La revitalización del Centro Histórico de la Ciudad de México: entre la voluntad de la élite y la realidad del pueblo

The Revitalization of the Historic Center of Mexico City: Amidst the Elite's Will and the People's Reality

A revitalização do Centro Histórico da Cidade do México: entre a vontade da elite e a realidade do povo

León Felipe Téllez Contreras[1]

Recibido: 20-03-2014 Aprobado: 02-04-2014

 

Liberales o conservadores, los jefes de entonces deseaban que la ciudad de México se volviera, lo más pronto posible, una capital occidental y moderna. Pero también era una ciudad con componentes indígenas y mestizos, con costumbres y creencias de todo tipo y distracciones que constituían un patrimonio heteróclito del cual las élites no querían volver a saber, y cuyos únicos depositarios seguían siendo los sectores populares.

Serge Gruzinski, La Ciudad de México. Una historia, 2012.

Introducción

El proyecto de revitalización del Centro Histórico de la Ciudad de México (CHCM) es uno de los principales estandartes de la conservación del patrimonio histórico y la refuncionalización de espacios de los tres últimos gobiernos del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Durante los sexenios de Andrés Manuel López Obrador (2000-2006), Marcelo Ebrard Casaubón (2006-2012) y Miguel Ángel Mancera Espinosa (2012-2018), se ha impulsado este proyecto que intenta modificar el espacio y reformar las prácticas urbanas dentro de un modelo privado de administración de las inversiones que apunta hacia la gentrificación y la boutiquización del CHCM (Carrión, 2013: 22). Este modelo de producción del espacio urbano se ha convertido en un referente a nivel latinoamericano por su capacidad para “enfrentar” y “resolver” algunos de los profundos problemas sociales y de infraestructura de la zona, sin embargo, también ha sido el detonante de conflictos y tensiones que se expresan a nivel local y dan cuenta de los límites de los marcos vigentes de la participación ciudadana en una ciudad marcada por múltiples desigualdades.

Una parte fundamental de estos problemas se origina en la disputa por la producción del espacio, la cual implica la imposición, defensa, afianzamiento o eliminación de determinadas formas de su apropiación y control. Los actores en conflicto intentan monopolizar la definición de las prácticas y representaciones legítimas –apropiadas– para un espacio. Son clave en esta disputa la empresa privada y el Estado, por tratarse de los principales agentes de la transformación. Milton Santos, reconocido geógrafo brasileño, se refirió a su asociación como uno de los sistemas “más invasores en la historia del mundo” (1997: 185 y 48), debido a que, impulsados por las nociones de progreso y modernidad, trastocan formas locales de habitar que suponen modos de seguridad y estabilidad en la reproducción de la vida social.

No obstante el carácter novedoso y urgente con que se presenta la intervención en el CHCM, se trata de un proyecto que tiene resonancia en un conjunto de apuestas pasadas que han buscado producir un espacio siguiendo las premisas práctico-simbólicas planteadas por los actores dominantes de la política, la economía y la intelectualidad. Estas apuestas tratan de imponer significados y prácticas “apropiados” a esta centralidad centenaria en la que confluyen muy diversas dinámicas de orden político, económico, cultural, social y religioso. Es la voluntad de convertir sus planteamientos en criterios hegemónicos de pensamiento y acción los que conducen a estos actores dominantes a explotar su capacidad para movilizar recursos humanos y financieros. En tanto “programa a implementar”, el “rescate” y la “revitalización” buscan eliminar del espacio urbano las concepciones y prácticas que les sean antagónicas, como las de los sectores populares que habitan en los dos grandes recortes que delimitan el CHCM (Imagen 1).

Imagen 1. Los perímetros del rescate y la revitalización
Imagen 1. Los perímetros del rescate y la revitalización

Centro Histórico de la Ciudad de México es el nombre con que se designa a una extensa área de la ciudad central en la que se desarrolla una de las más importantes intervenciones sociourbanísticas de las últimas décadas. Los actores involucrados en su promoción esperan que la transformación impacte tanto en la calidad de la infraestructura urbana y el resguardo del patrimonio histórico como en las formas de habitar de sus residentes. Fuente: Plan Integral de Manejo del Centro Histórico de la Ciudad de México, 2011.

Los sectores populares, que estuvieron limitados a habitar la periferia de la ciudad después de la conquista española, fueron ocupando paulatinamente su área central. Este proceso tomó impulso desde mediados del siglo XIX, cuando los integrantes de las clases altas y medias comenzaron a mudarse hacia otras áreas de la ciudad. El incremento de los sectores populares en las calles de la ciudad central se debió al constante flujo migratorio acontecido a lo largo del XX, mientras que la consolidación de su presencia actual tiene como antecedentes el sismo de 1985 y las luchas por la reconstrucción y la permanencia en el lugar. Esto desembocó en que diversas modalidades del habitar popular fueron imponiéndose y produciendo una realidad material y simbólica ligada a la carencia de medios para el mantenimiento pleno de las viviendas y los entornos. Todavía en nuestros días, un paseo por las calles del CHCM nos revela esta geografía de la desigualdad.

Para los promotores del “rescate” y la “revitalización”, los sectores populares y sus formas de habitar se convirtieron en objetivo central de la transformación, pues se les ha atribuido la causa del deterioro del patrimonio histórico material e inmaterial de lo que ha sido denominado por la élite como la “cuna de la mexicanidad, del mestizaje”. Es una realidad que en este entramado de tensiones y conflictos sociales se ha negado, menospreciado y condenado el aporte de los sectores populares a las formas de habitar la ciudad. A pesar de ello, existen ámbitos de inclusión, participación o resistencia que retoman, defienden o replantean la producción del espacio que realizan estos actores –resultado, en gran medida, de las intensas luchas sociales que encabezaron–. A través de ellos esperan asegurarse un margen de negociación y conciliación frente a los proyectos de intervención público-privada, de tal manera que hagan valer su derecho a decidir sobre el presente y futuro de sus entornos. Lograrlo no es una tarea sencilla, pues todos estos mecanismos están sometidos al dinamismo de los actores, las lógicas y las tendencias que marcan la pauta de la producción de las ciudades, entre las que destaca la tendencia capitalista de revaloración de centros históricos.

Es objetivo de este artículo presentar algunos de los postulados que orientan la transformación del CHCM con la finalidad de analizar los conflictos y tensiones que marcan la relación de la élite política, económica e intelectual con los sectores populares, en tanto reproductores de prácticas socioespaciales que el proyecto de revitalización intenta eliminar o moldear. Para ello, en el primer apartado, daré cuenta del origen elitista de este “programa a implementar”. En segundo lugar describiré el papel que juega la mirada estetizante sobre la construcción de criterios de distinción alrededor de la experiencia de disfrute del Centro. El tercer apartado tratará sobre la emergencia de una “voluntad política” que fue capaz de “unir” a diversos actores para luchar contra los “problemas” que aquejan al Centro. En la cuarta sección presentaré el tipo de ciudad que la élite aspira a construir emulando a aquellas que son consideradas puntales de lo moderno. En quinto lugar mostraré cómo la definición de nuevas fronteras para la administración del Centro Histórico desembocó en la reproducción de las desigualdades socioespaciales y establecieron una parcial continuidad con divisiones pasadas. La sexta parte será una aproximación a los límites de la inclusión de los sectores populares en los procesos de producción del espacio que acontecen en el CHCM. Cerraré el texto con una reflexión sobre el papel que puede tener el proyecto de revitalización en los debates sobre la producción del espacio urbano, en especial aquellos que se refieren a la “alienación del lugar” y el “derecho a la ciudad”.

