Dos bestiarios del Mar del Sur: el prisma andino de José María Arguedas

Two South Sea beasts: the Andean prism of José María Arguedas

Duas bestiario do Mar do Sul: o prisma Andina de José María Arguedas

Ricardo Melgar Bao

Recibido: 05-03-2016 Aprobado: 23-03-2016

 

A Luis Millones Santa Gadea,
maestro, colega y buen amigo

 

Caleidoscopio acerca de la fauna costera

El imaginario intelectual, al borrar las fronteras entre los saberes humanísticos y el campo de las experiencias profesionales y de vida, han posibilitado a investigadores como Luis Millones a dibujar preguntas y temáticas de corto y largo aliento. Quizás esa confluencia nos ayude a comprender los tópicos recurrentes y emergentes en su obra, muchos de ellos pioneros en los territorios de la Antropología Social y de la Etnohistoria andina y latinoamericana.

El pretexto para tal fin es el bestiario sagrado, tema central de su más reciente libro en coautoría con Renata Mayer, el cual descansa en algo más que en una relectura de Dioses y Hombres de Huarochirí, esa crónica anónima redactada en quechua a inicios del siglo XVII recogida por el cusqueño Francisco de Ávila (1573 ─ 1647), cura jesuita de San Damián y Vicario de Huarochirí. Este documento, que Millones ha aproximado en sus bordes al género literario del bestiario occidental, pertenece, en sentido estricto, a las llamadas crónicas de Indias, en cuyas páginas los animales nativos han sido objeto de poetización alegórica despojada de intención moralista, al decir de Lauro Zavala (2005: 116),  y, en determinados casos, han expresado aspectos relevantes del universo mítico y sagrado amerindio. Dichas crónicas, con desigual énfasis y riqueza, consignan pasajes variados y no siempre articulados sobre la fauna sagrada y profana.


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Nos interesó el abordaje intelectual realizado por Luis Millones en torno a los dioses y los animales sagrados referidos en la crónica de Huarochirí, apoyándose en una lectura comparada de sus tres versiones publicadas, en busca de matices y referentes complementarios. En tal dirección convocó a un equipo académico integrado por Víctor Cárdenas, Ladislao Landa y Walter Pariona para cotejar la semántica quechua de la etnia checa que poblaba dicha provincia y cuya perspectiva era ajena a la de las élites incaicas. Esta indagación no es ajena a las preocupaciones filológicas acerca de las mutaciones de sentido de cada palabra, tampoco a su cadena semántica. De las tres versiones editadas, la más conocida se debió a la traducción de José María Arguedas, la cual incidió en la elaboración de su novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo, la cual retomaría un género poco atendido: el bestiario narrativo, inaugurado a mediados del siglo XX por Julio Cortázar con Bestiario (1951), Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero con su Manual de zoología fantástica (1954), y Juan José Arreola con Bestiario (1959). A contracorriente de esta vertiente literaria, Pablo Neruda en 1964, en comunicación epistolar, le solicitó a su amigo Giusseppe Bellini que compilase a partir de la revisión de su obra poética y seleccionase, los compatibles con el título de Bestiario. Un adelanto parcial fue publicado en inglés en la ciudad de Nueva York a cargo de otros editores. La compilación de Bellini salió al mercado librero en 2007. La fauna marina del Pacífico Sur tiene un lugar relevante en el bestiario nerudiano. Esta breve presentación del bestiario literario latinoamericano, coadyuvó, a su manera, a suscitar nuevas lecturas históricas y antropológicas acerca de las llamadas Crónicas de Indias, así como de la novela póstuma de José María Arguedas.

Luis Millones, refiriéndose a Arguedas,  hace notar con ojo crítico y perspicaz que, tanto el documento histórico como la novela «están unidos por la ficción del autor» refiriéndose a Arguedas, por lo que su contraste con las versiones de George Urioste (1983) y Gerald Taylor (2008) debería ser tomado en cuenta por los estudiosos.


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A lo largo de esta comunicación analizaremos, pues, los hilos que unen la Crónica de Huarochirí y Los Zorros comentados por Luis Millones, con la intención de explayarnos en nuestras propias exploraciones y buscando como norte precisar los contornos simbólicos con que gravitan los seres que integran la fauna sagrada y silvestre vinculada a la Mamacocha o Cochamama, llamada también Mar del Sur, así como a los mitos y creencias vinculadas a su abundancia y escasez. Así por ejemplo, en 1571, Pedro Pizarro mencionó el papel de las anchovetas y sardinas como ofrendas cotidianas en la plaza del templo de Pachacamac con la finalidad de alimentar a los cóndores y gallinazos (Rotsworowski, 1996: 44), y en 1608, Garcilaso de la Vega, en el manuscrito y parte primera de su conocida obra Comentarios Reales, homologó el culto de los pobladores de la costa a la fauna sagrada de la Mamacocha, al que los habitantes del ande le brindaban con las especies subalternas a la Mamapacha. Mencionó igualmente que  algunos tipos de pescados y de mariscos integraban dicha fauna sagrada.[1]

 

De la Crónica de Huarochirí a Los Zorros

José María Arguedas -a lo largo del periodo comprendido entre diciembre de 1965 y junio de 1966- se abocó a la traducción del manuscrito quechua sin título, recogido en el siglo XVI por el sacerdote cusqueño Francisco de Ávila, rotulándolo como Dioses y Hombres de Huarochirí. El entusiasmo del antropólogo-traductor por dicho manuscrito fue expresado de manera prístina y fundada al considerar que se trataba:

…de la obra quechua más importante de cuantas existen, un documento excepcional y sin equivalente tanto por su contenido como por la forma. […] [E]s el único texto quechua popular conocido de los siglos XVI y XVII y el único que ofrece un cuadro completo, coherente, de la mitología, de los ritos y de la sociedad en una provincia del Perú antiguo (Ávila, 1975: 9).

De este excepcional manuscrito, objeto de traducción, agrega Arguedas que su anónimo autor se expresó «en el lenguaje del hombre prehispánico recién tocado por la espada de Santiago. En ese sentido es una especie de Popol Vuh de la antigüedad peruana» (Ávila, 1975: 9). De aquí que escapó de las intenciones de su compilador, un temible extirpador de idolatrías. Millones ha coincidido con tal parecer, pero ha ido más allá, al desarrollar varias y puntuales reflexiones comparativas a lo largo de su libro dedicado a la fauna sagrada de Huarochirí, así como al darle visibilidad a las huellas de dicha Crónica en la última novela de Arguedas. 

