Represión, excepción y comunidad en América Latina

Este artículo muestra que las oligarquías latinoamericanas no se han interesado nunca por la creación de auténticas comunidades nacionales. La comunidad se les aparece a dichas oligarquías como desafío a un privilegio que es inmunidad, dispensa del don entendido como reciprocidad. Cuando despunta, la organización comunitaria negada suele ser destruida por una mentalidad que, además de dominante, aspira a ser omnipotente. En estas condiciones, resulta difícil construir sociedades civiles e incluso un mínimo civismo negando el valor del don.

Palabras clave: represión, excepción, inmunidad, don, reciprocidad

 


Una de las peores masacres cometidas por las Autodefensas Unidas de Colombia tuvo lugar en la localidad de El Salado, en el mes de febrero del año 2000. Quienes más tarde hicieron la relación de los hechos consideraron sin rodeos lo siguiente: “en la masacre de El Salado, escribieron, se escenificó el encuentro brutal entre el poder absoluto y la impotencia absoluta”[2]. No se trata nada más de que haya existido ventaja armada –y colusión con el ejército- contra una población indefensa, aunque los victimarios hayan querido presentarla cual supuesta colaboradora de la guerrilla. La relatoría consiguió mostrar que se había tratado de la confiscación del espacio público, por lo que la saña se hizo patente en el parque principal y en la plaza pública de la localidad, espacios de socialización comunitaria por excelencia (de deliberación en asambleas, de decisión y también de fiesta y deporte). En estos espacios se dio la exhibición de la omnipotencia: con libertad absoluta para los victimarios, pero además, mediante los “caratapadas”, con la conversión del derecho de excepción de unos (desertores de la guerrilla, simples delatores) en gratuidad de la vida para las víctimas, algunas escogidas por simple sorteo. De un día para otro, la obligación del lazo comunitario se evaporó en la práctica de la delación y de la agresión al azar, que remplazó la comunidad por la desconfianza, al grado que los sobrevivientes muchas veces ni siquiera se atrevían a llamar las cosas por su nombre; prefirieron hablar del día en que “pasó lo que pasó”, o “sucedió lo que sucedió”. La relación de los hechos insiste en que la excepción en unos lleva a que otros dejen de ser sujetos y no puedan siquiera decir “yo”, máxime si quienes más se habían afirmado (los líderes comunitarios, por ejemplo) fueron los más vejados. Así, “creando en algunos un sentimiento de soberanía y potencia ilimitada, y en los otros impotencia y subyugación total”,[3] es generado un clima que difícilmente pasa desapercibido para el resto de la sociedad: no es raro que en Colombia el desplazado sea marginado, “no visto”. No es un asunto aislado: la sensación de omnipotencia –o por lo menos de seguridad- de unos se va construyendo sobre la ruina de la organización comunitaria, la extinción de la “producción de sociedad” y la impotencia de muchos. La relatoría sobre El Salado lo menciona: hay en los hechos y pese al silencio algo que habla sobre la sociedad colombiana: “la sociedad (…), consideran los relatores, debe (…) desentrañar los mecanismos a través de los cuales se hace el victimario. Es preciso reconocer que los torturadores y los asesinos no son parte de un mundo ajeno al nuestro, sino sujetos que hacen parte de nuestros propios órdenes políticos y culturales”.[4] Es algo que se ha trabajado poco, ya que se prefiere creer que hechos como el referido son anomalías, aunque curiosamente permitan que quienes no son víctimas se sientan más seguros en su “normalidad” y con alguna forma de excepción, al no haber sido “tocados” o “contagiados”.

Mucho de lo dicho se encuentra en la descripción hecha por Pilar Calveiro del militar argentino represor, aunque podríamos agregar que hay un asunto que va más allá de lo burocrático e impersonal: como lo señala la propia autora, el victimario, aún siendo nadie porque una vez capturado alega el anonimato (como el paramilitar colombiano alega lo típico: haber recibido órdenes), se cree Dios. Se jacta de la tortura porque “no tiene límites”.[5] “Dadores de vida y dadores de muerte coinciden: ellos son los dioses de los campos de concentración”, señala Calveiro.[6] El poder divino es el de dar y quitar vida, disponiendo, y es un poder que se siente “mejor” cuanto más arbitrario es, así se trate de una ilusión, a juicio de la autora. “La contraparte de este poder que, en su potencia absoluta, se despliega ilimitado y omnipotente, escribe Pilar Calveiro, es precisamente la sensación de impotencia total que registra(ba) la víctima del campo de concentración”.[7] El poder tiene la ilusión de hacer desaparecer lo que le parece disfuncional.[8] La comunidad queda por lo demás destruida por la sospecha que llega a instalarse entre quienes sobreviven. Calveiro muestra cómo hay en el campo de desaparición forzada algo de la sociedad argentina, no un asunto “irregular”. Se trata de un poder socialmente diseminado, que al modo de la instancia militar se caracteriza por que “las acciones se fragmentan y las responsabilidades se diluyen”,[9] en ese “nadie” en el que paradójicamente se escuda la omnipotencia de unos cuantos. Algo de esto ha sido mostrado por ejemplo en un tema poco tratado: el de los civiles que colaboraron con la dictadura de Pinochet en Chile y que lo hicieron en algunos casos para “sobrevivir”, por miedo, en otros porque no creían en lo que se filtraba sobre lo que ocurría, y en otros más porque sacaban provecho de la desgracia ajena y medraban en el silencio.[10] Pareciera que algunos están dispuestos a que la comunidad se fracture y se atomice con tal de sobrevivir, pero también, a veces, con tal de sentirse parte de la excepción a una regla humana que por lo demás no siempre se conoce, o que se identifica con una “mortal” y “fatal” necesidad. Así, partimos no nada más de la descripción de hechos como los de El Salado en Colombia o de los campos de detención argentinos. Partimos de la idea –que buscaremos entonces apuntalar- de que en esa violencia extrema se expresa en buena medida la forma de existencia de una “sociedad” que en realidad no es tal.

Hemos considerado que la categoría de “totalitarismo” no es muy útil, porque pudiera hacer creer en un “control total” o una “participación masiva” en la brutalidad. Ocurre más bien que hay una fractura social, aunque no sea reconocida como tal. Nos interesa demostrar en este artículo que esta fractura lleva a un desdoblamiento entre libertad y necesidad, que son asuntos absolutos en la representación oligárquica del mundo. Si el victimario quiere sentir libertad absoluta, a la víctima no le queda más que “revolcarse en la necesidad”, por así decirlo. Por esta misma razón, las oligarquías latinoamericanas se han mostrado incapaces de fundar una ciudad democrática que reconozca que una sociedad es producción de necesidades sociales: lo que es más, aquellas no han conseguido ni siquiera fundar reglas mínimas de convivencia cívica, más allá de emblemas y ceremonias. Es tanto como decir que, aún con su capacidad de represión, esas oligarquías no pasan de ser asociales, por decir lo menos, aunque quieran significar lo contrario al reivindicar valores como los familiares o los religiosos. Habida cuenta del desdoblamiento referido, no hay sociedad en la medida en que los lazos de reciprocidad no son considerados determinantes. Por el contrario, si esos lazos llegan a ser comunitarios, organizados e independientes, son percibidos como un “nosotros” desafiante ante el estado de atomización y parálisis en el que cada quien cree poder “sacar lo suyo” sin pagar por ello.

