Violencia de la modernidad y violencias en la modernidad: arqueología de sus cualidades diferenciales[1]

Violence of modernity and violence in modernity: archeology of its differential qualities

Violência da modernidade e violência na modernidade: arqueologia de suas qualidades diferenciais

Ricardo Orozco[2]

 

Morremos e ressuscitamos todos os anos
para desespero dos que nos impedem
a caminhada
Teimosamente caminhamos de pé,
num desafio aos deuses e aos homens,
E as estiagens já não nos metem medo,
porque descobrimos a origem das coisas
(quando pudermos!...)
Somos os flagelados do vento-leste!
Ovídio Martins

 

Aunque los criterios para determinar si una época especifica en la historia de la humanidad fue, ha sido o es cualitativa y cuantitativamente más o menos violenta, que en cualquier otra que decida tomarse como referente de equivalencia, son siempre relativos al sentido de la totalidad sociohistórica desde la cual se realiza la comparación —en todo momento espacial y temporalmente determinados por ella, y en especial por la matriz axial dominante—, la percepción social de que los años ya transcurridos del siglo XXI son de una naturaleza en particular violenta (en contraste con todo periodo anterior de paz, seguridad y estabilidad internacional), parece extenderse a cada vez más imaginarios colectivos como sentido común generalizado.

En buena medida, este hecho no es ni azaroso ni arbitrario. La cantidad, la duración, la intensidad y la extensión de los conflictos bélicos convencionales desatados desde principios del siglo; las proporciones globales a las que fue conducida la guerra en contra del terrorismo —construido como el enemigo de Occidente; heredero y sucesor del comunismo a la caída de este bloque en la última década del siglo XX—; el despliegue de una campaña internacional de combate armado en contra del tráfico de enervantes, y de las actividades armadas de los cárteles dedicados a su trasiego; el incremento en los niveles de comisión de delitos de alto impacto por toda la periferia de la economía-mundo, y al interior de las periferias propias de sus centros; la afrenta a dicha criminalidad con cuerpos policiacos basados en conseguir el mayor índice de letalidad en su actuar; la irrupción, en escalas cada vez más grandes, de movimientos populares y comunitarios en contra del establishment nacional e internacional; la sistemática represión, policiaca y/o militar, de las movilizaciones y las expresiones de inconformidad social, por parte de las estructuras estatales; la instauración de andamiajes gubernamentales de corte autoritario y/o dictatorial; la proliferación de conflictos en el seno de comunidades originarias; la expansión del recurso al mercenazgo y al paramilitarismo, como dispositivos de control social y de protección al capital; además de un largo etcétera, son dinámicas, fenómenos y eventos que a lo largo de dos décadas, ya como coyunturas o como reflejos de flujos más profundos y sostenidos, han contribuido a la construcción de ese cuadro en el que la violencia ya se aprecia cotidiana, de uso corriente en la socialidad de las personas, y además, como un rasgo insorteable de la vida y elemento irrenunciable de la actividad práctica de los sujetos.

Carlota Leading the People
Imagen 1. “Carlota Leading the People” (after Eugene Delacroix’s Liberty Leading the People, 1830). ©Lili Bernard, 2011. www.moadsf.org

Por supuesto, si se percibe que en el mundo tiene lugar una violencia cada vez más sistemática, permanente y generalizada, ello se debe a que impera una apreciación en la que la magnitud cualitativa y las proporciones cuantitativas de su ejercicio, de sus alcances y de sus efectos son juzgados a través de un crisol valorativo, es decir, ético y moral, por medio del cual el fenómeno en cuestión es susceptible de ser socialmente aceptado o no. Esto, sin embargo, no implica que por el puro recurso a una reprobación ética de la violencia, o a un endurecimiento (¿o reblandecimiento?) de los valores morales vigentes, sea posible cerrar el paso a su progresivo avance hacia otros campos, planos y escalas de la socialidad. Por lo contrario, aunque es cierto que la aceptación moral del ejercicio de la violencia es condición para su interiorización y su invisibilización; su reprobación en los mismos términos, en estricto, no produce el efecto contrario, como si se tratase de un axioma —toda vez que su praxis no transita por la dimensión de la moral, sino de la semiosis que le es inherente a cualquier ejercicio de la misma.

La poca atención que históricamente se ha prestado a este punto, así como la tendencia a hacer gravitar el análisis de la violencia, de sus causas y sus efectos, alrededor de los contenidos morales que constituye una colectividad, de hecho, ha producido posicionamientos en los que, en última instancia, todo ejercicio de violencia es justificado por sí mismo; esto es, se termina afirmando que la violencia (por lo demás, derivada de la propia violencia) es un fin en y por sí misma —antes que conceder que lo particular de ésta es que siempre funciona como medio para la consecución de un fin que le es superior. En parte, ello se debe a que si bien es cierto que las reflexiones que hacen de la violencia un fin de manera explícita cuestionan las visiones en las que se la observa como un fenómeno excepcional y extraordinario, irruptor de algún grado de normalidad y estabilidad social, al discurrir en torno de ella como finalidad le otorgan una cualidad de relación socializante, de esencia constructora de socialidad y de sus contenidos concretos.

El argumento es problemático por varios puntos. Sin embargo, el más apremiante de ellos es, sin duda, que al suscribir este tipo de crítica a las expresiones de violencia que se desenvuelven en el marco del proyecto civilizatorio vigente se corre el riesgo de legitimar, en toda la extensión del término, a dicho proyecto como una forma de totalidad colectiva en la que efectivamente se (re)crea, (re)produce, (re)afirma y potencia el establecimiento de vínculos de socialidad, con sentido propio; anulando, de facto, el hecho de que el nervio más profundo, la característica distintiva de esta específica totalidad sociohistórica, respecto de todas las anteriores y de aquellas que aún se encuentran por fuera de su racionalidad, es, justo, que la socialización, síntesis de la consistencia de lo real —construido a través de la capacidad del sujeto de donar valores (valoración) a la materialidad en la que desenvuelve su existencia—, es permanentemente aniquilado por la valorización del valor abstracto.[3]

Ignorar u obviar este rasgo no únicamente lleva a la idea falsa de que “[…] el progreso que hasta ahora se ha dado en la humanidad representa un desarrollo hacia algo mejor, hacia algo más fuerte o más elevado […]” (Nietzsche, 2007; p. 15), sin prestar atención al hecho de que “todos los valores en que hoy la humanidad apoya sus más altos y nobles deseos, son valores de decadencia” (Nietzsche, 2007; p. 15); sino que, además, al optarse por su negación o por su marginación, en todo caso, lo único que se logra es acorralar el análisis en una posición en la que le resulta imposible aprehender el carácter violento que le es inherente a la forma y al sentido civilizacionales propios de la totalidad aún en curso: no poniendo en tela de juicio el que en la modernidad capitalista la capacidad del sujeto social de valorar su materialidad se encuentra anulada por su subsunción a los requerimientos de circulación y circularidad del capital, la reflexión transmuta la violencia de una y otro en una suerte de fondo de contraste, de normalidad en grado cero de violencia, a partir de la cual expresiones subjetivas de la misma son observadas, denominadas, clasificadas, estudiadas y combatidas —pero también recicladas y (re)producidas.

