Quince, dieciocho burros posan erguidos, flanco contra flanco, allá arriba, a la orilla del cantil rojizo. Observan atentos cómo nos acercamos cautelosos, con paso lento y sin balancear los brazos para no espantarlos, como si fuésemos tres cardones más de los pocos que sobreviven en este desierto. Una rara llovizna de dos horas que terminó antes del amanecer  permitió a nuestro rastreador seguir con facilidad las huellas frescas de la manada. Por el flanco derecho va elevándose el sol para recortar en negro el perfil de la sierra de San Francisco y pintar de amarillo la enorme planicie de El Vizcaíno que se extiende hasta el azul Pacífico, desde donde siguen llegándonos con la brisa, algodonosos manchones de neblina.

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