Lo que todo lo anterior señala es lo siguiente: no existe espacio público, lo que es tanto como decir que no hay ciudadanía, ni tan siquiera el menor asomo de civismo, así sean hechos discursos “civilistas”. Lo que existe es un poder crudo que ampara a unos y desampara a otros gratuitamente–al menos en apariencia-. Donde algunos creen –tal vez, con imprudencia- que no hay nadie, en la “plaza pública”-, en realidad ocurre que está ocupada, invadida, lo cual supone un despojo. Lo que existe en lugar del civismo y de la comunidad es el despojo reiterado de los lugares que una civilidad real debiera dar a cada quien.

 

¿Una sociedad civil de intereses?

¿En qué tipo de civismo es posible pensar? La cultura cívica suele entenderse con frecuencia en la perspectiva estadounidense –hoy bastante difundida- como capacidad para participar en política, pero además para hacerlo “siguiendo intereses”, en el nombre de un interés que pareciera haberse vuelto sacrosanto –para que cada quien “tenga lo suyo” y el derecho a “tomarlo”- y parte constitutiva esencial de la supuesta naturaleza humana. ¿Qué hay de más normal que seguir el interés propio? El modo de participar en política, si no es moderno, es “parroquialista” o “mixto”, según Gabriel Almond y Sidney Verba, cuyo texto The civic culture (en el cual se hacen comparaciones entre varios países, México incluido), ha llegado a considerarse de lectura obligada. En la perspectiva “racional-activista”, mencionada por dichos autores, cabe hacer notar que la razón se confunde con el cálculo, de tal modo que el ciudadano que participa debiera “estar bien informado y tomar decisiones –por ejemplo, su decisión de cómo votar– sobre la base de un cálculo cuidadoso en cuanto a los intereses y los intereses que quiere que sean seguidos”[11]. La libertad se asocia al interés y éste al cálculo: estamos ante la libertad de escoger de tal modo que se minimicen costos y se obtenga la mayor ganancia o que se saque el mayor provecho. Los derechos pueden quedar asimilados al procedimiento que garantice lo anterior. La libertad no está reñida con el interés, lo que se expresa en Milton Friedman cuando postula su “libertad de elegir”, siempre cuidando de no explicitar que en lugar de elección hay en realidad cálculo (más si se trata de un consumidor).

No hay aquí nada que obligue al ciudadano a cumplir con deberes. No hay compromiso con el colectivo, aunque la “cultura política” parezca indicar lo contrario. Hay, sí, respeto por la ley hasta donde supone respeto por la propiedad privada. Pero no queda claro dónde se encuentra el espacio colectivo, como no sea el lugar de la “buena voluntad”, dejado al asistencialismo o más aún a la caridad, que no supone obligación alguna. La caridad es ambigua, así sea considerada por algunos autores como complemento “obligatorio” de la justicia[12].

Al menos en la perspectiva estadounidense, el civismo no es universal porque no obliga a todos (una cosa es respetar un cruce peatonal porque así lo establece la ley, otra porque se siente respeto por el peatón, un respeto obligado). El civismo como conducta interiorizada y no como obediencia a la ley es opcional y menos inocente de lo que pudiera parecer, puesto que al mismo tiempo la caridad no está desligada de intereses económicos, como puede suceder con programas de ayuda a grupos vulnerables, programas que de paso permiten crear consumidores y exonerar de impuestos al Estado a quien emprende la tarea humanitaria. Se trata de una política de resguardo de la propiedad privada, pero no alcanza a conformarse como una verdadera “cultura cívica” –pese al título de Almond y Verba–. Tampoco hay sociedad civil que obligue (por ejemplo, a ver por los demás), ni mucho menos que proponga virtudes comunes.

El civismo no tiene hasta aquí ningún elemento comunitario, salvo que se trate –supuestamente- de usos y costumbres. No hay por cierto nada que impida asimilar el interés a esos usos y costumbres, si permiten ganar y no perder. Es el caso del sur italiano descrito en la posguerra por Edward C. Banfield: no se participa en lo comunitario más que cuando se puede sacar provecho, y se recela al mismo tiempo del espacio común ante el temor de que otro saque tajada, haciéndole a “uno” lo que es justificado cuando “uno” lo hace en provecho propio. Así, la única unidad de resguardo es la familia, pero cuando se inmiscuye en lo público lo destruye (por lo que Banfield habla de “amoralismo familiar”): en este “parroquialismo”, la familia no se preocupa de lo público más que en la medida en que se puede obtener en el corto plazo alguna ganancia en lo particular[13], lo que contribuye a explicar el favoritismo y en buena medida la corrupción. Que “lo general” salga beneficiado (de modo “impersonal”) no importa y hasta molesta porque, dicho sea para simplificar, lo otorgado a lo “común” es visto como algo que se le quita al interés particular (y muy material), como cualquier cosa dada a otra familia, por ejemplo[14]. El logro de tal o cual (persona, familia) aparece como algo potencialmente quitado a familias rivales, lo que lleva a un amurallamiento de quienes tienen algún mérito, por temor a la envidia. En estas condiciones, no hay civismo ni idea de la función pública. Salvo que se obtenga alguna recompensa, es mal visto ocuparse de lo público, como si hacerlo fuera algo “anormal” e incluso “impropio”,[15] y más bien se ve con buenos ojos golpear primero si al hacerlo hay seguridad[16]. No hay obligación pública de nada, pero sí de honrar a la familia sirviéndola. Entre tantas rivalidades (en condiciones de precariedad que explica el trabajo de Banfield, aunque la estructura socioeconómica sin duda no sea lo suficientemente tomada en cuenta por este autor), nada se organiza en el espacio público[17].

Desde los años ’60, el desinterés por los asuntos comunitarios es algo bastante marcado en Estados Unidos, lo que no implica que no haya “interacción social” (sucede más bien al contrario): por ejemplo, el tiempo libre se va mucho más en hobbies no especificados, en deporte, actividades religiosas y caritativas que en actividades culturales, ni se diga lo que se denominan actividades “cívico-políticas”.[18] Es tal el desinterés por lo gubernamental que en la participación “política” se prefieren las actividades (y las organizaciones) no gubernamentales. Lo más sorprendente es que ser un buen ciudadano no pasa de ser asunto de observar las leyes, a juzgar por el texto de Almond y Verba,[19] aunque se esperaría que el ciudadano participe plenamente en política, lo que no es obligatorio, como no lo es la solidaridad en la “sociedad civil”, puesto que a lo sumo se busca la “libre asociación” a la que se tiene derecho. Política aparte, las actividades sociales enumeradas líneas más arriba son todas voluntarias, lo que en el parroquialismo se presta al “favor”. La ley supone derechos –ni siquiera siempre ni en todas partes la obligación de votar- y una fiscalización reiterada sobre un Estado reducido a una administración. En realidad, si se confunde cultura política y cultura cívica es porque no hay mayor cultura cívica que reivindicar. Algunos autores como Walter McDougall han demostrado que si algo primó en algunos periodos de la historia estadounidense, no fue el civismo, sino la búsqueda de dinero a cualquier precio, así fuera el del oportunismo o el de la codicia brutales[20] –que dicho sea de paso, también son “intereses” en juego.