Poner en cuestión que la profusión, en cantidad y calidad, de eventos de violencia subjetiva en el mundo sea la norma, y no una supuesta distorsión de una normalidad a la que le serían inmanentes estados de orden, de paz y estabilidad, es, a todas luces, un primer paso fundamental para elaborar una crítica de la violencia en y de la modernidad capitalista; no obstante, no es suficiente, y el análisis no debe detenerse ahí. Un incremento en el número de eventos violentos —del tipo mencionado líneas arriba— es indicativo de la sistematicidad con la que la violencia es ejercida en un tiempo-espacio definido, pero nunca de su estructuralidad. De hecho, invertir la ecuación y definir lo estructural por el número de eventualidades, en vez de comprender que toda cantidad, con sus rasgos privativos, no pasa de ser derivación de lógicas y racionalidades más profundas, totalizantes, permanentes y abarcadoras, conduce a aceptar que cualquier reducción en las mediciones del fenómeno es, en verdad, reflejo de una reducción en el ejercicio general de la misma —y de sus condiciones de (re)productibilidad—, pese a que en su dimensión objetiva se mantenga inalterada.

¿Por dónde comenzar, entonces, la construcción de un discurso realmente crítico a la violencia en todas sus manifestaciones, causas y consecuencias?

Para los efectos de la problematización aquí planteada, habría que empezar por la consideración de caracterizar a la violencia como un fenómeno social que en su ejercicio tiene por finalidad el anular —en el sentido más amplio del término— al sujeto, en su totalidad o en alguna porción de su sujetidad, y cuyo despliegue se da en dos dimensiones: una objetiva y una subjetiva (Orozco, 2018). Y en seguida, continuar con la tarea de precisar algunas consecuencias que se desprenden de esa caracterización.

Primera precisión. Es imprescindible no perder de vista que en el universo de la vida, en general; y en el de la violencia, en particular; existe un antes y un después referenciado en la emergencia de la modernidad capitalista. Este punto es evidente para cualquier análisis que se precie de privilegiar la intelección de la materialidad por encima de toda interpretación esencialista de los fenómenos sociales. Sin embargo, no está demás subrayarlo, toda vez que, en el grueso de las reflexiones en torno de la violencia, ésta tiende a ser retomada como un elemento que, al estar presente, aunque en grados variables, en cada periodo histórico de la humanidad y en todos los espacios-tiempos hasta ahora conocidos, se le asigna un estatus de condición o rasgo humano de naturaleza trascendental: condición propia e irrenunciable, determinada por procesos psicosomáticos específicos del individuo apenas modificados en el ejercicio de la misma por el marco cultural en la que se desenvuelve, pero sin dejar de tener bases biológicas innatas.

Partiendo pues, de una concepción desesencializada de la vida, se comprende que la violencia es, toda ella, un producto más de la praxis de los sujetos sociales, individuales y comunitarios. Pero más aún, se entiende que tanto el tipo de expresión específica que adopta en el seno de una colectividad cuanto los rasgos privativos a partir y sobre los cuales se articula, identificándola con un grupo humano y con unos usos particulares, son reflejo de una totalidad singular.

El materialismo es importante, en esta línea de ideas, porque permite visibilizar que aunque es cierto que algún ejercicio de violencia es identificable en a lo largo de la historia de la humanidad, y en la totalidad de los grupos sociales que en ella han tenido alguna vez cabida, también lo es que más allá de sus atributos distintivos y de sus determinaciones culturales concretas en escalas espaciales-temporales relativamente pequeñas, en términos de los márgenes del proyecto de civilización dentro del cual desarrollan sus socialidad dichas colectividades, la racionalidad bajo la cual operan los ejercicios de la violencia en ellas es reflejo, copia fiel, de una racionalidad anterior, originaria y subyacente, sobre la cual se encuentra edificada la estructura —la forma y el sentido— social por entero.

En la multiplicidad y la heterogeneidad de espacios-tiempos anteriores a la emergencia de la modernidad capitalista, por ejemplo, las formas y los sentidos sociales coexistentes en distintos grados de interacción y/o de aislamiento eran tantos como colectividades habitaban el planeta, cada una con su identidad propia, construida como una opción, única e irrepetible, de decodificación del código general de lo humano.[4] Y por lo mismo, justo por causa de esa multiformidad (y no más bien al margen de ella) las maneras de ejercer la violencia, los sentidos colocados en esos ejercicios, sus causas y sus efectos, así como la función concreta desempeñada por la misma en la sociedad en la que se ponía en práctica, son elementos por entero relativos a la racionalidad que sostenía a la totalidad en cuanto tal.

 En otras palabras, aunque los ritos religiosos articulados en rededor del sacrificio humano, o del suplicio de la carne y de su esencia, eran prácticas comunes a civilizaciones antiguas tan distantes y divergentes entre sí (como la china, la mexica, la fenicia y la inca), desmontar toda la ritualidad inscrita en ellas para dejar sólo al hecho de la muerte y al suplicio, haciéndolos equivaler entre unas sociedades y otras por medio de su valoración moral; extravía del análisis el hecho de que todo el proceso que desemboca en uno u otro fenómeno, su operacionalidad e instrumentación, tanto como la ritualidad que lo acompaña, no son simples elementos accesorios al servicio de un supuesto ocultamiento de la muerte y el sufrimiento humanos, sino, por lo contrario, son determinaciones y determinantes de su razón de ser misma.

The Burning of the Warsaw Ghetto
Imagen 2. “The Burning of the Warsaw Ghetto”. ©Judith Dazzio. http://holocaustartexhibit.com

Por eso, si existe alguna posibilidad de afirmar que un ejercicio de violencia es, asimismo, un ejercicio de socialidad, de su (re)creación, (re)afirmación, (re)producción, potenciación y circulación, ella se encuentra aquí, en el núcleo de sociedades en las que la violencia sólo debe ser nombrada así en términos nominalistas, como mero recurso enunciativo para indicar y segmentar una dimensión, un campo, un plano y una escala singulares de la vida en sociedad, pero que no debe comprenderse como violencia propiamente dicha, porque lo que caracteriza a ésta es que anula toda socialidad, y en los sacrificios antiguos lo que se lograba por medio de ellos era el reciclamiento perpetuo de esa socialidad.

Y es que, sí, en efecto, si se voltea a mirar al funcionamiento de sociedades como la mexica, no es difícil reparar en que esa civilización es peculiarmente violenta, en comparación con otros tantos grupos humanos que los rodeaban en los territorios inmediatos. La cuestión es, no obstante, que a pesar —en palabras de Luis Villoro (1998)— de su crueldad y de su cariz bárbaro y sangriento, el recurso a la violencia en esta sociedad no estaba al servicio de la persona que la ejercía, sino que, por lo contrario “[…]buscaba eliminar la codicia del yo individual y entrar en comunicación con la totalidad de lo sagrado […]” (p. 175).