Nuestras reflexiones se orientan en la misma dirección que Millones, por lo que destacaremos algunos enlaces con la ficción novelesca de Arguedas. Éste último, inspirándose en una escena del relato mítico, narrada en el capítulo quinto de la Crónica de Huarochirí, logró, gracias a la ficción narrativa de su novela Los Zorros, algunas meritorias e importantes transfiguraciones y equivalencias simbólicas. Huarochirí[2] se convirtió así en el espejo mítico de Chimbote,[3] no obstante, no ser zonas geográficas contiguas ni homologables. El propio antropólogo-narrador se construyó en términos figurativos a partir de la amalgama de cinco animales de significativa presencia en la cultura andina: «Creo tener, como todos los serranos encarnizados, algo de sapo, de calandria, de víbora y de killincho, el pequeño halcón. Pero en este momento recuerdo, siento, añoro mucho más a la pariona o pariwana» (Arguedas, 2006 a: 96). La garza, pariona o pariwana, se mueve con familiaridad entre las lagunas y lagos andinos, pero también la vemos presidir la fauna de las lagunas, humedales y pantanos de la costa peruana.


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Así, la recreación novelesca de Arguedas convirtió a Chimbote en lugar de lo alto y lo bajo configurando un cuadro vinculante de escenarios: el cerro, la ciudad, el mar y las islas. La cima del cerro es presentada como la contraparte del infierno portuario:

«Abajo, al pie del médano, el puerto pesquero más grande del mundo ardía como una parrilla.

Humo denso, algo llameante, flameaba desde las chimeneas de las fábricas y otro, más alto y con luz rosada, desde la fundición de acero. No alcanzaba al cerro la pestilencia del mar» (Arguedas, 2006 a: 58).

Arguedas, desde otro ángulo, transfirió en la novela el atributo de la desmesura mítica de los genitales femeninos de la mujer de Tamtañamca (Ávila, 1975: 35-43) a la zorra y, por extensión, al propio mar, agregándole un nuevo atributo: el de la fertilidad. Millones coincide con Duviols en llamar la atención sobre una de las advocaciones de Pachacamac, según el reporte del visitador Cristóbal de Albornoz: «la de una zorra de oro que estaba en un cerro» (Millones y Mayer, 2012: 46; Duviols, 1967: 34), aunque marca sus reservas de que ésta haya sido su imagen principal de culto. Desde otro ángulo, nuestro investigador recupera -de la misma fuente- una representación de la zorra muerta como encarnación de Tamtañamca (Tantanamoc),  y la contrasta con un pasaje de la obra del sacerdote agustino Antonio de la Calancha (1584-1654): Crónica moralizada de la Orden de San Agustín en el Perú (Barcelona, 1638). Recupera su nota etnográfica que afirma que en tiempos prehispánicos, las zorras eran sacrificadas como ofrendas en el tempo del dios de Lurín. Todo indica que en la relación mítica de los zorros gravita la dualidad masculino-femenina de Tantañamca. Y tiene razón nuestro antropólogo cuando deriva a continuación el siguiente juicio:

No es, pues, gratuito el encuentro de los zorros que José María Arguedas lanzó a la fama en su novela póstuma. El zorro debió tener múltiples valencias sobrenaturales, que el escritor traduce a la literatura como dos personajes que alteran la realidad con su magia (Millones y Mayer, 2012: 46).

La cadena semántica entre sexualidad y fertilidad se siguió inscribiendo bajo la lógica de la desmesura, de la inconmensurabilidad, del gozo y del temor patriarcal. En el segundo capítulo de la crónica de Huarochirí lo refrenda el mito que narra las conflictivas relaciones entre Cuniraya Viracocha y dos mujeres: Cavillaca, a quien preñó a través de un fruto de lúcuma que ella comió, y Urpayhuachac, hija de Pachacamac, y madre de dos hijas adolescentes, la cual se hizo conocida como «la que pare palomas» o más propiamente: gaviotas. En el relato mítico, Cavillaca y Urpayhuachac nos remiten al mar. Cavillaca era la mujer más deseada por las huacas; y si Cuniraya Viracocha logró fecundarla, fue a través del ardid de la lúcuma y como producto de ello tuvo una hija. Cavillaca convocó a todas las huacas para descubrir la paternidad de su hija, y al interrogarlas, pasó por alto a Cuniraya Viracocha, por estar cubierto de andrajos. Fue la hija quién, a petición de la madre, debería dilucidar la paternidad acercándose a su progenitor. Cavillaca, al ver que su hija se acercó y abrazó a la huaca miserable, salió huyendo, llevando consigo a su hija, con destino al «mar de Pachacamac», en señal de repudio. Al llegar allí, se hundieron en sus aguas, convirtiéndose ambas en piedras: en realidad, en simbólicas islas. La tradición oral hizo una reconversión: la isla mayor frente a Pachacamac es Cavillaca, y el peñón ubicado a su izquierda: su «hijo». Durante su búsqueda, Cuniraya Viracocha fue interrogando a los siguientes animales: el cóndor, el zorrino, el puma, el zorro, al halcón y el lorito. Al cóndor, al puma y al halcón, por haberle dado esperanzas de alcanzar a Cavillaca los colmó de «es, a los otros, los castigó de por vida. Llama la atención que al halcón le sea brindado, como uno de sus alimentos, un ave sagrada como el picaflor, al cóndor los guanacos y vicuñas muertos, y al puma, como ofrenda mortuoria la inmolación de una llama (Ávila, 1975: 28-30).

En el mismo relato mítico Cuniraya Viracocha se mostró ajeno o distante a tres especies: las palomas, las serpientes y los peces. Las palomas formaban parte de los atributos de transfiguración que poseía Urpayhuachac a favor de una de sus hijas con la finalidad de escapar del dominio sexual de Cuniraya Viracocha. La confrontación simbólica entre Cuniraya Viracocha y Urpayhuachac colocaron en el centro al mar. El orden del relato antepuso al desenlace de dicha relación: su explicación de la Conquista, como una pérdida de fueros de parte de los dioses y hombres andinos sobre el mar. Una pérdida que fue representada como una transmutación del mundo y, por ende, de los órdenes de la sociedad y de la naturaleza. No obstante, otros dos tiempos aparecen en dicha narración. Cuniraya al llegar a las orillas del mar, ingresó en sus aguas, lo que lo hizo: «…hinchar y aumentar. Y de ese suceso los hombres actuales dicen que lo convirtió en castilla, “el antiguo mundo también a otro mundo va” dicen» (Ávila, 1975: 30). Una cadena semántica parece, pues, deslizarse a través del mito: el pequeño ciclo del «mar de fondo»  y su siembra de temores, así como las alternancias de las corrientes marinas: «el niño» y la «niña», con sus no menos temibles secuelas.

