Variopintas rutas y un solo destino: investigaciones recientes acerca de la fotografía en México

Aried routes and a single destination: recent research about photography in Mexico

Rotas variadas e um destino único: pesquisas recentes sobre a fotografia no México

Leticia Núñez Hernández[1]

RECIBIDO: 10-06-2015 APROBADO: 23-07-2015

 

Every Picture Tell a Story es el tercer álbum grabado como solista por el músico Rod Stewart y salió a la venta en 1971; es también el título del disco una expresión que conjuga la opinión que me expresó un profesor años atrás: de todo aquello -gente, hechos, muebles, inmuebles, paisajes…- que existe una fotografía es porque ahí hubo alguien o <algo>, justificando con la aseveración que desde la segunda mitad del siglo XIX, y sobre todo luego los aportes de Niepce, Daguerre y Talbott, acrisolados por las compañías productoras de cámaras y accesorios fotográficos -George Eastman inventaría la Kodak en 1888- ya entrado el siglo XX, las personas buscaron la perpetuación en el tiempo de ese instante fugitivo considerado por ellas relevante, ya fuera en el ámbito íntimo/privado o en el social ampliado. Y con su práctica demostraron que lo que estaba ahí -en el daguerrotipo o en la impresión fotográfica-, en palabras de Roland Barthes (1991), “había sido” y, no sobra agregarlo, será.

Y ha sido el trayecto de la propia práctica fotográfica -de sus personajes/hacedores y de sus circunstancias públicas y privadas- desde su arribo a las costas mexicanas un andar al que le han dado seguimiento las narrativas periodística e historiográfica, con avances y retrocesos, a partir de la tercera década del siglo pasado, que es cuando puede datarse el acercamiento periodístico que fue intensificándose, pasando de los trabajos específicamente históricos al análisis de la obra de los fotógrafos y de los géneros fotográficos, sin dejar de lado el abordaje de la relación de éstos entre sí. Creció así el interés de la academia por la fotografía, se instaló por fuerza de sí misma a partir de la década de los años sesenta del siglo XX y se mantuvo in crescendo hasta fines de los ochenta, cuando la conmemoración en 1989 de los primeros 150 años de su existencia como tal la catapultó como objeto de estudio valedero para diversas disciplinas.[2]

Esos derroteros que ha seguido la investigación de la fotografía en nuestro país son el motivo y objetivo del presente artículo, que pretende en las líneas venideras analizar una muestra bibliográfica integrada por cuatro obras que pueden servirnos de guía de forasteros para indagar las rutas que transita el interés investigativo sobre la fotografía en México, resultantes ellas de igual número de procesos de investigación y dadas a conocer en el curso de un lustro reciente: 2010-2013. Todas editadas por el INAH/SINAFO/CONACULTA en su colección Testimonios del Archivo, dichas obras fueron escritas por José Antonio Rodríguez: El arte de las ilusiones. Espectáculos precinematográficos en México (2010); Alejandra Mora Velasco: Vendedor de ilusiones. Eligio Zárate: fotografía y modernidad en San Pablo Huitzo, Etla, Oaxaca. 1940-1960 (2010); Ignacio Gutiérrez Ruvalcaba: Una mirada estadunidense sobre México. William Henry Jackson, empresa fotográfica (2012); y Carlos Vázquez Olvera: El ropero de las señoritas Sámano Serrato. La fotografía familiar como fuente de una investigación documental (2013). Vayamos a ellas.

Imagen 1. Portadas de libros. Autora: Leticia Núñez Hernández
Imagen 1. Portadas de libros. Autora: Leticia Núñez Hernández

 

Los autores y las obras

José Antonio Rodríguez, estudioso y seguidor cotidiano de la fotografía durante veinte años desde las páginas de El Financiero con una columna semanal -“Clicks a la distancia”-, director de la revista Alquimia -la cual permanece a contracorriente e integra, junto a Luna Córnea y Cuarto Oscuro, la triada de publicaciones periódicas en los años recientes dedicadas en su integralidad al estudio de la fotografía desde diversas ópticas- y autor de varios libros y catálogos, construye, a través de los dieciséis apartados que integran El arte de las ilusiones. Espectáculos precinematográficos en México -que van de los orígenes de lo visual a los artefactos, pasando por la especificidad y reconocimiento a los autores de los inventos y a sus distribuidores en su trashumancia hasta su arribo a México-, un texto sobre arqueología de lo visual, y en concreto de arqueología “de las imágenes en movimiento y [de] aquellas en donde se creaba la predisposición para lo virtual.” (p. 13)

En el rastreo hacia atrás que el autor hace al ámbito y al tiempo de emergencia de los artefactos y las expresiones que hemos dado en llamar <precinematográficos>, salta a la vista que hubo sincronía entre ese <precine>, o visualidad anterior al cine, con la propia expresión cinematográfica, ya que ésta -el cine- no clausuró a aquellas; al igual que, por ejemplo, el advenimiento de la televisión en el siglo XX no hizo desaparecer a aquel, sino que en gran medida lo catapultó al utilizar a la propia televisión, y a los soportes que sobrevinieron después, como plataformas para su distribución y revisión. En todo caso, en ambas situaciones se dieron un conjunto de superposiciones, coexistencias y retroalimentaciones entre ellos.

