La mercancía como significante de identidades sociales

Merchandise as a signifier of social identities

Mercadoria como significante de identidades sociais

Hugo Enrique Sáez A.

 

Si somos tan ricos, ¿por qué hay tanta miseria a nuestro alrededor?,
¿por qué las masas se embrutecen con trabajos penosos?
Los socialistas ya lo dijeron: porque todo lo necesario para la producción fue acaparado por algunos,
a lo largo de una historia de saqueos, guerras, ignorancia y opresión que vivió la humanidad
antes de dominar las fuerzas de la Naturaleza.
Piotr Kropotkin.

 

En la segunda década del siglo XXI el sistema económico-político capitalista se ha mundializado, apoyándose sobre todo en los medios electrónicos de información y comunicación (TIC), desde donde se aceleran todo tipo de transacciones e inversiones de dinero y de bienes, mientras que desde las pantallas (computadoras, celulares, televisión) se imparte el culto laico a la acumulación de productos y servicios. Una sociedad de ciudadanos se ha transformado en una sociedad de empresarios-consumidores, centrados en el control de las finanzas y subordinados al crecimiento de los indicadores de las monedas. En ese contexto, la desigualdad en la distribución de los recursos expulsa fuera de las regiones prósperas a los que carecen de techo, de comida, de empleo, proceso en el que se fragmenta la especie humana en varias especies subalternas, objeto de discriminación, explotación y exterminio. Desde la nefasta Comisión Trilateral, Kissinger promovía las acciones violentas en su contra, al considerarlas “masas descartables”. El impresentable Donald Trump califica de “animales” a los migrantes mexicanos.

En los mercados centrales, las alteraciones en el precio del dólar o del euro, de la libra esterlina o del yuan, son decisivos para detonar crisis en cualquier parte del mundo, cuyos efectos se resienten en mayor pobreza y violencia en contra de los movimientos de resistencia por parte de la población afectada, eventos reprimidos o controlados por fuerzas policiales y militares. Por consiguiente, son los intereses por protegerse de las grandes corporaciones los que en última instancia determinan la demencial producción y acumulación de las armas, cuyo valor de uso es matar, eliminar individuos o multitudes.

El efecto de las transformaciones económicas y financieras implantadas en diversos países a partir del Consenso de Washington se plasmó en la modalidad de transformaciones de otras áreas de la sociedad, como la cultura y la educación. Al asignarse al Estado nación como función central la desregulación del mercado, su actividad empezó a desligarse de la cultura y la educación como pilares para la construcción de la comunidad nacional y se clasificó a estas áreas en el orden de los servicios.

Como afirma Hugo Aboites (Sáez, 2014), se asimiló la educación al concepto de instrucción y en un proceso de uniformar sectores se la equiparó a cualquier tipo de servicio, desde la limpieza a la cosmetología. A su vez, a las instituciones de educación superior (IES) se les asignó la misión de preparar personal calificado para insertarlo en el mercado de trabajo. Por supuesto, la impartición de este servicio tendió a convertirse en una mercancía que se ofrece en diversos mercados, con lo que el Estado comenzó a retraerse tanto en el gasto social como en la dirección del proceso educativo y cultural.

En particular, los estados de la periferia (sobre todo en América Latina) se hallan condicionados en su sector externo por la dependencia de organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional y la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico. Luego, la política interior se desenvuelve en medio de economías débiles que concentran el poder en el sector exportador y condenan a la exclusión a un elevado porcentaje de la población. Por ende, los gobiernos acuden al financiamiento externo como un medio de paliar el déficit público y el desfavorable balance de la cuenta corriente. El costo de los préstamos en dólares se traduce también en políticas de ajuste que agravan las precarias circunstancias de supervivencia de los que combaten por la supervivencia.

A su vez, las batallas políticas en el interior de los estados nacionales se dan en torno al tipo de relación propuesta respecto de las oscilaciones del capital financiero a escala internacional. Ya no se trata de ideologías sino de vender candidatos como productos mercantiles. De manera reciente en Brasil y en Argentina, las oligarquías nacionales han tomado el poder y se escudan en un bloque conservador que está desmantelando la división de poderes constitucionales y suprimiendo elementos básicos de la democracia. Como es obvio, esas políticas se inspiran en el objetivo de insertarse subordinados al capital internacional, sin importar el deterioro de las instituciones, que son saqueadas por los funcionarios a su cargo, como ha ocurrido en México con la funesta Rosario Robles, que se apropió de miles de millones de pesos destinados en el presupuesto público para socorrer familias en condición de pobreza extrema.


