Los símbolos de la modernidad alternativa: Montalvo, Martí, Rodó, González Prada y Flores Magón[1]

Rodrigo Páez Montalbán

 

En búsqueda de la “otra” modernidad latinoamericana, Ricardo Melgar Bao emprende un sorprendente camino, a través de cinco pensadores latinoamericanos indispensables, ofreciéndonos un amplio y complejo panorama sobre su singularidad y su convergencia, su tiempo y las coordenadas dentro de las que vivieron y construyeron su mundo. La clave para dicho itinerario la encuentra el autor en el uso de algunos símbolos que los personajes seleccionados utilizaron en sus escritos, como forma lingüística particular para descifrar y traducir la realidad vivida, y sobre todo, para transformarla por el pensamiento y la acción.

De esta manera, el autor recurre al ecuatoriano Juan Montalvo; al cubano José Martí; al uruguayo José Enrique Rodó; al peruano Manuel González Prada y al mexicano Ricardo Flores Magón, quienes vivieron –apunta- entre la década de los sesenta del siglo XIX y la primera década del XX, tiempo de densos y determinantes momentos en la formación de las naciones a las que pertenecieron, así como de acontecimientos a nivel local y regional –europeos y americanos- los cuales dieron peso y significación a su oficio de escritores. No conformaban, sin embargo, una generación –señala- sino algo así como “parte de una misma figura arbórea intelectual [… ] clave de un archipiélago imaginario” que permite considerarlos dentro de una unidad textual, como trazo de una propuesta de elementos para armar una modernidad alternativa en el subcontinente.


 

Lo más relevante de esta propuesta es lo que el autor encuentra entre los escritos analizados, lo que le sirve de método para este recorrido, los “contados y selectivos símbolos” que, de forma contundente y significativa, encuentra en sus personajes, “algo más que un acto del habla o de la palabra escrita, algo más que un tropo”, como vías de acceso a la percepción y a las propuestas de una modernidad a construir en Nuestra América.

Símbolos que marcan, históricamente considerados, una etapa de transición entre el “lastre” del legado mítico greco-latino y las principales corrientes del pensamiento filosófico y político europeo, explica el autor, pero que atesoran los intentos de apropiarse de las herencias criollas y amerindias recibidas y digeridas en los respectivos ambientes culturales y en las respectivas geografías en que vivieron.

Dentro de este recorrido, Melgar Bao nos invita a releer a los cinco americanos y a rescatar de entre sus expresiones letradas –libros, ensayos, artículos periodísticos- las texturas argumentativas del momento, mediante las cuales interpelaban las percepciones de la  modernidad prevaleciente y de manera particular intentaban plasmar el surgimiento de algo nuevo, que ahora vemos como semilla de una modernidad diversa y alternativa. Dentro de este contexto van circulando las referencias a los autores elegidos por Melgar, sus circunstancias y los principales elementos de su mundo simbólico.

De Juan Montalvo, figura central de la intelectualidad ecuatoriana del siglo XIX, destaca la forma en que denunciaba a los gobernantes de su tiempo, los cuales  ejercían de manera dictatorial el poder. Montalvo utilizaba su vehículo de expresión preferido, los panfletos, mediante los cuales esparcía, por medio de sátiras, burlas y críticas mordaces, los defectos de sus denunciados, desde el plano corporal (obesos, con papada…) hasta las consideraciones morales (iletrados, ladrones, corruptos). El autor nos exhorta a releer las obras de Montalvo, en particular El Cosmopolita (1866), La dictadura perpetua (1874) o Las Catilinarias (1880), en donde abundan los símbolos de los que Montalvo echó mano: el tirano, los gusanos, los verdugos, entre otros, advirtiéndonos que también en el ecuatoriano se atisbaba un ideal utópico, representado por el árbol de la sabiduría, tan precario pero tan necesario para el pueblo.

Otro de los autores elegidos es, precisamente, el cubano José Martí, quien en su ensayo Nuestra América enlaza los elementos que visualiza como aspiraciones y preocupaciones para la construcción de una identidad nuestra, propia, contrapuesta a los designios imperiales que ya avistaba por haber vivido él mismo en sus entrañas. “Nuestra América […] surgió como parte sustantiva de una réplica ideológico-política, pero también como un alegato cultural contra el intervencionismo estadounidense en el continente”, señala Melgar. Martí, quien había vivido en Estados Unidos algún tiempo, simbolizaba sus preocupaciones en tres elementos: el puente, entre los orígenes y el futuro americano; la identidad continental, a través de la significación de lo propio y diversos símbolos que caracterizaban tradiciones orales y letradas, nativas y occidentales.