En la perspectiva que hemos señalado, el civismo no está interiorizado en la medida en que es visto como gratuito, como algo común ajeno a la ganancia para intereses particulares, y como algo que por lo demás está ligado al Estado y a la nación, que preceden al capitalismo y representan otras tantas formas de organización comunitaria, así se trate de “comunidades fracturadas” u atravesadas por conflictos de la más diversa índole. No hay en la historia estadounidense mayor pasión por las formas de comunidad previas al capitalismo, que pronto fueron anuladas: desde el indígena, aniquilado o reducido a reservaciones, hasta el esclavo, pasando por los resabios de un muy peculiar –por limitado– feudalismo español en los territorios arrebatados a México. Como no hay experiencia comunitaria previa que haya sobrevivido, la de nación no une demasiado en la igualdad y tampoco hay entusiasmo por el Estado como bien común. No hay formas sociales previas al capitalismo en las cuales se impongan a lo económico otras dimensiones de la vida social, sean políticas, religiosas o incluso militares. En estas condiciones, nada precede a la economía ni al cálculo más crudo: lo curioso es que se niegue todo determinismo social –la explicación de estructura no es posible, o aparece como ideología y una subjetividad de tantas– pero se afirme al mismo tiempo un férreo determinismo económico, mediante el cual todo se vuelve “operación contable”. En este contexto, la idea misma de comunidad, en lo que tiene de aparentemente gratuito, al igual incluso que la idea de humanidad, desaparece del horizonte y no queda más que cual residuo en lo “religioso” (con su misterio o su predestinación) o en lo caritativo (no muy desligado de la religión, por lo demás).

No es raro que este tipo de visión “cívica”, basada en intereses y derechos, nunca en obligaciones, llegue a mezclarse con el “parroquialismo” del tipo descrito por Banfield, si la vida comunitaria se desmorona: desconfiar es normal porque la ganancia de otro es el costo para uno, y “tomar” –sin dar, ni siquiera pedir, y sin devolver- es igualmente normal cuando hay que sacar ventaja –léase ganancia- de lo que está aparentemente a disposición. La modalidad más moderna (la del cálculo) no está forzosamente reñida con formas de atraso que resultan “refuncionalizadas”: el interés está al mismo tiempo en desconfiar y sacar ventaja. No hay dar ni devolver. Un ambiente así no excluye el moralismo, pero está destinado a que lo privado se convierta en algo público, por lo que ese mismo moralismo “se ceba en juzgar y corregir las vidas privadas, olvidando por entero los asuntos que componen el supuesto bien común”[21], según dice Victoria Camps sobre España –suponiendo que se trata de “corregir” y no de “exhibir” lo privado para sacar ventaja –o convertirlo en un objeto más de cálculo (social).

 

¿Un civismo de libertades?

Es difícil fundar un civismo cuando la idea rectora es la libertad, no la necesidad. En estas circunstancias, el civismo no pasa muchas veces de ser una “disposición”, pero no obliga. Es el problema con el que se encuentra por ejemplo Victoria Camps al tratar de justificar la necesidad de reglas de convivencia, que se confunden con “cortesía”,[22] pero sin rescatar casi nada de obligatorio, ni mayor deber. Tal pareciera que la mínima obligación contraría la libertad. A lo sumo, Camps y Giner argumentan que “en una democracia, cada individuo es un poco responsable (sic) de lo que pasa en el conjunto de la sociedad. Cada uno debe aportar su grano de arena”, pero más le corresponde hacer al más favorecido[23]: fuera de la “buena educación”, el asunto no alcanza a ir más allá del altruismo.

¿Qué se debiera aportar y en dónde? ¿Es posible el civismo en un espacio público? Si consideramos que una sociedad no está “dada”, entonces la plaza pública no es exactamente un lugar vacío (según llegaron a concebirla los griegos antiguos, y según lo reivindica por ejemplo Carlos Fernández Liria).[24] La ciudadanía no es puramente formal, en el sentido de que todos los ciudadanos, siendo jurídicamente iguales, serían también intercambiables: en realidad son personas semejantes y distintas, y cada uno es único e irremplazable. En este sentido, el espacio público gratuito, cuando subsiste dentro del capitalismo, parece “gratis” si está “vacío”, convertido aparentemente un lugar donde se toma sin devolver, a riesgo de que la libertad sea la de “agarrar” sin reparar en lo que es propio y lo que es ajeno –ya sea de otro, o común. Lo público tampoco es una esfera por completo separada de lo privado, como si en este segundo ámbito, entonces, cada quien fuera libre de hacer lo que le dé la gana, “mientras no afecte a nadie”. Si así fuera, lo privado se convertiría en el lugar del “todo se vale” (“mientras no se vea”), lo que tal vez explique la incursión de lo privado en lo público. En realidad, este vacío únicamente es explicable desde un punto de vista político, si se entiende, siguiendo a Carlos Fernández Liria, que ese vacío no puede ser ocupado por “dioses ni reyes” (ni “tronos ni templos”),[25] es decir, ni por la religión ni, digámoslo así, por “posiciones de excepción” –que en el mundo actual pueden ser distintos intereses particulares de mayor o menor tamaño, como los medios de comunicación masiva. En este mismo orden de cosas, lo privado tampoco es un lugar de excepción (ni mucho menos que luego se imponga en público, por ejemplo en nombre de la exhibición de tal o cual “intimidad”). En términos de ciudadanía, lo que afirma Fernández Liria es correcto, dado que todos los ciudadanos son iguales y lo son más aún ante la ley, en el “centro de la ciudad”, pero no es la ley la que define una civilidad, ni la que lleva a que esta segunda se interiorice. Tiene razón Fernández Liria cuando argumenta que el lugar que “uno” ocupa en ese espacio vacío es “el lugar de cualquier otro” (cierto anonimato se contrapone a la excepción), aunque ello no signifique, agreguemos, que sea una “tierra de todos y de nadie”: en ciertas condiciones, esto último se prestaría a la más completa irresponsabilidad (una cosa es que la misma matemática la diga cualquier otro, sin que la geometría cambie según la diga un gallego o un catalán, y otra cosa es que no la diga “nadie”, porque nadie asume la necesidad de una geometría). Más bien consideramos que la plaza pública debiera ser “de todos y de cada uno”, un “cada uno como cualquier otro”, mortal y por ende no sustituible (el otro es el que “falta”, y por lo mismo con quien hay deuda), pero también propietario, así sea propietario de sí mismo, para retomar una formulación de Claudine Haroche y Robert Castel[26] que permite recordar que el trabajador es propietario de su fuerza de trabajo (lo que para unos no es “nada” y para otros lo es todo). El “propietario de sí” no deja de serlo porque venda su fuerza de trabajo: en la ciudad capitalista ya no se trata de tener que “estar referido a otro para existir”, ni de ser “el hombre de alguien”,[27] parafraseando las expresiones de Haroche y Castel sobre la dependencia premoderna. En este sentido, Camps considera: “que el lugar sea distinto no implica que la persona sea degradada”.[28]

Si el centro vacío es de “todos y de nadie”, se corre el riesgo de que sea visto como un lugar en el cual apropiarse de algo (o lo que es eventualmente igual, despojar a otro) carece de consecuencias, por lo que es gratuito en el peor sentido, sin obligación de “dar el cambio” por lo tomado. No habría entonces obligación de devolver o retribuir, porque no hay ni siquiera a quién hacerlo: todo es un regalo. En cambio, si el “centro” es de todos “y de cada uno”, apropiarse de algo es tener un lugar (como cualquier otro, pero lugar), pero otro puede verse afectado en lo suyo o despojado (incluso de su “lugar”), como le puede ocurrir a uno mismo si algún otro toma de modo indebido. Lo tomado en ese lugar público debe ser devuelto o retribuido, porque otro lo puede necesitar, algo que sabían por ejemplo algunos grupos primitivos de cazadores: siempre dejaban comida en algún sendero y no tomaban más de lo necesario, por si alguien más llegara luego y pasara necesidad. No se puede recibir del espacio público –lo mismo que de la naturaleza- sin devolver.