Imagen 1. https://laorejaroja.com

Al tiempo, para alinearse a las tendencias económicas mundiales, los gobiernos nacionales emplean la cooptación económica de aliados subalternos mediante prebendas y extorsiones de distinta índole. Se blindan como bloque instalando en el área del poder judicial a los aliados del poder ejecutivo, cuyos integrantes se unen para respaldar una complicidad que preserve la impunidad frente a la extendida corrupción. Enfrente de estos grupos de poder se hallan los partidos y los sindicatos debilitados. Ya pasó la época en que fungían como un efectivo mecanismo de representación de los intereses colectivos, ya sea de los ciudadanos o bien de los trabajadores. Por consiguiente, el balance del poder se inclina hacia la oligarquía. En el interior de muchos partidos y sindicatos se han conformado elites cuyas “conveniencias” coinciden más con los detentadores del poder que con los intereses de sus miembros. Aun así, como se menciona más adelante, la organización popular protagonizó experiencias de gobiernos democráticos en el Cono Sur de la América Latina, en contra de los cuales se descargó un acoso permanente del establishment nativo en alianza con las corporaciones empresariales y los gobiernos de Estados Unidos y otros países centrales.

Conviene recordar algunos conceptos básicos de la explotación capitalista para comprender el funcionamiento de las sociedades actuales. Como lo plantea Marx, la cuestión central del capitalismo es la reproducción del valor, un concepto algo abstracto que explica las acciones en que nos relacionamos día a día. El dinero y la mercancía son formas materiales del valor abstracto, que como tal es invisible, aunque su presencia/ausencia se contabilice en el crecimiento del capital financiero. En lugar de la trascendencia de un dios, es el inasible capital transnacional el encargado de regular las acciones de los bípedos implumes que somos.

Los objetos tangibles (una lapicera) producidos industrialmente, o intangibles (una canción) tienen un valor de uso (Vu) en la medida que satisfacen alguna necesidad humana; por otra parte, el mismo objeto posee un valor de cambio (Vc) que se materializa en el precio que pagamos para adquirirlo en el comercio, que es un servicio encargado de la circulación de todos los productos. No obstante, pese a la diversidad de productos, el elemento común a todos ellos es que son el efecto de algún trabajo humano, dado que incluso un bien natural como la fruta requiere de alguien que la plante, la cuide y la transporte a un lugar en que esté disponible como objeto de consumo.

De hecho, la teoría del valor (que comprende sustancia y magnitud), examinada a fondo, proporciona una explicación de la forma mercancía como un factor que está detrás de los cambios económicos, sociales, culturales y hasta políticos. En cualquier producto se representa lo que Marx denomina el valor, definido como trabajo humano socialmente necesario. Las innovaciones tecnológicas y los procesos de automatización del trabajo han expropiado funciones del cuerpo humano y las han integrado a las máquinas. Por esta razón, ha disminuido el porcentaje de fuerza de trabajo humano en la producción, y se ha elevado el  de personal técnico y científico.

La sustancia del valor (trabajo humano abstracto, y es abstracto en la medida que suponemos una variedad de operaciones diversas e ignoramos a quienes lo generaron aun sin conocerlos) es diferente de la magnitud de valor (tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlo). La competencia existe en el mundo capitalista porque se establece como una disputa en torno al tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una mercancía. Si una mercancía se produjo en un mes, ello no significa que tenga más valor que otra con el mismo valor de uso cuya finalización se obtuvo en una semana. El que se tarda mucho tiempo en producir la misma mercancía tiende a salir del mercado, y es desplazado por aquellos que en menos tiempo producen la misma mercancía, ya sea porque incorpore maquinaria a su unidad de producción o porque sus trabajadores son más productivos o su salario más barato. Al desplazado se le llama ineficiente.

Así, el tren vino a sustituir a la carreta porque transportaba a la gente a su destino en menor tiempo que esta última. La introducción de medios técnicos de producción que aceleran un proceso de trabajo (y, por ende, disminuyen el tiempo de trabajo promedio en que se desarrolla ese proceso de trabajo) determina que otros productores abandonen el mercado o tengan que situarse en otro mercado menos competido.

El valor, en síntesis, es trabajo socialmente necesario para producir cualquier bien o servicio. Cuando degustamos un Cabernet Sauvignon de Bianchi no percibimos que su producción, circulación y distribución (procesos que suponen salario y plusvalía) es efecto de trabajo humano que transforma los medios de producción en un bien, que en una cadena de transporte y comercio llega al consumidor final, siempre gracias a la mano de obra humana. La distinción contenida en el siguiente párrafo apunta a entender varios aspectos sobre el auténtico sujeto de la historia en el capitalismo.

El valor pasa constantemente de una forma a la otra [cultivo de la tierra, mano de obra femenina y masculina, maquinaria, uva; salario del trabajador y ganancia del propietario], sin perderse en ese movimiento [impuesto recaudado por el gobierno, transporte, comercialización y venta], convirtiéndose así en un sujeto automático. Si fijamos las formas particulares de manifestaciones adoptadas alternativamente en su ciclo vital por el valor que se valoriza llegaremos a las siguientes afirmaciones: el capital es dinero, el capital es mercancía. Pero, en realidad, el valor se convierte aquí en sujeto de un proceso en el cual, cambiando continuamente las formas de dinero y mercancía, modifica su propia magnitud, en cuanto plusvalor se desprende de sí mismo como valor originario, se autovaloriza (Marx, 2011: 188).