Un puente, como señala nuestro autor, que Martí concebía “más allá de su real función arquitectónica en muchas culturas, [pues] ha operado y lo sigue haciendo como marcador simbólico de un espacio liminar que permite flujos, encuentros, intercambios y uniones, al mismo tiempo que subraya la fragilidad y artificialidad de su condición”. La recuperación de la identidad continental quedaba así planteada como una emergencia ante el avance del gigante, y de su arma de opresión, simbolizada por las botas, las botas de siete leguas o las botas del tío Sam.

Como otros autores de su tiempo, Martí anticipaba la inminente neocolonización que desde Estados Unidos comenzaba a expandirse hacia el sur, no solamente en el plano militar, sino también comercial. Ya no sólo la fe en la cruz, como en los siglos precedentes, sino la fe en los ferrocarriles. El león mitológico bicéfalo, que mira al norte, pero también al sur, como parte de su proyecto geopolítico, es elemento central del bestiario martiano.

¿Cómo recuperar y revalorar las tradiciones orales y escritas de las culturas nativas dentro de ese contexto? Martí comprende que no se trata sólo de las amenazas provenientes del Norte, sino también de los peligros que aparecen al Sur, los regímenes liberales propensos al despojo de tierras, derechos e identidad propia. En toda su trayectoria, “Martí movilizó símbolos, evidencias, textos criollo-mestizos, oralidades indígenas, negras, voces de muchas minorías, para decir lo suyo y lo nuestro, es decir, Nuestra América, una y diversa”, termina señalando Melgar.

El tercer autor visitado por Ricardo Melgar dentro de este recorrido es el uruguayo José Enrique Rodó, y no sólo por la obligada referencia al Ariel, su obra más conocida, sino también por destacar el movimiento estatuario acaecido en ese país a finales del siglo XIX, dentro del cual ocupó un lugar preferente, como observador de la utilidad y la función de la cultura urbana moderna. Su conocido texto Ariel condensa su pensamiento, recalca Melgar, en un momento de “ascenso de un nuevo ciclo arquitectónico, laico y público, que oscilaría entre las coordenadas neoclásicas y las propias del eclecticismo historicista”. La importancia de las estatuas, levantadas generalmente con fines predominantemente políticos, aunque a veces también cívico-patrióticos, religiosos o claramente ideológicos, lo llevó a tratar de reencantar su ciudad natal, Montevideo, en sus vínculos con el resto de la América hispana y latina.

En Rodó se encuentra no sólo la expansión del paradigma escultórico, que laiciza el calendario y los espacios públicos, simboliza el tiempo y los consumos, establece los nuevos ritmos, por las nuevas coordenadas urbanistas y la rapidez de los transportes, pero también visibiliza a las muchedumbres. Y exalta a Cronos, ya que “simbólicamente el tiempo pudo ser significado como vida, legado, identidad, disfraz, otredad, relevo, puente, sentimiento compartido, esperanza y sueño”.

Acaso por todo eso, el pensamiento de Rodó “gravitó con fuerza en los imaginarios de los jóvenes letrados universitarios del primer cuarto del siglo XX, por proponer nuevos símbolos para adscribir la identidad y la alteridad americanas”, en un tiempo en que ya se escribían las tesis iniciales de un pensamiento “latinoamericano” para las décadas posteriores.

Dentro de estas consideraciones, el siguiente autor escogido por Melgar es su paisano Manuel González Prada, quien desde su visión anarquista lanza sus críticas hacia la ciudad de Lima, a la cual considera anticuada, obsoleta, opuesta a las ciudades de la vanguardia europea que él había conocido en sus viajes. Pero no es sólo desde una visión aristocratizante que él hace esos señalamientos, sino desde una crítica al colonialismo que en las pretensiones de ciertos hombres de letras europeos les hacían considerar como “barbarie” del hombre americano, las condiciones sociales de exclusión creadas por el sistema económico y político, el cual enquistaba a oligarquías nacionales en el poder, bajo el manto de ideologías positivistas de progreso.

La obra de González Prada, señala Melgar, “interroga y le adscribe símbolos y sentidos a la ciudad como centro de la modernidad y la modernizacion, a la polaridad luz/oscuridad o noche/luz artificial, a su bestiario, a la amenaza imperial y el quiebre de la civilización blanca”. Lima como símbolo de lo mórbido, como “núcleo purulento”, como reino miasmático, en el discurso medicalizado e higienista que utilizaba; las expresiones recurrían también a un amplio bestiario, no exclusivamente suyo, en donde aparecen gorilas, tigres, sanguijuelas, galgos y perros, entre otros referentes a sus adversarios y enemigos.