Así pues, porque lo sagrado es un elemento que se encuentra en la base de los vínculos de socialidad entre los sujetos individuales de la colectividad mexica, pero sobre todo en la base de su experiencia existencial concreta en relación con eso mismo que es sacro, lo que desde la modernidad se observa como una práctica antihumanista (antihumanitaria, en todo caso) en la que la sinrazón lleva al individuo a cometer los más crueles y reprobables actos de violencia en contra de sus semejantes, para el sujeto social mexica, es en esa práctica que se juegan, entre otras cosas, la estabilidad de la vida terrenal con el orden sacro que impera sobre ella (y de la cual, la primera es residuo); la continuación de la vida en su ciclo; la conexión del individuo y de la colectividad con la materialidad que los rodea; el vínculo que une a cada individuo con sus representaciones sagradas; etcétera.[5]

Segunda precisión. Aunque el caso de la sociedad mexica es apenas un punto dentro de un conjunto más vasto de experiencias históricas civilizacionales, es posible argumentar que las premisas ofrecidas en el análisis del ejercicio de la violencia que llevaban a cabo son extrapolables a otras colectividades, siempre que éstas se encuentren por fuera del locus de enunciación propio de la modernidad capitalista. Esto es así debido a que el fundamento de la vida, en general, está anclado a la dimensión religiosa de la misma; esa que con Max Weber (1991) se conoce como el encantamiento del mundo.

En efecto, en los tiempos-espacios anteriores a la modernidad capitalista, la relación del hombre con lo sagrado se define como una experiencia en la que las representaciones de éste no son entidades abstractas, impersonales y singularizadas, que se desdoblan por fuera o más allá de la humanidad de los miembros de una colectividad. Por lo contrario, lo constitutivo de la dimensión religiosa de la vida es que ésta se manifiesta al sujeto como una presencia tangible en todo cuanto lo rodea, y más aún, como una suerte de continuo que liga a la heterogeneidad de las formas materiales entre sí, entre espacios-tiempos y entre los diferentes órdenes de vida que constituyen la unidad del Ser.

Ya sea que a lo sacro se lo representara en corporalidades bien definidas o si, antes bien, en su intelección se lo aceptaba como pura amorfidad, energía que fluye por el todo y que es, en realidad, lo que llena y mueve a los cuerpos, las fuerzas y los objetos con los cuales interactúa el individuo; el caso es que el sujeto lo experimenta como algo que, antes de ser ordenado por él, era éste el que se encontraba dentro de un orden estructurado, articulado y echado andar por aquello que se encontraba por fuera de sus capacidades de control: todo en el mundo de la vida de los antiguos es hierofanía, y nada que realmente exista dentro de los márgenes del mundo, del espacio-tiempo propios, escapa a tal condición.[6]

La emergencia del pensamiento moderno —aún no subsumido en su racionalidad por los requerimientos de acumulación del capital, pero, sin duda alguna, condición de los mismos—; cambió esto en profundidad. Visto en su movimiento más general, el proceso de racionalización occidental es considerado como una mera sustitución de la ignorancia, el oscurantismo y el dogmatismo religioso por un Saber universal, verdadero y sistemático a partir del cual el hombre adquiere la capacidad de comenzar a controlar su propia existencia y dejar de depender de fuerzas externas a él; es decir, es visto como el tránsito definitivo de una existencia dominada por la metafísica a una determinada por el conocimiento humano. Sin embargo, reducir un proceso tan profundo y violento como lo fue ese desencantamiento del mundo a una cuestión de mera metodología del conocimiento raya en el absurdo de no reconocer que, en su proceder, en el fundar una lógica de realización permanente de la realidad en términos puramente instrumentales, la racionalización occidental impuesta a las civilizaciones colonizadas derivó en ese trauma ontológico en el que todos los valores y los sentidos que colmaban y determinaban a sus formas de vida, individuales y colectivas, fueron aniquilados y sustituidos por un vacío de valoración.

Y es que si bien es cierto que la imposición de varios conjuntos de valores morales, y otros tantos privativos de las confesiones religiosas monoteístas, se pensaron como opciones para homologar a la multiplicidad y a la heterogeneidad bajo una misma matriz y una única forma de experimentar la vida —intentando llenar el vacío al que la colonización arrojó a las sociedades colonizadas—, también lo es que ésta fue una salida falsa: en principio, por el hecho de ser contenidos culturales exógenos al universo de sentido del ente colonizado, obligándolo a adaptarse a ellos y a (re)configurar todos sus contenidos de socialidad; y en seguida, porque esos supuestos valores inscritos en cada opción religiosa configurada desde Occidente ya eran, desde entonces, en sí mismos, una opción desencantada del mundo, racionalizada y operada en términos puramente instrumentales.[7]

Las religiones monoteístas de Occidente, después de todo, son reflejo de la racionalidad que gobierna a la forma y al sentido modernos del mundo,[8] y por ello, a la inversa de lo que ocurría, por regla general, en los polimorfismos religiosos antiguos —en donde el sujeto vivía en la inmanencia de lo sagrado, sin experimentar diferencia ontológica alguna entre lo sacro y su existencia humana—, aquellas fragmentaron en múltiples maneras la unidad del Ser: alejándolo de la sacralidad que le daba consistencia a su vida; arrojándolo a un vacío de creación por medio de la desvaloración de los valores que le eran supremos y determinantes; volviéndolo una sujetidad incapaz de asumirse en esta situación, impedido de reconocer que su existencia en la modernidad capitalista está dominada por un inversión de valores (ahora unívocos) en donde lo concreto es permanentemente sustituido por meras abstracciones; y, atándolo a una única opción de forma y de sentido civilizacionales, sociohistóricos.

Así pues, más que un simple tránsito entre un estadio de ignorancia y uno de conocimiento objetivo, el desencantamiento de la vida de los antiguos, su inscripción en una lógica de racionalización instrumental y de valorización antes que de valoración, significó el abandono de éste a la obligación de experimentar su existencia “[…] en medio de la desaparición de algo que había sido el núcleo de toda la simbolización propia de su lenguaje histórico, ante la pérdida de la articulación significativa marcada como eje en el código de su lenguaje […] sin el cual el sentido de todos los demás significados que el habla pone en circulación se esfuma […]” (Echeverría, 1998; p. 25).

De aquí que los monoteísmos bíblicos que Occidente expandió por el globo terráqueo con su actividad colonial no sean una negación de ese vacío, ni siquiera un intento real de (re)ocupación, sino, más bien, la confirmación de esa lógica: a contracorriente de la (re)afirmación y el mantenimiento de la circulación de la vida que se pone en marcha en las multiformidades antiguas —a través del ejercicio de la violencia, en general; y de las practicas sacrificiales y del suplicio de la carne y la esencia de la vida, en particular—, las religiones modernas niegan la heterogeneidad y la multiformidad de sentidos, y niegan, también, a la propia la vida y sus contenidos concretos.[9]

Tercera precisión. Una crítica a la violencia de la modernidad capitalista precisa captar la singularidad que se imprime en el ejercicio de la misma en tres manifestaciones distintas: a) como ejercicio del proyecto civilizatorio en cuestión, b) como ejercicio en el mismo y, c) como ejercicio anterior y/o exterior a él.