Rodríguez deja en claro que el andar de la expresión visual y los medios para ella están presente en México desde tiempos muy remotos en lo que por entonces se dio en llamar el <nuevo mundo>: por intermedio de Alexandro Favián, cura poblano hijo de genovés que mantuvo contacto epistolar con su igual Athanasius Kircher, autor del clásico Ars Magna Lucis et Umbrae -El gran arte de la luz y de las sombras-, la población de la Nueva España supo del sistema de proyecciones, y de la linterna mágica, hacia el último tercio del siglo XVII; y para la última década del siglo XVIII “los conocimientos sobre la óptica y la cámara oscura ya eran tomados en cuenta como parte de los avances científicos, y aún más... ya eran conocidos en México entre los sectores ilustrados.” (p. 36), además de lo que empezaban a representar en el imaginario social como espectáculos virtuales que atraían la atención y a la vuelta de los años se integrarían a la cotidianidad de la gente.

Esa circulación cultural, tensionada de suyo y que iba de un proceso de mitificación a uno de apropiación cultural, y que vendría a ser un proceso de preparación de la audiencia -del perceptor de mensajes visuales con un anclaje en la virtualidad-, generaba que, por ejemplo, el común de la gente viera, mediando 1824, a “los... experimentadores de la fantasmagoría[3] y de otros juegos ópticos... como hechiceros que tenían pactos con lo diabólico. [En tanto] que los espectadores ilustrados... tenían en cuenta que detrás de la magia de las imágenes permanecía una habilidad creativa” (pp. 75-76). Otro dato al respecto en la misma época: “en octubre de 1825, [Frederick] Waldeck 'monta una cámara oscura' [y tiene] un espectáculo de 'fantasía' que [llama] Petromagia.” (p. 81) Todos estos artefactos incluidos en el terreno de los <pre> fueron preparando el ambiente para el del espectador en un espacio público colectivo, al cual la oscuridad de la sala le produce contradictoriamente una sensación de aislamiento.[4]

A mediado del siglo XIX, según Rodríguez, se desarrolla una gran actividad de espectáculos visuales en Monterrey, Veracruz, Puebla, Oaxaca y Mérida, ciudades que ya eran, junto a Guadalajara y la capital del país, las grandes urbes de entonces. Y en esta última el triestino José Peschle presenta en 1842 su cosmorama, en junio de 1843 Antonio Montes muestra en el teatro De los Gallos unas sombras chinescas y Francisco Milán de la Rosa expone al público un diorama, ”hasta donde se sabe el primero en México o el primero con documentación” (p. 96) Tal actividad de Milán de la Rosa casa bien con una elite social que empezaba a voltear la vista a Europa, y en específico a Francia, como referente y faro cultural, y a la cual el citado diorama “y panoramas significaban modernidad; una visión envolvente, un acto de percepción, producto de lo que se podía entender como experiencia cosmopolita. La modernidad tecnológica, luminosa en su poder de fascinación, desde la cual podía ser visto el resto del mundo.” (p. 102) Pocos años después, en 1876, se da a conocer a través de una pujante prensa que estaba a la venta el “fenaquitiscopio... invento del físico Plateaua que, para muchos [señala Rodríguez], es el antecedente del cine[matógrafo].” (p. 205)    

El Boletín Oficial, 15 de abril de 1885
Imagen 2. El Boletín Oficial, 15 de abril de 1885. Museo Histórico de Oaxaca.

Un aporte importante de texto de Rodríguez es no sólo el anclaje de su interés para precisar el transcurrir de todos esos artefacto, que fueron pavimentando el camino y sensibilizando a la audiencia para la llegada del cinematógrafo, sino el seguimiento puntual de la bibliografía acerca del tópico en cuestión y cómo fue llegando a México, así como el hecho de que tales obras eran conocidas por una elite que, de acuerdo con el profesor francés de química Julia-Fontenelle -autor del Manual de física divertida o nuevas recreaciones físicas-, tenía en claro el doble papel que cumplían los artefactos ópticos: “Estos divertimentos físicos, químicos o matemáticos considerados científicamente [decía], no son solamente un simple objeto de curiosidad; la explicación de los fenómenos que representan se relaciona con las teorías más elevadas, las más exactas, y con derecho a ser consideradas como un nuevo recurso de instrucción.” (p. 143)

Y era así, en esos nuevos tiempos que hoy son los viejos tiempos, las TIC estaban ahí. Como lo documenta Enrique de Olavarría y Ferrari, autor de la Crónica del XI Congreso Internacional de Americanistas (México, Imprenta y Litografía La Europea de F. Camacho, 1896, p. 435), y citado por Rodríguez:

“en 1895, Leopoldo Batres presentó sus trabajos sobre las razas y monumentos de los pueblos náhuatl, zapoteco y maya 'ilustrando sus disquisiciones y conclusiones con la exhibición de hermosas vistas fotográficas proyectadas en un lienzo enrome por medio de un buen aparato de los empleados por los diestros expositores de cuadros disolventes'... [lo que nos da] una idea de los usos didácticos del sistema de proyecciones... alrededor de 1895” (p. 235).