 

Un producto de la élite intelectual, política y económica

Uno de los aspectos más interesantes del actual proyecto de revitalización es que en él resuenan los intentos infructuosos del pasado con los que se quiso rescatar un patrimonio deteriorado o destruido por acciones que incluso se remontan dos o tres siglos atrás. La obra del Cronista Emérito de la Ciudad de México, Guillermo Tovar de Teresa, es un magnífico ejemplo de esta aspiración, en especial La Ciudad de los Palacios: crónica de un patrimonio perdido (1991), o el número 791 del suplemento México en la Cultura, en el que varios personajes de las letras y la política inauguran el apoyo al proyecto de rescate que en 1964 presentó el sociólogo e historiador José E. Iturriaga (2012).[2] La postura de estos intelectuales se centra en lo siguiente: denunciar la desidia institucional y la ignorancia colectiva que pone en vilo el patrimonio arquitectónico de la ciudad, y con ello, uno de los pilares de nuestra historia como nación.

Las obras de esta élite intelectual y política marcan la pauta de múltiples preocupaciones en torno al CHCM hasta nuestros días, de allí que el reconocimiento que se otorga a sus palabras destaque su aporte a la conservación de la “historia cultural de México”, materializada en edificios, monumentos, calles y plazas. En la historia que ellos cuentan, las principales víctimas de las formas del habitar popular en el Centro son estos portentos de la arquitectura y el arte contenidos en lo que sobrevive de la traza urbana que definió Hernán Cortés, el conquistador de la vieja Tenochtitlán. Para la élite, la desaparición o deterioro de este legado ha creado vacíos en la comprensión de la cultura indio-española, razón por la cual, aquellos que han buscado engrandecerla y cuidarla se han convertido en próceres. Entre ellos se encuentran el Conde de Revillagigedo, Porfirio Díaz, y los últimos jefes de gobierno de la ciudad y presidentes de la república.[3] Su labor y compromiso los coloca en tal lugar, pues embellecieron el Centro y combatieron sus amenazas.

Las continuidades práctico-discursivas acerca del “rescate” y la “revitalización” a lo largo del tiempo no son meras coincidencias, se trata de proyectos para los que la élite intelectual, política y económica, ha movilizado diversos recursos: lo mismo los criterios estéticos con que han sido educados, que su capacidad de interlocución con actores de distintas esferas de decisión. Aquí radica el origen social de la categoría de Centro Histórico y de la necesidad de su “rescate” y “revitalización”. Su emergencia como categoría de la ciudad indica más la construcción de un “programa a implementar” que una realidad integrada a las costumbres, parafraseando a Serge Gruzinski al referirse a la modernidad mexicana (2012: Loc 6251). Esto significa que la élite creó una directriz de transformación del espacio y de modificación de las costumbres de la población que lo habita o ha de habitar.

El “programa a implementar”, además del sentido nacionalista que lo sustenta, está justificado ahora en la implementación de prácticas del mundo occidental, moderno y globalizado. Estas representaciones reinantes entre la élite política, económica e intelectual plantean la necesidad de rescatar el pasado y ponerlo al servicio de objetivos culturales y comerciales modernos, como lo es el turismo. Un ejemplo de este interés es que durante su discurso en la instalación del Consejo Consultivo para el Rescate del Centro Histórico de la Ciudad de México, el 14 de agosto de 2001, José E. Iturriaga sintetizó su perspectiva en la siguiente frase: “México debe vender paisaje y cultura, que nos dan prestigio y moneda fuerte, no recursos agotables” (2011: 28). Este punto de vista converge con la tendencia capitalista global de rescate de centros históricos, la cual encuentra en la transformación socioespacial –orientada a la mercantilización del paisaje y la cultura– una solución rentable para enfrentar el deterioro y los problemas de la ciudad central.

El rescate del patrimonio arquitectónico, histórico y cultural, y su uso con fines turísticos, tiene que entenderse en su estrecha conexión con los intereses de la élite política, económica e intelectual mexicana. Se trata de un entramado complejo en el que los intereses y aspiraciones de los integrantes de esta élite se comunican bajo la fórmula del bien común. En la literatura sobre el “rescate” pueden encontrarse piezas, apasionadamente escritas, en las que representantes de estos sectores expresan la profunda preocupación por lo que acontece en el Centro Histórico (Gobierno del Distrito Federal, 2012). Un documento destacable, dada la posición de este personaje en la vida pública nacional, es el del ingeniero Carlos Slim (2011). A través de un relato nostálgico nos permite conocer la inmensa felicidad que le procuró el haber vivido su infancia en las calles del Centro, pero ante todo, la tristeza que le produce observar lo que le ha sucedido en las últimas décadas. Otros autores, con mayor o menor prestigio y poder, tratan con erudición la riqueza artística plasmada sobre las piedras, algunos más destacan la rica vida social que en él desapareció o que ha permanecido. Frente a estos escenarios, los observadores privilegiados analizan los problemas y proponen soluciones con mayor o menor énfasis en lo urbanístico, lo arquitectónico y lo social. Un elemento distintivo de sus propuestas es la centralidad que adquiere la incorporación de principios estéticos en sus prácticas y representaciones – de su “disposición estética”, diría Bourdieu (2003, 53)–, lo cual está íntimamente vinculado a su concepción de habitar el CHCM. Sobre ello trataré a continuación.

 

La mirada estetizante

Las soluciones para resolver los problemas del Centro Histórico adquieren un cariz muy particular por el perfil sociocultural de estos grupos privilegiados, y en las propuestas son observables los patrones de las prácticas de sus creadores. A través de ellas se filtran criterios de distinción que los posicionan frente a otros grupos en el espacio social: uno de ellos es la incorporación de criterios estéticos, la cual está asociada a la definición de nuevas funciones del espacio. La simplificación y el control de los usos de calles y plazas, por ejemplo, va acompañado de la exaltación de formas estetizadas de apropiación del espacio, es decir, diferenciadas de la más abierta apropiación instrumental, como pueden ser las prácticas de supervivencia de las personas sin hogar, el comercio informal o los tipos de esparcimiento popular (frontón, fútbol callejero, etcétera). Éstas últimas, como veremos a continuación, “manchan” el espacio “destinado” a las prácticas de distinción:

Alentada por la presencia diaria de una población flotante de alrededor de 1.2 millones de personas, la competencia por el usufructo de rentas centrales afecta incluso los espacios abiertos, en donde distintos usos irregulares o no regulados (comercio en vía pública, estacionamiento ‘tolerado’ de automóviles en las calles) tienden a quitarle su esencia al centro: el disfrute del paseo peatonal (Coulomb, 2000: 531-532) (Itálicas mías).