En el primer supuesto se trata de un ejercicio, de una violencia, que le es privativa al proyecto de civilización en curso; es un tipo de violencia que nace en el momento mismo en el que se origina la modernidad capitalista, por lo que la vigencia de ésta depende de la de aquella, y viceversa. Es, sin duda, la expresión más avasallante que existe dentro del modelo civilizatorio en cuestión, por cuanto subsume en su lógica al proceso de (re)producción social general del sujeto. Y aunque en su ejercicio el individuo y las colectividades no perciben manifestaciones físicas concretas —o cualquiera de sus subproductos dramáticos, como en el caso del suplicio—, lo avasallante de ella es que mantiene en estado de permanente coagulación la politicidad del sujeto; esto es, la capacidad de éste de devenir en multiplicidad y diversidad de opciones sociohistóricas.[10]

El abrazo
Imagen 3. “El abrazo”. © Jorge González Camarena, 1980. www.museosoumaya.org

Violencia estructural, por tanto, debido a que aquello en lo que se objetiva es esa potencialidad humana de devenir en arbitrariedad; inmanente a este proyecto e irrepetible en las formas históricas de totalización anteriores porque del núcleo que violenta depende que el sujeto individual y su mismidad comunitaria donen valores a su materialidad.

Cuando Slavoj Žižek (2009) reflexiona en torno de la violencia en el mundo, menciona que en el capitalismo moderno existe una violencia sistémica, entendida como el conjunto de “[…] consecuencias a menudo catastróficas del funcionamiento homogéneo de nuestros sistemas económico y político” (p.10); y que además, “[…]es invisible puesto que sostiene la normalidad de nivel cero contra lo que percibimos como subjetivamente violento; […] la contraparte de una (en exceso) visible violencia subjetiva […]” (p.10).

A este tipo de violencia, que Žižek compara con la materia oscura que colma el universo, este filósofo esloveno no la asocia con un agente o conjunto de agentes a los que sea posible identificar al instante; es decir, en principio, no es un ejercicio que esté asociado a una o varias personas. Sin embargo, mientras Žižek avanza en su auscultación de los rasgos que le son inherentes, él mismo la va situando en distintas eventualidades en las que sí es posible identificar entes concretos responsables de alguna parte de su desdoblamiento.

En los ejemplos que ofrece sobre la guerra desatada por Estados Unidos en Oriente Medio, a causa de los atentados del World Trade Center, en 2001; o sobre las múltiples guerras e intervenciones militares financiadas, armadas y/o directamente libradas por los Estados occidentales en las periferias globales (especialmente en África), lo que Žižek busca poner de manifiesto es que esos eventos —que en la colectividad pronto son asimilados y legitimados como fenómenos que forman parte de una normalidad inmanente a las cosas (respuestas normales, válidas y legítimas)—, son justo los pilares del funcionamiento del capitalismo moderno, pero también derivaciones suyas, éstas sí normales; lógicas de la racionalidad que mueve al modo de producción.

Claro que en esos eventos participan sujetos sociales, individualidades y colectividades, concretos, a primera vista identificables. Žižek se pronuncia consciente de ello. La cuestión es que lo que indica que el ejercicio de esta violencia sistémica parece no tener un actor identificable es que la racionalidad de su puesta en práctica, de su fundamento y finalidades, funciona en el nivel de un sentido común generalizado; disperso en miles de colectividades y en millones de individualidades en grados de normalización e interiorización tan profundos que la autoría de la lógica que le subyace se pierde.

 Žižek ya no avanza más allá de esta exégesis general y, por lo contrario, centra su estudio en exponer una serie de situaciones por medio de las cuales se presupone que es posible captar la naturaleza de la racionalidad que gobierna a la violencia que él denomina sistémica. De hecho, recurre tanto a esta estrategia que en última instancia lo sistémico termina asimilado a lo sistemático.

La propuesta analítica sustentada en el presente texto, expuesta en el primer supuesto, relativo a la identificación de una violencia de la modernidad capitalista (estructural, más que sistémica), apunta al objetivo de resarcir esa fractura en la reflexión de Žižek, y lo hace, justo, apelando al reconocimiento de que esa sistematicidad señalada por él tiene su génesis y sustento en el movimiento de sustitución del proceso de valoración por el de valorización.

Ahora bien, es claro que, en última instancia, todo análisis siempre se encuentra con el hecho de que el único sujeto social existente —y por lo tanto, única fuente genésica de toda forma de totalización histórica—, es el Ser-humano, en su individualidad y en colectividad. Por ello, el punto aquí no es fundamentar el origen y el sostenimiento de la violencia estructural del capitalismo moderno en algún principio metafísico, en alguna supuesta exterioridad al sujeto y a su praxis. Más bien, la idea apunta a visibilizar la manera en que el capital —producto de la sujetidad—, coloniza o, en palabras de Marx, enajena al sujeto, lo somete y subsume a sus requerimientos.[11]

El segundo supuesto, el de la violencia como ejercicio en la modernidad capitalista, se deriva de los puntos anteriores. En términos generales, son los fenómenos que entran en la denominación de violencia subjetiva, y el fundamento sobre el que se sostienen se deriva del aniquilamiento de la valoración por la valorización.

La clave en este tipo de violencia es que a diferencia de lo que ocurría en sociedades premodernas/precapitalistas (en donde la violencia era en sí misma un valor dentro de los otros tantos que conformaban el cuadro de determinaciones identitarias de la individualidad y de su mismidad colectiva), en la presente totalidad aquella no es un valor, sino una instrumentalidad; motivo por el cual su práctica en sociedad no (re)afirma, (re)crea, (re)produce, recicla o potencia la socialidad de los miembros. De hecho, esta violencia sólo emerge ahí en donde los contenidos valorativos que daban coerción y coherencia interna a la identidad son suplantados, coagulados, eliminados o subsumidos por la organización de la vida de conformidad con la valorización del valor abstracto.

¿De qué manera transparentar la naturaleza de tal violencia? Una forma bastante certera de hacerlo la ofrece Hannah Arendt en su informe sobre el juicio en Israel de Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS durante el mandato del Tercer Reich, y principal operador de la logística que permitió al nacionalsocialismo instrumentar las distintas soluciones que se plantearon para lidiar con la cuestión judía. En ese texto, Arendt (2003) afirma:

Teóricamente, Eichmann sabía muy bien cuáles eran los problemas de fondo con que se enfrentaba, y en sus declaraciones postreras ante el tribunal habló de “la nueva escala de valores prescrita por el gobierno [nazi]”. No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como “banalidad”, e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común. No es en modo alguno común que un hombre, en el instante de enfrentarse con la muerte, y, además, en el patíbulo, tan solo sea capaz de pensar en las frases oídas en los entierros y funerales a los que en el curso de su vida asistió, y que estas “palabras aladas” pudieran velar totalmente la perspectiva de su propia muerte. En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana (p.171).

 

Es claro, como lo explicita la propia Arendt, que esas palabras se refieren a un estudio sobre la banalidad del mal, no a una analítica del poder o de la violencia. Sin embargo, algunos de sus elementos permiten exponer claramente a qué se refiere la violencia en la modernidad. El más importante de ellos es, sin duda, la concatenación de la irreflexión con la banalidad. ¿En qué términos?

Arendt es insistente, a lo largo de su obra, en no perder de vista que lo que diferencia a Eichmann de otros líderes del nacionalsocialismo es que en aquel, a diferencia de éstos, sus acciones no están orientadas por un sentido racionalizado; esto es, no existe en el sujeto que las comete un estado de conciencia sobre el sentido de las acciones que efectúa. Esta distinción le permite a Arendt concluir que en Eichmann el daño causado al pueblo judío fue sólo un medio para conseguir recompensas personales de orden laboral; es decir, la lleva a determinar que existe una diferencia de cualidades insalvable entre la instrumentalidad y la finalidad valorativa de la acción social; inclusive en extremos como el ofrecido por el Holocausto y otras experiencias de totalitarismo.