 

Marx plantea como punto de partida que en el nivel de la producción industrial se engendra el grueso del producto que abastece al conjunto de la sociedad en el capitalismo, mientras que el papel subordinado de las labores en el campo consiste en proveer materias primas y alimentos, que en la actualidad responde a la explotación de latifundistas que casi han exterminado las pequeñas parcelas de los campesinos y de los indígenas, como en el caso de los mapuches en Argentina, donde se los persigue y se les expropian tierras para entregarlas a la empresa transnacional Benetton.

Entiéndase que en el nivel de la industria se elaboran tanto bienes de consumo (comida, ropa, televisores, automóviles, teléfonos celulares, películas) que satisfacen necesidades del cuerpo humano, como bienes de producción que sirven para fabricar otros bienes (maquinarias, por ejemplo) o facilitar la circulación de otros bienes (carreteras, aeropuertos, etcétera). Así, al concentrarse ahora en pocas manos la producción de aparatos tecnológicos de información y comunicación, sus empresarios ostentan una posición privilegiada por encima de las empresas o los particulares que comercian o emplean los productos que aquellas compañías lanzan al mercado. 

Si se pretende comprender la actualidad hay que combatir una falsa idea que circula desde la época de la Ilustración: que el hombre es el sujeto de su destino porque nace libre. En los países latinoamericanos cualquier bebé nace debiendo miles de dólares de la deuda externa. La célula de la sociedad capitalista no es la familia, no es el hombre; el elemento último que configura y mueve el tejido social en el capitalismo es la forma mercancía, que ha ido invadiendo aun los intersticios más íntimos de la vida en nuestros días, incluyendo la educación y la sexualidad. Marx la denominaba “la forma celular económica”; no obstante, al mismo tiempo demostraba que sus efectos no se circunscribían al terreno económico e incrustaba su significado en los cuerpos determinando su comportamiento orientado al consumismo. De hecho, la teoría del valor (que comprende sustancia y magnitud), examinada a fondo, proporciona una explicación de la forma mercancía como un factor que está detrás de los cambios económicos, sociales, culturales y hasta políticos.

Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos, existente al margen de los productores (Marx, ob. cit.: 88).

 

Sintetiza el mismo autor esta idea indicando que a mayor valorización del mundo de las cosas, mayor desvalorización del mundo humano. En un principio las mercancías se identificaban con “cosas” producidas con el “gasto de cerebro, nervio, músculo, órgano sensorio” humanos, destinadas a satisfacer alguna necesidad humana. Se partía del concepto de propiedad que ligaba a una persona cuya voluntad descansaba en un producto determinado, merced a su adquisición mediante dinero. Con todo, hay que examinar la compleja esencia de la mercancía, porque además de valor de uso y valor de cambio, contiene dimensiones como valor simbólico y valor.

Por ejemplo, la ciencia y la tecnología en las universidades (convertidas en unidades de producción) se han encargado de conformar al valor de uso “ser humano” y luego lo lanzan a alguno de los múltiples mercados que existen, que Bourdieu nombraba como los campos en los que se disputan un tipo especial de capital, pese a que nunca llegó a definir con precisión ese concepto de capital. El título académico representa un valor simbólico que identifica a la persona que lo obtuvo y lo porta como elemento de trabajo. El campo universitario es un espacio en el que se compite por elaborar un determinado valor de uso humano por medio de la educación y la investigación. El resultado de estas acciones se plasma en un out put al que se denomina egresado, que como producto de dicho proceso ingresará a diversos mercados protegidos por el copyright.

No es el espacio para desarrollar los cambios sufridos por el Estado jurídico, que padece ahora el tutelaje de la economía para conformar sujetos de masa y se auxilia de los medios de programación de masas. Por ejemplo, la educación se la plantea desde la óptica de un proceso de trabajo: una fuerza de trabajo humana (que privilegia el uso de la energía cerebral) actuando con ciertos instrumentos de trabajo (los recursos didácticos y pedagógicos) modifica un objeto de trabajo o materia prima (el estudiante) y genera un producto que satisface alguna necesidad humana (en su punto más elevado, un profesional en las diversas ramas de la actividad económica, política, social o cultural).

Podría parecer que, si el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo gastada en su producción, cuanto más perezoso o torpe fuera un hombre, tanto más valiosa sería su mercancía, porque aquel necesitaría tanto más tiempo para fabricarla. Sin embargo, el trabajo que genera la sustancia de los valores es trabajo humano indiferenciado, gasto de la misma fuerza humana de trabajo… El tiempo de trabajo socialmente necesario es el requerido para producir un valor de uso cualquiera, en las condiciones normales de producción vigentes en una sociedad y con el grado social medio de destreza e intensidad de trabajo (ibíd.: 48).