Realizar una práctica legítima en el Centro Histórico como el “paseo peatonal”, dotada de principios estéticos, invoca el “programa a implementar”, asocia la transformación del espacio con la de las costumbres, por ejemplo, la peatonalización hará “apropiado” el espacio para la práctica que se considera “apropiada”. La naturalización de esta relación adquiere el grado de esencia en el ejemplo citado, si entendemos ésta como condición inmutable de las cosas, entonces tenemos que estos actores apuntan a la construcción de una relación unívoca entre el espacio y la vida social. Su discurso asigna a una manera de actuar y pensar determinada legitimidad sobre la producción y reproducción del espacio, y deslegitima aquellas que distorsionen el sentido “apropiado”.

Esta invocación del disfrute del paseo peatonal posee una profunda conexión con el flâneur y la flânerie, actor y práctica que suponen la exploración concienzuda de la ciudad, los cuales se han retomado en nuestro contexto como posibilidad de una reconstrucción nostálgica de la experiencia de la ciudad.[4] En 1964, en su propuesta pionera de “rescate”, José E. Iturriaga imaginaba la peatonalización de la calle de Moneda y el embellecimiento del Centro para así poder apreciar con atención la primera imprenta, la primera universidad y los primeros conventos de la Nueva España.[5] En otras obras, como las que publica la Fundación del Centro Histórico (p. e. Braunštajn, 2008), se puede captar esta mirada estetizante cuando se trata al lugar por su potencial explotación artística. Ésta consiste en aprovechar el espacio construido y la vida social que allí acontece (el comercio popular, los mercados, la pobreza) para significarlos dentro del campo del arte. La revitalización, sus logros, sus pendientes, así como la búsqueda de la experiencia estética del Centro predominan en las palabras y acciones de artistas de muy diversas tendencias. Al estado de la infraestructura y a las maneras de vivir se les transforma simbólicamente, así sean las que son objeto de la erradicación, como en el caso de la exaltación textual y visual que realizaron Carlos Monsiváis y Francis Alÿs (2006) del habitar y el comerciar popular del CHCM.

Una cuestión recurrente de esta experiencia estética es el llamado a “levantar la mirada”. En su aportación al libro Centro Histórico. 10 años de revitalización (2011),el expresidente de México, Felipe Calderón, nos pide que despeguemos la mirada del piso para apreciar la riqueza arquitectónica y la síntesis de la historia de nuestra cultura plasmada en los muros. Si atendemos su llamado –que no repara en las desigualdades sociales inscritas en los criterios de percepción y gusto–, el funcionario considera que llegaremos a comprender plenamente el significado de “ciudad de los palacios”. Esta sensibilidad estética, como nos recuerda Pierre Bourdieu, está mediada por las condiciones socioeconómicas que separan a la élite política, económica e intelectual de los integrantes de los sectores populares, quienes se han liberado sólo muy parcialmente de “la urgencia” de conseguir los medios de su reproducción para poder construir esa disposición que “supone la distancia con respecto al mundo” y facilita la “contemplación”, ambas características “de la experiencia burguesa del mundo” (2003: 51).

El carácter privilegiado de quien posee esta sensibilidad estética sólo se observa cuando se compara la experiencia del Centro Histórico que tienen los integrantes de la élite con la de quienes se encuentran en él con menos recursos para apropiárselo según los patrones de los grupos dominantes. Un caso que nos permite ilustrar estas diferencias es el proyecto “De la vía pública a la Vía Láctea” (Muriedas, 2009), el cual busca “incluir como públicos de la oferta cultural [del CHCM] a sectores ignorados y despreciados, como son las trabajadoras de intendencia, las policías, las oficinistas, las inmigrantes, comerciantes y vecinas”. Al reconocerles la condición de “ignorados y despreciados”, la organización Territorios de Cultura para la Equidad evidencia que el contraste va más allá de lo metafórico, pues las tareas que deben realizar algunos de estos actores del Centro les obligan a mantener la mirada dirigida al suelo, en actividades que contribuyen a la valorización cotidiana del proceso de transformación (Territorios de Cultura para la Equidad, 2012). [6] El criterio de distinción llama a poner atención sobre las distancias sociales que enmarcan otras experiencias del Centro frente al disfrute culto de la revitalización.

Fundada en este tipo de criterios, la transformación del Centro Histórico materializa las necesidades sobre el habitar que inquietan a la élite intelectual, política y económica de la ciudad y la nación. Es cuestión de preguntarnos qué se destaca con la iluminación de edificios, con la poda de los jardines, la restauración de monumentos y la modernización de los sistemas de seguridad en el espacio público. La sensibilidad estética –elemento distintivo de una forma elitista de producción del espacio– se reconoce como una propiedad de los integrantes del grupo y se le identifica como parte indispensable de la continuidad entre los discursos y las acciones de la transformación. Así se coloca a los actores del momento a la altura de otros nobles personajes, para quienes no pasó desapercibida la grandeza del Centro:

el gran impulso que ahora recibe el rescate de nuestra antigua capital fue propuesto por el gran empresario Carlos Slim, quien posee la visión, la sensibilidad y la conciencia de darle nuevo esplendor a la ciudad elogiada por el sabio Humboldt hace 200 años, en los albores del siglo de nuestra Independencia (Tovar, 2011: 14).

No obstante esta disposición a exaltar cualidades, el reconocimiento mutuo entre integrantes de la élite no es el resultado natural de su posición en la estructura social. Entre ellos existen desavenencias difíciles de superar, por lo que el caso del proyecto de revitalización del CHCM consiste en una de esas coyunturas excepcionales en las que convergen intereses y capitales en la búsqueda de soluciones a los problemas que, como grupo privilegiado, han identificado como comunes.

 

La voluntad política: los problemas comunes y su atención

El 14 de agosto de 2001, en el Palacio Nacional, se enfatizó la función económica de un Centro Histórico revitalizado, y, sobre todo, se celebró la voluntad política puesta al servicio de una noble labor. Los asistentes a esta reunión que marcaba el inicio de la transformación fueron testigos de la aparente supresión de las diferencias ideológicas que distanciaban públicamente al Presidente de la República, Vicente Fox Quesada, y al Jefe de Gobierno de la ciudad, Andrés Manuel López Obrador.[7] Para el cardenal Norberto Rivera Carrera, era esta voluntad la que hacía falta para emprender la “ardua” tarea de “rescatar” el Centro y el combate contra la delincuencia y el abandono que lo azotaban (Rivera, 2011: 10). Además, señaló que el esfuerzo incluía a la sociedad civil, “representada por más de cien profesores universitarios, arquitectos, empresarios, comerciantes, artistas e intelectuales” (Fundación Carlos Slim, 2011: 25). Esta pluralidad presente en el auditorio era ya una muestra del carácter “unificador” del proyecto.