Aplicada a la propuesta analítica del presente texto, es posible traducir la reflexión de Arendt como sigue: la violencia que se ejerce en la modernidad diverge tanto de las violencias premodernas como la banalidad de Eichmann lo hace del telos de otros líderes del Reich; más aún, al igual que Eichmann sólo pudo llegar a cometer sus actos gracias a un proceso de desprendimiento con su realidad más inmediata, el individuo que comete un acto de violencia en el capitalismo moderno únicamente llega a hacerlo debido a que a éste le antecedió, como condición de posibilidad, una operación de desprendimiento de ciertos contenidos de socialización.

Ello, claro, no indica irreflexión o carencia de racionalidad en la meditación o en el actuar: contrario a lo que afirma Arendt, aquí habría que observar que lo propio de la modernidad y del capitalismo que la subsume a sus requerimientos es el despliegue de un movimiento progresivo de permanente racionalización absoluta del mundo de la vida.[12] Más bien, de lo que se trata es de un tipo de praxis instrumental por cuya intermediación se (re)construye, (re)produce y (re)afirma una concepción del mundo en la que el individuo tiende cada vez más hacia el autorreferenciamiento en el proceso de construcción de su identidad; colocando a la colectividad que lo rodea como simple fuente de aprovisionamiento y consumo: un cúmulo de mercancías más dentro del intercambio mercantil con el que el sujeto que se autorreferencia únicamente se pone en contacto por la arbitrariedad de ese intercambio.

Trabajar con la noción de banalidad, o sus derivaciones, con eventos como el holocausto o con casos de genocidios de proporciones similares o mayores —del tipo cometido en el proceso de colonización en las periferias globales— podría suponerse como un acto de cinismo y expiación tanto del acto mismo cuanto de sus magnitudes y repercusiones en el momento situado y en la historia que le sigue. Sin embargo, como bien lo señala Arendt en sus palabras, aunque la referencia podría parecer cómica, la realidad es que esa inmutabilidad con la que el sujeto se enfrenta a las expresiones más avasallantes de violencia, suplicio y/o muerte; es decir, justo esa capacidad de reducir a mera trivialidad cualquiera de estos fenómenos es lo que hace realmente traumático al acto por el cual se consiguen.

Y lo cierto es que no es para menos: en el fondo, lo que se encuentra en cuestión es esa paradoja en la que en un proyecto civilizatorio por definición antropocéntrico, el Ser del ser humano no tiene lugar alguno de valor. Por eso habría que señalar, también, que no es en la banalidad del mal en donde se manifiesta y transparenta con mayor claridad el drama que define a la actual civilización, sino, por lo contrario, en el ejercicio de la violencia como instrumentalidad, y en la racionalidad que le es privativa a ésta.

Ahora bien, ¿qué sucede con el tercer supuesto arriba indicado? En este caso, quizá el punto de partida más importante sea indicar que es preciso volcar el análisis en dos expresiones concretas sobre las cuales se desenvuelve el ejercicio de la violencia por fuera y en lógicas exteriores a la violencia de la modernidad capitalista. La primera de ellas, sobre las violencias antemodernas, ya ha sido abordada en lo que respecta a sus rasgos fundamentales y no es necesario volver a ello en este punto. La versión que es importante ahora discutir es la relativa a los ejercicios que se suponen por fuera de la racionalidad que sustenta al modelo civilizatorio.

Antes de ello, no obstante, no sobra subrayar, retomando las tesis sobre modernidad y capitalismo de Bolívar Echeverría, que ya los hombres de hace un siglo, colonizadores y colonizados por igual, son sujetos sociales inconfundiblemente modernos: condición irrenunciable[13] y apenas sobrevivible gracias a las distintas formas de ethos con las que cada colectividad se dota para experimentar las contradicciones que le son inmanentes a lo moderno capitalista.[14]

Esta aclaración es importante porque en la argumentación que sigue no se busca defender la idea de que en las sociedades que resultaron del proceso de colonización —a uno y otro lado de la ecuación— es posible encontrar sujetidades que no sean ellas mismas modernas. Antes bien —y al margen del reconocimiento explícito de que las únicas sociedades no-modernas son aquellas, por demás escasas, que aún ahora y en toda su historia no han experimentado dinámica alguna de intercambio social con colectividades decididamente modernas—, la discusión de fondo se concentra sobre un ejercicio de violencia que resulta de un ethos particular[15] con el que el individuo y la colectividad se enfrentan a las contradicciones del funcionamiento del modo de producción y de la racionalidad moderna por él subsumida.

Los torturados
Imagen 4. “Los torturados”. © Oswaldo Guayasamin, 1976. https://cubayaranga.wordpress.com

Esta forma de violencia es la que ejercen ciertas comunidades originarias al interior de sus sociedades, entre los miembros que pertenecen a ellas, mismas que si bien es cierto que, atendiendo a los señalamientos anteriores, son sujetos producto de la modernidad, el ethos por ellas practicado cambia el carácter, el sentido global, de relaciones como las de poder y las de violencia, respecto de aquellas correspondientes al segundo supuesto aquí auscultado.

Por las características sociohistóricas propias de estos grupos, gran parte del contenido que se vierte y desdobla en los distintos ejercicios de violencia que ponen en marcha está directamente vinculado con algunos valores desarrollados por las sociedades precolombinas de las cuales descienden. La cuestión es, sin embargo, que en sus manifestaciones presentes, modernas, éstos no se mantienen como meras extensiones de un núcleo estable, originario y permanente e inmutable de lo que significaban en esos tiempos-espacios antiguos. Por lo contrario, ocurren después de haber sufrido una especie de transmutación, de actualización modernista, de contenidos antiguos, diferenciándose por ello de expresiones pasadas de violencia, razón por la cual ni una ni otro deben ser tomados como sinónimos de ambas.

Otro aspecto que es importante resaltar es que el grueso de los ejercicios que se desarrollan en estas comunidades es de tipo físico, teniendo al cuerpo en el centro de su objetivación y materialización. Ello hace que el universo de manifestaciones identificables sea tan amplio como sociedades originarias existen en el planeta, y más aún, teniendo en cuenta que en cada una de esas colectividades la violencia física adopta diversas expresiones, responde a múltiples determinaciones y a su vez determina varios procesos, dinámicas y contenidos socializantes.

Retomar apenas unos pocos de esos casos rebasaría los propósitos y la extensión del presente texto. Sin embargo, un fenómeno que bien resulta ilustrativo y por completo certero al momento de hacer visibles los rasgos constitutivos de la violencia ex-céntrica a la racionalidad moderna es el de las escarificaciones y los suplicios del cuerpo en rituales tradicionales similares. En efecto, marcar el cuerpo es una práctica común a varias sociedades originarias a lo largo y ancho de las periferias globales, desde el Caribe, en América; hasta el Sudeste asiático, aunque teniendo especial relevancia dentro de colectividades situadas en diferentes partes de África. En este continente, y sobre todo en su parte occidental, las escarificaciones no sólo son parte constitutiva de la corporalidad de los integrantes del grupo, sino que, además, como elemento en sí mismo significativo de la forma de subcodificación cultural privativa de la comunidad, tienen un espacio privilegiado dentro de otras expresiones artísticas, de tipo literario, pictórico, musical, etcétera.[16]

Para Occidente, claro está, las escarificaciones son, en el mejor de los casos, meros resabios de creencias barbáricas y precivilizadas que continúan efectuándose en una colectividad debido a que el avance de ésta hacia una razón ilustrada se encuentra por completo ausente de sus horizontes; y en el peor, son fenómenos en los que el peso opresor de la colectividad se manifiesta por medio de la mutilación y la laceración del cuerpo del individuo, mostrando que, en dichas sociedades, las prerrogativas individuales de cualquier tipo, comenzando por la propia individualidad y la libertad personal, son inexistentes.