 

El mercado en sus diversas modalidades establece el valor de sus productos en función de ese tiempo promedio de trabajo socialmente necesario; en el caso de la educación y la investigación, la calidad de sus egresados y de los resultados de la investigación se miden mediante la evaluación. Ahora bien, las universidades de los países centrales generan sus productos en un tiempo socialmente necesario más reducido que los países periféricos, por la sencilla razón de que disponen de recursos más poderosos.[1]  ¿Se puede establecer un tiempo socialmente necesario estándar para una escuela rural latinoamericana que funciona sin acceso a la electricidad con cualquier primaria de Londres? ¿Qué sucede con un producto que lleva más tiempo en su proceso de producción? Quedan dos alternativas: como se ha dicho, o bien sale del mercado o bien se sitúa en un mercado de menor rango que no tiene condiciones para competir. La empresa que produce sus productos o sus servicios en menor tiempo predomina sobre el resto del mundo y establece los criterios de evaluación en todos los rincones del planeta.

Ubiquémonos en una situación ideal a fin de entender la importancia de la producción material para quienes vivimos en sociedad. Imaginemos que diez familias van a fundar una comunidad en un paraje inhabitado y sin comunicación con otras poblaciones. ¿Qué es lo primero que harán? El problema inmediato que se les plantea es la supervivencia. Por supuesto que no instalarán un banco ni una tienda ni una escuela. Se dedicarán a la recolección de alimentos, a la caza, a la pesca, a la agricultura o a la ganadería, a construir sus viviendas, a delimitar los espacios públicos, a trabajar en obras para uso de todos (como un canal o un camino, por ejemplo). Además, el que se dedique a la caza no se preocupará sólo por su propia manutención, tiene que llevar piezas suficientes para alimentar a su familia, que está integrada por niños que aún no trabajan, por esposa que hace las labores domésticas, por ancianos que ya no están en condiciones de llevar a cabo sus anteriores ocupaciones. La mujer (desde entonces queda relegada en el orden social) presta los primeros “servicios” para complementar las actividades del varón: educar y cuidar a los hijos, preparar comida, confeccionar ropa y otras artesanías.


Imagen 2. http://www.celag.org

Con relación a esta “comunidad primitiva” es muy importante observar que quienes proveen los valores de uso para satisfacer las necesidades familiares y comunitarias realizan un trabajo que puede dividirse en dos segmentos: necesario y excedente. Si construyen un canal es para surtir de agua a su familia (trabajo necesario) y a las demás (trabajo excedente) por un tiempo prolongado. Si un miembro del grupo se dedica a elaborar un arco y flechas para atrapar mejores animales; si se dedica a salar carne para el futuro, está realizando un trabajo excedente, que no responde a las condiciones puntuales de ese momento, sino que acumula futuro. Incluso, en Oaxaca persiste el tequio, una forma de cooperación que involucra a los vecinos mediante su ayuda a construir la casa de una pareja recién casada, por ejemplo. En Perú se le llama mita.

La diferencia con otras sociedades en que hay dominación de clase es que en la comunidad descrita NADIE se apropia el excedente generado por sus miembros, porque éste queda a disposición del consumo de la comunidad o bien se materializa en instrumentos preparados para enfrentar el mañana. En suma, es natural que los miembros de esta comunidad consideren que su relación con la naturaleza y con el resto del grupo se fundamenta en la disposición de un patrimonio común y en la cooperación solidaria. La naturaleza toda pertenece a todos, es patrimonio de todos.

Veamos la situación capitalista, en particular la industria como bien colectivo que en el capitalismo se halla en manos privadas. De hecho, en la actual fase del capitalismo global casi están en vías de extinción los bienes y servicios que se consideraban patrimonio común de la humanidad, como es el caso de la educación, que de ser un derecho se está convirtiendo en una empresa privada. El pequeño productor de uva que le entrega un camión de su cosecha al fabricante de vinos queda subsumido a la producción de este último. La industria (ahora dominada y manejada por los servicios de información y comunicación –computadoras-) es la forma de producir lo que necesitamos todos. Entonces hay que distinguir entre plusvalía (concepto abstracto) y ganancia (la suma plus concreta con que se queda cada industrial). Más adelante se aclara esta diferencia.

Marx, a fin de explicar la explotación, plantea la cuestión como si todas las fábricas estuvieran representadas en una sola, que es objeto de su análisis. Por eso hace una abstracción al concebir esta fábrica ideal de la que parte para entender la realidad concreta. Supongamos que el productor directo (el obrero, por ejemplo) trabaja ocho horas en esa empresa. Su trabajo le agrega un valor a los medios de producción que éstos no tenían. Una cosa es que llegue la uva madura y otra muy distinta que ya esté molida y transportada a los lagares donde fermentará. El proceso de trabajo que obtiene ese resultado se define como la acción de una fuerza de trabajo (FT) –el trabajador- que con determinados instrumentos de trabajo (IT) –instrumentos manuales y máquinas- actúa sobre un objeto de trabajo (OT) –que puede ser la materia prima uva- y arroja un determinado producto (P) que se convierte en mercancía (M) y como tal se comercia.