La disposición pública a colaborar en la revitalización ha sido una constante no sólo entre los integrantes de diferentes orientaciones partidistas o niveles de gobierno, sino también de gremios, profesiones y escuelas de pensamiento. ¿Qué es lo que ha posibilitado ese encuentro tan prolongado? Sin duda en ello hay diversos factores, uno ha sido la sostenida obsesión de acabar con los problemas que aquejan al Centro, otro, que en la actualidad se ha difundido una solución global rentable para refuncionalizar los centros históricos, la cual, aprovechando las posibilidades que ofrece el espacio urbano deteriorado, construye estrategias de (re)apropiación orientadas por la especulación inmobiliaria –entre cuyas consecuencias destaca la expulsión de los viejos residentes– y la mercantilización de la cultura y la historia por medio del turismo –a las cuales se asocia la sustitución del comercio local popular por el de clase media y alta, la boutiquización–.[8]

Convergen los promotores de la revitalización al hacer el inventario de las prácticas y los actores problemáticos. Las primeras son la delincuencia, el comercio callejero, la basura, el deterioro de los edificios, la fauna nociva, la contaminación auditiva y visual, el narcomenudeo y el incumplimiento de la norma; los segundos, productores de las anteriores, son: las personas sin empleo o en el subempleo, los viejos residentes sin recursos, los dueños del comercio popular, los morosos y los indigentes.

Uno de los actos de convergencia más recientes que apuntala una perspectiva consensuada para enfrentar las prácticas “negativas” y a sus productores fue la creación del Plan Integral de Manejo del Centro Histórico de la Ciudad de México (Gobierno del Distrito Federal, 2011). Con este instrumento no sólo se satisfizo un requisito de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés) para preservar el título de Patrimonio de la Humanidad, sino que actualizó ese compromiso colectivo de colaboración para enfrentar los problemas. El Plan logró integrar en un marco general las acciones de más de veinte instituciones públicas de los tres niveles de gobierno y de múltiples organizaciones privadas. Con este instrumento se establecieron criterios uniformes para regir un conjunto de acciones que respondían a facultades y obligaciones muy heterogéneas, con lo que se definieron parámetros para gobernar las formas del habitar en el CHCM.

Los criterios regulatorios de las acciones en los Perímetros A y B marcaron una nueva etapa de colaboración entre las esferas pública y privada frente a la diversidad de actores. La voluntad política se ponía al servicio del deseo de refuncionalizar el Centro Histórico según la lógica de protección de la riqueza arquitectónica y artística: patrimonialización, como la define Delgadillo (2012); de vinculación con dinámicas globales de orden financiero y turístico: la transnacionalización de espacios urbanos (Parnreiter, 2011: 17 y ss.; Pérez, 2010: 63); y de creación de entornos de consumo y esparcimiento ligados a las aspiraciones de las clases media y alta (Zamorano, 2012; Leal, 2011, 2007; López, 2007).

La erradicación de los problemas o la regulación de las prácticas tenía un frente de batalla prioritario, y en ello coincidían los integrantes de la élite: había que reordenar el espacio y reformar las costumbres. En el primer aspecto se ha tratado de mejorar la calidad de la infraestructura y de implantar un nuevo orden espacial en las calles, plazas, parques y edificios. En el segundo, se ha buscado contener prácticas “inapropiadas” por medio de la fuerza pública y la capacitación. Lo anterior está contenido en las seis líneas estratégicas del modelo de gestión del CHCM: 1) Revitalización urbana y económica por Zonas de Actuación (Imagen 2), 2) Habitabilidad, 3) Patrimonio, 4) Movilidad, 5) Prevención de riesgos, y 6) Vida comunitaria y ciudadana.

Imagen 2. Zonas de actuación
Imagen 2. Zonas de actuación

Las Zonas de actuación son parte de la representación del espacio utilizada por el gobierno de la ciudad para organizar su transformación. A través de ellas se construye una jerarquía del espacio que puede ser apreciada en el número de proyectos “detonadores de cambio” que las caracterizan. Fuente: Plan de Integral de Manejo del Centro Histórico de la Ciudad de México, 2011.

Cada una de ellas presenta objetivos y acciones concretas acerca de lo que debe ser el espacio público, la vivienda, los inmuebles públicos y privados, el transporte público, la cultura cívica, la vida comunitaria, los valores culturales y la vinculación académica. El Plan es visto como un instrumento abierto, dinámico y moldeable que puede crear un balance entre la realidad cambiante y la necesidad de preservar y acrecentar la autenticidad e integridad del Centro; sin embargo, como lo ha demostrado Alejandra Leal (2007: 31), los discursos y las prácticas de rescate de los centros históricos llevan implícitas una serie de violencias simbólicas y materiales que no han podido ser subsanadas, y que, como se ha visto, tienen como principal objetivo el control de las formas del habitar de los integrantes de sectores populares que han permanecido en la zona.

Lo que acontece en el Centro Histórico abre las puertas a una serie de oposiciones en cuestiones como el consumo, la educación, el esparcimiento, la vida familiar, los gustos, todas ellas ligadas a formas específicas de apropiación del espacio. El deseo de trastocar el orden social crea las condiciones para que los viejos residentes experimenten formas de exclusión, discriminación, marginación y tensión, o lo contrario, formas de inclusión, beneficio o solidaridad que reconfiguran la vida local, ya sea para defender los espacios de su vida cotidiana, rechazando a los nuevos habitantes o las actividades gubernamentales, o para aprovechar los cambios a su favor, capitalizando la afluencia de turistas o monopolizando la llegada de recursos públicos y privados.

La apuesta colectiva que es producto de esta voluntad política para movilizar recursos humanos y financieros induce estos procesos y explicita los lineamientos de su acción sólo promocionando sus posibles beneficios, nunca sus posibles consecuencias negativas. En esto juega un papel crucial la representación de la nueva ciudad que enarbola el proyecto de revitalización, dominada por las imágenes del progreso y el bien común, no obstante que tenga su origen en puntos de vista particulares de los integrantes de la élite política, económica e intelectual. Sobre esa ciudad ideal trataré a continuación.

 

Una ciudad moderna y occidental

El Ángel de la Independencia, actual escudo de la ciudad gobernada por representantes emanados del PRD desde 1997, fue encargado a Francia por el dictador Porfirio Díaz para celebrar el centenario del inicio de la lucha independentista en 1810. Este monumento decoraba los entonces nuevos barrios burgueses del poniente de la ciudad y preconizaba el acercamiento de la capital mexicana con sus semejantes europeas. Hoy su significado está asociado al discurso de una ciudad de vanguardia, en movimiento constante, adaptándose a las tendencias globales, entre las cuales está el rescate de los centros históricos y su reconversión en espacios de consumo y de un habitar que contempla con múltiples reservas las prácticas de los sectores populares.

En este contexto vale preguntarse junto con Serge Gruzinski, ¿qué identidad le corresponde a esta capital latinoamericana?, y puntualizar, ¿hacia dónde ha tratado de llevar esta identidad la élite mexicana? Los proyectos de transformación impulsados por la élite nos muestran la búsqueda de una identidad moderna y occidental que pone los ojos en las ciudades europeas y norteamericanas (Gruzinski, 2012; Pérez, 2010). La condena que se hace a las representaciones y prácticas urbanas de los sectores populares va acompañada de la admiración del cosmopolitismo y la globalización hegemónica, en la que lo valorable es aquello que amerita mediatizarse por medio del turismo. En este sentido, puede observarse que los modelos de espacio y conducta que la élite promueve en el CHCM están influenciados por los estilos de vida, la moda y el espectáculo del occidente hegemónico, el de las ciudades globales, las emblemáticas de la transnacionalización de espacios de consumo exclusivos (Imagen 3).

