Una reflexión sobre el duelo y la aflicción desde la lectura de Renato Rosaldo: “La aflicción y la ira de un cazador de cabezas” [1]

Karina Romero Reza[2]

RECIBIDO: 18-09-2015 APROBADO: 25-10-2015

 

Donde hay sufrimiento, hay suelo sagrado.
Oscar Wilde

Introducción

Esta lectura me permitió reconocer mi ira, provocada por la aflicción, así como el autor la reconoció al haber perdido a su esposa, en medio del trabajo de campo, muchos años después de sus estudios sobre los ilongot y su práctica de cortar cabezas.

En las páginas siguientes trataré de explicar la importancia del trabajo de este autor en cuanto a un nuevo tema de estudio: la aflicción y la ira y en cuanto al estudio de la muerte desde la antropología, saliéndose de los cánones de la antropología clásica que estudian la muerte desde un aspecto muy retirado, podría decirse, muy aséptico, sin muchos sentimientos de por medio. También haré un ejercicio de reflexión sobre mi propia experiencia con la ira, el dolor del duelo y la pérdida de dos seres queridos, hechos que había mantenido muy distantes de mi propia reflexión y del conocimiento de los demás debido a que consideraba que no era “propio” expresar dolor o enojo, mucho menos el sentimiento tan fuerte de sed de venganza que sentí cuando mi hermano y mi madre fallecieron.

 

La antropología y el estudio sobre la muerte

Con este estudio Renato Rosaldo rompe el paradigma de los estudios sobre la muerte en los que siempre se decía, por antropólogos, etnólogos y otros estudiosos de las ciencias sociales que “la regla general debía poner las cosas en orden y de la mejor manera, e ignorar el llanto y la ira”, tener cierto grado de asepsia, con sollozos ahogados casi sin lágrimas, mirada baja, todos vestidos de negro, abrazos y apretones de manos de parte de familiares y amigos, la despedida del cuerpo o de las cenizas con el ritual funerario, el último adiós, el puño de tierra en el caso de los entierros en cementerios y se acabó, a seguir con la vida cotidiana como si nada hubiera pasado, ha sido la regla de los rituales funerarios, sobre todo en Occidente, pero Renato, que sabe bien qué se siente cuando llega la muerte, propone un estudio profundo de las emociones, principalmente de aquellas en las que se ven involucrados sentimientos tan fuertes como la ira y la sed de venganza, que han sido poco estudiados y hasta minimizados en los estudios antropológicos y en las etnografías, como si esos sentimientos fueran una peste para la civilización, como si solamente los nativos de las tierras aún no “conquistadas” sintieran e hicieran uso de la ira y la venganza, terreno vetado para occidente y sus buenas maneras y costumbres.

Con este trabajo el autor no solo está haciendo una propuesta para un nuevo paradigma en el estudio de los ritos funerarios y de las emociones, sino que hace una crítica a los estudios ya hechos sobre el tema.

 

La ira y la aflicción de Renato Rosaldo

Cuando leí por primera vez esta lectura, hace unas cuántas semanas, me conmoví mucho al saber lo que le ocurrió a la Antropóloga Michelle Rosaldo, esposa de Renato, durante uno de sus viajes a trabajo de campo en las Filipinas, su último viaje de trabajo de campo.

Michelle fue una estudiosa de los ilongots de Filipinas a quien investigó y vivió en sus comunidades por largos periodos, junto con su esposo Renato, desde finales de los años 60´s hasta el año en que murió, pero cuando no estaba conviviendo y haciendo etnografía entre los ilongots, estaba en la comunidad académica universitaria de la universidad de Stanford en California trabajando por hacer del mundo académico un mundo igualitario para las mujeres y los hombres. Fue una de las pioneras en el feminismo académico, con propuestas como la fundación del Programa de Estudios Feministas de la Universidad de Stanford. Así, fue pionera de ambos estudios, el estudio etnopsicológico de los ilongots y sus emociones y del feminismo en la academia estadounidense.

