Dolor: el tibio romance de la neurofisiología y la cultura[1]

Hilario Topete Lara

 

Una experiencia displacentera puede ser ocasionada por el contacto o ingesta de químicos nocivos, un golpe contuso, un corte, una presión excesiva, una punción o un contacto con temperaturas muy altas o muy bajas que infligen daño tisular; sin embargo, ese displacer puede tener su origen en un funcionamiento neuronal inesperado e ilocalizable. Todas estas experiencias desagradables constituyen lo que llamamos dolor.

            El dolor ha acompañado desde antaño al ser humano, desde su condición prehomínida, y a lo largo de la historia de la humanidad.  Se le ha referido de múltiples maneras: desde la sentencia bíblica “Multiplicaré en gran manera tus dolores en tus embarazos; con dolor darás a luz a los hijos”, hasta expresiones poéticas como las de Miguel Hernández en Elegía: “Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento”; desde los rostros con rictus de dolor en los murales de Bonampak, hasta el doloroso abatimiento de la solitaria mujer que nos legó en su Dolor Vincent van Gogh. El dolor es consustancial a todos los pueblos y a toda nuestra especie (entre muchas otras especies) y a todas las culturas: el dolor acompañó a los monjes flagelantes de la Edad Media, a los masoquistas y sádicos desde tiempos inmemoriales, a los esclavos agredidos por “quítame estas pajas”, a los Bukusu sometidos a circuncisión (aunque se les prepare para ser mutilados), a las kikuyo Kenianas clitoridectomizadas, y a los hombres cocodrilo papuanos pasados por escarificación, etcétera. El dolor puede llegar accidentalmente, puede ser infligido o autoinfligido premeditadamente o ser producto de un diseño cultural. No importa: dolor es dolor.

            El dolor, con toda su indeseabilidad, es una condición sine qua non de nuestra especie que, como le dice –al dolor- María Luisa Puga, “… no sé por dónde te vas a aparecer nunca, pero me estarás dando jalones más o menos apremiantes… [a veces por un rato, agrego, y a veces ] todos los días” (Puga, 2004: 10). Y es que, sin dolor, situaciones adversas de supervivencia podrían devenir en muerte. En efecto, Imaginemos a cualquier mamífero, por citar sólo un ejemplo, que se acercase el fuego, no sintiese y sufriese un daño tisular severo que deviniese en un proceso infeccioso o que le incapacitase para la huida en caso de ser atacado por un depredador mientras su lesión le aqueja; imaginemos –también a guisa de ejemplo- a animales de manada ("sociales", como los chimpancés) que ante un dolor ocasionado por herida –u otro proceso lesivo o patológico en vísceras- no tuviese forma de comunicarlo al resto del grupo. En cualesquiera de los casos la vida estaría en peligro. El dolor, de cuya presencia da el sistema nociceptivo, es necesario para la supervivencia de nuestra especie y, claro, de muchas otras especies.

            El dolor no es agradable, nunca lo ha sido, ni aún para los masoquistas una vez que se ha rebasado el umbral de su resistencia o tolerancia. Los mensajes que envían los nociceptores son señales de una irritación que va de extraña a molesta o insoportable; esas señales  hacen que dirijamos la atención hacia aquello que los produce. Precisamente por el desagrado, y a que somos el único animal que puede conceptualizar el dolor, y a que no nos limitamos a llamarlo de sólo una manera, ni nos limitamo s a usar únicamente una forma para resolver nuestras necesidades, la manera de entender el dolor, de vivir el dolor y aliviar el dolor es muy diversa. En efecto, una breve historia del dolor nos revela que está vinculado con el tiempo, con las sociedades y las culturas; sin ir muy lejos, los posibles tratamientos para fracturas en antebrazos de neandertales (Rosas, 2010: 90) nos permiten imaginar tanto la presencia de dolor como una búsqueda para la curación; en efecto, al parecer no se les abandonaba a su sino en presencia de lesiones. En la antigua Grecia, la lucha contra el dolor ya tenía bastante terreno avanzado y era una preocupación médica, como lo dejó asentado Hipócrates: Divinum opus est sedare dolorem (Martínez y Rubio, 2012: 105), aunque a fuer de se justos, los sumerios sabían de los efectos del opio milenios atrás. La búsqueda por la eliminación del dolor, pues, tiene ya luengo tiempo, lo que nos habla de la humana preocupación por aminorarlo, por conjurarlo, por erradicarlo.