Imagen 3. El modelo hegemónico de la transformación
Imagen 3. El modelo hegemónico de la transformación

Los instrumentos de la planeación urbana, como esta ilustración de la empresa Reichmann International, son objetos que dan cuenta de las representaciones de ciudad que esperan materializar los esfuerzos de la élite. Aquí se muestra una propuesta de refuncionalización del área aledaña a la Alameda Central. Fuente: Folleto promocional de la empresa. Foto del fragmento del autor. Sin fecha.

Un elemento singular de las comparaciones de la experiencia de vida en las ciudades globales con la nuestra es la mediatización de lo que podemos ofrecer al mundo. Lo que se promociona nos conecta con él, aún tratándose de un espacio diminuto. Los medios de comunicación y las estrategias mercantiles vuelven protagónica cualquier parte del espacio, como ha sucedido con la promoción del Perímetro A del Centro Histórico de la Ciudad de México (Díaz, 2012: 3), o de lugares como Coyoacán o Santa Fe, de los cuales se enfatiza su capacidad para conectarnos con el mundo mostrando una cara de “nuestra cultura”. Un ejemplo de esta difusión es la publicidad que se hace del Mercado San Juan–Pugibet, ubicado al sur-poniente del Perímetro B, el cual se ha especializado en productos gourmet. De su historia se explota el hecho de que allí se encuentran los ingredientes de muchas cocinas traídas por migrantes a la ciudad de México, y su conversión en el lugar del gusto distinguido por la alta cocina (Flores, 2009), que es, sin duda, la práctica culinaria de una clase privilegiada. Por estar situado en un entorno deteriorado físicamente y por prácticas populares de comercio y habitación, su promoción ha implicado la anulación de estos aspectos, pues ello supondría desalentar la concurrencia de sus potenciales clientes: los integrantes de las clases media y alta, y los turistas. Si se les mencionara, jugarían en contra de la pulcritud y el orden que se busca inscribir en el espacio representado.[9]

Además de este “borrado del contexto”, existen otras “operaciones” que cumplen propósitos comerciales o administrativos, como la delimitación de zonas, la enumeración de sus características y su clasificación dentro de una jerarquía de lugares. Su relevancia no se limita a la gestión gubernamental de territorios, también adquieren un papel preponderante en la construcción o reforzamiento de patrones materiales y simbólicos de desigualdad socioespacial, como se verá en el siguiente apartado.

 

La reconstrucción de la periferia colonial: el Perímetro B

La elaboración de planes de transformación social y espacial pasa por la definición de fronteras administrativas para la gestión de poblaciones y territorios (Hoffmann y Salmerón, 1997). En este sentido, la historia del Perímetro B nos remonta a la división social colonial que separó a los españoles de los indígenas, creando para los primeros una ciudad central, y para los segundos dos parcialidades, San Juan Tenochtitlán y Santiago Tlatelolco (Lira, 1983; Gruzinski, 2012) (Imagen 4). El posterior crecimiento de la ciudad trastocaría esta división y obstaculizaría las tentativas de reutilizarla, aunque seguiría revelándose con mayor o menor intensidad en la definición de los usos del suelo, por ejemplo, al intentar limitar zonas habitacionales, patrimoniales y comerciales. A partir de la segunda mitad del siglo XIX y durante todo el siglo XX, la urbanización contribuyó a que el pasado indígena y colonial de esta periferia se difuminara, no obstante que los habitantes pertenecientes a los sectores populares permanecieron y se afianzaron en el Centro, como ya se mencionó, por las oleadas de migrantes y las luchas por la certeza jurídica sobre la vivienda.

Imagen 4. Las delimitaciones de Tenochtitlán, siglo XVI (<em>ca.</em> 1523)
Imagen 4. Las delimitaciones de Tenochtitlán, siglo XVI (ca. 1523)

La traza de la ciudad de Tenochtitlán tras la delimitación de los conquistadores es actualizada en las representaciones académicas y gubernamentales del proyecto de revitalización del Centro Histórico. Fuente: Legorreta, J. (coord.), La Ciudad de México a debate, 2008.

Fue hasta el 11 de abril de 1980 que se reeditó de forma ampliada la vieja división socioespacial con el decreto presidencial publicado en el Diario Oficial de la Federación, el cual estipuló que el Centro Histórico sería considerado a partir de entonces zona de monumentos históricos. Con este avance en el proceso de patrimonialización se delimitaron el Perímetro A, que concentra la mayor parte del patrimonio histórico, y el Perímetro B, que se expande hasta los antiguos límites de la ciudad decimonónica.

El Perímetro B, que ocupa 5.9 km2, concentra la mayor densidad de población y comercio popular del Centro Histórico. Debido a las transformaciones sociales y urbanísticas que ha experimentado se le define como un área heterogénea con arquitectura de patrimonio no monumental (Campos, 2004). En ella predominan prácticas y estilos de vida que hasta antes de la revitalización podían observarse en todo el Centro Histórico. Con la reedición de esta división espacial y dada la prioridad otorgada al Perímetro A, se ha hecho visible la tendencia a la reinstauración de la división social: la élite en el centro, los sectores populares contenidos en la periferia. Aunque no se puede hablar de espacios de segregación absolutos, ni antes ni ahora, sí, al menos, de una diferenciación que subraya áreas de interés primario y secundario en espacios dominados por la lógica del mercado, es decir, inclinados a incentivar la gentrificación y la boutiquización del Centro. En el Plan Integral de Manejo del CHCM, por ejemplo, le fue refrendada a la periferia su función de “zona de amortiguamiento”, es decir, de filtro de las amenazas que podrían afectar el área de mayor importancia patrimonial y comercial (Gobierno del Distrito Federal, 2011: 5).

Sobre este aspecto es interesante retomar las conversaciones que sostuve con Alfredo, un funcionario del Fideicomiso del Centro Histórico de la Ciudad de México, en octubre del 2012, mientras realizaba mi trabajo de campo. Para él no sólo era evidente que la autoridad había desatendido el Perímetro B, sino que la noción de “zona de amortiguamiento” hacía vagas las posibilidades de actuación sobre la vivienda, el espacio público y el comercio. En su opinión, este perímetro había acumulado cerca de diez años más de deterioro, ya que durante ese tiempo el grueso de los esfuerzos de la revitalización se enfocaron en el A.[10] Es de llamar la atención que Alfredo sustituyera la noción de “amortiguamiento” por la de “porosidad”. Al atribuirle esta cualidad destacó que el Perímetro B es incapaz de cumplir la función que se le ha asignado, no sólo porque no posee las características necesarias para “detener” las fuerzas que podrían afectar el área patrimonial de mayor importancia, sino porque es allí mismo donde se gestan algunas de las “amenazas”.