En el tiempo primordial, el mar, que carecía de peces, gracias al castigo que le aplicó Cuniraya Viracocha a Urpayhuachac por ir al fondo del mar a dialogar con Cavillaca, se pobló de ellos al vaciar el criadero que tenía Urpayhuachac en un pozo de su heredad. Ésta, a su retorno, indignada por la afrenta cometida por la huaca hacia sus hijas, intentó seducirlo con el engaño de quitarle los piojos y arrojarlo desde un «gran precipicio», pero del cual Cuniraya Viracocha escapó con el pretexto de ir a «orinar» (Ávila, 1975: 30-31).


Imagen 4. Nevado de Pariacaca https://secretosenlahistoriablog.wordpress.com

El tercer capítulo de dicha crónica está dedicado al tiempo en que «reventó el mar». Esta narración del tsunami devastador es homologada cristianamente al diluvio, por el extirpador de idolatrías al final del capítulo. A pesar de lo anterior, el relato habla más de inundación y de cascadas, que quizás son usadas como sinónimos de grande
s olas, más que de trombas o lluvia imparable. En el relato mítico figura una llama macho que pasta en una montaña como la transmisora del presagio apocalíptico acerca del inminente desbordamiento de la Madre Lago (mar) bajo la forma de «catarata» – ¿ola grande?- a su dueño, el cual acaecería en el lapso de cinco días. El pastor convocó a los hombres y animales (puma, zorro, cóndor, guanaco, y todas las demás especies) a llevar provisiones para tal número de días al cerro Huillcacoto. Al venir la devastadora inundación, los hombres y animales sobrevivieron apretujados en la cima, aunque el agua alcanzó la cola del zorro y la ennegreció. Los demás hombres murieron por acción del mar (Ávila, 1975:32-33).

La representación multiforme de Pariacaca está presidida simbólicamente por el número cinco, con evidentes connotaciones sagradas. Los cinco huevos de esta deidad se convirtieron en igual número de halcones que terminaron transfigurándose en hombres asociados a igual número de fundaciones.

 

La ficción narrativa o el bestiario arguediano

Luis Millones es consciente del papel y la importancia que ha jugado la fauna andina en las novelas de José María Arguedas. En esa dirección propone un explícito enlace entre la fauna de la Crónica de Huarochirí y la novela póstuma:

Como era de esperar, también el sapo es un animal omnipresente en la producción literaria de Arguedas; ello tiene un cordón umbilical con las tradiciones recogidas en el texto de Huarochirí. El escritor lo sumó a otros animales representativos del manuscrito: de manera central el zorro, que da lugar a dos personajes; la serpiente, el perro; etc. (Millones y Mayer, 2012: 75).

La trama novelesca sobre la pesca y el universo prostibulario tendió puentes simbólicos con los relatos míticos presentes en Dioses y hombres de Huarochirí, algunos de ellos explícitos. Los pescadores, los patrones de lancha y empresarios de la pesca, como Braschi, definen la trama principal de la novela. La construcción del universo sagrado en torno a la pesca tiene una figura mayor en San Pedro, pero que no escapa a la disputa entre el capital y el trabajo. La efigie de San Pedro, el patrón de los pescadores, tiene en una de sus manos un pescado, el principal don del mar. Las ofrendas y pagos a San Pedro garantizan, en el imaginario de los tripulantes de las bolicheras, una buena pesca y la vida en altamar. En la novela, el punto de tensión queda dibujado con la entronización promovida por Braschi de una suntuosa efigie monumental del santo portando un «pescadazo de plata», cuyo costo quieren endilgárselo a los propios pescadores. El diálogo subido de tono entre Orlando Cabieses Crosby, Superintendente de la bahía de Chimbote y representante del capital, con Hilario Caullama, veterano patrón de lancha y líder sindical de los pescadores, es elocuente. Las palabras replicantes de este último merecen ser transcritas en la medida en que condensan la voz del propio narrador:

En ese trono [anda en forma de bolichera] sacamos en procesión a la mar, en su día, al patrón San Pedrito que está en la iglesia. Ostí sabes que yo soy como analfabeto. Pero a Hilario no le engaña ni cóndor ni zorro, ni víbora, ni soperintendente.

Nuestro Patrón de pescadores es San Pedrito, como así le dicen en este Chimbote al Patrón, porque el bulto del santo es chiquito no más, pues, sea dicho. A ese otro bulto grandazo que ostí ha mandado hacer comprando de tienda en Lima, lo ha bautizado, bien, legalmente, el cura párroco; pero en la noche y madrugadas de ese mismo ceremonias ostí y el mismo gran industrial, ojo de águilas, Braschi, lo ha desbautizado feo con las putas. ¡Putas no, amigo soperintendente! Putas tienen su lugar señalado en Chimbote […]. Tenemos patrón San Pedro consagrado de antiguo por la Santísima Iglesia Católico Romano; está en la iglesia. El bulto con pescadazo falseficado, que el soperintendente ha entronizado en gruta cartón piedra falseficado. Patio muelle y que las chuchumecas han desbautizado, no lo habemos pedido los trabajadores al capital. ¡No pago! (Arguedas, 2006 a: 120).

El pescado, gracias a «San Pedrito», fue recuperado como un don legítimo del trabajo de los tripulantes de las bolicheras, aunque, al final de cuentas, fuesen despojados de él por el tejido relacional de subordinación que tenían con las fábricas de harina de pescado.

Destacaremos una serie simbólica sobre la fauna que fue remitida a los dominios del capital pesquero por Hilario Caullama: el cóndor, el zorro, la víbora y el águila – en su representación metonímica como ojo de Braschi, asociados entre sí por el engaño. La transfiguración metonímica de Braschi en animal sagrado no se agota en la figura del águila que dibujó Caullama: «Águila sin detención, ojo del capital» (Arguedas, 2006 a: 134). En ese horizonte de sentido, cabe la descripción que realizó Diego – el zorro de arriba- del exitoso empresario pesquero por su «quijada de mono, de monazo fuerte!» (Arguedas, 2006 a: 106).