A lo sumo, “nadie” querría decir, en el sentido en que lo demuestra Fernández Liria, que en matemáticas no se habla desde un lugar de excepción: dos y dos son cuatro, lo diga un rico o un esclavo. Pero el lugar de uno es irremplazable, como lo es un principio el lugar de cada quien (cada quien es necesario y la ciudad no es un conjunto de “prescindibles”): uno toma su lugar, no el de otro, ni por despojo, ni por usurpación ni por suplantación. Hay así un límite que de otro modo puede pasar desapercibido en un civismo de las libertades. Que el “centro vacío” sea un lugar donde alguien puede estar como cualquier otro (“cualquier otro lo habría hecho”) no significa que sea libre de hacer cualquier cosa. No es nada más asunto de igualdad ante la ley y, más allá, de libertad en lo que sea. Poner a “cada uno” no es poner intereses, sino una comunidad de quienes “hacen falta”. En todo caso, en un civismo de las libertades como el que suelen reivindicar algunos autores españoles, el problema de la obligación sigue sin aparecer, o si aparece lo hace como algo incómodo que pudiera limitar la libertad. Una “tierra de todos y de nadie” no obliga.

 

Obligación y necesidad social

¿Puede haber para el civismo una base obligatoria que no sea coercitiva, es decir, que no sea impuesta desde arriba o desde afuera (como si fuera una moral heterónoma)? Sí puede haberla, cuando se parte de una reciprocidad que se explica por las necesidades humanas, antes que por las libertades. Esas necesidades se inscriben en la obligatoriedad de reproducir la vida, so pena de perecer si no está hecho. La vida no está “dada” ni es un regalo –algo distinto de un don. La libertad sin necesidad es muchas veces un privilegio que descansa en que algo “invisible” –o incluso menospreciado o negado- sostiene la vida.

Marcel Mauss quiso en su tiempo mostrar que el don podía servir de base para el civismo moderno o la “civilidad”.[29] El Ensayo sobre el don de Mauss es mucho menos conocido en América Latina que la obra de Lévi-Strauss, quien dio una visión del intercambio cual circulación de mujeres, bienes y palabras, o incluso que la de Maurice Godelier, quien también se acercó a la obra de Mauss. No son de excluir simplificaciones o incluso contradicciones en Godelier, ya que no todos los capitalismos ni en todas las épocas se rigen por el intercambio, y el “mercado” es una noción vaga. No se trata aquí de reivindicar el “mercado” como base del civismo, ni de un intercambio cualquiera, mercantil: se trata fundamentalmente de otra cosa, de reciprocidad. La obligación de devolver lo recibido, que extraña un tanto a Godelier (pese a que lo que más le interesa a este autor es lo sagrado cuando no se transfiere), implica que no se está en una economía de crédito ni en una de renta, sino en un intercambio cuya igualdad iría más allá de lo económico (de la “equivalencia” de lo que se dona, tomando en cuenta que aquí ni de precios se trata). Si se quiere, la igualdad está en el “significado para el alma”, si se conviene en que quienes donan o contradonan tienen almas, o si esas “almas” se expresan en los objetos, en el “espíritu de la cosa dada” (donada “con el alma”). En otros términos, más abstractos: “(…) el don, constata Godelier, en tanto acto pero también como objeto, puede re-presentar, significar y totalizar el conjunto de las relaciones sociales del que es a la vez instrumento y símbolo”.[30] La “cosa” donada no es ni siquiera necesariamente cosa, objeto material, y “(…) puede consistir igualmente en una danza, un acto de magia, un nombre, un ser humano, un apoyo en un conflicto o en una guerra, etc.”[31] Lo donable desborda lo material porque lo que importa es el sentido que se crea en las deudas que son obligaciones mutuas. La dependencia recíproca puede parecer arcaica, aunque no es mero asunto de dependencias, ya que supone tanto obligaciones como ventajas. Mauss es claro sobre el carácter obligatorio del don: “ya vemos, pues, escribe al empezar el Ensayo sobre el don, cuál es el tema. En la civilización escandinava y en muchas otras, los intercambios y los contratos siempre se realizan en forma de regalos, teóricamente voluntarios, pero, en realidad, entregados y devueltos por obligación”[32]. ¿Ventajas? La de poder contar con ayuda en caso de necesidad, por ejemplo. Cualquier comunidad rural lo entendería si hay que precaverse de las inclemencias del tiempo y sus efectos en las cosechas. Otra cosa es un mundo que cree poder estarse sin “pasar necesidades”.

El don supone igualdad, así haya jerarquías: “(…) como resultado de esos intercambios, explica Godelier, los dos asociados se hallan en situación de equilibrio, ya que la igualdad de sus estatus, si bien podía existir antes de que se realizase el don inicial, queda restaurada por el contradon final”[33]. En este sentido, el don no es un favor que lleve a quien lo recibe a contraer una deuda que por cierto queda reducida mediante el contradon. Es decir, al no ser un favor, ni la “caridad que ofende”, parafraseando a Mauss, lo donado no instaura una desigualdad. No cuenta el “resultado” contante y sonante: cuenta lo que “dice” el don de las relaciones sociales y de lo que se entiende por “mutuo”. Y lo que “dice” es que se excluye la violencia que supondría negar al otro, negando la igualdad: no se niega al dar, ni el que recibe niega al devolver, puesto que hay asignación de lugares y equilibrio. “Las sociedades, concluye Mauss, han progresado en la medida en que ellas mismas, sus subgrupos y, por último, sus individuos, han sabido estabilizar sus relaciones, dar, recibir y por último, devolver”[34]. “Así es, prosigue, como el clan, la tribu y los pueblos han aprendido –y eso deben aprender a hacer mañana, en nuestro mundo llamado civilizado, las clases, las naciones y también los individuos- a oponerse sin masacrarse y a darse sin sacrificarse los unos a los otros”[35]. Si no hay mutuo reconocimiento de “lugares”, son más probables el sacrificio y la beligerancia. No está de más observar que tampoco es posible que todo se intercambie y no hay aquí mercantilización generalizada: hay objetos que no se donan, sino que se guardan, siendo “preciosos” –o sagrados, una dimensión que estudia con detalle Godelier. El don no excluye la preservación de lo propio de cada quien, ni la esfera de lo sagrado. En todo caso, en la igualdad y el reconocimiento del lugar de cada uno existe a juicio de Mauss una garantía contra la violencia. La lógica del don no es puramente formal. La reciprocidad se muestra en actos.

Mauss rechazó explícitamente la conversión del ser humano en máquina destinada al cálculo. Intercambiar no es aquí calcular, sino ser recíproco. Al mismo tiempo, el sentido del don –puesto que lo hay y no es “pura gratuidad”- no es el gesto “magnánime”, ni siquiera el “gasto noble” que en algún momento reivindicara Mauss: de lo que se trata es, incluso más allá de lo material, de “producir sociedad” (la expresión es de Godelier), de generar vínculos que son a la vez objetivos e intersubjetivos. Esta sociedad se produce, podríamos decir, en sus necesidades: tener obligaciones es necesario porque de ello depende que haya cooperación, y lo que doy ahora lo puedo necesitar mañana, por lo que estoy obligado a dar. Si quien recibe algo no hace un contradon (que no es exactamente una devolución), queda en deuda y en posición de desigualdad, pero también puede ser que crea que todo le es debido, es decir, que se le está haciendo un regalo (una “ofrenda” a su “poder”, pongamos por caso). La liquidación del contradon es la de la gratitud, que supone saber recibir y saber devolver, lo que no es un simple “acto de humildad cristiana”, como tampoco lo es el saber dar. No hay aquí altruismo ninguno que signifique sacrificio de algo propio, puesto que lo que se da regresa como contradon, y tampoco se trata de benevolencia.