El paralelismo entre la división espacial que la conquista española dejó en la primera traza de la ciudad, y la que hoy nos plantea la delimitación de ambos perímetros, es sumamente sugerente si se reflexiona sobre el tratamiento de las diferencias y desigualdades inscritas en lugares y tiempos concretos. Subrayaría que para el funcionario era primordial revisar lo que ha estado impidiendo al Perímetro B cumplir su función de amortiguamiento, de lo contrario, la política pública no podrá evitar que las dinámicas erradicadas en el Perímetro A se asienten en el B. Habría que preguntarnos si no han estado presentes allí desde mucho tiempo atrás, y si todas son prácticas que es necesario erradicar, pues no debemos olvidar que también han sido formas creativas de reproducción de la vida social en contextos urbanos marcados por la precariedad. También es necesario reconocer que la labor académica y política para tener un esquema de gestión del patrimonio desembocó en la actualización de una desigualdad del tipo centro-periferia, que se traduce en una atención secundaria de la última y en la minusvaloración de los aportes de los sectores populares a la producción de la historia del CHCM.

En este contexto, los criterios democráticos y los recursos institucionales que median la relación entre el proyecto de revitalización de la élite política, económica e intelectual y las formas del habitar popular, nos revelan más de la concepción que tienen los primeros sobre los segundos, que de la voluntad para construir soluciones colectivas que permitan conocer, incorporar y atender las necesidades de quienes viven en condiciones de desigualdad.

 

Los sectores populares y el giro democratizador

Algunas de las preocupaciones sobre lo que ha ocurrido con el patrimonio histórico en el Centro desembocan en la conclusión de que se trata de una “crisis”. El 17 de octubre de 2012, durante un encuentro con organizaciones de la sociedad civil, el director del Fideicomiso del Centro Histórico, Inti Muñoz, destacó el papel que ha tenido el proyecto de revitalización en las batallas contra “la profunda crisis urbana” que ha venido afectando al CHCM. Como veremos, la opinión de los revitalizadores sobre tal “crisis” y su relación con las prácticas y representaciones de los sectores populares poseen continuidades y discontinuidades. En ocasiones han sido puntuales al hablar del perfil de los habitantes y las prácticas asociadas a la “crisis”, en otras, más bien difusos.

En 1964, cuando José Iturriaga y otros personajes ilustres presentaron a la opinión pública su propuesta de rescate, se preocuparon poco por matizar sus apreciaciones. Lo que miran en el Centro les lleva a combinar su erudición, compromiso y enojo en ideas resueltas que condenaron directamente a los sectores populares, en especial su vivienda y sus espacios de esparcimiento. Iturriaga, por ejemplo, dice: “En Belisario Domínguez puede contemplarse una sucesión de viejas casonas coloniales, cuyo uso antieconómico y adaptación antiarquitectónica está destinado para casas de vecindad, esto es, hoteles para gente pobre que pueden ser rehabilitados con sentido hotelero más rentable” (2012, 55). El escritor Jaime Torres Bodet lo acompaña imaginando que “desaparecidos también los figones y las cantinuchas, y los establecimientos comerciales mal aderezados, y los hoteluchos, y las casas de vecindad donde toda incomodidad tiene su asiento”, se hará realidad el deseado “oasis de paz” (2012: 63). En ese mismo sentido presentan su opinión otros famosos personajes, como el economista e impulsor del Fondo de Cultura Económica, Eduardo Villaseñor, o el arquitecto y presidente del Comité Organizador de los XIX Juegos Olímpicos, Pedro Ramírez Vázquez (en Iturriaga, 2012). Más de treinta años después, en 2001, Iturriaga diría que “la mayoría de las clases populares veía el rescate urbano con simpatía” (Iturriaga, 2011: 27), lo cual nos hace preguntar si habrán tenido acceso a sus palabras en aquel lejano 1964, y de haber sido así, qué opinión tendrían de un proyecto que hacía alusión a su salida del Centro.

Una voz disonante dentro del espectro intelectual es la de Carlos Monsiváis, quien en la reunión del Consejo Consultivo para el Rescate del Centro Histórico antepone al optimismo un escepticismo crítico, y en su discurso hace aflorar los contrastes que conviven en el Centro. Sin hacer una defensa explícita de lo popular, sí reconoce su aporte a la construcción de la historia de esa parte de la ciudad, ya que por un lado expone la relación que existe entre las peculiaridades de estos pobladores y la “identidad” del Centro, y por el otro, enfatiza el rol de las desigualdades de nuestra sociedad en el proceso de deterioro de la riqueza arquitectónica de la nación. Monsiváis se niega a que lo popular sea proscrito y duda “de la Sociedad Respetable” que le ha añadido el adjetivo “Histórico” a “El Centro”. Dice:

Aquí, las costumbres han persistido porque sus practicantes todavía no desocupan el cuarto, y aquí, la así llamada sordidez se mantiene porque el presupuesto familiar no da para más. En El Centro nada ha sido suficientemente viejo ni convincentemente nuevo, y las experiencias también se desprenden del ir y venir de las migraciones, del asumir el deterioro habitacional como un proyecto de fuga, del canje del nacionalismo por el folclor urbano (Monsiváis, 2011: 34).

Lo que se quiere extirpar del Centro, “tumores y excrecencias que la vienen aquejando desde hace medio siglo”, como dijera Enrique de la Mora y Palomar (2012: 91), Premio Nacional de Arquitectura 1947, no deja de estar ligado a las profundas desigualdades socioeconómicas de nuestra sociedad. Su expresión espacio-temporal sintetiza las múltiples violencias que atraviesan la participación de los sectores populares en la definición de políticas públicas hasta nuestros días, no obstante el despliegue de diferentes mecanismos institucionales de inclusión. Estos esfuerzos, que pueden definirse como parte de un giro democratizador en la ciudad, han creado una diferencia en la relación con las clases populares y una frágil solución gubernamental a la incomprensión, condena o menosprecio de sus formas de habitar.

Este marco obliga, al menos en lo formal, a escuchar lo que tengan que decir sus integrantes, pues se impusieron criterios de valoración y respeto de distintas formas de reproducción de la vida en un país y una ciudad caracterizados por la desigualdad. El actual proceso de transformación del Centro Histórico no está al margen de este discurso y sus prácticas, sin embargo, la diversidad de sus actores condiciona la efectividad de estas medidas de inclusión en la toma de decisiones. La directriz de esta política se encuentra en los documentos oficiales, donde se dice que “su particularidad”, ser patrimonio histórico, no es un obstáculo para lograr en armonía el mejoramiento de la ciudad, pues el CHCM es “un espacio vivo en proceso de reinvención democrática” (Gobierno del Distrito Federal, 2010: 210). La verdadera dificultad, como he tratado de mostrar, es lidiar con la desigualdad que prevalece entre los actores sociales que producen el Centro.