Una condición previa para la existencia de la producción en cualquier fábrica es que existan dos tipos de actores sociales, porque ni el dinero ni la mercancía son de por sí capital, como tampoco lo son los medios de producción ni los artículos de consumo, contemplados como objetos inertes. El dinero existía ya en culturas milenarias, al igual que la mercancía; no obstante, su modo de producción no era capitalista sino esclavista, asiático, feudal. El proceso en que se convierten en capital se detona cuando entran en contacto dos clases muy diversas de poseedores de mercancías: por una parte, los propietarios de dinero y de medios de producción –que suelen usufructuar bienes suntuarios-, deseosos de valorizar la suma de valor de su propiedad mediante la compra de una fuerza que ponga en movimiento la maquinaria que arroja productos; de otra parte, los obreros libres de la posesión de cualquier bien, por lo que se ven obligados a vender su propia fuerza de trabajo, esa energía acumulada en su cuerpo, que a su vez requiere artículos de consumo para seguir viviendo. No se nace obrero, se nace con un nombre, pero la producción capitalista al contratarlo rotula su cuerpo con el título “obrero”.

Desde el momento en que la mercancía es producida y regresa a la circulación se desarrolla en el tiempo el proceso de valorización. ¿Qué valor contiene esta mercancía? Su valor resulta de la siguiente suma: una parte está integrada por los medios de producción consumidos (consumo productivo) en el proceso y contenidos en el cuerpo del nuevo producto (el gasto de la maquinaria, de las instalaciones, de la energía eléctrica o de agua consumida, la materia prima utilizada) + el salario del trabajador directo + la plusvalía. ¿De dónde sale la plusvalía o valor adicional a los factores involucrados en un principio? El obrero trabaja ocho horas en las que con el despliegue de su energía agrega valor a los medios de producción, valor que la uva o la electricidad no tienen por sí mismas.

En ninguna parte del producto terminado “se ve” el trabajo del obrero. Salta a la vista si el producto tiene algún defecto: “culpa del obrero”. Después de una hora de labor, el producto ya “vale” más y el obrero podría exigir que le retribuyeran ese valor agregado a los productos inertes. Sin embargo, continúa trabajando porque ha sido contratado por ocho horas. Una parte mínima de ese valor agregado por él, el obrero lo recibe como salario. Es decir, el salario no paga el valor generado durante las ocho horas de trabajo sino una parte (el trabajo necesario para pagar el salario) de lo que aportó el obrero durante la jornada completa, y ello sirve para la reproducción de la fuerza de trabajo (comida, vivienda, transporte, “viajes a Disneyworld”). Todo lo que alcanza para medio sobrevivir. Si el obrero se muere, ahí está la reserva de los desocupados de donde saldrá quien lo reemplace. Si el obrero no satisface al patrón, éste lo despide. De nuevo, el valor mercancía asignando significados a las personas: la máquina no se puede tirar a la basura, el ser humano que la maneja es sustituible y desechable.

El valor agregado por el obrero que no le es retribuido (trabajo excedente) se llama plusvalía. Muy sencillo, aunque parezca esquemático: el trabajador podría decir en un determinado momento “ya le agregué al cuero, al tinte, y a los hilos un valor que los convierte en zapato; págame y me voy a casa”. Sería un escándalo, tiene que continuar agregando mayor valor a los productos durante las horas establecidas por contrato. En el cuerpo de la mercancía no aparece materializado ese aspecto, pero sin las manos y sin la inteligencia del trabajador no existiría ese producto.

En la comunidad, el trabajo excedente quedaba en la comunidad, en el capitalismo el trabajo excedente queda en manos del propietario de los bienes de producción. En el siguiente esquema se representa a la mercancía que sale del proceso de producción. El segmento superior contiene la jornada laboral, dividida a su vez en el tiempo de trabajo necesario y trabajo excedente. En la parte inferior se muestran los medios de producción utilizados para obtener la mercancía. Algunos de estos medios no aparecen en el cuerpo de la mercancía (energía o gasto de maquinaria) pero el capitalista los incluirá en el costo del producto porque ha invertido en su adquisición.

 

Componentes de la mercancía

Trabajo necesario

Trabajo excedente

Medios de producción (gasto de maquinaria, de energía e instalaciones, materia prima)

 

La plusvalía es un concepto central –abstracto, y a veces malentendido- para captar en qué consiste la explotación capitalista, que no la sufren sólo los sectores más desamparados de la sociedad, aunque en ellos se muestra con mayor crudeza y crueldad. Por otra parte, apelar a la antigua contradicción entre burguesía y proletariado no explica por sí sola la compleja vida social y política tal como la vivimos en la segunda década del siglo XXI. Otras contradicciones (la de género, la étnica, la nacional, por dar ejemplos) desembocan en conflictos cotidianos de los agrupamientos colectivos y exigen una mayor precisión en el análisis de los fenómenos.