Así las cosas, en el don se crea una dependencia que supone a la vez solidaridades y obligaciones, ya que sin las unas no pueden existir las otras. La base está en el reconocimiento de necesidades mutuas, por más que no esté dicho explícitamente (por ejemplo, frente a buenas y malas cosechas). La solidaridad no es caridad, ni “opcional”, sino condición de existencia social, y por ello obligación, como el contradón y la gratitud; y la obligación no es ninguna imposición, puesto que tiene su contrapartida. La obligación de dar, por ejemplo (de saber dar), tiene por contrapartida la gratitud y la obligación de saber devolver. Es preciso saber dar y saber expresar gratitud, pese a que el don parezca do ut des. No hay alienación ni posesión, y es una lógica que va más allá de saber quién es propietario o quién no. La cosa donada no es cosa alienada y en cierto modo no deja de pertenecer a quien la dona: “las cosas donadas, escribe Godelier, ‘nunca se separan completamente’ de su propietario por lo que arrastran consigo algo de su ser, por lo que a través de ellas se vinculan o se comprometen las personas”[36]. Lo que en el capitalismo termina por aparecer como un absurdo, así se tenga que sacrificar la “producción de sociedad”, es el desinterés (por el dar y por expresar gratitud), que no está reñido con la obligación, ya que “lo que obliga a donar es el hecho de que donar obliga”[37]. Hay ciertamente un “interés” en mostrarse desinteresado, pero es posible expresarlo sencillamente así: “hoy por ti, mañana por mí”.

En más de un aspecto, lo que hoy se pudiera entender como civismo –y que no es política- es parecido al don: supone garantizar comportamientos mínimos que permitan “producir sociedad”. Ceder el paso, ayudar a una persona desprotegida, dar las gracias en vez de tomar lo dado como debido, brindar respeto y agradecerlo, son algunos comportamientos que se “donan” y “contradonan”, no por asunto de modales ni de cortesía, sino para que vivir en la ciudad tenga un sentido y en este sentido, más allá de las jerarquías, todos los que “producen sociedad” se reconozcan como iguales en sus necesidades (antes incluso que como semejantes, lo cual remitiría más a una visión que pudiera interpretarse, así fuera erróneamente, como cristiana).

Marshall Sahlins mostró algunas limitaciones de lo expuesto por Mauss a propósito de la base de la práctica maorí del hau. Es posible pensar, con Sahlins, que hay en Mauss algo de una secularización “a la francesa” de una práctica que en un grupo primitivo encierra magia. Desde este punto de vista, pareciera que Mauss busca recuperar la idea no tan primitiva –puesto que está en Rousseau o, más aún en Hobbes, como lo muestra Sahlins - de un “contrato social” que además sea pacificador. Sin duda, el trabajo de Mauss no deja de ser polémico. Pero lo cierto es que, si de intercambio se trata, el sentido “no económico” está ratificado por el mismo Sahlins, quien, al hacerse preguntas por la “inocencia” del don, constata que entre los maoríes, pese a ciertas condiciones de circulación de los objetos, la libertad no es la de sacar provecho para sí en el intercambio. Así, escribe Sahlins, “estamos frente a una sociedad en la cual la libertad para ganar a costa de otros no forma parte de la concepción de las relaciones y formas de intercambio”[38]. Se está en oposición al “interés mal comprendido”, que es el interés propio del utilitarismo. No hay aquí “libertad” de tomar sin devolver, ni de sacar ventaja. Dicho de otro modo, el civismo o la “civilidad” terminan siendo –desde una óptica como la de Mauss- la prohibición de sacar ventaja del otro, por los motivos que sean, y antes al contrario, la obligación de “producir lazos” retribuyendo lo recibido –retribuir, antes que devolver, es la palabra reiterada por Sahlins[39]. Lo fundamental de la reciprocidad está en el intercambio (lo que a veces un turista no entiende de un acto de “compra-venta” con un indígena), no en quién se apropia de “la cosa” (ni del alma de la cosa, dicho sea de paso). Así las cosas, hay distintos modos de representarse el civismo, la convivencia en sociedad.

 

América Latina: de la escisión

Antes de la llegada de los españoles existían en la actual América Latina grupos indígenas con los más diversos grados de evolución. Había desde civilizaciones ya desaparecidas (como la maya) hasta numerosas formas de vida comunitaria que han sobrevivido hasta hoy, también en distintos grados. En los dos grandes imperios vencidos, el azteca y el inca, se encontraban bases comunitarias, desde el calpulli hasta el ayllu que José Carlos Mariátegui se encargó de reivindicar. Esas bases comunitarias se prolongan hoy en la minga (ay-ni) andina (donde existe la curiosa expresión “devolver el día”, como muestra de la lógica del don), el randi-randi (“dando y dando”) y el “cambia mano” (randinpa), o en México en el tequio y la gozona oaxaqueños (que tiene otros muchos nombres), pasando por el llamado “buen vivir” que ha sido retomado en Ecuador (el sumak kawsay) y luego en Bolivia. Interesa señalar de entrada que es posible probar que aún de modo fragmentario sobrevivieron restos de comunidad procedentes del mundo precolombino violentado por la Conquista. La ausencia de vida comunitaria en el conjunto de la sociedad, si aquella se pudiera probar, no sería atribuible entonces a una “barbarie” indígena que impediría decir “nosotros”, puesto que ese “nosotros” existe hasta la actualidad en muchos grupos de origen prehispánico. Es el poder oligárquico, de aspiración colectiva pero no comunitaria, que ha impedido fundar los cimientos comunitarios del Estado y la nación. Al mismo tiempo, es gracias a la sobrevivencia de modos de vida comunitarios que, por sorprendente que parezca, muchos precarios Estados nacionales latinoamericanos no han terminado de venirse abajo y no se desplomaron hasta extinguirse por ejemplo en dos décadas o más de graves –por sus consecuencias- ajustes estructurales, entre los años ‘80s y ‘90s del siglo XX. Con todo, lo que ha existido en América Latina es según veremos un exceso de “inmunidad”. De este modo, salvo cuando hay antecedentes comunitarios que resisten desde abajo aún sin ser hegemónicos, es prácticamente imposible hablar de “sociedades civiles” –en términos de lazos de solidaridad- y lo que es más, de un mínimo de convivencia cívica que cimiente la democracia y permita “producir sociedad”. En vez de que ocurra esta “producción”, está cortocircuitada u obstruida por la imposición del señorío y su creencia en un “derecho de excepción” que niega la lógica del don. El problema de sociedad es asunto que apenas comienzan a plantearse algunos gobiernos latinoamericanos, más ahora que el “nosotros” de los trabajadores se ha opacado (como ocurrió en la minería boliviana del altiplano, por ejemplo). Así, no es la “barbarie” de los de abajo la que ha impedido crear un sólido “nosotros” y fundar un civismo que sea realmente practicable. Lo que se opone a este civismo es el poder oligárquico, que aún hablando en nombre de “todos” busca desbaratar cualquier comunidad mediante una inmunidad de origen señorial y con respaldo en la modernidad y su juego de “intereses”, a cual más fuerte. Ese “todos” oligárquico no implica que haya una “red” de solidaridades ni de obligaciones: es un “todos” que usurpa el lugar de la comunidad y destinado a acallar cualquier independencia de criterio y cualquier individualidad (el “yo”), como si se trataran de “desviaciones” del interés o la voluntad generales –mecanismo clásico para legitimar una dominación. No se puede decir “nosotros” mediante la organización comunitaria desde abajo que el poder teme, ni se puede decir “yo”. Únicamente “se” dice “se” en busca de una fusión/unísono que anule discrepancias y permita la omnipotencia de unos cuantos.