Aunque vale señalar que usar “positivos fotográficos sobre cristal [diapositivas, pues] fue sumamente popular durante la década de 1880... entre los científicos y viajeros. ” (p. 232) Lo que pondera al siglo XIX como decisivo en el desarrollo de los instrumentos de proyección visual, equivalente a los que fueron el último tercio del XX y lo que va dell XXI para los digitales y compactación de dispositivos; en el XIX se dio la “conjunción de universos con los que se edificaba, indudablemente, una nueva manera de percibir.” (p. 169)

Imagen 3. Quinceañera Sofía López y su padre Reynaldo López, década de 1950. Autor: desconocido. Colección Museo Comunitario de Huitzco, Oaxaca.
Imagen 3. Quinceañera Sofía López y su padre Reynaldo López, década de 1950. Autor: desconocido. Colección Museo Comunitario de Huitzco, Oaxaca.

A la vuelta del siglo el cine llegaría y se instalaría en un ambiente ya preparado por los trashumantes que trajeron paso a paso los artefactos, y que desde el siglo XVII, y revulsivamente en la segunda mitad del siglo XIX, generaron un audiencia consumidora de mensajes visuales en movimiento, imágenes que en su actuar bajo un guión expreso fueron contando historia tras historia.

 

Alejandra Mora Velasco es promotora cultural, curadora de arte y autora de Vendedor de ilusiones. Eligio Zárate: fotografía y modernidad en San Pablo Huitzo, Etla, Oaxaca. 1940-1960 libro en el cual aborda, mediante los dos apartados que lo que integran -uno pequeño, donde establece y da seguimiento al transitar del retrato por el mundo hasta llegar a la ciudad de México; y el segundo mucho más amplio donde sigue el tema central y los proceso técnicos del retrato en sí, de los fotomontajes y retoques hasta la ampliación en tela- el “uso del retrato fotográfico [por] la gente de una región de Oaxaca... a mediados del siglo XX.” (p. 139), donde la participación de Eligio Zárate se revela decisiva mediante la pesquisa que a grandes saltos temporales hace la autora en torno a la vida y actividad del personaje objeto de su interés. Así como para rememorar el fenómeno de la ampliación en tela.

Siguiendo a Fernández Ledesma, la autora precisa que el primer estudio fotográfico ya como tal “es el de Foto Corbelis, ubicado en la calle Larrazábal, hoy 1a de Guerrero, que aparece en la 'Nómina de los más notables daguerrotipistas, ambroptistas y fotógrafos que trabajaron en la ciudad de México y en otros lugares del país de 1845 a 1880.” (pp. 25-26) Y esos otros lugares eran Puebla, vecina a la capital del país, o Veracruz –ciudad ésta que por entonces era la puerta principal de entrada y salida del país-, a donde acudía la gente con los suficientes recursos económicos para retratarse; el resto de la población tardaría aún varios años en enterarse del invento de los puntos de vista de Niepce, patentado y difundido por Daguerre y positivado por Talbot.

Luego de un repaso por el origen e historia de la fotografía pintada, cuyo antecedente vendría a ser lo que hemos dado en llamar retrato popular y que el siglo XIX era realizado por artistas sin ningún entrenamiento, enmarca el desarrollo de los establecimientos encargados de amplificar las fotografías y cuyo inició puede datarse alrededor de 1930, según testimonio del señor Antonio Flores, quien recuerda que los primeros iluminadores de fotografías aprendieron de alguien apellidado Tristán (a) “don Tristi”, un danés que “había estudiado la técnica en España... y enseñó a varios jóvenes a dibujar fotografías, a iluminar los rasgos y los contornos de la figura utilizando una 'brocha primitiva, una cañuela que contenía el pigmento y que se sopaba con la boca esparciendo el color... ya que entonces no existían las brochas de aire comprimido, las cuales aparecieron hasta mediados del siglo XX.” (p. 41)

Y sería en la quinta década del siglo pasado, entonces, cuando en el número 10 de la calle Dolores, en la ciudad de México, se abriría el taller de Diógenes Garza, quien reuniría a un grupo de dibujantes e iluminadores para abrir su establecimiento de amplificaciones en tela a gran escala, que llevaría el nombre de “Amplificaciones de Retratos Diógenes Garza” y crecería por encima de los ya para entonces varios competidores, que tenían agentes en las calles promoviendo la venta de las ampliaciones pintadas en tela. Eligio Zárate -oriundo de San Pablo Huitzo, municipio de Etla en el estado de Oaxaca- era uno de esos agentes vendedores y quien, en 1953 y ya con una experiencia como vendedor “de... artículos de perfumería Promesas de Amor de los laboratorios Glorman, de la ciudad de México, así como percheros y artículos religiosos que distribuía [una] compañía de Oaxaca [...] se convirtió en... 'agente amplificador de fotografías'.” (p. 80) Esa experiencia, así como su don de gente y su simpatía, le harían el gran vendedor de la región de los Valles de Etla, mismo que como todos ellos, confiesa, “era un mentiroso... el comercio era engañoso, hacía una especie de magia o truco porque, por ejemplo, se podían poner juntas a dos personas que se casaron y en su momento no se retrataron.” (p. 82)

Y si bien es cierto que la puesta en escena es una artilugio que aparece a la par que la fotografía misma, también lo es que el desarrollo tecnológico de ésta fue abriendo las posibilidades del fotomontaje con mejores recursos para evitar <los costurones> traicioneros que le quitaban la verosimilitud a la imagen. Lo interesante de la ampliación pintada en tela era que el sujeto o los sujetos reproducidos podían optar, según la autora, por parecerse a sí mismos o buscar modificar en la fotografía redibujada aquellos defectos que querían ocultar; a fin de cuentas la posibilidad de modificar el físico para presentarlo más al gusto del cliente, era el plus que ofrecían los agentes amplificadores de fotografías pintadas, que iban más allá de los <simples y sencillos> retoques fotográficos.