Representemos la plusvalía como un pastel abstracto que se reparte para sostener la ganancia de los propietarios de los medios de producción mercantiles, bancarios, de esparcimiento. ¿Podría existir Televisa como duopolio con TV Azteca si no se produjeran los televisores, si no se generara electricidad, si no se fabricaran vehículos? Todas estas actividades dependen de la producción como fuente básica de la sociedad. Entonces, la plusvalía generada en el nivel de la producción se divide en los siguientes componentes (es obvio que esta división no se hace en ningún lugar específico, sino que es una operación mental que sirve para explicar cómo pueden vivir los sectores que no producen bienes para la reproducción del cuerpo humano): ganancia industrial + beneficio comercial + interés bancario + impuestos gubernamentales.

Por consiguiente, los que trabajan en la industria en un sentido amplio sostienen todo el edificio social, así como el cazador hipotético de la comunidad primitiva generaba los bienes para alimentar a su familia y a la comunidad entera. La plusvalía (como acumulación de trabajo excedente) es el concepto abstracto que permite entender de dónde salen las ganancias materializadas en dinero que mantienen activo al comercio y a los demás servicios, al capital financiero y al propio gobierno.

Yendo a la actualidad histórica, la del capitalismo neoliberal, para reflejar la amplitud y variedad de la dominación de clase en este tipo de sociedades, Gramsci no sólo se refería al proletariado entre quienes padecen explotación sino que abarcaba al conjunto de las clases subalternas: esa población muy compleja que alberga a campesinos pobres y a los peones rurales, desempleados, obreros de fábrica, oficinistas, mendigos, trabajadores por cuenta propia, intelectuales y artistas, burócratas, maestros y profesores, personas sujetas a la prostitución, pequeños propietarios, vendedores ambulantes, y un extenso universo de grupos que no tienen acceso a la propiedad de los medios de producción, y que se ven obligados a comerciar parte de su cuerpo (físico o mental) en aras de la supervivencia. La propiedad como tal o su ausencia no definen la clase social. No es lo mismo ser dueño de una casa sencilla y modesta que poseer una flotilla de helicópteros en renta. En eso radica la diferencia entre poseer un bien de consumo (casa) y explotar un bien de producción (flotilla de helicópteros).

En este sentido, el capitalismo se presenta como una potencia divina autónoma de la voluntad humana porque "se crea" y "se reproduce" de manera automática por el trabajo de los humanos, quienes en la imaginación se representan como "criaturas" del dinero y de la mercancía. En suma, el culto del dinero y de la mercancía se integra en una religión cuyos templos son los espacios de consumo, ya sea el shopping center, la enfermiza adicción a la comunicación digital o bien los paraísos turísticos, dependiendo de los niveles de ingreso que posean los individuos-masa.


Imagen 3. http://www.lalibre.be

Ahora bien, el diferenciado ingreso a los bienes de subsistencia que registran los diversos sectores pertenecientes a las clases subalternas provoca conflictos internos que, en última instancia, favorecen a los estratos dominantes situados en la cúspide de la pirámide. Si alguien conduce un automóvil es mirado como “el rico” por un vecino que usa el transporte público. Por consiguiente, clases dominantes y clases subalternas no se presentan como bloques homogéneos; en ambos casos se manifiestan diferencias que complican un análisis sociológico. Aun cuando resulta difícil de sintetizar la significación de explotación clasista como estructura condicionante de otras formas de dominación, trataré de exponerlo corriendo el riesgo de esquematizar demasiado sus múltiples aristas.

En el siglo XXI, el capitalismo neoliberal apunta a conquistar la subjetividad humana, condicionando su mente y su cuerpo al funcionamiento de un sistema en el que cada uno de nosotros tiende a convertirse en “empresario de sí mismo”, como afirma Byung-Chul Han. En última instancia, el sujeto se concibe a sí mismo como una mercancía que produce cada vez más para acceder a los bienes de consumo, erigidos en sinónimos de felicidad. El individuo se convierte en sujeto, es decir, se halla sujeto a la competencia con otros individuos; está sujeto al imperativo de rendir cada vez más; está sujeto a la organización mercantil de la sociedad mundial. La subjetividad, en la que se experimentan las emociones y los sentimientos, no le pertenece, es un engranaje del sistema de producción que extiende sus redes sobre todo el planeta.

El sistema de dominación neoliberal está estructurado de una forma totalmente distinta. El poder estabilizador del sistema ya no es represor, sino seductor, es decir, cautivador. Ya no es tan visible como en el régimen disciplinario. No hay un oponente, un enemigo que oprime la libertad ante el que fuera posible la resistencia. El neoliberalismo convierte al trabajador oprimido en empresario, en empleador de sí mismo. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona. También la lucha de clases se convierte en una lucha interna consigo mismo: el que fracasa se culpa a sí mismo y se avergüenza (Byung-Chul Han, 2017).