Un caso emblemático es la apuesta del Fideicomiso del Centro Histórico de consolidar una Escuela de Formación Ciudadana y Conservación del Patrimonio (Gobierno del Distrito Federal, 2011: 101-102), la cual está en sintonía con estos procesos institucionales de inclusión. No obstante la amplitud de objetivos que definen este campo de acción en el Plan Integral de Manejo, cabe resaltar dos fundamentales: la creación de vínculos entre los habitantes, los comerciantes de ambos perímetros y las autoridades, y la concientización de la gente sobre el valor patrimonial de calles, monumentos, plazas y edificios (Entrevista con Alfredo, funcionario del Fideicomiso del Centro Histórico, 2012). Este tratamiento de los sectores populares que habitan el Centro supone la necesidad de educar en una manera de ser ciudadano, mostrándoles, por un lado, sus derechos, y por el otro, demandando la modificación de algunas de sus prácticas socioespaciales. Esta concientización sobre el valor patrimonial responde al marco formal de la ciudadanización, que busca establecer parámetros comunes que mejoren la convivencia cotidiana, sin embargo, no debemos olvidar que también responde a la construcción de un espacio adecuado libre de aquellas prácticas que resultan amenazantes. Esto nos llevaría a pensar que mientras la apuesta política, económica y estética sea ordenar el espacio y las costumbres que predominan entre los sectores populares, el giro democratizador tendrá un uso que privilegie la estrategia de transformación de la élite.[11]

Con esta perspectiva es que puede revisarse críticamente cada acción del gobierno y de la iniciativa privada en el CHCM, sea ésta la restauración y remodelación de la Biblioteca “José Vasconcelos” o de la Academia Mexicana de la Historia, al poniente del Perímetro B, o la rehabilitación de plazas y jardines, como la Santos Degollado, la de San Juan o la Ciudadela. Con esta mirada será necesario revisar cada parte del proyecto: ¿para quiénes están siendo construidos esos nuevos edificios en Avenida Juárez?, ¿qué sentido tiene la reorientación comercial de antiguos negocios populares como pulquerías y cantinas?, ¿quién se apropiará práctica y simbólicamente de la restauración de templos y capillas?, ¿qué papel juega la ampliación de redes de transporte como las líneas 3 y 4 del Metrobús a la luz del proyecto de revitalización?, ¿quiénes serán los principales beneficiarios de la instalación del sistema de bicicletas Ecobici?, ¿qué implicaciones tiene su esquema de operación y los criterios de su expansión en la ciudad?, ¿qué edificios serán seleccionados para construir azoteas verdes?, ¿quiénes son convocados y cómo para decidir sobre la ampliación del programa de peatonalización, como ha acontecido recientemente en las calles de Madero, Moneda y 16 de Septiembre?, ¿qué sería un proyecto de revitalización pensado con los sectores populares desde un inicio?, ¿con la revitalización se impone la “ciudad de la globalización” a la “ciudad de la gente” (Ortiz, 2008: 285)?, ¿para qué gente?

 

Reflexiones finales

Con este recorrido he destacado algunas características del proyecto de revitalización del Centro Histórico de la Ciudad de México para mostrar que parte de su estructura está anclada en las preocupaciones de un grupo de actores privilegiados de las esferas política, económica e intelectual. Tales inquietudes se han traducido en propuestas de transformación de la morfología física y social de esta porción de la ciudad, las cuales, a la manera de un “programa a implementar”, revelan la voluntad de una élite que ha encontrado el contexto propicio para movilizar recursos financieros, humanos y materiales en aras de la producción del Centro más cercano a sus intereses y aspiraciones. Las peculiaridades práctico-discursivas del programa nos han permitido observar que en el núcleo de las preocupaciones y los problemas que se han propuesto enfrentar se encuentran las prácticas y representaciones de los sectores populares –la realidad del pueblo–, cuyos integrantes se han asentado en el CHCM y han sido un motor central de su configuración actual.

Aunque no existe espacio alguno resultado de la voluntad de un grupo homogéneo, sí se puede distinguir que en determinadas coyunturas la correlación de fuerzas coloca en un papel determinante de la producción de la ciudad a ciertos actores, los cuales poseen un margen de maniobra mucho más amplio para imponer sus criterios en los contextos de disputa socioespacial. Como hemos visto, en el CHCM se han ido instaurando criterios estéticos, delimitaciones de fronteras, formas de articulación política y participación ciudadana que buscan orientar la experiencia urbana emulando las principales ciudades del circuito de la globalización neoliberal. Desde esta óptica, un conjunto de prácticas y representaciones locales, muchas de ellas ligadas a la precariedad, son proscritas, desplazadas o reinventadas dentro del marco del espacio de consumo, mercantilizado, no obstante su papel en la reproducción material de la vida de los integrantes de los sectores populares.

Dentro de este panorama, los mecanismos de inclusión y participación democrática en los procesos de producción social del CHCM quedan reducidos a procedimientos administrativos guiados por expertos (arquitectos, urbanistas, trabajadores y científicos sociales, etcétera) incapaces de incorporar de forma amplia la diversidad de necesidades, intereses y aspiraciones de los sectores populares, o de comprender sus apuestas políticas, ideológicas y económicas frente a las transformaciones. Por lo general, sus prácticas y representaciones son consideradas poco aptas para ser incluidas en la imagen de la ciudad moderna y occidental, razón por la que se requiere de operaciones profilácticas orientadas a inculcarles el respeto por el patrimonio histórico, así como la condena de las acciones y los actores que atenten contra él. El elemento ausente o débilmente incorporado en este plano normativo es la atención de las desigualdades que han marcado la producción de la ciudad y el deterioro del Centro, así como el reconocimiento de las soluciones y resistencias creativas que han encontrado los integrantes de los sectores populares para seguir habitando o capitalizando a su favor las ventajas que ofrecen las centralidades. En cambio, en el centro del problema se coloca el qué hacer con estos actores y sus prácticas para que la calidad y el estado de conservación de los edificios, calles, plazas y jardines se mantenga a la altura de aquellos que se quiere emular. Bajo este pensar-actuar de la élite, se incurre en una negación del papel y valor de los otros urbanos, y con ello, se construye un límite de fondo a las buenas intenciones del discurso de la participación ciudadana.

La pregunta que subyace a estos procesos socioespaciales, y que considero necesario seguir haciéndonos, es sobre el tipo de vínculo que existe entre los proyectos de transformación y las representaciones que se ha construido la élite acerca de la realidad de los sectores populares. Esto me resulta imprescindible en la medida que los proyectos de transformación socioespacial no son obras neutras que aspiran llanamente a satisfacer el bien común, ellas nos comunican, en gran medida, las particularidades de la relación práctica y simbólica que se ha establecido entre grupos diferentes y desiguales de la ciudad. Uno puede entonces preguntarse también, junto a Fernando Carrión (2013:13), si es posible formular un proyecto colectivo de centralidad en una ciudad donde la producción social del espacio está controlada por los actores dominantes de la empresa y el gobierno, y donde la incorporación de los sectores populares queda restringida a sus capitales acumulados, a las estrategias de resistencia y a los márgenes de negociación coyunturales.