En la parte de Agradecimientos de su libro Knowledge and Passion: Ilongot Notions of Self and Social Life, (1980), producto de su investigación de varios años con esa comunidad, Michelle Rosaldo agradece a su esposo de esta manera: “No es fácil compartir el trabajo de campo y la carrera tan de cerca con el esposo, pero yo soy afortunada. Sin Renato, temo que sería menos feliz y menos honesta.” Nueve años después, Renato describía, por primera vez, el accidente mortal que sufrió su esposa Michelle, mientras hacían trabajo de campo en las Filipinas: “El 11 de octubre de ese año [1981] Michelle caminaba con dos compañeros ifugao por un sendero, cuando perdió el equilibrio y cayó veinte metros abajo a las aguas de un torrentoso río. Inmediatamente, cuando hallé su cuerpo, me puse iracundo. ¿Cómo pudo abandonarme? ¿Cómo pudo ser tan torpe para caer al precipicio? Intenté llorar. Sollocé pero la ira impidió que brotara cualquier lágrima.” (P. 30).

“Según el ilongot, la ira, nacida de la aflicción, le impulsa a matar a otros seres humanos. Necesita un lugar ‘dónde descargar su ira‘” (p. 23). Cuando leí por primera vez éstas líneas recordé mi propia aflicción vivida hace poco más de dos años, cuando murió mi madre, el último día de marzo de 2012. En aquel momento pensé “se ha ido mi luz, de hoy en adelante viviré en las tinieblas y no quiero salir de ellas”, tal como lo hiciera el mismo autor cuando murió su esposa Michelle en aquel trágico accidente, “…me prometo a mí mismo que, si alguna vez vuelvo a escribir sobre antropología, lo haré escribiendo sobre la aflicción y la ira de un cazador de cabezas” (p. 32). A varios años de distancia después de haber hecho esta afirmación, Renato escribió su libro Cultura y verdad. La reconstrucción del análisis social, del cual se desprende esta lectura y en donde hace un lúcido análisis sobre los estudios que se han hecho sobre la muerte, por ejemplo menciona el trabajo de William Douglas Death un Murelaga en donde explica que su objetivo es utilizar la muerte y el ritual funerario “como una herramienta heurística, con la cual enfocar el estudio de la sociedad rural vasca”, y Renato concluye que el objetivo de este trabajo es la estructura social vasca, vista a través del ritual funerario, pero no la muerte ni el luto en sí. Pareciera como si nadie quisiera estudiar la muerte desde el luto y desde la aflicción, es un tema triste, donde se ven envueltos muchos sentimientos fuertes y hasta fluidos corporales pues nadie quiere hablar de la sangre, de las vísceras, de las flemas de los mocos de las lágrimas, es un tema prohibido.

 

Una experiencia propia sobre la ira y la aflicción

El 18 de diciembre del año 2000 fue el último día que vimos, mi familia y yo, a mi hermano Iván con vida. La tarde de ese día salió con sus amigos de la colonia y jamás lo volvimos a ver con vida. Recuerdo que las primeras dos noches me asomaba al lugar donde dejaba sus tenis cada noche, antes de acostarse, pues era muy ordenado y obsesivo y los dejaba en ese lugar exacto siempre y bien acomodados, apuntando hacia la pared y con las agujetas hacia adentro del zapato. Para el segundo día mis padres estaban sumamente preocupados, pero aún creían que mi hermano se había ido de fiesta con su novia o con algunos de sus amigos. Para el tercer día recuerdo que acudieron a pedirle consejo un conocido que trabajaba en la policía, les dijo que si querían reportarlo como desaparecido lo podían hacer solo que la policía comenzaba la investigación y la búsqueda después de las 72 horas de no saber nada de la persona reportada como desaparecida. Para la tarde-noche del segundo día salimos a recorrer las calles de la colonia y a toda persona que nos topábamos y que sabíamos que conocían a mi hermano, cercanamente o de vista, les preguntábamos si lo habían visto, la mayoría de las personas dijeron que no a excepción de una mujer y un hombre que cuando nos los topamos, por separado, nos hicieron saber que un vehículo blanco, se habían acercado a él la noche del 18 de diciembre para preguntarle algo, él se acercó y que en ese momento se bajaron dos hombres armados y lo subieron a la cabina de la troca, junto con ellos.