Empresa decididamente mercantil sin tapujos, la ampliación fotográfica en tela pintada fue, para el caso objeto de estudio de Mora Velasco, producto de una época -el medio siglo XX mexicano transitando hacia la modernidad tardía con el éxodo del campo hacia las ciudades- y de un conjunto de circunstancias regionales específicas -Huitzo, un lugar donde no había un solo fotógrafo-, las cuales posibilitaron que el trabajo de Eligio Zárate deviniera nodal y trascendente para que la gente de la región tuviera acceso, mediante las fotografías pintadas, a la recuperación de presuntas memorias familiares que en verdad eran impostadas y donde los muertos aparecían con los vivos al lado o los padres con los hijos en igualdad de edad o... todo aquello que permitía el manipular las fotos de ovalito, de cuerpos y de escenarios variados y virtuales. Y Oaxaca, donde había varios estudios fotográficos, estaba, por cierto, a 24 kilómetros de San Pablo Huitzo, pero como los habitantes de los Valles no tenían dinero para viajar, Zárate llegó a tener en “1953... 400 clientes bajo convenio de dos pesos mínimos de abono por semana” (p. 85), en pago por fotografías que cuyos precios iban de los 150 pesos por una amplificación en tinta china a los 200 por una en sepia o en acuarela.

Imagen 4. Zacatecas 1884. Autor: William Henry Jackson. Colección particular
Imagen 4. Zacatecas 1884. Autor: William Henry Jackson. Colección particular

Sensible, como dice la autora, y con visión comercial, el personaje aprendió el oficio de fotógrafo y adquirió equipo, pero nunca tuvo un estudio fijo y ya para inicios de la década de los sesenta se dedicó a la fotografía instantánea en blanco y negro con, seguramente, cámaras Polaroid, en esos tiempos cuando las instamatic de Kodak y las swinger de Polaroid empezaron a masificarse y la gente fue olvidándose de las fotografías pintadas que el transcurrir de los años iba llenado de moho y haciendo desaparecer las imágenes. Y en 1965, con su Mamiya 6x6 al hombro, se dedicó a la fotografía callejera, que vendía a quienes querían recuperarse y verse caminando distraídamente, para después ser lo que en el argot se denomina <fotógrafo pastelero>, aquel que da cuenta de las fiestas y ceremonias en general, abriendo un negocio pequeño en el centro de su pueblo –“Foto Amistad”- y, ante la escasa clientela, emigrar a la capital oaxaqueña rondando 1970, donde llegaría a ser Secretario General de la Unión de Fotógrafos trabajando para el diario Oaxaca Gráfico. Todavía en los ochenta regresaría a lo suyo: andar los Valles retratando a la gente desde Ixtepec hasta la Mixteca y la sierra Norte del estado, y terminar en la última década del siglo XX, con más de ochenta años de edad a cuestas, haciendo, decía él, “'locuras' de impresiones de color de 35 milímetros” (p. 91); los dos últimos años de su vida los pasaría, paradojas e ironías de la vida, casi a ciegas.

Al oficio de Eligio Zárate y sus iguales -la fotografía pintada-, como a todo, el proceso de modernización y el desarrollo de la tecnología se los llevó entre las extremidades inferiores y el trabajo de investigación aquí comentado, basado en la historia oral y con un cruzamiento y apoyo en un conjunto de fuentes secundarias ya probadas, nos retrotrae al tiempo originario de esas técnicas de ampliación, hoy en franco retorno con las posibilidades de que los recurso digitales ponen a disposición de todos.

 

Ignacio Gutiérrez Ruvalcaba es uno de los más acuciosos investigadores acerca de la fotografía cuya obra se ha movido entre ser pionero en el estudio y rescate de la obra del fotógrafo veracruzano Joaquín Santamaría (1998) y la de Teoberto Maler (2008) -obra ésta que inaugura, por cierto, la Colección Testimonios del Archivo-, pasando por los ocho volúmenes de El mundo indígena. Iconografía de luz, que en compañía de Teresa Rojas Rabiela coordinó entre 2002 y 2004, por ejemplo. Y en 2012 decidió abordar la vida y obra de William Henry Jackson, y su andar por México durante los viajes que hizo en el último tramo del siglo XIX y el alborear del siglo XX, mediante Una mirada estadunidense sobre México. William Henry Jackson, empresa fotográfica, obra en la cual al través de cinco capítulos da cuenta de un esbozo biográfico, de las relaciones binacionales como contexto, de los viajes -apartado central-, de las temáticas, de la técnica y del comercio

Muchos han sido los fotógrafos extranjeros venidos a México, principalmente durante los dos primeros tercios del siglo XX -Tissé llegando con Eisenstein, Weston, Cartier Bresson, Cappa-, pero es quizás el estadounidense Jackson quien, durante sus tres viajes realizados entre 1883 y 1991 -aunque hizo varios más-, contribuyó con sus imágenes a definirle un rostro a nuestro país que se integró como valedero en el imaginario visual estadunidense. Y de tales viajes habla el libro de Gutiérrez Ruvalcaba: de cómo el también creador en el imaginario estadounidense de que el ferrocarril fue el gran colonizador del far west, vino a México bajo contrato con una compañía ferrocarrilera para seguir y fotografiar el tendido de las vías, quedando en libertad, según el mencionado contrato, para comercializar toda la documentación gráfica en su favor.