Imagen 5. Nevado de Huaytapallana. https://secretosenlahistoriablog.wordpress.com

Arguedas, en su novela, recreó la fauna sagrada y silvestre de Chimbote y convirtió al zorro, al pelícano y a la anchoveta en símbolos dominantes. Lo anterior no significa que olvidemos que los otros especímenes de la fauna sagrada y silvestre mencionados no cumplan un papel significativo a lo largo de los diarios y los capítulos de la obra, sólo pretende llamar la atención sobre las preferencias arguedianas.

 

Los siete huevos y los zorros

José María Arguedas incluye en su novela, un mitograma moderno, cuyo centro es la cabeza, aquella que sintetiza la coexistencia y polaridad de las fuerzas que definen al Perú. Aparece como símbolo hegemónico en el diálogo entre Diego, el zorro de arriba, y don Ángel Rincón, el zorro de abajo. Diego le reconoce a don Ángel un saber suficiente sobre «tantas esferas» pero le reclama su mirada sobre el «panorama», sobre el «conjunto». La respuesta del zorro de abajo resulta sorprendente: le pide a su interlocutor, que siga su mano y escuche sus palabras, le va a dibujar el «mapa o diagrama con nombres». En realidad, más que un diagrama, es un mitograma, al unir dos figuras de elevada trascendencia simbólica: la cabeza y el huevo que metonímicamente representa un atributo de la cola, y, a través de ellos a los personajes que solventan el mito del Perú moderno. La propia cabeza se asemeja a un huevo contenedor de los siete huevos blancos contra los tres rojos. Las «fuerzas blancas» contra «las rojas». El rostro oculta al cráneo y aparece dividido por la línea que se desprende del huevo rojo: el comunismo. Los siete huevos blancos enlazados entre sí en palabras de don Ángel son: «nosotros» (los dos zorros), la industria, USA, el Gobierno peruano, la ignorancia del pueblo, la ignorancia de los cardozos. Y los huevos rojos son: el comunismo, aliado a Juan XXIII y la resistencia andina, personificada en Hilario Caullama. Concluye su narración afirmando: «este mapa no va a variar jamás de los jamases en contra del capital sino a favor. ¡Tiro seguro! Poquitos mandan en todo el universo, cielo y tierra, agua y mar» (Arguedas, 2006 a: 126). Esta representación de la cabeza del Perú es una reelaboración inspirada en el mito yunga de Pariacaca y sus cinco huevos de águila, aludida por Arguedas más adelante. El relato va más allá del mitograma en la medida en que los zorros comunican su deseo y profecía a favor del capital. Don Ángel, el zorro de abajo, afirmó: «—Braschi es águila. Aprende rápido y vuela.»  (Arguedas, 2006 a: 109). Por su lado, Diego, el zorro de arriba, invitó a don Ángel a reírse zorrunamente fuerte y, en su evocación, recupera la cola: «Que salga del pulmón el aire guardado; como de un cuerpo alumbrado que salga, como la liendre de la pancita del piojo, como el huevo de sapo que ha de ser oqollo negro con rabo de cometa» (Arguedas, 2006 a: 126).

 

La zorra y sus zorros

Las operaciones que desplegó Arguedas en su novela, dibujaron a la zorra como una figura metonímica de relación, capaz de congregar al Zorro de arriba (don Diego) y al Zorro de abajo (don Ángel), así como a los migrantes andinos y a los pobladores costeños. Sin embargo, su pertenencia a un territorio simbólico  propio del litoral del Pacífico peruano nos muestra su enorme complejidad e importancia. En la tradición oral de los pescadores de Chimbote está presente una zona, hacia el sur del litoral ancashino, relativamente cercana en lancha: la playa Las Zorras, y en su entorno ascendente: la pampa de las Zorras, un modo toponímico acerca de lo bajo y lo alto. Los pescadores y lugareños también saben del sentido fuerte de las conchas marinas, más allá de su variedad y sus implicancias gastronómicas y mercantiles. Saben también de una planta que nombran «rabuezorra» ─ rabo de zorra─ y a veces, rabo de zorro, la cual crece a todo lo largo del litoral costeño. La ambigüedad de género en la nominación popular de esta planta, se inscribe en este rizoma de sentidos y símbolos acerca de las zorras y los mitos acerca de la sexualidad femenina. Tres atributos, en su polaridad y mediación, son vinculantes: fecundidad, goce y esterilidad. Otra obra literaria de calidad: Canto de Sirena (1985), de Gregorio Martínez, recuperó algunos decires y creencias populares. Una de ellos reza así: «El aullido de las zorras en celo que vagan sin descanso en las noches de octubre no deja escuchar el canto de las sirenas de la mar». (Martínez, 1985:159).  

Recordemos que los zorros representan los espacios de arriba y abajo, mientras que el mar, al ser significado como la gran zorra, despliega desde lo bajo sus sentidos de riqueza, trasgresión y castigo. En lo que respecta a la «zorra» de cada prostituta el zorro de abajo reclama su dominio: «A nadie pertenece la «zorra» de la prostituta; es del mundo de aquí, de mi terreno. Flor de fango, les dicen. En su «zorra» aparecen el miedo y la confianza también» (Arguedas, 2006 a: 35).


Imagen 6. https://lamula.pe

En Amor Mundo, José María Arguedas había retratado una imagen simbólica de lo femenino, que va a reaparecer acrecentada en Los Zorros, al referir el mar, la ciudad, la fábrica, los lugares de puterío y las propias putas. En Amor Mundo la gorda Marcelina mea para el muchacho Santiago, le enseña su sexo, aprieta su cuerpo y luego violentamente lo empuja gritándole: «corrompido muchacho». En la cabecita de Santiago, la Marcelina se sobredimensiona como símbolo del Mal: «Su cuerpo enorme, su cara rojiza, se hizo enorme ante los ojos de Santiago. Y sintió que todo hedía». Para Santiago hasta «el alto cielo tenía color de hediondez». En los zorros, los rostros de lo femenino envilecido son representados por la ciudad, el mar, el totoral, la fábrica de harina de pescado, el prostíbulo, de los cuales emanan aromas fétidos, hediondos, aromas del Mal. ¡Qué olor más fuerte de lo pútrido y lo sexual en el escenario chimbotano! Sin lugar a dudas, en la memoria e imaginación olfativa el olor a pescado se aproxima a los aromas de la «zorra» o concha y del burdel.