 

Cabe aclarar un punto de cierta relevancia. El consumo en sí mismo es un derecho natural del ser humano: sin ingerir calorías, sin beber agua, sin tener un techo donde cobijarse, sin indumentaria para protegerse del clima, la vida es imposible. En cambio, el consumo necesario para vivir en el capitalismo está subordinado al dinero como equivalente general de las mercancías que posibilitan satisfacer esas necesidades. “No food on my table. No shoes on my feet”, canta John Lee Hooker. La lección es que, si no hay dinero, no hay comida. No hay dinero, no hay zapatos.

Si el imperativo categórico de la productividad no se puede cumplir, el individuo se siente en deuda con la sociedad, y deuda en alemán (Schuld) -lo remarcaba Freud- también significa culpa. Y la peor culpa del sujeto es sentir que no vale como mercancía, que nadie se interesa en él. El cansancio producido por los esfuerzos para no perder el carro de la economía arroja en la culpa, y la culpa acumulada se transfigura en depresión, la plaga de nuestro tiempo. Se reportan casos de jóvenes que se suicidan cuando son rechazados en el ingreso a la universidad. El amo habla por las pantallas de los medios de programación de masas. Entiéndase masa en un sentido muy específico, no se la confunda con una aglomeración de personas en la calle. Así lo entiende esta autora:

Basta con que muchas personas invistan libidinalmente a un mismo objeto, lo ubiquen en el lugar del ideal del yo, y se identifiquen entre sí para que se sometan y obedezcan a ese ideal, formando una estructura jerárquica estable y carente de libertad: una masa de autómatas que cumplen órdenes (Merlin, 2017: 30).

 

Esta psicoanalista se ha dedicado a estudiar de qué manera los medios masivos conforman un público informe y se constituyen en la voz del amo para colonizar la subjetividad apoyándose en el imperativo del rendimiento y del consumo. El individuo-masa subordina su identidad social a la relación económica que guarda con el entorno; entonces, el conjunto social se convierte en una imagen de desierto, en el que conviven granitos de arena uno junto al otro, con una conciencia grado cero del otro.

Por cierto, hay que diferenciar el consumo, como derecho humano básico, del consumismo, un comportamiento propio de la fase en que predomina el capitalismo neoliberal. El consumo como derecho humano no está vigente: millones de pueblos sobreviven por debajo del nivel de pobreza extrema, y enfermedades curables cobran la vida de niños marginados de toda atención médica. El Estado de Bienestar, cuyo aniquilamiento comenzó con Reagan y Thatcher, paliaba esas deficiencias de consumo aplicando políticas sociales para favorecer a los más desprotegidos. Entonces, llegó la mercancía como única fuente de energía para obtener los bienes necesarios.

A la subjetividad –entendida como valor de uso con conciencia propia e íntima- se le adiciona un valor de cambio en su identidad, el significante con que el otro lo reconoce. Esto significa que para subsistir alguna capacidad de su cuerpo tiene que vender. Por consiguiente, es un objeto intercambiable y desechable, hecho que se verifica en la transformación de las conductas sexuales, desde los swingers (que hablan de un “comunismo sexual”) a las llamadas “comunidades de goce”. En contraste, el amor es un sentimiento en que el otro es insustituible. A su vez, los encuentros virtuales y el exhibicionismo del cuerpo promueven y amplían una cierta promiscuidad y una indiferencia respecto del otro, convertido en un simple medio de goce. 

El impacto de estas conductas se refleja en la nueva concepción de las edades. A los niños (principalmente, niñas) se las viste como adultos sexualizados y su iniciación en el sexo es cada vez más temprano. La juventud se fetichiza como objeto de culto, en tanto ideal de plenitud, e incluso sus miembros emplean el viagra para potenciar su capacidad amatoria. La “gente mayor” apela a las cirugías, a los medicamentos, a cualquier recurso para no envejecer. Luego, se advierte una infantilización generalizada, ya que estas conductas se inclinan a consumir objetos y personas como si fueran juguetes, al tiempo que sesentones manejan motos, compran muñecos de peluche y usan colores cálidos. Los viejos se niegan a envejecer y los jóvenes sienten pavor de dejar de serlo.

Precisamente, la fuerza de trabajo se ha transmutado en una mercancía más. En el imaginario creado por las pantallas se difunde un discurso que exhorta a la productividad y a la valorización del sujeto individual. Se populariza el concepto de “capital humano” y las técnicas de coaching adecuan las voluntades para encaminarse a un crecimiento indefinido del sujeto social. En la misma línea operan los libros, los talleres, los videos de “superación personal”. Estamos en presencia del fenómeno que ya había identificado Foucault en la década de 1970.