Cuando llegó a México ya era famoso y fue éste el país al cual salió por vez primera. Y el texto en cuestión, en palabras de su autor, “pretende mostrar cómo las fotografías de Jackson fueron y son importantes para el estudio de la historia de la fotografía mexicana y estadunidense [ya que] presenta un estudio temático de sus imágenes y destaca su relevancia… en el contexto iconográfico del autor… [y] sus posibles significaciones en la cultura de ambos países. [Así como] su sentido empresarial” (p. 11), producto de que en los años ochenta del siglo XIX ya trabajaba en su estudio y había firmado contratos de publicidad con la Atchinson Topeka & Santa Fe Railroads -ATSF-, la Kansas City Railroads y la Deriver & Río Grande Railroad. Y sería en esa época cuando iniciaría “una serie de fotografías con fines comerciales cuyo objetivo es la venta de imágenes centradas en el cañón del Río Colorado” (p.21), para llegar a México bajo una concesión de la ATSF con su filial Ferrocarril Central Mexicano.

En la siguiente década se dedicaría a vender tarjetas postales y estereoscópicas y haría su tercer viaje a México -el segundo había sido en 1884- para continuar con su trabajo documentador y mercantil signado por su primera visita, determinante ésta porque el conocimiento de la ciudad de México le impactará y establecerá una convocatoria abierta a su retorno: está presente durante la conmemoración de la Batalla de Puebla en el Zócalo, queda atraído por el tamaño de la ciudad -aunque había vivido en Nueva York- y “no se cansará de fotografías, en particular el cauce del canal de La Viga y los pueblos por donde transita.” (p. 69)

Según Gutiérrez Ruvalcaba las imágenes de Jackson, a quien “su entrenamiento y su sentido comercial le permitieron reconocer lo variado y diferente como un medio para generar atracción, curiosidad y gusto” (p.80), pueden interpretarse, de acuerdo a los objetivos del fotógrafo, no sólo como fotografías destinadas a ser “souvenirs… [sino también como] un documento visual de suma riqueza… pese a que algunos temas recurrentes… coinciden o abrevan en los estereotipos creados en relación con México.” (80)

Jackson estuvo en cada viaje pocos días y su andar por el país lo determinaron la ruta y el itinerario del ferrocarril; el trayecto encorsetó sus temáticas, de las cuales, dentro de un universo de 595 fotografía fichadas, 27 % corresponden a vida urbana, 26.2% a arquitectura y urbanismo, 3.1% a museos y arqueología, 19.4 % a paisajes, 12.7 % a vida rural e, irónicamente, 11% a ferrocarriles.

El aporte del fotógrafo estriba, además de lo ya enunciado, en que “gracias a [la] comercialización [de sus fotografías], se construyó una mirada colectiva sujeta a múltiples consideraciones respecto de la cultura mexicana, su gente y sus paisajes… [y a la vez] una mirada auténtica, fresca y espontánea.” (p. 167)

Imagen 5. Hermanas y hermanos Sámano Serrato, ca. 1940. Autor: desconocido. Colección particular
Imagen 5. Hermanas y hermanos Sámano Serrato, ca. 1940. Autor: desconocido. Colección particular

 

Carlos Vázquez Olvera acomete con El ropero de las señoritas Sámano Serrato. La fotografía familiar como fuente de una investigación documental, el seguimiento en flash back de una estirpe, la de las señoritas Sámano Serrato del título, utilizando las imágenes fotográficas como vestigios que, al interrogarlos, se metamorfosean no tanto en fuentes documentales per se y sí en pistas que aunadas a, éstas sí fuentes primarias -entrevistas con familiares y conocidos de las hermanas mencionadas-, y secundarias -bibliografía, documentos, hemerografía-, cimentan la investigación traída a cuentas: una obra estructurada en cuatro capítulos que va de la ubicación histórico espacial -la ciudad de Acámbaro, Guanajuato, como el escenario de la narrativa-, al esbozo de un estado del arte para fundamentar/apoyar su indagación y su método de abordaje, a la crónica del tránsito temporal de la familia en cuestión y a la vida de las protagonistas centrales.

El autor confiesa, y resulta pertinente enunciarlo, su relación familiar con las dueñas del ropero donde se almacenaron las imágenes que, de manera fortuita cuando indagaba acerca de otro tema distinto aunque vinculado al través de Acámbaro, detonaron su investigación en torno a ellas: “tuve el apoyo de mi tía Esperanza Sámano Serrato [la última guardiana del acervo], tía abuela paterna, quien fue clave al facilitarme su valiosa colección de imágenes formadas por dos series de fotografías de las inundaciones de Acámbaro, de 1897 y 1927. Este acercamiento desató mi interés por conocer más detalles de la historia familiar.” (108) Y el ir en pos de ésta lo llevó hasta el siglo XVIII, al origen de la familia iniciada por don Manuel Mendoza y su esposa Antonia Hinojosa, quienes procrearon catorce hijos que fueron aumentando la progenie hasta llegar al “padre de las hermanas Sámano Serrato [que] fue el doctor Francisco Sámano Román, quien nació el 22 de diciembre de 1861 y vivió en Pátzcuaro, Michoacán, donde realizó sus primeros estudios [y] para 1888, en Acámbaro, contrajo matrimonio con María de la Paz Serrato de la Llata.” (35-36)