No es casual que Chimbote, al igual que el mar adyacente, sean los escenarios de lo bajo, modelados bajo el capitalismo y representados a través de la imagen de un enorme sexo femenino que atrae a los campesinos empobrecidos de los andes y a los desempleados urbanos (Lienhard, 1981: 328). Chaucato, en su discurso cosmogónico inaugural, dice: «... la mar es la más grande concha chupadora del mundo. La concha exige pincho, ¿no es cierto, Mudo?» (Arguedas, 2006 a: 38). La modernidad sobre el campo de la sexualidad afincó los modos y símbolos del Mal desde la perspectiva de la anti-moral sadeana (Landa, 1996: 30), pero la obra de Arguedas trascendió sus límites egoístas y hedonistas, ensanchando la estética del Mal en clave etnocultural y moderna.

La estética del Mal de los modernos está explícitamente presente en los Diarios, a través de los cuales el narrador menciona su renuncia a los Cantos de Maldoror (1869) de Isidore Ducasse, más conocido por su pseudónimo de Conde de Lautréamont para optar por «Una estada en los infiernos», de Rimbaud, para él, plena de «agua regia nutricia y casi íntima» (Arguedas, 2006 a: 201). En realidad, el narrador se refiere a Una temporada en los infiernos. Es posible que Arguedas juegue con el lector para velar un vínculo existente entre su novela y los contenidos simbólicos de la obra de Ducasse, quién hizo del viejo Océano y la ciudad grandes temas poéticos enlazados entre sí, en los que se anudan los destinos de los hombres y de los animales, del bien y del mal, y en dónde se transfigura al dios cristiano en dios prostibulario, y a Maldoror, en un héroe replicante y sádico. 

Entre el Bien y el Mal, heredados por la tradición colonial de Occidente, existen demasiados anudamientos como para fracturar su relación. Las inevitables traducciones del español a las lenguas amerindias complicaron las coordenadas de sus respectivas cosmovisiones culturales. En el quechua, la relación entre el allin (bien) y el mana allin (mal) se aproxima a la relación alliq/ichuq (derecha/izquierda) y hurin /hanan (arriba/abajo), vinculada a muchas deidades duales de origen prehispánico. La colonización del imaginario indígena forzó el ingreso de demonios, infiernos y pecados, alterando las imágenes duales del panteón andino, así como las claves de su moral (Cervantes, 1994). Sin embargo, los hincapiés arguedianos en las representaciones y las conductas ritualizadas o no permiten privilegiar la lectura sea del Mal o su contraparte.

Arguedas siente que el Mal en el nuevo Perú y su peculiar escenario chimbotano exhibe una semántica abierta e inasible a través de ese complicado diálogo entre los tres zorros: el zorro de arriba, el zorro de abajo y la «zorra», la gran mediadora, madre-mar, puta-mar, y sus muchas personificaciones prostibularias y escatológicas. Las claves de la vieja moral andina le resultan insuficientes para dar cuenta de la trama chimbotana. Así nos dice en su segundo diario:

Parte de estos diablos se mezclaron en los montes y abismos del Perú, permaneciendo, sin embargo, separados sus gérmenes y naturalezas, dentro de la misma entraña, pretendiendo seguir sus destinos, arrancándose las tripas el uno al otro, en la misma corriente de Dios, excremento y luz. Y esa pelea aparece en la novela [Todas las Sangres] como ganada por el yawar mayu..., primer repunte de los ríos que cargan los jugos formados en las cumbres y abismos por los insectos, el sol, la luna y la música. Allí, en esa novela vence el yawar mayu y vence bien. Es mi propia victoria. Pero ahora no puedo empalmar el capítulo III de la nueva novela, porque me enardece pero no entiendo lo que está pasando en Chimbote y en el mundo (Arguedas, 2006 a: 95).

 

Amaru y Uru: los modos de serpentear

El serpenteo en el universo andino refrendaba sus diversos y encontrados sentidos según sus modos de manifestarse, de aparecer y parecer. Entre el amaru (la gran serpiente sagrada) y el uru (el gusano depredador de la carne), la polaridad Bien/Mal podía encontrar un punto de aproximación con la simbología cristiana. La serpiente, símbolo del amor al cuerpo como diría el obispo de Hipona, pero más propiamente de lo bajo y del Mal; según la tradición colonial cristiana, posee atributos cognitivos gracias a su peculiar saber, a su modo de tentar, vía la mujer, al hombre en el espacio edénico. Por otro lado, la vieja semántica amaru-uru puede sugerir una relectura en clave prehispánica, más allá de su reelaboración contemporánea.

En el diálogo de los zorros, el mundo de abajo, es decir, de los valles yungas que se aproximan hacia el mar, aparece marcado por la presencia de gusanos. En ese espacio también queda situada la virgen ramera y chichera que sedujo a Tutaykire hace dos mil quinientos años (Arguedas, 2006 a: 61). La propia ideología que amenaza al capital es adscrita a este simbólico serpentario por el zorro de abajo  (don Ángel): «...el comunismo está ahora como gusanera de muerto» (Arguedas, 2006 a: 126). La serpiente y el gusano, en el imaginario arguediano, amenazan, envuelven, devoran, pero no dejan huellas visibles de sus excrecencias, salvo que consideremos que su reproducción representa su modo escatológico de seguir siendo lo uno y lo otro. No es casual que el zorro de abajo diga con sentenciosa ironía que «la serpiente amaru no se va a acabar» (Arguedas, 2006 a: 36).


Imagen 7. Bolicheras en Chimbote. www.espanol590elboom.wordpress.com

La recreación del relato mítico sobre los zorros ha sido largamente documentada dado el tenor explícito que le otorgó José María Arguedas. No así esa cadena simbólica de la serpiente-gusano-serpentear-reptar, tan recurrente a lo largo de la obra. En la cosmología andina los tres niveles del universo aparecen mediados por los dioses serpientes del agua y la fertilidad (Sharon, 1980: 125). La relación más puntual entre la temible serpiente devoradora y la abundancia de peces aparece registrada como una temática marítima a explorar entre la cerámica precolombina de Nazca a Pacasmayo y los relatos contemporáneos (Lévi-Strauss, 1970: 243-246). 

En el nuevo Chimbote, en el nuevo Perú, el serpentear contamina todo en uno de sus lados, sean espacios, íconos o actores. Ni San Pedro el patrón de los pescadores se escapa de ello. El juego metonímico cumple este papel de conversiones y apariencias. La Paula Melchora, la prostituta preñada, desde su baile ritual, serpentea y contamina el mundo chimbotano. Los símbolos expresos de su canto y baile carnavalescos son elocuentes, la reiteración y la transfiguración de imágenes se dan la mano correspondiendo al canon de la oralidad y la canción:

Culebra Tinoco/culebra Chimbote/culebra asfalto/culebra Zavala/culebra Braschi/cerro arena culebra/juabrica harina cu
lebra/challwa pejerrey, anchovita, culebra/carretera culebra/camino de bolichera en la mar, culebra/fila alcatraz, fila huanay culebra/islas volando culebra, culebra/cerro arriba, culebra/cerro abajo, culebra,/bandera peruana, peruana culebra...(Arguedas, 2006 a: 61).