Por supuesto, este tipo de crítica sólo hace sentido si se la emite y recibe desde el interior de una matriz axiológica como la de las sociedades occidentales, por completo volcadas sobre la permanente atomización, fragmentación y aniquilación de lo colectivo y lo comunitario por medio de la exaltación de la individualidad y de la defensa de la idea de que individuos autorreferenciados, desprendidos de su colectividad en todo aquello que no se refiera al puro intercambio mercantil, son las versiones más puras y reales de humanidad en pleno goce de sus derechos inalienables: libertad, integridad, igualdad, seguridad, etcétera.

Pero para las sociedades que practican el marcaje del cuerpo, las escarificaciones son mucho más que simples cicatrices de un evento colmado por el dolor: son parte fundante de su identidad y de todo aquello que los diferencia frente a cualquier otra colectividad. Al interior de muchas de estas sociedades, de hecho, al individuo se le escarifica por razones tan variadas que van desde la identificación personal, referenciada al grupo, hasta la construcción de ciertos imaginarios estéticos, pasando por los planos de la salud (Uzobo, Olomu y Ayinmoro, 2014), la protección (Irving, 2007) y demás.

En cualquier caso, lo que resulta claro es que gracias a que en estos grupos humanos no es el antropocentrismo el principio ordenador del universo de la vida, de sus sentidos y significados, los procesos por medio de los cuales se suplicia al cuerpo para marcarlo, con todo su dolor y su agonía, no son representativos de algún tipo de violación a la individualidad por parte de la comunidad, sino que son, por lo contrario, rituales, dispositivos y estrategias destinadas a la integración del individuo con su mismidad comunitaria; proceso sin el cual aquel, el individuo, pasa a la condición de Otredad.

Aquí, como en las sociedades antiguas, el ritualismo que envuelve al suplicio, por barbárico y grotesco que le parezca al observador externo, no es un elemento accesorio ni carece de sentido propio, como si fuese un montaje apenas necesario para disfrazar el verdadero trauma que constituye la mutilación y la laceración del cuerpo. Antes bien, es justo esa ritualización la que colma a las escarificaciones con un contenido comunitario preciso, de tal suerte que, aunque ritual y marcaje son medios para la obtención la identidad y para (re)afrimar la pertenencia al grupo, también son contenidos en y por sí mismos.

En última instancia, comparar estas prácticas con otras tantas que también se llevan a cabo en el seno de dichas sociedades (arreglos de cabello, disposición espacial del entorno, nombramientos especiales, vestimentas diferenciales, etc.,), podría parecer absurdo por el sólo hecho de que en esas otras acciones no está en juego el dolor del cuerpo ante su suplicio. Sin embargo, la realidad es que al interior del grupo, guardando las debidas proporciones entre los significados que cada elemento tiene, unas y otras actividades son, en cierto sentido, horizontales, transversales entre sí: ninguna vale si se la toma aislada, pero todas son constitutivas y determinantes de la identidad del grupo y de sus individuos.

 

Reflexiones finales

Uno de los mayores y más profundos problemas a los que se enfrentan las críticas de la violencia en la modernidad es que éstas tienden cada vez más a reducir la intelección de todas las formas y los sentidos históricos que atraviesan a los tan diversos, múltiples y divergentes ejercicios de la violencia a una sola racionalidad en donde, por lo demás, se invisibiliza el ejercicio de violencia que le es propio a esa racionalidad. De hecho, inclusive si en términos antropológicos se concede que para algunas poblaciones indígenas, en la actualidad, y para ciertas culturas de la antigüedad el recurso a la violencia desdobla un cierto contenido socializante y valorativo que es propio de la subcodificación del código general de lo humano, el hecho de observar a todos y cada uno de esos ejercicios a través del crisol del antropocentrismo moderno lleva, sin ambages, a cuestionarlo y a buscar su condena como violencia en general; en lugar de aceptar sus rasgos diferenciados.

Gran parte de ello, por su puesto, se debe a que en la modernidad impera una ética en la que la idea de que aun en el supuesto de que el sujeto individual acepte cualquier objetivación violenta en su persona, en su corporalidad o en su subjetividad, únicamente por pertenecer a una cultura en la que lo violento es un valor de concreción identitaria, a ese supuesto se lo debe enfrentar como barbarismo, herencia arcaica y reflejo de carencia de una razón ilustrada. No es difícil encontrar, por este motivo, una abundante literatura en la que los rituales practicados por sociedades originarias, si se basan en la práctica de algún acto considerado violento por la ética y la racionalidad moderna, son condenados desde la posición del individualismo más atroz; convalidando la falsa idea de que en esas prácticas existe una oposición elemental, de origen apriorísticas a su realización, entre los planos de lo individual y lo comunitario. De facto se invalida el siquiera intentar reconocer que, a diferencia de lo que ocurre en las sociedades decididamente modernas, en las civilizaciones originarias y sus remanentes dicha oposición no es tal.

Los casos en los que se practicas marcajes corporales como sigo de pertenencia a la comunidad y de identificación singular dentro de ella y hacia el exterior, en referencia a otras sociedades, por ejemplo, son tomados como referentes para ilustrar los límites a los que podría llegar cualquier colectividad si no se le antepone el freno de la reivindicación jerárquica de la individualidad, por encima de lo colectivo. Sin embargo, en esa manera de reflexionar que tanto en esas sociedades como en las que las juzgan el contenido cultural ya antecede al sujeto que creó y (re)produjo al acto violento como un elemento semiótico de su codificación cultural. Y es que no es que no existan casos de resistencia individual al sometimiento a dichas prácticas, o similares y derivadas. Por supuesto que existen. El punto es, no obstante, que inclusive en esos casos no se debe perder de vista que cada nuevo sujeto que se inserta en una comunidad ya es él mismo producto de la cultura en la que se inserta, y en última instancia, también es (re)productor de la misma.

No se trata aquí, pues, de una relativización o de pugnar por una aceptación de cualquier ejercicio de violencia, sino, más bien, de colocar a cada uno de esos ejercicios en su respectivo marco valorativo, en el rol que desempeña dentro de la totalidad para sostener el sentido de la misma, y entonces, sólo entonces, partir de allí en la construcción de una crítica privativa de la forma civilizacional que le corresponde al observador en cuestión.

 

Notas:

[1] El presente texto forma parte de una investigación mucho más amplia y profunda, desarrollada en escritos que abordan precisiones concretas en torno de una dimensión, un plano, un nivel y/o una escala particular del ejercicio de la violencia en el marco de vigencia de la modernidad capitalista. El punto de partida de este y los otros ensayos que componen la serie es el texto: Tesis sobre la violencia de la modernidad capitalista: ontología y semiótica; siendo dicho documento el único que se cita de manera recurrente en el conjunto de los restantes, con la intención de profundizar y precisar las premisas en aquel establecidas. Si hay ámbitos que en cada uno de los textos de profundización (como el presente) parecen no estar correcta o extensamente abordados, ello se debe a que en el texto de las Tesis se encuentra condensado el grueso de la elaboración teórica que sustenta a toda la investigación.