La relación señorial es de dependencia pero, si bien esta puede crear una apariencia de igualdad, a veces de “tú a tú”, desde el punto de vista del señor la desigualdad no se hace a un lado ni al dar, ni al recibir. Es una relación de sentido único: se da como favor, sin estar obligado, y se recibe lo retribuido como debido. Las obligaciones no son recíprocas: quien es libre no tiene obligaciones y viceversa –en el segundo caso, lo señala de inmediato en el señorío algo como el derecho de pernada, que sella la desigualdad. El señor que recibe lo que le dan lo hace como algo que le es debido, como es debido que se le sirva y disponer de los demás, siempre como si se le pagara una deuda, y sin obligación ninguna de devolver. En términos de lo planteado por Mauss, el señor no sabe recibir ni devolver: considera que no tiene nada que retribuir. Y si da, no es para crear obligaciones recíprocas, sino como favor, para dejar al otro en la deuda (para convertirlo en acreedor), de tal modo que quien estando abajo –real o supuestamente- recibe pero devuelve es mal visto, porque cancela la deuda y con ella lo buscado en el favor, una dependencia que permita dominar, “enseñorearse”, “campear por los fueros”. Por lo demás, no está excluido sacar ventaja del favor, al grado que al hecho de sacar ventaja o “tajada” se le llega a confundir con el favor mismo (¡e incluso el derecho de pernada pasa por un favor!). La dependencia se ha creado para sacar ventaja. En el peor de los casos, hay quien cree que es mutuo y que puede “recuperar” sobre el señor, sacándole concesiones particulares, por lo que se llega a competir por el “privilegio” del favor.

La dimensión desaparecida es –junto a la de igualdad- la reciprocidad, de la misma manera en que no hay intercambio de equivalentes (y el precio puede variar según las jerarquías y “cómo le vean la cara”). No hay gratitud por lo devuelto, porque para el de abajo, dar se considera obligación y el señor no tiene motivo para agradecer: simplemente se le ha rendido pleitesía a su poder. No estamos entonces lejos del anhelo de absoluto, en el desdoblamiento completo entre libertad sin necesidad (sin “pasar necesidad”), y necesidad sin libertad (“pasando las de Caín”). Cumplir una obligación –al igual que dar sin endeudar- se convierte en equivalente de “pasar necesidad” y liberarse suele ser, para quien tiene un poder, por mínimo que sea, “hacer sentir” la arbitrariedad del favor a quien tiene alguna necesidad. Se saca provecho de la necesidad, lo que por lo demás llega a hacer cierta picaresca del marginal cuando el de arriba necesita algo (por ejemplo, el servicio de un oficio manual). La completa ausencia de obligaciones se agrava en suelo americano luego de la Conquista: no siempre se protege al siervo que siendo indígena no es considerado siquiera humano (pese a las exigencias de la Corona), y tampoco se acata a la Corona: no hay obligaciones con nadie, o casi (ni siquiera mayormente con una Iglesia que está para legitimar prácticas señoriales), lo que destruye además cierto sustrato de fidelidad en la relación entre señor y siervo (como lo había por ejemplo en el llamado “Homenaje” medieval).

El sentido de lo que hemos expuesto se comprende mejor gracias al minucioso trabajo etimológico de Roberto Espósito sobre las palabras “comunidad” e “inmunidad”, así se trate de una reflexión sobre el individuo moderno. La comunidad no es asunto de libertades, sino de deberes, según lo indica munus. En la inmunidad, la obligación pierde toda connotación positiva y se convierte en carga. El inmune es quien está exonerado de la “carga” o dispensado, así que la immunitas es una dispensa, que dicho sea de paso, se vive cual privilegio y derecho de excepción a la regla[40]. Ser “alguien” es no ser como los demás, y como lo hace notar Esposito, el foco semántico de la palabra inmunidad es “la diferencia respecto de la condición ajena”[41]; diferencia que, agreguemos, se instala muy pronto como privilegio –con frecuencia familiar- de quien no tiene que “pasar necesidad” y está dispensado de obligaciones. Afirmarse en una particularidad se convierte en diferenciarse “del resto de los mortales” con “lo propio”, lo “no común”, de tal modo que se está exento de los deberes societarios comunes a todos[42]. No existe deuda o “falta” con lo común porque “estar en deuda” es lo propio de quien recibe un favor –no del que lo hace-, al grado que “deber” no implica ni siquiera pagar. Lo asocial se vive curiosamente como privilegio. Esposito concluye que “la immunitas no es sólo la dispensa de una obligación o la exención de un tributo, sino algo que interrumpe el circuito social de la donación recíproca al que remite, en cambio, el significado más originario y comprometido de la communitas[43]. Queriendo “el” privilegio de ser dispensado de cualquier obligación (para preferirle la “real gana”), el señor erosiona bajo sus pies la vida comunitaria que, como el “gasto noble”, sería entonces propia de quienes “no tienen de otra” o cosa de tontos, según la expresión mexicana que en ocasiones dice burlonamente de alguien que es “muy noble”. Al traducirse en “interés”, el privilegio lo encuentra en no tener que pagar (retribuir) por algo que se considera debido –recibir-.

Asimismo, el no querer ver cuando algo no va es característico de una inmunidad que, basada en “lo propio”, se justifica con que “no se mete en lo que no le incumbe”, lo que equivale a la larga a no meterse en lo “no propio” que es la comunidad, lo común que empieza donde lo propio termina: ocurre más bien que en la representación del privilegiado, lo que no es prolongación de lo propio no existe, como no sea para la figura del favor que endeuda y “concede” una “parte de privilegio”. Esposito recuerda que en realidad de la etimología de “comunidad” se desprende que no se trata de una bipolaridad público/privado. “Lo que prevalece en el munus, señala Esposito, es (…) la reciprocidad, o ‘mutualidad’ (munus-mutuus), del dar que determina entre el uno y el otro un compromiso (…)”[44]. Esposito demuestra palmariamente la semejanza del munus con el don. Lo que parece carga también puede tomarse como encargo (en-cargo, encargos recíprocos que suponen “prendas”). Así, “communitas es el conjunto de personas a las que une, no una ‘propiedad’, sino (…) un deber o una deuda”[45], que se derivan en buena medida de la finitud (la mortalidad) de cada quien, que significa un límite[46]. La comunidad no es aquí una comunión religiosa, ni asunto de identidad: vuelve a aparecer cual necesidad, como en Mauss, ya que cada quien existe a partir de lo que Esposito llama “modalidad carencial”[47]. Es distinto en el que “tiene” un privilegio, empezando por el de no tener ninguna “carencia”.