Sin la existencia de un mecanismo democrático, abierto y flexible, que oriente la producción social de la ciudad, proyectos como la revitalización del CHCM, serán para los sectores populares formas de “alienación del lugar”, como llamó Milton Santos en La naturaleza del espacio (1997) al despojo que sufren las poblaciones de su capacidad de decisión sobre la producción presente y futura del lugar que habitan. Entonces, el “programa a implementar” del que se han analizado algunas de sus aristas, se convierte en un mecanismo de dominación que busca controlar la conexión simbólica-instrumental que existe entre el espacio y los actores locales con la finalidad de refuncionalizarlos de acuerdo a intereses exógenos. Hasta ahora, la experiencia de los sectores populares que habitan el CHCM nos ha mostrado que el despojo no debe remitirnos solamente a su expulsión de los viejos edificios y vecindades, sino que éste contempla el control, más o menos sutil, de sus formas de sociabilidad y trabajo.



Notas:

[1] Maestro en Antropología Social por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social y licenciado en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Este artículo se desprende de la tesis de maestría “Vivir en el cambio. Vida vecinal, prácticas espaciales y espacio público en la plaza San Juan y su entorno”, realizada entre septiembre del 2011 y agosto del 2013 bajo la tutoría de la Dra. Claudia Zamorano Villarreal del CIESAS-DF.

[2] En la presentación de la obra que reedita los artículos de aquel número de México en la Cultura,se le atribuye a José E. Iturriaga el haber acuñado el concepto de Centro Histórico.

[3] Jefes del Gobierno del Distrito Federal: Andrés Manuel López Obrador (2000-2006), Marcelo Ebrard Casaubón (2006-2012); Presidentes de la República: Vicente Fox Quesada (2000-2006) y Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012).

[4] Esta práctica estetizante de la intelectualidad posee referentes contemporáneos en México, por ejemplo, Salvador Novo en Los paseos de la ciudad de México (1974), Andrés Henestrosa en Cara y cruz de una ciudad (2001) y Vincente Quirarte en Amor de ciudad grande (2012).

[5] La peatonalización de Moneda inició en los últimos meses de 2013, con una inversión de $18 millones de pesos, según informó Inti Muñoz, director del Fideicomiso Centro Histórico (“Se invertirán $18 millones en la peatonalización de Moneda”, La Jornada, 14 de marzo de 2013). Iturriaga falleció el 18 de febrero de 2011.

[6] Sobre otros proyectos de la organización: http://www.territoriosdecultura.org.mx/sys/ (Consultado el 25 de marzo de 2013).

[7] Años más tarde, en los primeros meses de 2004, las tensiones que caracterizaron la relación del entonces Presidente de la República y del Jefe de Gobierno del D.F., alcanzaron una de sus muchas cúspides. Cuando el último se convirtió en el candidato a la presidencia por la Coalición por el Bien de Todos para las elecciones de 2006, la confrontación se intensificó debido a las profundas diferencias políticas e ideológicas que existían entre ellos. Esto no fue impedimento para que el proyecto de revitalización siguiera siendo un punto de encuentro práctico que avanzaba sin profundas distorsiones.

[8] Desde la perspectiva de David Harvey (2006, 2011), estos procesos de transformación socioespacial son parte de las soluciones globales a los problemas de sobreacumulación de capital. El autor señala que la lógica del capitalismo es incorporar de manera sostenida nuevos territorios al desarrollo capitalista, sean éstos tierras inhóspitas, selvas, manglares y desiertos, o áreas urbanas deterioradas, como los centros históricos. Esta dinámica centenaria es analizada por el autor con el concepto de “acumulación por desposesión”, el cual nos remite a “la necesidad de obligar a los territorios no capitalistas no sólo a comerciar, sino también a permitir la inversión de capital en operaciones rentables utilizando fuerza de trabajo, materias primas, tierra, etcétera., más baratos [como pueden ser los centros históricos deteriorados]” (Harvey, 2006: 22-23). Blanca Ramírez (2010), profundizando en los estudios de Harvey (2010), aporta al análisis de este proceso de incorporación de territorios en contextos urbanos, y nos revela cómo los grandes proyectos urbanizadores de refuncionalización de espacios se convierten en una solución a la sobreacumulación de capital, así, grandes basureros y zonas de minas como Santa Fe, Distrito Federal, pueden transformarse en polos del comercio internacional y referentes de la modernización urbana; o centros históricos deteriorados como el CHCM, en referentes del turismo y el rescate patrimonial de la mano de grandes capitales nacionales e internacionales. Es necesario advertir que existe una importante diferencia entre el papel que juega la revitalización de un centro histórico en la solución de los problemas de sobreacumulación de capital y la construcción de autopistas, segundos pisos, áreas preferentes para la industria o habitacionales, pues movilizan volúmenes inigualables de recursos de financieros, materiales y humanos. Baste señalar que la construcción de una autopista urbana articula a la industria de la construcción, de hidrocarburos y de automotores con el sector bancario-financiero y los gobiernos local y nacional (Pérez, 2013).

[9] La mediatización de estos lugares opera de manera similar al mecanismo publicitario con que se venden conjuntos habitacionales para clase media y alta en zonas cercanas a colonias populares: la imagen simula un lugar sin entorno, se le despoja de todo aquello que pueda resultar una amenaza a las aspiraciones de estos nuevos habitantes y consumidores (Zamorano, 2012).

[10] A principios de 2014 se presentó uno de los más ambiciosos proyectos de transformación en el Perímetro B, resultado de los trabajos emprendidos por el Consejo Consultivo para el Rescate Integral de la Merced –área ubicada al oriente del Perímetro B. Las obras concluirán en 2030, pues se espera “recuperar los espacios públicos, reordenar el comercio, construir un corredor cultural y otro de vivienda, así como áreas peatonales”. Cabe resaltar las palabras del presidente honorario del consejo, Jacobo Zabludovsky, quien subrayó la “voluntad espontánea de los habitantes de la ciudad por mejorar el paisaje y sus condiciones de vida”, así como la “voluntad política” que ha demostrado Miguel Ángel Mancera, Jefe de Gobierno del Distrito Federal (“Presentan anteproyecto para rescatar la zona de La Merced”, La Jornada, 14 de enero de 2014).

[11] En su obra, John B. Thompson, nos recuerda que los grupos dominantes pueden tratar con condescendencia a los dominados, lo que puede significar un trato paternalista ante la condición de “ignorancia” e “ingenuidad” en que viven (2002: 229-240). Dados los intentos de concientización para reformar las costumbres, el giro democratizador también puede ser visto como un ejercicio de valoración simbólica condescendiente de las élites sobre los sectores populares, lo que significa que funge un papel en el establecimiento y sostenimiento de relaciones de poder en torno a la producción del espacio (Thompson, 2002: 85).

 

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Entrevistas

Entrevista realizada a Alfredo, funcionario del Fideicomiso del Centro Histórico, 5 de octubre del 2012.

 

Cómo citar este artículo:

TÉLLEZ CONTRERAS, León Felipe, (2014) “La revitalización del Centro Histórico de la Ciudad de México: entre la voluntad de la élite y la realidad del pueblo”, Pacarina del Sur [En línea], año 5, núm. 19, abril-junio, 2014. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Martes, 19 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=949&catid=13