El azar, bajo cuya égida la Historia dio el giro para ser devenir y no destino, jugó su baza para que nuestro autor tuviera acceso al álbum fotográfico de su familia, atesorado por esas guardianas que fueron las cuatro tías solteronas -María. Concepción, Margarita y Esperanza- y procediera a poner en el blanco y negro del papel y la tinta, las fotografías -así como la historia de éstas y de su aporte a la historia familiar- que posibilitaron el reconocimiento que hoy hace a las hermanas, de las cuales las más longevas, Margarita y Esperanza, mantuvieron viva la divisa compartida y expresada por una de ellas: “A mí me sacan de mi casa con las piernas por delante.” (104) Y así fue, poco después de abrirle las cajas de la memoria gráfica de los Sámano Ferrato a Vázquez Olvera, uno de sus postreros descendientes.

El contenido del cofre de las imágenes que sustentan la obra en cuestión nos conduce como lectores/visores a la vida de esta familia en la segunda mitad del siglo XIX como extremo inferior de un corte histórico, definido por la edad de las propias imágenes, que tiene su extremo superior hacia los años primeros de la década de los cuarenta. “La mayoría... son retratos… en estudios fotográficos… hay escenas de… vida cotidiana… mujeres acomodadas, sus diversiones en las casas… paseos al campo… visitas a familiares en la ciudad de México y las tertulias… panorámicas del interior de los templos de San Francisco y de la Coronación de la Virgen del Refugio [e] imágenes… tomadas en la… Casa Sámano como escenario.” (110). Y usando las técnicas del análisis de material gráfico se derivó la necesidad de identificar y rastrear a los personajes aparecidos en él, lo que el autor hizo mediante el seguimiento “del cúmulo de datos escritos en algunas de las fotografías” (11) y con las entrevistas a informantes clave, particularmente a María Eugenia Sámano Larrondo y Ana Bucio. Y con estos afluentes informativos el autor construyó el relato.  

El capítulo cuarto y final -“La fotografía como documento”- está dedicado a la presentación de los fundamentos teórico metodológicos con los cuales nuestro autor busca, con el apoyo de la bibliografía al uso -clásicos como Barthes, Benjamin, Bordieu, Sontag; y aportes nuevos y puntuales como los de Aguayo y Roca, Kossoy, Mraz, Ortiz García, Pantoja Chávez, Sánchez Montalbán- darle razón de ser y sustento teórico a su trabajo, lo que logra no tanto por fuerza de su argumentación, sino por el peso de la erudición contenida en el aparato crítico convocado. Lo que no obsta para reafirmar y confirmar aciertos: dice Vázquez Olvera, refutando a quienes ven en los álbumes fotográficos familiares una transparente postal de la vida privada de sus dueños, y a quienes aún sostienen la superstición de que una imagen vale más que mil palabras: “La divulgación de las imágenes guardadas… tiene la característica de ser privada y su acceso está restringido a los miembros de la familia, a sus amistades o a los custodios del acervo, lo que se convierte en un reto para establecer una narrativa que muestre una análisis de la sociedad, apoyado en otras fuentes documentales.” Ni duda cabe: cualquier imagen vale más acompañada de mil palabras.

Desde su óptica Carlos Vázquez Olvera optó por ir en pos de una estirpe, que en parte lo incluye, al través del análisis de un acervo fotográfico del cual derivó, en aras de precisar la identidad de los que en él aparecen, una serie de entrevistas y continuar en paralelo el proceso de detección/identificación yendo y viniendo de las imágenes a sus entrevistadas y viceversa, insertando el tránsito de la familia objeto de su interés en el contexto histórico específico de Acámbaro, Guanajuato; todo ello bajo un paradigma de aproximación teórico y metodológico que viene demostrando de tiempo atrás ser suficiente para abordajes como el del caso que nos ocupa, donde le sirvió al autor para cumplir con su cometido.

Imagen 6. Contraportadas de libros. Autora: Leticia Núñez Hernández
Imagen 6. Contraportadas de libros. Autora: Leticia Núñez Hernández

 

El recuento

“Considerar la utilidad de las diferentes vertientes de apreciación dependerá de las necesidades que la investigación presente, así como de la óptica misma del investigador”, señala Monroy Nasr (2001: 330). Y en los casos analizadas en las páginas precedentes puede notarse que a pesar de ser uno de los medios de expresión, documentación, información y comunicación menos atendidos en el terreno de la investigación académica, la fotografía, en una especie de <turno de la ofendida>, emerge en términos de problema a investigar y da pie a una apertura temática por rutas variopintas. Cierto que los cuatro casos objeto de presenta análisis se ubican en el ámbito historiográfico, como lo es también que cada uno de ellos presenta especificidades: echar mano de la historia oral como eje que vertebra la narrativa (Mora Velasco y Vázquez Olvera) o espulgar acuciosamente algunas hemerotecas del extranjero para extraer de las páginas de diarios y revistas las imágenes que sustentan las afirmaciones de su autor (Gutiérrez Ruvalcaba) o hacer un detallado y decantado rastreo en publicaciones y textos excéntricos (Rodríguez).