Las dificultades para fundar un civismo real –basado en la reciprocidad- en América Latina se deben en buena medida al predominio de la inmunidad como anhelo dominante que termina por permear distintos estratos de la población; se deben también a la confusión entre necesidad y “barbarie”, que pasa también por la devaluación de lo recíproco –el dar y el retribuir- como marca de “ingenuidad”, por decir lo menos, y como marca de no pertenencia al mundo del privilegio. Las formas descritas –la inmunitaria, según Esposito característica de la modernidad pero que también se encuentra en el mundo señorial y colonial, y la comunitaria- han chocado, coexistido o se han “mezclado” en América Latina. Apenas ahora, frente al riesgo de desplome completo del Estado nacional, comienza a asignársele otro lugar a la forma comunitaria, en particular en los Andes (con especial énfasis en el Ecuador y Bolivia) y en menor medida en México (en Oaxaca, por ejemplo). Donde las formas coexisten, es más probable que se desemboque en el populismo y sus equívocos: las masas que “dan” esperan retribución de una figura paternal (que igual puede ser maternal) que nunca abandona del todo la representación del dar como favor del cual sacar ventaja (votos clientelares). Aunque quien es parte de la masa crea participar y ser “alguien”, no es seguro que reciba ni que sea respetado. En realidad, hay que pagar tributo aunque se acumulen amistades con la creencia de que se “tiene” poder de acuerdo con el número de amigos que se “poseen”. Leopoldo Allub lo describe así, aunque no coincidamos con toda su argumentación: “existe también una suerte de ‘economía externa’ en el hecho de poseer amigos elevados en la estructura de poder, la cual permite a quien los posee, o aparenta poseerlos mediante ese artilugio que en lenguaje coloquial algunos llaman ‘la magia del poder’, ‘expropiar’ o allegarse de poder aún sin tenerlo en términos formales”[48]- lo que sería propio de una estructura caciquil. Finalmente, donde la inmunidad se impone se precipita en cambio una “dominación estéril”, que no genera nación ni Estado. Destruye sociedad, cuando la hay. La obstrucción de la lógica del don desde una posición de privilegio es destrucción de sociedad, aunque quien se cree inmune no vea las consecuencias.

 

Conclusiones

El discurso oficial actual, sobre todo aquel proveniente de organismos internacionales, suele atribuir muchos problemas en el “tejido social” o la “fractura social” a la pobreza, a la “falta de oportunidades” o a una inseguridad que las más de las veces se pone a cuenta de la pequeña delincuencia y no de la de cuello blanco o de los grandes criminales. Sin embargo, el análisis sugerido aquí indica que el sentido de comunidad se extravía en otra parte –no forzosamente entre los pobres, que tampoco son un ente homogéneo-. No es nada más asunto de “pertenencia” (de integrados y excluidos), ni siquiera a un “imaginario” compartido pero también desmentido en las prácticas –en los actos, que arriba suelen ser el del privilegio y el de la impunidad. En ocasiones, y sin que deba glorificarse la pobreza, donde esos organismos ven “rezagos ancestrales” subsisten formas de organización comunitaria, mientras que en otros estratos sociales y raciales –cuando se entrelazan- la incapacidad para la organización es por así decirlo proverbial, así tengan esos estratos el poder y la “influencia”. Con frecuencia son justamente los grupos dominantes que se muestran incapaces de organizar y formar comunidades, afianzándolas como tales: no es raro que prefieran el juego de intereses en el cual sale ganando el más fuerte (así se disfracen de costumbres esos intereses), y que hagan al mismo tiempo un discurso en nombre de un “todos” paralizante, contrario a cualquier posible independencia de criterio. Sucede que los grupos dominantes no pueden “producir sociedad” porque no consideran que tengan algo en común con el de abajo, lo mismo que pasa entre los galantuomini (“caballeros”) del sur italiano que retrata Banfield, y que desprecian a un campesino que, por estar ligado a la tierra, es como si fuera animal, “palurdo” o cafone[49]. Por si fuera poco, los grandes propietarios son los primeros en culpar del estado de cosas a los campesinos mismos o al “sistema” y al “destino”, y en esperar del campesino menospreciado una buena opinión o casi la absolución para el de arriba. No hay nadie donde debiera haber responsabilidades y deberes públicos y por lo mismo compartidos. El propietario encuentra así el modo de no hacerse preguntas, atribuyéndole en exclusiva la ignorancia al campesino “fatalista”, aunque éste ha sido llamado en reiteradas ocasiones a resignarse a su “condición”. “El gentilhombre, escribe Banfield, no debe y no puede hablar con el campesino como lo hace un hombre razonable con otro. Tal vez es porque no cree realmente que el campesino sea como él un hombre razonable: siente compasión por ser el campesino menos que un ser humano y critica su clase, el sistema o el destino por haber hecho así al campesino”[50], de tal modo que cualquier “comunicación” es imposible y el problema de educar está excluido. A juicio de Carlo Levi, en estos espacios donde prima la desconfianza[51] la pequeña burguesía está lejos de ayudar, y diríase que su actitud, a veces peor que la del latifundista, se asemeja a la caciquil: quien tiene un puesto hace todo para sacarle ventaja – mediante un derecho casi feudal, aunque “bastardo”, o pequeñas rapiñas[52]- al de abajo, el campesino; aquél quiere imitar al terrateniente pero nada más lo puede hacer mediante el abuso en pequeños puestos, según lo sugiere Cristo se paró en Eboli, un texto que ha llegado a ser considerado como antropológico. Ciertamente, al campesino de Basilicata no le queda entonces más que la explosión iracunda pero estéril del bandolerismo. En última instancia, podría verse aquí una “barbarie” al modo en que la viera Sarmiento en Facundo. Sin embargo, no se trata más que de reversos de una misma medalla; otra cosa –mucho más grave- es que un errático Sarmiento, ajeno a todo conocimiento preciso sobre el mapuche, no haya tenido más que una expresión despectiva para Lautaro y Caupolicán, los héroes de Ercilla. El truco está en poner en el mismo saco –el del “caudillismo” y la “barbarie”- toda forma de alternativa o de resistencia, y llamar entonces atávica a toda respuesta, aunque sea al precio de desconocer cualquier forma potencial de organización de la sociedad y de “comunicación” entre los “pisos” que la componen.

Por lo demás, ni Almond y Verba resultan tan ciegos a este tipo de problema, puesto que consideran como prototipo de “cultura cívica” a la clase gobernante británica, mezcla de aristocracia y de comerciantes e industriales modernos que habrían hecho las cosas de tal modo –pactando- que incluso la clase obrera se habría visto en su momento llevada a organizarse[53]. En este orden de cosas, las clases dominantes latinoamericanas serían entonces “incivilizadas”, incapaces de “producir civilidad”, pese a las apariencias. Algunas pruebas llegan al extremo: entre 1987 y 1989, la oposición panameña, que se hizo llamar “Cruzada Civilista”, no dudó en entronizar a líderes que juraron en bases estadounidenses y no gobernaron más que con la injerencia directa de Washington. Esa oposición, vestida de blanco, era llamada con frecuencia “rabiblanquera” (de “rabiblanco” o “rabo blanco”) por el pueblo llano (algo que inspira luego a las “Damas de Blanco” cubanas, por ejemplo). En Bolivia, Evo Morales tuvo que vérselas en un complicado comienzo en el gobierno con “Comités Cívicos”, en particular de Santa Cruz y en menor medida de Tarija, que tampoco ocultaron un sesgo racial, como lo muestra un documental como Cocalero (2007): para más de un cruceño o una cruceña Evo Morales es “indio” antes que ciudadano, y esa condición racial lo excluye de un trato cívico (como el derecho a no ser insultado en plena calle). Sesgos similares se encuentran en la oposición a Hugo Chávez en Venezuela, o a Rafael Correa en el Ecuador (desde Guayaquil). Es la consecuencia de concebir la “sociedad civil” al modo estadounidense, como lugar de juego de intereses –a cual más fuerte- y no de creación de lazos comunitarios, o por lo menos de un mínimo de reciprocidad. Sorprendentemente, la carta de ciudadanía aparece cual privilegio –como “membresía”- del más fuerte, no como asunto compartido, y el interés se entiende como conservación de ese mismo privilegio. Si esta representación se impone, son los “pudientes” quienes, sin haber salido de una concepción estamental premoderna (“parroquialista”, si se quiere), creen ser “los” ciudadanos y convierten la ciudadanía en privilegio (a la usanza antigua), a nombre de un supuesto “interés”. De aquí a ciertas formas de corrupción no hay más que un paso: el abuso de cotos de poder o del reparto discrecional de riquezas aparece como otorgamiento de “privilegios”, así sean incluso limosnas, y se está de vuelta al favor… que debe aceptarse supuestamente en interés propio.