Pero el serpenteo contaminante tiene otros rostros: recuérdese que la forma más degradada de la serpiente es el gusano mecánico industrial, simbolizando la muerte: «la muerte es como ese gusano que está en el vacío de cemento» (Arguedas, 2006 a: 139).  

 

Las gaviotas, pelícanos y anchovetas 

Los registros iconográficos sobre las aves en las culturas prehispánicas de la costa peruana siguen dejando muchas interrogantes acerca de su inserción en el mundo sagrado. La gaviota está representada, por ejemplo, en un geoglifo de la pampa de San Juan, en Nazca. Lo que es indiscutible es su antigua presencia en el imaginario de las culturas precolombinas. En la novela de Arguedas, el canto de las gaviotas se vincula, por contraste, al que le atribuye a los patos negros en los andes. Mientras que el canto de las gaviotas  al alba rebota con fuerza sonora en los médanos, el de los patos negros, afirma que gana en intensidad al oscurecer y  que rebota en los «abismos de las rocas» (Arguedas, 2006 a: 61 y 63).

 En la novela de Arguedas, las gaviotas aparecen vinculadas a la culebra en el canto y baile de la Paula Melchora: «Gentil gaviota/islas volando/culebra, culebra, /cerro arriba, culebra, /cerro abajo, culebra» (Arguedas, 2006 a: 62). Líneas atrás, la sexo servidora les había atribuido a las gaviotas una función mágico protectora, por lo que les imploró que protegiesen al prostíbulo y, de manera elíptica, a las «zorritas» para que no reediten el drama de su preñez:

—Gaviotas; gentil gaviota —volvió a hablar la mujer— de mi ojo, de mi pecho, de mi corazoncito vuela volando. Bendice a putamadre prostíbulo. M’está doliendo me «zorrita». Lu’han trajinado, gentil gaviota, en maldiciado «corral», negro borracho, chino borracho. ¡Ay vida! Asno Tinoco mi’ha empreñado, despuecito (Arguedas, 2006 a: 61).

 

Las gaviotas en los lagos de altura son diferenciadas de las que viven en la costa peruana del Pacífico por no volar en bandadas. La voz del narrador –Arguedas- dice que el chillido de las segundas aturdía a Esteban de la Cruz, el minero que tiene los pulmones llenos de carbón. El narrador se expresa a través del personaje para elogiar a la gaviota del ande como «rara, linda y airosa» (Arguedas, 2006 a: 188). 

A diferencia de las gaviotas, el pelícano tiene mucha mayor presencia simbólica en los ceramios chimú y nazca,  en la iconografía chimú y moche, y en el más grande geoglifo  de la Pampa de San Ignacio, en Nazca. Además de ello, el pelícano es una figura mayor en la novela de Arguedas.

Arguedas reprodujo una escena cotidiana de la pesca en altamar de la anchoveta, propia de un agudo registro etnográfico reutilizable como fragmento narrativo. Las bolicheras al momento de levantar sus redes con el cardumen atrapado en ellas resentían el asedio de las bandadas de pelícanos ávidos de comida:

Los alcatraces bajaron: pajareaban volando a ras del mar; daban como tarascadas en la hirviente red cargada, nadaban al borde de los corchos del boliche; tropezaban con la gareta de nylon durísimo, estiraban sus flácidos bolsones y los picos largos, aleteando. Saltimbanqueaban y pescaban bocanadas de anchovetas; las embolsaban, alzaban la cabeza y hacían resbalar, como tras un tul frío, docenas de anchovetas, de la bolsa flácida al buche. Ni las moscas de las más sucias chicherías de los barrios de las ciudades andinas hacían tanto negro baile (Arguedas, 2006 a: 42).

En la novela el narrador describe una escena trágica cotidiana, en la que los pelícanos son objeto de muchas violencias: la del hambre generada por la sobreexplotación pesquera de la anchoveta, la de los hombres y la de los perros:

Alcatraces tristes sobrevolaban en el aire, pajareando sueltos, o miraban, con los picos colgantes desde los techos bajos de las casas y ramadas. Alguna, alguna mujer les arrojaba tripas de pescado o desperdicios de chancho de mar. Si bajaban, los agarraban a patadas, los perseguían a tropazos, a palos; los perros se banqueteaban con ellos (Arguedas, 2006 a: 73).

La relación entre los runas y los pelícanos cobra sentido positivo a través de dos personajes de gravitación simbólica de primer orden en la trama narrativa de Los zorros: Tinoco, Hilario Caullama y el loco Moncada.

Tinoco en un momento de crisis existencial y lucidez:

Apoyó la cabeza en las rodillas y se puso a llorar; primero en falso y después, en serio, triste, acordándose «un derrepente» del alcatraz «cocho» que, de noche, a la hora de zarpar de las lanchas, volaba, despacio, de la playa al borde de la bolichera Moby Dick en que él, Tinoco, aprendió a pescar. Ese alcatraz viejo se posaba «homilde» en la popa y se hacía llevar a alta mar por la Moby Dick y, nadie, ni Tinoco, lo ahuyentaba. «Llora para adentro», decía del pájaro el gran patrón de la lancha, don Hilario Caullama, oriundo de las orillas del lago Titicaca, hombre aymara, de altura. «Llora para adentro, el pobrilla» (Arguedas, 2006 a: 90-91).

El clima de insensibilidad que prevalecía en la bahía de Chimbote, frente al drama de los pelícanos hambrientos y en lenta y cruel agonía, se alza imponente la relación entre Hilario Caullama y el viejo pelícano. Al respecto, la réplica del patrón de lancha de origen aymara a un paisano pescador fue elocuente:

…en su popa de me lancha se prende un alcatraz, viejo ya. Tranquilo queda en su borde del popa. Llevamos mar afuera. Ahí come harto, hasta llenar buche como el Dios nunca le había dado. Anda, paisanito, buscándolo, encuéntralo en la playa. Estará dormiendo (Arguedas, 2006 a: 215).