[2] Alán Ricardo Rodríguez Orozco, Lic. en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional Autónoma de México. ORCID/0000-0001-9067-6001. Trabaja la articulación entre los Saberes de los pueblos originarios de América, el pensamiento social americano, el discurso crítico de Marx y los estudios decoloniales. Líneas de investigación: Genealogías, derivas y variaciones de los Estudios Decoloniales; Marxismos y discursos críticos en América; Ontologías del poder y la violencia; Resistencias, Autonomías y políticas de las alternativas; Geopolítica, posicionamiento estratégico y hegemonía estadounidense América. Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

[3] La distinción entre valoración y valorización no es arbitraria: mientras que la primera parte de la crítica de Nietzsche a la civilización occidental, la segunda surge de la crítica de Marx al capitalismo moderno.

[4] Sobre este aspecto, menciona Bolívar Echeverría (2010): “Descritas así las cosas, ejecutar la acción que sea, producir cualquier cosa, provocar la menor de las transformaciones en la naturaleza, equivale siempre, de alguna manera, a componer y enviar una determinada significación para que otro, al captarla aunque sea en la más leve de las percepciones, la consuma o “descomponga” y sea capaz de cambiar él mismo en virtud de ella. El proceso de reproducción social es un proceso al que le es inherente la semiosis, la producción y el consumo de significaciones —de signos propiamente dichos y no sólo de señales, como en la comunicación animal. [En este sentido] la pluralidad de las versiones de lo humano viene de la tendencia a singularizarse propia de un proceso que es necesariamente concreto, es decir, creador de compromisos en reciprocidad y al que, por lo tanto, le es inherente la propensión sin límite a conformar juegos de reciprocidad. Cada propuesta de concreción, cada compromiso en reciprocidad es—exagerando a la manera romántica—el germen de toda una versión de humanidad”. Echeverría, B., (2010) (pp. 75, 129).

[5] Al respecto, Luis Villoro (1998) sentencia: “La civilización azteca era profundamente religiosa. Lo sagrado ordenaba su tiempo y su espacio, impregnaba sus instituciones, sus actividades cotidianas, sus creaciones artísticas, estaba en la base de todas sus creencias. Pero lo sagrado no era lejano y distante. Estaba presente allí, a la mano; podía sentirse, olerse, tocarse, como la materia orgánica. La liga con lo divino, la vía de comunicación con él, era el líquido de que toda vida está hecha: la sangre. El quinto sol, “sol de movimiento”, que preside la era en que vivimos, nació del sacrificio de los dioses, la sangre divina le otorgó la fuerza para ponerlo en su camino, Los hombres que ahora habitan la tierra nacieron de una masa ósea sobre la cual el dios Quetzalcóatl, para darles vida, derramó la sangre de su sexo. Desde entonces los hombres alimentan el movimiento cósmico con su preciado líquido. Se punzan las orejas, el sexo, ofrecen su sangre a la tierra, a las cuatro direcciones, al sol, participando así en la fuerza que impulsa el universo. El orden divino les impone un destino: el sacrificio. Sólo la savia de los corazones abiertos permite que la vida continúe; sin ella, el sol se detendría. Todo muere y renace por el sacrificio. Por él, el hombre repite el acto de fundación originario y participa en la creación continua del universo. La misma sustancia fluye por todo el mundo, enlazando todas las cosas. Por la sangre los hombres entran en comunión con lo sagrado, se unen a él, se divinizan. El sacrificado se convierte en dios. Su cuerpo puede ser entonces consumido en una ceremonia ritual en que la carne divinizada del sacrificado es ingerida y pasa a formar parte del cuerpo de los hombres” (pp. 170-171).

[6] Villoro (1998) señala: “Para los aztecas, el mundo no es un objeto por transformar según los proyectos humanos. Por el contrario, el hombre está al servicio de las fuerzas en las que participa. Sus fines le son señalados por el orden cósmico” (p. 171).

[7] No es casual que el desarrollo teórico más acabado de Max Weber (1987) en torno de proceso de racionalización del mundo se encuentre en sus escritos sobre sociología de la religión; la noción misma de desencantamiento del mundo responde justo al análisis de la lógica interna de los distintos sistemas de creencias religiosas que diferencian a unas colectividades de otras. El punto acá es, no obstante, lo mucho que pasa desapercibido el hecho de que la formulación originaria de Weber sobre la construcción de un mundo experimentado en términos puramente instrumentales parte del reconocimiento de una racionalización religiosa que le sería originaria a otras muchas manifestaciones de racionalización de la vida en sociedad, incluida la que él mismo reconoce como peculiar del proceso de racionalización de la cultura occidental, en cuyo origen tiene un carácter religioso.

[8] Es por esta razón, asimismo, que violencias como las que se observan en actos catalogados de fanatismos religiosos o de fundamentalismos (católicos, budistas, cristianos, islámicos, etc.) no guardan ninguna correlación con las violencias practicas por medio de actos religiosos en la antigüedad. Comparar los rituales mortuorios y las fiestas sacrificiales de las sociedades precolombinas con sacrificios y suplicios llevados a cabo por sectores pertenecientes a alguna de las corrientes religiosas de los monoteísmos modernos es una operación irrealizable debido a los sentidos que se ponen en juego en unas y otras. Reducir ambas manifestaciones de violencia a un mismo núcleo en común es sinónimo de aniquilación de los universos de valor y de sentido de las civilizaciones antecoloniales a por la racionalidad de la modernidad y el capitalismo.

[9] Es ésta es la crítica que se encuentra en el núcleo del pensamiento de Nietzsche (2007), en torno de la historia del nihilismo en Occidente, y de la cual el siguiente pasaje, extraído de su escrito El Anticristo, es ilustrativa: “El concepto cristiano de dios —dios de los enfermos, dios como araña, como espíritu— es una de las concepciones más corrompidas de la divinidad que ha existido en el mundo; seguramente representa el nivel más bajo en la escala descendente de la divinidad. Nunca antes un dios había estado representado por ideas tan absurdas e ilógicas. Es el dios más vicioso y corrupto, el que se opone y contradice a la vida, el que la niega eternamente. ¡Es el enemigo que declara la guerra a la vida, a la naturaleza, al deseo de vivir!, ¡dios es la expresión de la más terrible de las calumnias en contra de la realidad, del aquí y ahora!, ¡dios es el mentiroso por excelencia del más allá! ¡Lo más insignificante, lo que carece de valor, la voluntad de la nada, lo más contrario a la vida se ha santificado en dios, se llama dios de los cristianos!” (p. 26).