Pasaron horas eternas de espera, seguimos preguntando a los vecinos y nadie sabía nada. Mi madre, para el tercer día, estaba verdaderamente preocupada pues ya sabíamos que se lo habían llevado, aunque creímos que estaría detenido en alguna de las estaciones de la policía, sin conocer el motivo del posible y supuesto arresto, nunca pensamos que había sido desaparecido, siempre pensamos que estaba detenido y con vida. Mi hermana, mi abuela y yo nos manteníamos en silencio, esperando, sin llorar, preocupadas pero haciendo nuestra vida cotidiana, en el trabajo, en la escuela y al regresar a casa por las tardes, la zozobra, la tristeza, la preocupación y en un rincón el árbol de navidad con algunos regalos, la mayoría de ellos para mi hermano y algunos otros para mi hijo. Los regalos de Ivan se quedaron sin abrir, solo dos se abrieron, uno era el regalo de mi madre que le había comprado un pantalón de mezclilla de la marca que le gustaba, el otro era de mi padre que le había comprado una camisa de franela a cuadros, blancos con negro y tonos grises. El 26 de diciembre a las 8:30 de la mañana me llamaron de casa de una de mis tías, a mi trabajo, me pidieron que me fuera inmediatamente para allá pues allí estaban mis padres, les habían avisado de la policía que habían encontrado un cuerpo con una bala en la cabeza, a las afueras de la ciudad, en un terreno despoblado, muy cerca del desierto de Samalayuca y tenía las características físicas que mis padres habían dado de Iván el día que denunciaron su desaparición.

Pedí permiso en la maquiladora en la que trabajaba y me fui inmediatamente a casa de mi tía. Al llegar vi a mis padres llorando desconsoladamente, mi padre también se había regresado de su trabajo. Me sentí terrible, nunca los había visto así, ellos eran mi fuerza, mi luz, mi ejemplo a seguir de fortaleza, honestidad y trabajo, y verlos derrumbados de esa manera me partió el corazón, fue mi primer gran golpe siendo ya adulta. Les habían dicho que el hombre joven que habían encontrando asesinado de un tiro en la cien izquierda, con lo que parecía haber sido una bala de pistola calibre .40, había sido descubierto por un trabajador de maquiladora que pasaba por el lugar para tomar el camión, eran las 6 de la mañana y al parecer tenía poco de haber sido asesinado pues las huellas de las llantas del vehículo estaban aún frescas, el casquillo de la bala percutida estaba a unos cuantos metros de distancia del cuerpo y la sangre que salía de su cabeza estaba aún sin coagular y formaba un pequeño charco alrededor. Mis padres se negaban a aceptar que era mi hermano, tenían…teníamos la esperanza de que aún estuviera vivo, pensábamos mil cosas, como que se había ido de la ciudad a alguna fiesta en Chihuahua, donde tenía algunos amigos, que estaba enojado con nosotros y que se había ido a la casa de algún otro familiar o amigo en la ciudad, que se había escapado con su novia de algunos meses con cuyos padres había tenido ya alguna discusión por su noviazgo pues a ella no la dejaban verlo. Entre esos pensamientos, la angustia y la tensión que se respiraba en casa de mis tíos, la policía nos estaba urgiendo para que alguien, preferentemente un familiar directo, tuviera que ir a la morgue a identificar el cuerpo. Fui yo. Mis padres y mi hermana estaban hechos un nudo de nervios, sollozos ahogados y negación. Me llevaron dos de mis familiares. Al llegar al lugar todo se puso gris, el cielo, las casas, los árboles, las caras de las personas que nos topábamos de camino a la morgue.