La investigación de Rodríguez da a conocer la existencia de un conjunto de hechos tecnológicos productores de artefactos y máquinas, aparentemente inconexos a simple vista, los cuales con su arribo y difusión en México pavimentaron el camino por el cual transitarían en su momentos la fotografía y el cinematógrafo, de lo que puede coligarse, apelando a la historia de aquella, la certeza de que durante la segunda mitad del siglo XIX la misma andaría en el carril de al lado de algunos de esos “espectáculos precinematográficos” que ya prefiguraban muchas prácticas sociales que al cabo de los años, las décadas y los siglos, irían conformando las audiencias visuales, audiovisuales y digitales que hoy gozan de cabal salud, se reproducen geométricamente y justifican trabajos indagatorios como el del autor analizado hasta aquí.

El trabajo de Mora Velasco invade el amplio terreno de la anonimia para extraer una historia reciente con minúsculas y que no va más allá del medio siglo mexicano: la del fotógrafo Eligio Zárate; es también la puesta al día de una práctica pictofotográfica que llegó a su cima mediando el siglo XX, pero que se originó en el VI en lo que se denomina generalmente como retrato popular. Moviéndose en dos niveles historiográficos: el macro, que atiende al desarrollo de la fotografía como una resultante de la Era Industrial; y el micro, que centra el interés de la autora en los usos sociales que del retrato hicieron los habitantes de una región del estado de Oaxaca, donde se asentó y ofreció sus servicios durante veinte años el señalado fotógrafo.

La simbiótica e interdependiente relación binacional entre México y Estados Unidos tiene una historia de casi dos siglos y medio, es producto de una de las más extensas y porosas fronteras nacionales en el mundo y, por lo menos en los últimos ciento setenta años, esa relación histórica ha sido muy tensionada; también esa situación y sus circunstancias la han enriquecido culturalmente, vía los seres humanos trashumantes entre ambas naciones. Y un caso de estos seres humanos, el del fotógrafo estadounidense William Henry Jackson, fue convertido por Gutiérrez Ruvalcaba en objeto de estudio, para descubrir un filón valedero para futuras investigaciones: el del tópico empresarial como hilo de la madeja desde el cual se puede tener acceso a los análisis estéticos y/o semiológicos, por ejemplo, de las imágenes de muchos fotógrafos anclados de origen en el trabajo mercantil y provistos de una solvencia técnica y creativa. Asimismo, es también esta investigación un aporte para alimentar la historia de la fotografía mexicana y estadounidense, y en cierta medida para descubrir, en el acercamiento a las fotografías como espejos de la visión de Jackson, una imagen ampliada de México que caló hondo en el imaginario de la sociedad estadounidense, porque la distribución masiva de las postales contribuyó a ello.

Indagar, teniendo como piedras de toque las fotografías del ropero de las hermanas Sámano Serrato, le permitió a Vázquez Olvera compartir con los lectores sus atisbos a ciertos fragmentos de la vida privada contenidos en las imágenes fotográficas que la familia de marras incluyó en su álbum y decidió eran susceptibles de ser aireados porque sólo definen las virtudes públicas de la misma, ya que toda fotografía familiar es “muy estereotipada y convencional… representa a las personas en su papeles socialmente asignados… en lugar de captar su individualidad… es idealizante…retratan sonrisas y abrazos en lugar de los pleitos de sobremesa, los resentimientos latentes, las rivalidades entre hermanos o las incomprensiones generacionales que son parte de las reuniones familiares” (Mraz, 1999a: s/n p.); esos vicios privados inherentes, como todos sabemos, a cada una de las familias habidas y por haber. Lo que no obsta para dejar en claro que las tales fotografías de familia son un recurso informativo, una fuente importante para contar historias en tanto aquellas pasen por el tamiz de la crítica y se ponga en claro que lo que ahí aparece es sólo lo que las cabezas de familia decidieron plasmar y compartir con los demás -los círculos íntimos familiares y amistosos- porque los llenan de satisfacción y, por qué no decirlo, de orgullo.

Útiles son, sí, las fotografías como detonadores para el voyeur/investigador a posteriori de haber cumplido su papel de perpetuadoras de los momentos felices y celebratorios -fiestas en general- y de tristeza y duelo -la casi desaparecida costumbre de fotografiar a los llamados angelitos, las catástrofes naturales y las generadas por los humanos-, tanto en el ámbito familiar privado como en el social ampliado.

Variados son los usos que de ellas, las fotografías, podemos hacer; e igualmente variados son los acercamientos a su historia y a sus procesos, en un largo devenir de más de ciento cincuenta años con unas etapas a paso lento y otras a grandes saltos cuánticos. Igual que su estudio y análisis, que transcurre por intrincados caminos cuyo destino final es el mismo, como lo evidencian los autores y las obras aquí analizadas, pruebas de que la investigación acerca de la fotografía en México ahí está, ha sido y es.