[10] Retomando las reflexiones de Jean-Paul Sartre, en torno de la irrenunciable condición de libertar del ser humano, Echeverría (2010) afirma. “Una aventura única e irrepetible se encuentra en juego en cada uno de los casos de totalización concretizadora de la socialidad humana que pueden darse en la historia. En cada uno aparece, salida del uso mismo del código, una propuesta distinta para subcodificarlo de una cierta manera. El contenido de esta aventura, el “tema” de esta propuesta distingue de los demás posibles a cada uno de esos casos de concretización; contenido y “tema” que le son propios y exclusivos y que son los que le dan una “mismidad” o identidad. La identidad no reside, pues, en la vigencia de ningún núcleo substancial, prístino y auténtico de rasgos y características, de “usos y costumbres” que sea sólo externa o accidentalmente alterable por el cambio de las circunstancias, ni tampoco, por lo tanto, en ninguna particularización cristalizada del código de lo humano que permanezca inafectada en lo esencial por la prueba a la que es sometida en su uso o habla. La identidad reside, por lo contrario, en una coherencia interna puramente formal y siempre transitoria de un sujeto histórico de consistencia evanescente; una coherencia que se afirma mientras dura el juego dialéctico de la consolidación y el cuestionamiento, de la cristalización y la disolución de sí misma” (p. 149).

[11] Ante la insistencia de señalar que bajo las coordenadas planteadas en este texto es posible afirmar que entonces la violencia de la modernidad en realidad sí se sustenta sobre la nada, pende del aire al no tener un sujeto identificable al que le pueda ser atribuido su ejercicio, valdría la pena recuperar un pasaje de Bolívar Echeverría (2011) en el que busca cuestionar por el reconocimiento del capital como un sujeto abstracto. En palabras de este filósofo: “Por debajo del panorama espectacular de los estados nacionales y los imperios, empeñados en el “progreso”, compitiendo y enfrentándose sangrientamente entre sí, el sujeto real y efectivo de esa historia moderna ha sido y sigue siendo el capital, el valor mercantil en proceso de autovalorizarse: la acumulación del capital. Los estados modernos son en verdad unos pseudosujetos, unos sujetos reflejos, factores o ejecutores, en el plano de lo concreto, de las exigencias de la acumulación de capital; ellos son la puesta en práctica, la “encarnación” de la “voluntad” indetenible e insaciable de autoincrementación del valor capitalista. el valor capitalista es pura sujetidad económica, un sujeto abstracto, ciego para la abigarrada consistencia cualitativa de la producción y el consumo de valores de uso, de la que él sin embargo depende para existir. Sólo en la medida en que toma cuerpo o encarna en una multiplicidad de empresas estatales concretas de acumulación, en estados dotados de una determinada mismidad o identidad, el valor capitalista se pone realmente en capacidad de subsumir y organizar la reproducción del valor de uso en torno a su valorización abstracta y de cumplir así con su propio destino” (pp.251-252).

[12] Recuérdense aquí los términos en los que Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, (1998) al cuestionarse “[…] por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie […]”, responden: “No albergamos la menor duda —y ésta es nuestra petitio principa— de que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado. Pero creemos haber descubierto con igual claridad que el concepto de este mismo pensamiento, no menos que las formas históricas concretas y las instituciones sociales en que se halla inmerso, contiene ya el germen de aquella regresión que hoy se verifica por doquier” (pp. 43,51).

[13] Irrenunciable, en el sentido en que Echeverría (2000) afirma: “La realidad capitalista [en donde se encuentra subsumida la modernidad] es un hecho histórico inevitable, del que no es posible escapar y que por tanto debe ser integrado en la construcción espontánea del mundo de la vida; que debe ser convertido en una segunda naturaleza por el ethos que asegura la “armonía” indispensable de la existencia cotidiana” (p. 38).

[14] Se remite, con esta idea, a la teorización de Echeverría (2000) sobre el cuádruple ethos de la modernidad: el ethos realista, el clásico, el romántico y el barroco, descendiendo en ese orden los grados de afirmación y proximidad que la actitud de la vida despliega en torno del hecho capitalista. Echeverría lo pone en los siguientes términos: “Ubicado lo mismo en el objeto que en el sujeto, el comportamiento social estructural al que podemos llamar ethos histórico puede ser visto como todo un principio de construcción del mundo de la vida. Es un comportamiento que intenta hacer vivible lo invivible; una especie de actualización de una estrategia destinada a disolver, ya que no a solucionar, una determinada forma específica de la contradicción constitutiva de la condición humana: la que le viene de ser siempre la forma de una sustancia previa o “inferior” (en última instancia animal), que al posibilitarle su expresión debe sin embargo reprimirla. […] Cuatro serían así, en principio, las diferentes posibilidades que se ofrecen de vivir el mundo dentro del capitalismo; cada una de ellas implicaría una actitud peculiar —sea de reconocimiento o de desconocimiento, sea de distanciamiento o de participación— ante el hecho contradictorio que caracteriza a la realidad capitalista” (pp. 37-38).

[15] De conformidad con la caracterización que hace Echeverría (2000) sobre el cuádruple ethos de la modernidad, se estaría refiriendo en este modo de ejercer la violencia al que sería propio de un ethos barroco, característico de las comunidades originarias en el capitalismo y en sus márgenes. Echeverría lo pone de la siguiente manera: “La cuarta manera de interiorizar el capitalismo en la espontaneidad de la vida cotidiana es la del ethos que quisiéramos llamar barroco. Tan distanciada como la clásica ante la necesidad trascendente del hecho capitalista, no lo acepta, sin embargo, ni se suma a él sino que lo mantiene siempre como inaceptable y ajeno. Se trata de una afirmación de la “forma natural” del mundo de la vida que parte paradójicamente de la experiencia de esa forma como ya vencida y enterrada por la acción devastadora del capital. Que pretende reestablecer las cualidades de la riqueza concreta re-inventándolas informal o furtivamente como cualidades de ‘segundo grado’” (p. 39).

[16] En una investigación de campo realizada entre las cuatro comunidades originarias que habitan en la región administrativa de Alta Occidental, en Ghana (Balymae, Mossi, Dagbanbas, and Sisala), Lauren Cullivan (1998) afirma: “[…] there are many different reasons for scarification, the most popular being for identification, health, protection, and decoration. […] Three out of four ethnic groups claimed that the reason why tribal marks started was to differentiate between various ethnic groups that levied within close proximity to each other and to distinguished status groups within a singular ethnic group. […] The tribal mark of the Balumae people is a set of three lines. The significance of these three lines to the Balumae people is that the number 3 is their sacred number; perhaps signifying eternity. These three lines can be found on the face, forearms, upper arms, chest, stomach, thighs, and shins. These marks are always on both the right and left side of the body. […] The Dagbanba ethnic group had several different tribal marks to identify the different Dagbanba clans or families. Many of these markings are no longer practices. Today, the tribal mark which has survived years of migration and social changes is made up of small, short vertical lines on both cheeks. […] Sisala people started the practices of tribal marking for identification purposes so that if unfortunately one was captured and taken away, his/her identity would forever remain intact. […] As a result of the different Sisala settlements created, there are several different tribal marks among the Sisala people. One of the Sisala tribal marks present in Wa, is that of the members from the Funsi settlement. The tribal mark for the Funsi people is a long mark coming down from the nose over the cheek. For males it is on the left cheek” (pp. 9-15).

 

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Cómo citar este artículo:

OROZCO, Ricardo, (2018) “Violencia de la modernidad y violencias en la modernidad: arqueología de sus cualidades diferenciales”, Pacarina del Sur [En línea], año 10, núm. 37, octubre-diciembre, 2018. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1676&catid=14