Así, el ideal de las oligarquías puede ser la “tierra de nadie” donde cada quien toma lo que quiere, a voluntad y según su fuerza, mientras el indefenso no se convierte en sujeto, sino que permanece en la pasividad, la parálisis e incluso busca refugio en los mismos valores oligárquicos, colocando el interés particular por encima de cualquier otra consideración humana y del espacio común, en el que unos se despojan a otros. Algo de esto ocurrió por ejemplo en San Fernando, Tamaulipas, en México, lugar asolado por años (en la segunda mitad de la primera década del milenio) por un cartel de narcotraficantes. La mafia –conocida como “la maña”- se llevaba gente a la vista de todos, gente que muy bien podía ser inocente (como ocurrió con un grupo de migrantes). Si el grueso de la población no dijo nada ni impidió las exacciones, es porque, al decir de algunos, tienen “familia que mantener” o que “cuidar”[54]. Nadie ve por otros, no hay espacio de intercambio, “no hay nadie” (aparentemente, puesto que lo público ha sido ocupado) y cada quien ve por lo suyo, sin más: es la supuesta “sociedad civil” con intereses –porque ciertamente los hay- donde en realidad ha desaparecido toda producción de sociedad en lo que pudiera tener de humano, que no es la “libertad”, sino la sobrevivencia de la comunidad. No se trata de una anomalía, como no lo fue la ausencia de fuerza pública efectiva por años en San Fernando: es más bien el resultado de una corrupción generalizada de las costumbres y de un espacio público confiscado. No es “tierra de nadie”: “cada uno” ha entendido que se arriesga a ser despojado, incluso de la vida.

Aunque no formen ciudadanos ni mucho menos garanticen un mínimo de convivencia cívica, las oligarquías latinoamericanas difícilmente han aceptado que se las retrate como amorales y causantes de la corrupción de las costumbres ya mencionada. Esas oligarquías se reservan el derecho de retratar como “bárbaros” a quien las reta, y por ello sin derecho a la ciudadanía –lo propio del “bárbaro” desde la Antigüedad. No es raro que los contendientes tengan que retroceder ante el riesgo de mayor atomización, justamente a falta de civismo y de “producción de sociedad”. Cuando algún contendiente que retrata como inmorales a quienes detentan el poder se convierte además en alternativa, no es raro que se lo excomulgue o que se lo amenace con ello, de tal modo que, en lugar de la esfera cívica, el “debate” se instala en el terreno religioso, donde la excepción es sacra y la comunidad es “comunión de todos”. El opositor aparece entonces como supuesto “mesías”, como pretendido “redentor” que usurpa un lugar que no es suyo. Si persiste en la independencia, el riesgo es mayor. Un estudio de Carlos Mario Perea Restrepo[55] ha demostrado que es lo que sucedió hace tiempo en Colombia con Jorge Eliécer Gaitán, quien se atrevió de distintas maneras a poner al descubierto la inmoralidad –“el “relajamiento moral”- de la oligarquía colombiana o, si se quiere, su “parroquialismo” o incluso, dicho sea en con palabras de Banfield, el “inmoralismo familiar” de los conservadores. Perea Restrepo muestra bien cómo se produce este conflicto en una comunidad que no ha cuajado como tal, es decir, que no ha terminado de hacerse como Estado ni como nación: en este marco, el conservadurismo orilla a la “guerra teológica” donde la alternativa no termina de presentarse como tal, porque el terreno de debate es conservador. Gaitán se vio probablemente encerrado en una contradicción, a falta de base comunitaria sólida: entre denostar la “barbarie” real de la oligarquía y adoptar un tono religioso para reivindicar la purificación social mediante la participación popular y la “regeneración moral”. Aún así, no puede decirse que se haya tratado de “mesianismo” y ni siquiera de “caudillismo” -aunque sí tal vez de suplir con una moral de inspiración religiosa la falta de organización. Seguramente no haga falta señalar hasta qué punto Colombia –entre otros países de América Latina- paga hasta hoy, fachadas aparte, el precio de la desarticulación de la sociedad y los lazos recíprocos. Insistamos en que no es un caso único.

 


Notas:

[1] Investigador Titular, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, desde hace 20 años, y Docente en Estudios Latinoamericanos, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Líneas de investigación: ideas y mentalidades en América Latina. Libros más recientes: El Nuevo Mundo en la encrucijada, IISUNAM- Ithaca, 2007, y El culturalismo estadunidense, IISUNAM-Bonilla Artigas, 2008.

[2] Memoria Histórica/CNRR, 2009:13

[3] Memoria Histórica/CNRR, 2009:62

[4] Memoria Histórica/CNRR, 2009:15

[5] Calveiro, 2008: 57

[6] Calveiro, 2008: 57

[7] Calveiro, 2008: 57

[8] Calveiro, 2008

[9] Calveiro, 2008: 12

[10] Villagrán, Agüero, Salazar y Délano, 2005

[11] Almond y Verba, 1963: 31

[12] Camps, 1990: 36

[13] Banfield, 1958

[14] Banfield, 1958

[15] Banfield: 86-87

[16] Banfield, 1958: 129

[17] Banfield, 1958

[18] Almond y Verba, 1963: 263

[19] Almond y Verba, 1963

[20] Mc Dougall, 2005

[21] Camps, 1990: 26

[22] Camps, 1990

[23] Camps y Giner, 2008: 44

[24] Fernández Liria, 2007

[25] Fernández Liria, 2007: 28

[26] Castel y Haroche, 2003

[27] Castel y Haroche: 13 y 26

[28] Camps, 1990: 138

[29] Mauss, 2009

[30] Godelier, 1998: 154

[31] Godelier, 1998: 150

[32] Mauss, 2009: 70

[33] Godelier, 1998: 149

[34] Mauss, 2009: 257

[35] Mauss, 2009: 257

[36] Godelier, 1998: 101-102

[37] Godelier, 2008: 29

[38] Sahlins, 1983: 180

[39] Sahlins, 1983: 181

[40] Esposito, 2005

[41] Esposito, 2005: 15

[42] Esposito, 2005

[43] Esposito, 2005: 16

[44] Esposito, 2003: 29

[45] Esposito, 2003: 29

[46] Esposito, 2003

[47] Esposito, 2003: 30

[48] Allub, 123

[49] Banfield, 1958: 71

[50] Banfield, 1958: 81

[51] Levi, 1980

[52] Levi, 1980: 281 y 291

[53] Almond y Verba, 1963: 7 y 8

[54] Torres, 2012

[55] Perea Restrepo, 2009

 

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[div2 class="highlight1"]Cómo citar este artículo:

CUEVA PERUS, Marcos, (2012) “Represión, excepción y comunidad en América Latina”, Pacarina del Sur [En línea], año 3, núm. 12, julio-septiembre, 2012. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.
. Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=470&catid=14[/div2]