El homo economicus es quien obedece a su interés, aquel cuyo interés es tal que, en forma espontánea, va a converger con el interés de los otros. Desde el punto de vista de una teoría del gobierno, el homo economicus es aquel a quien no hay que tocar. Se lo deja hacer. Es el sujeto o el objeto del laissez-faire (Foucault, 2012: 310).

 

Desde el punto de vista político, el derecho a la vida es un derecho humano básico, en virtud del cual los individuos deberían de disponer de consumos para desarrollar su vida, con objetos que satisfagan sus necesidades de hambre, sed, vivienda, sexo, afectos, diversión, y otras. Ahora bien, hambre, sed, sexo, no son “necesidades naturales” sino demandas del cuerpo que son convertidas en deseo por los discursos hegemónicos. En el sistema neoliberal la distribución del producto interno bruto (PIB) -generado por el conjunto de la sociedad-  se efectúa de acuerdo con las leyes del mercado, y éstas determinan que los 71 multimillonarios del mundo “que controlan la mitad de la riqueza mundial” (según Leonardo Boff) se apropien de recursos que imposibilitan brindar niveles de consumo satisfactorio a una parte muy significativa de la humanidad. La sociedad regida por la competencia económica deja fuera del consumo a millones de seres humanos, con lo que se viola un derecho fundamental, que deriva de los derechos humanos reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas.

Los gobiernos llamados populistas (los Kirchner en Argentina, Lula en Brasil, Evo Morales en Bolivia) han practicado una redistribución de la riqueza, considerada por los partidos derechistas como práctica de un gobierno paternalista hacia los sectores marginados; en contraste con esas imposturas conservadoras, los resultados obtenidos se aproximan a la máxima “de cada uno, según su capacidad; a cada quien, según su necesidad”. La extendida pobreza es resultado de que la propiedad privada y la ley de la competencia conducen a la concentración de la riqueza en pocas familias. A su vez, la progresiva mecanización y automatización de la producción engendra cada vez mayor desocupación y desplazamiento de mano de obra al sector servicios. Por ende, una significativa cantidad de la población queda sometida a la supervivencia, o bien opta por la migración hacia los países centrales, donde encontrará nuevas desilusiones.

Nos movemos en un espacio planetario en el que se ha logrado identificar el desarrollo del tiempo con el movimiento acumulativo del dinero, de modo que la maximización de los beneficios económicos rige la historia. A su vez, la moneda en sus distintas denominaciones (dólar, euro, yuan o yen) circula como lenguaje universal entre los mortales y de manera simultánea sirve como símbolo de identificación. Time is money, se dice en inglés, y en todos los idiomas el valor monetario invade hasta los espacios de la intimidad humana. Y este efecto sobre la comunicación y las jerarquías sociales se produce porque el capitalismo se ha convertido en un sistema mundial que subordina a los intereses de la “acumulación infinita” todas las formaciones sociales existentes.

 

Notas:

[1] La revista Nature Scientific Reports publicó en abril de 2013 un mapa mundial con el ranking de las ciudades más importantes en investigación sobre física, en el que las ciudades latinoamericanas no figuran entre las 100 primeras productoras de conocimiento. Se muestra que en Estados Unidos los estudios de física cayeron del 86% del total mundial en la década de 1960 al 35% actual (concentrado en Boston, Berkeley y Los Ángeles). En Europa ha decaído el anterior predominio absoluto del Reino Unido y los países nórdicos (decenio de 1990) y se registra un gradual ascenso de ciudades en Francia, Italia y España. Se informa que el 56% de las 100 primeras ciudades productoras de trabajos científicos del mundo se halla en Norteamérica, el 33% en Europa, y el 11% en Asia.

 

Bibliografía:

BYUNG-CHUL HAN. (2017). “¿Por qué hoy no es posible la revolución? [entrevista]”. Red filosófica del Uruguay, 17 de marzo: https://redfilosoficadeluruguay.wordpress.com/2017/03/17/por-que-hoy-no-es-posible-la-revolucion-por-byung-chul-han/

FOUCAULT, M. (2012). Nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

MARX, K. (2011). El Capital, tomo I, volumen I. México: Siglo Veintiuno Editores.

MERLIN, N. (2017). Colonización de la subjetividad. Los medios masivos en la época del biomercado. Buenos Aires: Letra Viva.

SÁEZ A., H. (2014). “Entrevista a Hugo Aboites sobre la privatización de la educación”. Pacarina del Sur [En línea], año 5, núm. 19, abril-junio, 2014: http://www.pacarinadelsur.com/47-dossiers/dossier-11/935-entrevista-a-hugo-aboites-sobre-la-privatizacion-de-la-educacion

 

Cómo citar este artículo:

SÁEZ A., Hugo Enrique, (2018) “La mercancía como significante de identidades sociales”, Pacarina del Sur [En línea], año 9, núm. 36, julio-septiembre, 2018. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Domingo, 6 de Octubre de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1628&catid=14