 

Notas:

[1] Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Maestra en Diseño y Comunicación. Ha publicado en la Revista Mexicana de Comunicación, de la Fundación Manuel Buendía; el Anuario de Investigación de la Comunicación, del Consejo Nacional para la Enseñanza e Investigación de las Ciencias de la Comunicación; Razón y Palabra, del ITESM; La Palabra y el Hombre, de la Universidad Veracruzana (UV); Co/incidencias, de la Universidad de Quintana Roo; Ulúa, del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la UV; y la revista dos filos. Desde 1995 es profesora de la UV y fotógrafa profesional.

[2] Como muestra bastante general de la diversidad de enfoques en el abordaje de la fotografía en México en las más recientes tres décadas pueden verse Hernández (1985); Priego Ramírez y Rodríguez (1989); Casanova y Debroise (1989); Tibol (1989); Rodríguez (1990 y 1990a); Debroise (1994); Mraz (1996 y 1999); Jiménez y Villela (1998); Casanova, del Catillo Troncoso, Monroy Nasr, Morales (2005); Rodríguez y Tovalín Ahumada (2012).

[3] La fantasmagoría fue creada por “Etienne Gaspard Robert, mejor conocido como Robertson... [,] con la cual revolucionó las formas de diversión de la sociedad parisina entre los años 1798 a 1799.” (p. 49)  

[4] Está demostrado históricamente que cada máquina, artefacto o expresión cultural crea sus propios usuarios: Edgar Allan Poe, al escribir y publicar Los crímenes de la Rue Morgue, no sólo estaba inventando el género de misterio que sentaría las bases del género policial, sino también estaba inventando al lector, al usuario, de tal género. Así como la invención de la imprenta dio origen al proceso de masificación de la edición de libros, el cual, al combinarse con el creciente acceso de la burguesía y la pequeña burguesía a la educación posibilitó el acto de la lectura a solas y del lector aislado, a solas.

 

Bibliografía:

Barthes, Roland. (1991). La cámara lúcida. Barcelona: Gustavo Gili. 

Casanova, Rosa y Debroise, Olivier. (1989). Sobre la superficie bruñida de un espejoFotógrafos del siglo XIX. México: FCE.

---------- Del Catillo Troncoso, Alberto; Monroy Nasr, Rebeca; Morales, Alfonso. (2005). Imaginarios y fotografía en México 1839-1970. México: Lunwerg/CONACULTA/INAH/SINAFO. 

Debroise, Oliver (1994). Fuga mexicana. Un recorrido por la fotografía en México. México: CONACULTA.

Díaz García, Bernardo; Gutiérrez Ruvalcaba, Ignacio y Rivas, José Luis. (1998). Joaquín Santamaría: Sol de plata. México: UV/TAMSA.

Gutiérrez Ruvalcaba, Ignacio. (2008). Teoberto Maler. Historia de un fotógrafo vuelto arqueólogo. México: INAH.        

---------- (2012). Una mirada estadunidense sobre México. William Henry Jackson, empresa fotográfica. México: INAH/SINAFO/CONACULTA.

Hernández, Manuel de Jesús (1985). Los inicios de la fotografía en México, 1839-1850. Tesis de Licenciatura. México: UNAM.

Jiménez, Blanca y Villela, Samuel. (1998). Los Salmerón. Un siglo de fotografía en Guerrero. México: INAH.    

Monroy Nasr, Rebeca. (2001). “Siluetas sobre la lectura fotográfica”. En Camarena Ocampo, Mario y Villafuerte García, Lourdes. (2001). Los andamios del historiador. Construcción y tratamiento de fuentes. México: AGN/INAH, pp. 301-336.

Mora Velasco, Alejandra. (2010). Vendedor de ilusiones. Eligio Zárate: fotografía y modernidad en San Pablo Huitzo, Etla, Oaxaca.1940-1960. México: INAH/SINAFO/CONACULTA.

Mraz, John. (1996). La mirada inquieta. Nuevo fotoperiodismo mexicano 1976-1996. México: CONACULTA/BUAP/Centro de la Imagen

---------- (1999). Nacho López y el fotoperiodismo mexicano en los años cincuenta. México: Océano/INAH.

---------- (1999a). “Fotografía y familia”, Desacatos, 2, s/n pp.

Priego Ramírez, Patricia y Rodríguez, José Antonio. (1989). La manera en que fuimos. Fotografía y sociedad en Querétaro. 1840-1930. México: Gobierno del Estado de Querétaro.

Rodríguez, José Antonio. (1990). El oficio del espejo: una búsqueda imaginaria en los primeros fotógrafos retratistas del siglo XIX en México. Anuario del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Veracruzana, (VII).

---------- (1990a). La fotografía en México: la múltiple historia de sus inicios. Mimeo.

---------- Rodríguez, José Antonio y  Tovalín Ahumada, Alberto (Eds.). (2012). Nacho López, ideas y visualidad. México: INAH/UV.

---------- (2009). El arte de las ilusiones. Espectáculos precinematográficos en México. México: INAH/SINAFO/CONACULTA.

Tibol, Raquel. (1989). Episodios fotográficos. México: Proceso

Vázquez Olvera, Carlos. (2013). El ropero de las señoritas Sámano Serrato. La fotografía familiar como fuente de una investigación documental. México: INAH/SINAFO/CONACULTA.  

 

Cómo citar este artículo:

NÚÑEZ HERNÁNDEZ, Leticia, (2015) “Variopintas rutas y un solo destino: investigaciones recientes acerca de la fotografía en México”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 25, octubre-diciembre, 2015. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 19 de Abril de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1229&catid=17