Al llegar al lugar una de mis familiares me abrazó fuerte y se soltó llorando y me decía algunas cosas, como balbuceando, no recuerdo bien que era lo que me decía. A mí no me salía ni una sola lágrima y quería que ese momento terminara lo más pronto que fuera posible. En la entrada del lugar estaba una especie de escritorio muy viejo, con unas carpetas y una máquina de escribir, el muchacho que estaba en ese lugar entraba y salía corriendo del lugar como queriéndole dar “una manita de gato” a todos los espacios a la vez, tapando cuerpos con telas azules, barriendo basura y algunos charcos de agua y sangre que se hacían debajo de las planchas y buscando papeles con datos del “recién llegado” para que yo los firmara mostrando mi identificación. Cuando por fin lo hice, me indicaron que solo yo podía entrar, pero mi prima insistió en que ella entraría conmigo por si me sentía mal. Entramos al lugar y lo primero que percibí fue el olor, olía a una especie de formol con sangre fresca y seca, como a hierro, humedad y a sudor, porque a pesar de que era diciembre y hacía frío, adentro de ese pequeño edificio –que con los años se hizo insuficiente para dar cabida a todos los cuerpos que llegaban a diario durante la oleada más fuerte de violencia de los últimos años en Juárez– se sentía un ambiente sofocado, no circulaba el aire, las ventanas eran pequeñas y estaban muy arriba en las paredes. Conforme fuimos avanzando no pude evitar voltear a los lados y recuerdo que vi cadáveres de todos tamaños, mujeres, hombres, y un bebé de meses que parecía que había sido molido a golpes, algunos desnudos, con el pecho cocido en “Y” y con puntadas frescas que significaba, según yo, que recién les habían hecho la necropsia. Al final estaba un cuerpo largo, al que solo se le veían los pies y la cara, pues estaba cubierto con una especie de tela sintética azul. Del dedo gordo del pie derecho colgaba una etiqueta con algunos datos que no pude leer pues ya para entonces me sentía mareada, pues la falta de oxígeno y el impacto de ver tantos cadáveres me habían revuelto el estómago y se me nublaba la vista. Al llegar a los pies del cuerpo al que el encargado me indicó que era el que tenía que reconocer, no hizo falta que volteara a ver la cara, reconocí los pies de mi hermano, largos, huesudos, estaban como amoratados, mi acompañante tenía los ojos cerrados y me preguntaba: “¿sí es Karina?” y fue entonces cuando subí la mirada para verle el rostro. Era mi hermano, con la cara golpeada, llena de moretones, la nariz hinchada, seguramente rota a golpes y un tremendo orificio en la cien izquierda, los cabellos cercanos al lugar por donde entró la bala estaban llenos de sangre ya seca. Recuerdo que me tapé la boca y salí casi corriendo del lugar para vomitar donde alcanzara pues el olor y la revoltura de estómago aumentaron en el momento en el que vi a mi hermano yacer en ese lugar. Mi familiar casi se desmaya y eso que ella era la que me acompañaba para darme fuerza, la tuvo que ayudar a incorporarse y a salir del lugar el muchacho que nos atendió en la mini recepción.

A partir de ese momento nuestras vidas cambiaron radicalmente. En el lapso de unos 3 o 4 días sepultamos a mi hermano, sacamos todas nuestras cosas y muebles de la casa donde habíamos vivido y crecido mis hermanos y yo durante 15 años y nos mudamos a un departamentito muy cerca de la casa de mi tía y todos en mi familia nuclear y extendida actuábamos como si nada hubiera pasado, solamente por las noches nos “dábamos permiso” de sollozar un poco y mencionar en voz baja el nombre de mi hermano. Un año y tres meses después de la muerte de mi hermano, mi abuelita materna, que vivía desde hacía varios años con nosotros y a quien antes de la muerte de mi hermano le habían diagnosticado Alzheimer, murió. Mi madre se fue apagando poco a poco. Siempre había sido una mujer muy alegre, cantaba, a toda situación adversa le veía el lado bueno, era muy amigable, muy querida por muchas personas, bondadosa, pero después de la muerte de mi hermano y la subsecuente muerte de mi abuela, su madre, creo que la única motivación fuerte que tenía era su nieto, mi hijo, que estaba creciendo y que cada vez se parecía más a mi hermano.

