner 1980, 9-11

[38] (Arrelucea, 2011),

[39] Las Siete Partidas del rey  Alfonso el Sabio, Ley 15, 16, 17,18.

[40] (Haenke 1901,3).

[41] (Laporte 1796, 92).

[42] (Araya 2010, 341-349).

[43] Carrió de la Vandera (1942, 289) citado por Estenssoro (1999, 95) y Magnus Morner (1980, 19)

[44] (Cope 1994, 59).

[45] (Cosamalón 2009, 29).

[46] (Bernand 2001, 129-132; Lewin 1965, 51-55).

[47] (Bernand 2001, 131).

[48] Ver los interesantes trabajos que analizan el honor en las ciudades hispanoamericanas desde el género, las castas y clases, en Lyman Johnson y Sonya Lipsett-Rivera (1999)

[49] (Morner 1980, 17).

[50] AAL, Causas de negros, Leg 31, Exp. LVIII, 1790.

[51] AAL. Expedientes Matrimoniales, 1805. Manuel tenía dos hijos con esta mujer, le pasaba 6 pesos en alimentos pero quería casarse con otra considerada superior. Cosamalón (1999,  98)

[52] (Cosamalón 1999, 108).

[53] AGN, Causas Civiles, Leg. 304, Cuad. 2740, 1792. fx. 3. Más casos en Arrelucea (2011)

[54] Según Cosamalón la desnudez se identificaba con el prestigio social, pero las perspectivas eran diferentes en hombres y mujeres, afirma que para las mujeres la vestimenta lujosa era una de las formas en las cuales los maridos debían demostrar su afecto, mientras que para los hombres una buena ropa ratificaba el estatus simplemente, Cosamalón (1999, 177). Lisette Ferradas ha trabajado la vestimenta femenina en relación al honor proyectado en público (2009) Sobre las influencias de la moda francesa en la vestimenta femenina de Lima ver Scarlett O’Phelan (2007, 35).

[55] AGN, RA, Criminales, Leg. 51, Cuad. 602, 1782.

[56] (Unanue 1806, 34).

[57] (1999, 74)

[58] Dentro de esa preocupación ilustrada por las diferencias sociales del mestizaje se entiende mejor la producción de los cuadros de castas, las discusiones sobre el mestizaje, las castas, la vagancia y los desórdenes sociales, todo enmarcado en las fuertes coyunturas de intranquilidad social.

[59] Las cursivas son mías, es para llamar la atención sobre la idea de la asimilación cultural en los grupos populares.

[60] “Carta remitida a la Sociedad, que publica con algunas notas” Mercurio Peruano, Tomo X, 255-280, 1794.

[61] Ibíd., 280.

[62] Para Lyman Johnson y Sonya Lipsett-Rivera se trata de una “cultura del honor” que se redefine y negocia todo el tiempo, en el caso de los sectores populares constituía un capital importante que les permitía situarse socialmente con algunas ventajas  (1999,  3-16)

[63] Citado por Juan Carlos Estenssoro (1999, 96) basado en una comunicación personal de Jesús Cosamalón.

[64] Mercurio Peruano, T.I, pp. 7-8, [1791] 1964.

 

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[div2 class="highlight1"]Cómo citar este artículo:

ARRELUCEA BARRANTES, Maribel, (2012) “Esclavitud, movilidad social y resistencia en lima a fines del periodo colonial”, Pacarina del Sur [En línea], año 3, núm. 11, abril-junio, 2012. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.
. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=440&catid=13[/div2]