Arguedas narró el modo en que las bandas juveniles formadas en los barrios de pescadores o trabajadores de las fábricas de harina de pescado, convirtieron la agonía de los pelícanos en objeto de divertimento:

Frecuentemente, cuando algún jefe de banda los sentía a punto de morir, ordenaba que echaran a tierra el inmenso pájaro, y bailaban sobre él alguna danza de moda. En los primeros tiempos de la desgracia de los alcatraces, Moncada rondó semanas con una escopeta de madera que él mismo talló en un tronco de sauce; rondó los mercados defendiendo la agonía de los cochos. No predicó entonces. Los niños le temían. Su compadre Esteban le daba de comer por la noche. Nadie se atrevía a convidarle algo en los mercados (Arguedas, 2006 a: 154).

El pelícano o alcatraz es el que condensa simbólicamente la luz y el excremento. El pelícano representa a todas las aves guaneras del Perú. El pelícano condensa también la memoria histórico-cultural de la riqueza nacional, depredada bajo su más ostensible y voluminosa forma escatológica: el guano. Los pelícanos, en Los zorros..., se presentan hambreados por la voracidad mercantil de la pesca mayor y la industria pesquera, constituyendo la negación de la vieja escatología.

Los pelícanos, en su mendicidad y en su andar cómico, son los testigos agónicos de una riqueza nacional que se volatiliza en los circuitos excéntricos de la pesca industrial y de la fabricación de harina de pescado. Los pelícanos en su modo de morirse de hambre y habiendo perdido por ende su capacidad excretora, se expresan como mediadores y testigos de las dos más florecientes etapas de la historia económica del Perú republicano. Por último, Arguedas homologó el drama de los pelícanos convertidos en gallinazos al revés, con el de runas, que de poseer el incario pasaron a convertirse en las figuras más miserables, incomprendidas y estigmatizadas de la historia nacional.  Frente a esto último, Hilario Caullama y el pelícano se ofertan como alternativa y horizonte de futuro deseable.

En cambio, la anchoveta, ese pececito que sostuvo el boom pesquero y que aparece atravesando las páginas de la última novela de Arguedas, es presentada como un engranaje dador de vida, trabajo y de riqueza.

En la novela, Arguedas construyó una transfiguración alegórica de la anchoveta a través del proceso industrial: durante la noche convertía anchoveta en mercancía (harina de pescado) y luego en la mítica presentación de la plusvalía en oro, la cual fue referida escatológicamente:

Y lo que Chimbote es de noche. Chimbote de noche somos nosotros, las fábricas de harina de pescado y aceite. Yo me carcajeo del humo rosado de la Fundición que a usted lo impresiona. De noche, estas máquinas, nuestros muelles y las bolicheras tragan anchovetas y defecan oro (Arguedas, 2006 a: 136).

 

Chanchos y perros

Arguedas narró, en uno de sus diarios, la crisis depresiva vivida en Canta y Obrajillo, la cual  que lo aproximó nuevamente al suicidio y que conjura gracias a su acercamiento afectivo a los chanchos y a los perros callejeros, quienes, con su aceptación, le reafirman su condición humana:

En Obrajillo y San Miguel podré vivir unos días rascándole la cabeza a los chanchos mostrencos, conversando muy bien con los perros y hasta revolcándome en la tierra con algunos de esos perros chuscos que aceptan mi compañía hasta ese extremo. Muchas veces he conseguido jugar con los perros de los pueblos, como perro con perro. Y así la vida es más vida para uno. Sí; no hace quince días que logré rascar la cabeza de un nionena (chancho) algo grande, en San Miguel de Obrajillo. Medio que quiso huir, pero la dicha de la rascada lo hizo detenerse; empezó a gruñir con delicia, luego (¡cuánto me cuesta encontrar los términos necesarios!) se derrumbó a pocos y, ya echado y con los ojos cerrados gemía dulcemente (Arguedas, 2006 a: 18-19).

Arguedas narró otra escena muy tierna y conmovedora. En ella, el cerdito Chuspi (mosca), que se encontraba a punto de morir de inanición en el establo miserable de Bazalar, líder barrial de San Pedro, fue salvado por Esmeralda, quién le dio de amamantar y lo protegió (Arguedas, 2006 a: 237).

Cerdos y perros aparecen en la obra de Arguedas como dos animales que le permiten al narrador desarrollar formas de relación afectivamente cercanas, con manifestaciones lúdicas.

 

La avispa San Jorge y y el wayronk’o, el piojo y la liendre

En la obra arguediana gravitan dos tipos de insectos voladores pertenecientes simbólicamente al mundo de abajo; ambos son portadores de malos presagios: el San Jorge y el wayronk’o. El San Jorge es una avispa de color negro y con alas rojas, mientras que el wayronk’o es un moscardón negro. Gerania, la prostituta, definió al primero como «Avispa San Jorge que come araña venenosa, por eso tiene candela»; (Arguedas: 2006 a: 44), mientras que la Jesusa, mujer de Esteban de la Cruz, el minero enfermo de neumoconiosis, lo llamó «San Jorge Volador, anemal brujo» (Arguedas, 2006 a: 152). Arguedas en Los Ríos Profundos ya había caracterizado la afición de este insecto volador al decir de Ernesto su personaje principal: «He visto al San Jorge cargar a las tarántulas»,  mientras que al segundo lo filió como mensajero del demonio o de «la maldición de los santos» (Arguedas, 2006 b: 173 y 62).

Por otra parte, José María Arguedas convirtió al piojo en un referente que dotaba a los runas de humanidad y, por ende, a él mismo, por lo que en su réplica a Julio Cortázar le manifestó, con usual tono irónico:

Estoy haciendo un esfuerzo muy grande para hablar con una mínima limpieza, como para que estas líneas puedan ser leídas. Así somos los escritores de provincias, éstos que de haber sido comidos por los piojos, llegamos a entender a Shakespeare, a Rimbaud, a Poe, a Quevedo, pero no el Ulises. ¿Cómo? Dispénsenme. En esto de escribir del modo como lo hago ahora ¿somos distintos los que fuimos pasto de los piojos en San Juan de Lucanas y el Sexto, distintos de Lezama Lima o Vargas Llosa? No somos diferentes en lo que estaba pensando al hablar de «provincianos». Todos somos provincianos, don Julio Cortázar. Provincianos de las naciones y provincianos de lo supranacional que es, también, una esfera, un estrato bien cerrado, el del «valor en sí», como usted con mucha felicidad señala (Arguedas, 2006 a: 34).