Después del 26 de diciembre del año 2000 no tuvimos fuerza o motivaciones para casi nada, salvo para llevar nuestras vidas de manera “normal” y cotidiana. Mi hermana y yo queríamos que se esclareciera el asesinato de mi hermano, pero mis padres no querían saber nada sobre eso, cada vez que mi hermana y yo les mencionábamos que deberíamos exigirle a las autoridades que trabajaran más aceleradamente en el caso se ponían a llorar y nos decían que eso no le iba a devolver la vida a mi hermano. Mi hermana y yo creíamos que mis padres estaban demasiado cansados con el dolor que sentían por haber perdido a un hijo y no quisieron o no supieron cómo sacar fuerzas para exigir justicia.

Por mi parte puedo decir que yo viví y he vivido el luto de otra manera. Yo creo que la ira siempre ha sido mi fuerza impulsora, a partir de ese momento de la muerte o el asesinato, más bien, de mi hermano necesitaba ocupar mi mente en mil cosas para no pensar en ese hecho y así fue como a mis 27 o 28 años comencé a estudiar una licenciatura y la terminé 4 años después, siempre con ese hecho en mente, pensando en mi hermano, en lo que él hubiera hecho si estuviera vivo. Los primeros dos o tres años después de su muerte siempre fantaseaba con encontrarme con sus verdugos y que de un momento a otro me descubría teniendo una especie de poderes sobrenaturales que se concentraban en mis manos y tomando a uno o a más hombres del cuello, uno en cada mano, les apretaba tan fuerte que veía cómo se les escapaba la vida con cada bocanada de aire que respiraban o que no respiraban, eso me llenaba de alivio y me daba más coraje y más ganas de hacer más cosas y seguir adelante con mi vida. En el transporte público, en los centros comerciales, en la calle, en todos los rostros de los hombres veía al asesino o los asesinos de mi hermano y siempre fantaseaba, mis pensamientos estaban llenos de imágenes de ira, de aflicción y de venganza.

La sed de venganza es un sentimiento que ha acompañado a los seres humanos desde hace siglos y yo no fui la excepción.

Durante una década todos en mi familia, que ya éramos solo 4 y mi hijo (mamá, papá, hermana, mi hijo y yo) vivimos como si fuéramos una especie de zombies, haciendo “de tripas corazón”, aun no terminábamos de aceptar del todo la muerte de mi hermano y todavía cargábamos con un luto por dentro pero haciendo como si fuéramos felices y como si tuviéramos motivaciones fuertes, hicimos lo que los ilongots como relata Renato, “en épocas pasadas, cuando la cacería de cabezas se volvió imposible, los ilongot permitieron que su ira se disipara de la mejor manera, en el transcurso de la vida cotidiana” (P. 26), nosotros o al menos yo, permití que mi ira se disipara en la cotidianidad, en el trabajo, en el estudio, en la crianza de mi hijo y en la convivencia con mi familia.

Como por el año 2003 comenzó un periodo de violencia extrema en la ciudad. A este periodo algunos periodistas o medios de comunicación han comenzado a llamarle “la decena trágica”, fueron cerca de 8 años y muchísimos muertos. A diario escuchábamos o leíamos noticias de cuántos muertos había habido en la ciudad. Algunos días un muerto, otros días más de diez.