González fue un admirador declarado de Simón Bolívar, forjador de las independencias en América del Sur, sin cuyo arrojo y valor no habría ocurrido la batalla de Ayacucho, la cual prefiguró simbólicamente el fin de la presencia española como potencia colonial. Admirador de Bolívar, si bien González Prada expresa su desencanto al comprobar que el régimen colonial contra el que lucharon dichas oligarquías nacionales tuvo su continuidad con programas de explotación y sojuzgamiento de la población llevadas a cabo por quienes otrora lucharon contra los peninsulares. Los símbolos, en el pensamiento de este autor, “se concentran el torno a algunas temáticas: la ciudad darwinista y el bestiario que le es inherente, el colonialismo y el poder y, a contracorriente, la revolución y la utopía”.

Ricardo Melgar termina este recorrido con la figura del anarquista mexicano Ricardo Flores Magón, quien en su pensamiento y en su acción consideraba a la violencia como elemento imprescindible en su lucha contra la tiranía y la injusticia. Violencia en contra de la violencia imaginaria y la violencia real que ejercían los dueños de los medios de producción y la oligarquía nacionales. Frente a tal situación no había cabida para la negociación sino simple y llanamente la acción directa.

Uno de los símbolos más enigmáticos de la prosa de Magón fue la muerte, necesaria muchas veces en la lucha por la extinción del gobierno; una muerte que no era un signo ominoso del fin de la vida sino al contrario, una ventana más hacia la libertad, lejos de la opresión impuesta por oligarcas, gobierno e iglesia. La muerte y la noche, “la noche y la alteridad en sus múltiples sentidos: el del orden y la modernidad deseada, el de las identidades étnicas excluidas y el de las coordinadas tempo-espaciales subvertidas […]las representaciones acerca de la muerte, el sueño, la revolución y la utopía”. El fusil, título de uno de sus textos, se enlaza con el nuevo sol, con las flores de fuego de la insurrección. En ese sentido, el oscuro color de la noche es despojado por Flores Magón de su carga negativa adoptando el color rojo y negro que los anarquistas daban a los ideales de redención.

Al terminar la lectura de este texto permanece la impresión de haber leído, releído a los autores mencionados desde una perspectiva nueva. No son suficientes las referencias teóricas con las que el autor nos prepara para realizar esta lectura, ya que cada uno de los contextos analizados desborda la teoría, desde su singularidad y su convergencia.

En la introducción de este libro, Melgar Bao nos advierte que “el símbolo-fuerza, como la idea-fuerza, posee un substrato histórico cultural y un atributo relacional [que] nos permite comprender y caracterizar a la red intelectual o política” de donde provienen. De manera diferente a los conceptos, puesto que potencian emociones y sentimientos de pertenencia o rechazo frente  a la alteridad, los símbolos, “unos, crepusculares y reaccionarios; otros aurorales, juveniles y modernos, vinculados al cambio y al futuro deseable” dan cuenta de que dentro de este archipiélago imaginario se movía un ideal de cambio tan fuerte como los ferrocarriles, o la navegación a vapor, imágenes poderosas de transformación allende y aquende el océano.

Al final de la lectura queda, sin embargo, una inquietud, ya que la urdimbre simbólica moderna a la que nos quiere aproximar Melgar con este libro no da cuenta en su totalidad de las cualidades y formas de esa modernidad alternativa a la que supuestamente aspiraron sus autores. Las formas lingüísticas particulares para descifrar y traducir la realidad vivida, y sobre todo, el necesario ideal de transformación -pensamiento y acción- sólo nos proporcionan, a través de “contados y selectivos símbolos”, vías de acceso a la percepción y a las propuestas de una modernidad mestiza, incompleta y nunca terminada en Nuestra América. Tal vez por eso el autor concluye su libro afirmando “que el arte de producir símbolos a través de la palabra escrita, implica un cierto dominio del saber estético y cultural vinculado a las grandes problemáticas nacionales o continentales de un determinado tiempo”.

 

Notas:

[1] Melgar Bao, Ricardo. Los símbolos de la modernidad alternativa: Montalvo, Martí, Rodó, González Prada y Flores Magón. México: Sociedad cooperativa del “Taller Abierto” S. C. I.; Grupo Académico “La Feria”, 2014.

 

Cómo citar este artículo:

PÁEZ MONTALBÁN, Rodrigo, (2016) “Los símbolos de la modernidad alternativa: Montalvo, Martí, Rodó, González Prada y Flores Magón”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 27, abril-junio, 2016. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1305&catid=12