La liendre, en la obra arguediana, enlaza simbólicamente el mito del zorro de abajo al mito de origen de Pariacaca. Cabeza y huevo nos invitan más de una reflexión acerca de la cabeza, la cola y la identidad en el imaginario andino. Arguedas, en su tercer diario, dado su modo de replicar las críticas de Julio Cortázar, se tomó una licencia de narrador al pensar en atrevidas relaciones y diferencias existentes entre un grillo y un alcalde quechua, entre un pescador de mar y uno del lago Titicaca; y en su despliegue lúdico e irónico, aproximó al oboe, el penacho de totora, la picadura de un piojo blanco y el penacho de la caña de azúcar, para llevar a sus límites las fronteras de sus respectivas identidades. El narrador, extremando su manejo relacional, homologó el nacimiento de Pariacaca, al de cualquier piojo. Esta licencia del narrador nos advierte que mito será tomado en cuenta por la novela y, por ende, resentirá algunas transfiguraciones, por lo que en el quíntuple nacimiento de Pariacaca aparecen cinco huevos de águila y dicho proceso de alumbramiento le resulta próximo al de «aquellos que aparecieron de una liendre aldeana, de una común liendre, de la que tan súbitamente salta la vida» (Arguedas, 2006 a: 196).


Imagen 8. Avispa de San Jorge. www.contenidos.ceibal.edu.uy

En otro pasaje, Arguedas retomó a los piojos para subrayar, por un lado, las condiciones precarias de abandono que atravesó durante sus primeros años de vida, y, por el otro, un vínculo luminoso y cuasi mágico con la pariwana, los cuales según su evocación:

Alumbran desde alturas sin consuelo ni alcance; iluminan todos los ojos, hasta el de los piojos que yo tenía de niño, a millares, en la cabeza y en las costuras de mi ropa. Esos piojos se iluminaban, se hacían transparentes, mostraban sus tripitas con la luz de las alas de la pariwana, más íntima y lejana que la del sol. (Arguedas, 2006: 96).

 

Cierre de palabras

Los bestiarios de la Crónica del siglo XVI y el de la novela póstuma de José María Arguedas, como hemos podido apreciar a través de las páginas de este breve ensayo,  guardan líneas de continuidad, transfiguración y ruptura. El autor en su novela fue introduciendo, diferenciando y enlazando a las especies pertenecientes a la fauna sagrada, la silvestre y la doméstica. Es relevante el hecho de que el narrador-antropólogo aproxime a los animales sagrados a los insectos culturalmente devaluados o despreciables. De manera análoga acercó a los seres humanos más desvalidos, pobres y estigmatizados a los dioses.

Arguedas, en su texto, de manera explícita o no, movilizó diversos relatos míticos, la mayoría consignados en Dioses y hombres de Huarochirí, con la finalidad de cruzar y recrear referentes simbólicos andinos y costeños. Lúdica e irónicamente propuso una ficción contemporánea del bestiario chimbotano, con particular referencia al mar: la Madre Mar, la Mamacocha o Cochamama, la Pacarina mayor, llamada también Mar del Sur.

 Un hecho notable es que el antropólogo y narrador andino haya logrado darle forma novelesca convincente a un bestiario costeño, presidido por la zorra, la anchoveta y el pelícano. Y otro hecho no menor es que Luis Millones, nuestro etnógrafo y etnohistoriador itinerante, gracias a su bestiario sagrado de Huarochirí, nos haya permitido acompañarlo.

 

Bibliografía:

  • Arguedas, José María (2006 a). El zorro de arriba y el zorro de abajo. Caracas: Fundación Editorial el perro y la  rana.
  • _____ (2006 b). Los ríos profundos. Caracas: Fundación Editorial El Perro y la Rana.
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  • Cervantes, Fernando (1994). The Devil in the New World: the impact of diabolism in New Spain.  New Haven: Yale University Press.
  • García Escudero, Carmen (2010). Cosmovisión Inca: nuevos enfoques y viejos problemas. Salamanca: Universidad de Salamanca.
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  • Sharon, Douglas (1980). El chamán de los cuatro vientos. México: Siglo Veintiuno Editores.
  • Tocón Armas, Carmen (1997). «Organizaciones de mujeres para la alimentación en Chimbote ». En: Balbi, Carmen Rosa (Ed.). Lima: aspiraciones, reconocimiento y ciudadanía en los noventa. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.
  • Zavala, Lauro (2005). La minificción bajo el microscopio. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

 

Notas:

[1] «Los de la costa de la mar, demás de otra infinidad de dioses que tuvieron, o quizá los mismos que hemos dicho, adoraban en común a la mar y le llamaban Mamacocha, que quiere decir Madre Mar, dando a entender que con ellos hacía oficio de madre en sustentarles con su pescado. Adoraban también generalmente a la ballena por su grandeza y monstruosidad. Sin esta común adoración que hacían en toda la costa, adoraban en diversas provincias y regiones al pescado que en más abundancia mataban en aquella tal región, porque decían que el primer pescado que estaba en el mundo alto (que así le llamaban al cielo), del cual procedía todo el demás pescado de aquella especie de que se sustentaban, tenía cuidado de enviarles a sus tiempos abundancia de sus hijos para sustento de tal nación; y por esta razón en unas provincias adoraban la sardina, porque mataban más cantidad de ella que de otro pescado, en otros la liza, en otras al tollo, en otras por su hermosura al dorado, en otras al cangrejo y al demás marisco (Vega, 1985: 28).

[2] «Huarochirí es hoy en día una de las seis provincias del departamento de Lima, que a su vez está divida en treinta y dos distritos, uno de los cuales se llama Huarochirí. Ocupa la región de altura del departamento y limita, al oeste, con las provincias limeñas, que tienen acceso al mar. Su terreno es quebrado y su altitud puede sobrepasar los tres mil metros como parte de las estribaciones de la cordillera occidental de los Andes. Al este, el macizo montañoso lo separa de Jauja, provincia de Junín, uno de los departamentos peruanos con elevaciones notables y valles profundos.» (Millones y Mayer 2012: 16).

[3] «Chimbote es un puerto pesquero ubicado a 425 kilómetros de Lima, en la costa norte del país. Como resultado de su desarrollo industrial basado en la pesca y en la siderurgia tuvo un proceso de crecimiento demográfico explosivo, a partir de fuertes oleadas migratorias, hasta inicios de la década de los 70» (Tocón Armas, 1997: 187).

 

Cómo citar este artículo:

MELGAR BAO, Ricardo, (2016) “Dos bestiarios del Mar del Sur: el prisma andino de José María Arguedas”, Pacarina del Sur [En línea], año 7, núm. 27, abril-junio, 2016. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Jueves, 28 de Marzo de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.comindex.php?option=com_content&view=article&id=1287&catid=7