Para comienzos de 2011 mi madre comenzó a sentirse mal, dolores de cabeza, espalda baja y otras aflicciones físicas, en un periodo de un año la llevamos a varios médicos y ninguno la diagnosticaba acertadamente. Muchos exámenes después y por fin una médico nefróloga le diagnosticó falla renal crónica aunque no se explicaba las causas, pues es una enfermedad que afecta a pacientes diabéticos o con alta presión y mi madre no tenía ninguno de esos dos padecimientos. Fue un verdadero vía crucis llegar hasta su diagnóstico, pero en algo que coincidían por lo menos 2 de los médicos que la estuvieron atendiendo y que le hicieron exámenes, fue que estaba deprimida, así que la enviaron al psicólogo, le dieron algunos medicamentos, le hacían exámenes periódicamente pero los dolores y malestares no cesaban.

Un año después, a principios de 2012 cayó enferma gravemente, la llevamos a un hospital del Seguro Social. Su organismo estaba muy débil, casi no comía y lo poco que comía lo vomitaba y sus riñones estaban funcionando a una capacidad del 5%, fue entonces cuando nos dijeron que la tenían que operar para ponerle un catéter que permitiría estarle haciendo diálisis.

Cuando mi hermana, mi padre y yo platicamos sobre su enfermedad y la operación siempre creímos, hasta el último momento que iba a mejorar, que su vida iba a cambiar radicalmente, mejor dicho, que nuestras vidas cambiarían radicalmente pues vivir con una persona a la que hay que hacerle diálisis 4 veces al día y hacer modificaciones en la casa no es algo sencillo, pero estuvimos de acuerdo en que esa era la mejor y más rápida opción para que mi madre dejara de sufrir y teníamos la esperanza de que algún día tuviera acceso al programa de transplantes de riñón. En fin, todo fue tan rápido, que estar durante un mes con ella en el hospital día y noche nos desgastó mucho pero eso no nos impidió darnos cuenta del terrible servicio médico que da esa institución y lo peor de todo fue darnos cuenta de la insensibilidad y poco profesionalismo de los médicos que la atendieron ese tiempo, específicamente de la nefróloga que estuvo a cargo de vigilar la salud de mi madre.

Cuando un día de marzo del 2012 nos la entregaron diciéndonos que su salud estaba improvisando y que era mejor que terminara de recuperarse en casa, cansados ya de estar todo el día y toda la noche en el hospital y con la esperanza de que mejorara, tal vez fue eso lo que nos hizo no darnos cuenta de que nos la estaban entregando para que muriera en casa, para que ya no ocupara una cama más en el piso de nefrología de ese hospital. El 30 de marzo vimos que su situación empeoró y llamamos a una ambulancia particular para que la trasladaran nuevamente a la sala de urgencias de ese mismo hospital, que era donde estaban los médicos especialistas del riñón que la habían estado atendiendo durante los últimos meses. Para el momento en el que la volvieron a ingresar al piso de nefrología mi madre ya estaba muy grave, con un cuadro séptico agudo, los médicos no sabían qué hacer cuando con enojo les reclamamos el porqué nos la habían entregado si su deber era mantenerla internada brindándole todos los cuidados posibles, solo nos volteaban a ver y nos decían que ella era la que no quería recuperarse, que no quería comer. Para ese momento me llené nuevamente de ira. Esas últimas horas de la vida de mi madre fueron un infierno, entre la lucha por su vida, la negación del hecho de que estaba muriendo, la esperanza que teníamos nosotros de que iba a sobrevivir, que era solo un momento crítico de su enfermedad, los familiares que comenzaron a llegar al hospital, algunos que venían desde la ciudad de Chihuahua y de El Paso, las ganas que tenía yo de golpear a la doctora, todo fue un caos, al menos así lo recuerdo yo, hasta que mi madre expiró su último aliento el último día de marzo de ese 2012. Ese fue el momento en que terminó todo para mi, o al menos era lo que pensaba. En alguna de mis libretitas de apuntes escribí: “se ha apagado mi luz, de hoy en adelante viviré en las tinieblas y no quiero salir nunca de ellas.”

Obviamente la ira que sentía causada por el dolor de haber perdido a mi madre de tan injusta manera, a mi parecer, pues era una mujer de 58 años que nunca había enfermado de nada grave, me impidió tener un duelo sano, por decirlo así.

Fue tiempo después, varios meses después, que pude llorar bastante y expresar lo que sentía, y una vez más, como los ilongot, permití que mi ira se disipara de la mejor manera, en el transcurso de la vida cotidiana.

Nuevamente la ira me impulsó a trabajar más, a hacerme cargo de la casa que mi madre dejó y de mi familia (ahora solamente mi padre y mi hijo pues mi hermana ya tenía su familia y ya no vivía con nosotros), pero también debo decir que no solo fue la ira mi principal impulsora sino el ejemplo de amor y alegría que mi madre nos dio durante su vida.

 

Reflexión final

Para Michelle y Renato, la importancia de las emociones los llevó a vivir una vida en pareja en la que hicieron confluir la fuerza de sus sentimientos de amor, con la pasión por investigar y hacer etnografía desde una perspectiva diferente a la que se venía trabajando en los estudios antropológicos. Fueron pioneros de éstos estudios, pero también de otros como el feminismo en la academia y el trabajo de campo en pareja. Estoy segura que también dejaron una huella profunda en la comunidad ilongot de Filipinas de los años sesentas y setentas, con los que convivieron y compartieron conocimientos sobre las prácticas de cada uno, y de la vida cotidiana de la que tuvieron que lidiar con la muerte de seres queridos, de ellos como sujetos no occidentalizados y de Renato y Michelle como estudiosos de las costumbres y de los sentimientos de esta tribu, ambos (los ilongots y Renato y Michelle) sujetos sentipensantes con diversas maneras de expresar sus costumbres y creencias.

La propuesta de Renato de que “las ciencias humanas deben explorar la fuerza cultural de las emociones, con miras a delinear las pasiones que animan ciertas formas de la conducta humana”, aunque fue hecha hace más de diez años, aún está vigente, esperando por esos nuevos aportes antropológicos que estudien los sentires desde todas las partes involucradas en los hechos de las sociedades contemporáneas.

…el canto nos empuja, nos arranca el corazón, nos hace pensar en nuestro tío muerto…sería mejor
si hubiera aceptado a Dios, pero aún sigo siendo un Ilongot de corazón; y cuando escucho el canto,
me duele el corazón como cuando miro a aquellos hombres solteros, que sé que ya nunca cortarán una cabeza.
Tukbaw

 

Referencias bibliográficas

  • Rosaldo, Michelle. Knowledge and Passion: Ilongot Notions of Self and Social Life, Cambridge University Press, Cambridge, 1980.
  • Rosaldo, Renato. Cultura y verdad. La reconstrucción del análisis social. Ediciones Abya-Yala, Quito, Ecuador, 2000.
  • “Stanford Scholar Dies In a Fall in Phillippines”, (Obituaries), The New York Times, October 13, 1981. Consultado en: www.nytimes.com/1981/stanford-scholar-dies-in-a-fall-in-philippines.html‎ (25 de noviembre de 2014).

 

Notas:

1 Renato Rosaldo. Cultura y verdad. La reconstrucción del análisis social. Ediciones Abya-Yala, Quito, Ecuador, 2000.

2 Juarense por adopción. Estudiante del Posgrado en Antropología Física de la Escuela Nacional de Antropología e Historia.

 

Cómo citar este artículo:

ROMERO REZA, Karina, (2016) “Una reflexión sobre el duelo y la aflicción desde la lectura de Renato Rosaldo: “La aflicción y la ira de un cazador de cabezas””, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 26, enero-marzo, 2016. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Viernes, 29 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1275&catid=12