            Hablar del dolor requiere de especialistas en la materia, como Marcelo José Villar, Médico graduado de la Universidad de Buenos Aires e investigador en neurociencias y en el tema que nos ocupa. A su luz, el tema adquiere tintes crudos pero objetivos, científicos pero accesibles. El dolor nos es presentado como una experiencia displacentera asociada con un daño real o potencial (incluso imaginario) que se vive tanto sensorial como emocionalmente; ergo, la sensación se vive subjetivamente, lo que nos permite entender -imagino- que  es un poco como el amor: nadie más lo vive (aunque los otros pueden entenderlo, percibirlo o, al menos intuirlo), nadie más puede saber de su intensidad y sólo el que tiene conciencia de él sabe, como dice Puga (2004) en reiteradas ocasiones, que "está allí", "instalado" en algún sitio de quien lo lleva. "Sólo el que carga el costal sabe lo que pesa".

            Todo está en los nociceptores, cuyo conjunto conforma un sistema que reacciona ante estímulos térmicos (frío/calor), químicos (ácidos, por ejemplo), mecánicos (presiones, contusiones, punciones), aunque también existen los polivalentes que, como su nombre lo indica, reaccionan ante cualesquiera de los anteriores estímulos pero con niveles de intensidad altos aunque se relacionan con fibras nerviosas finas, de conducción lenta (de ahí las reacciones rápidas y las sensaciones nocivas desfasadas, a guisa de ejemplo). Por último, Villar nos habla de nociceptores silentes en las vísceras muy reactivos a las inflamaciones y que alertan al sistema nervioso central de posibles riesgos (Villar, 2016: 57-59) ¡Todo un equipo auxiliar para la supervivencia!

            Una vez que el estímulo nocivo es percibido y se produce el estado de dolor, y lo comunicamos con expresiones emotivas que lo hacen evidente a los demás, como respuesta un beso amoroso puede atenuarlo acompañado de la rima "sana, sana, colita de rana" y una ligera sobadita con saliva u otro producto o con sólo una untadita de cariño; sin embargo, en ocasiones la lesión titular es tan intensa que hay que recurrir a mediadores químicos externos como la serotonina y la prostaglandina. Claro, cuando esta ministración llega, el organismo ya ha realizado su propio trabajo arrojando al sistema nociceptivo mediadores producidos endógenamente, como son los del grupo de las endorfinas, las encefalinas y las dinorfinas. Como afirma Villar:

aaa ...el sistema nervioso dispone de una serie de mecanismos internos para el control y la inhibición del dolor. Por un lado, a nivel espinal, se da el equilibrio entre fibras finas y gruesas... Por el otro, tenemos la posibilidad de la estipulación de sistemas descendentes mediados por el sistema opiáceo endógeno, que inhiben el paso de la información dolorosa a nivel de la conexión de las obras de las neuronas aferentes... (Ibid.:83).

 

Biológicamente siempre ha sido así, al parecer, porque el dolor ni se fosiliza ni se puede describir por escrito con claridad. Lo que ha cambiado a través del tiempo, evidentemente, es la forma en que se le ha dado respuesta, aunque los testimonio, estudios y tratados sobre el tema son escasos. Ahora, la respuesta es de índole sociocultural, y al decir cultural habremos de ampliar el término para incorporar en su extensión lógica tanto a conocimientos -científicos o no- logrados y acumulados como a significaciones, simbolizaciones y prácticas sociales con sentidos compartidos grupal y generacionalmente; por supuesto, las respuestas también se han dado en el nivel individual, en el plano psicológico que no puede ser divorciado de lo sociocultural e histórico. En suma, para comprender el dolor y su tratamiento es necesario conocer su  multifactorialidad causal y su composición multidimensional, sobre todo cuando  aparece lo que Villar llama "... dolor que no necesitamos ... [para señalar al que no] es una especie de bendición... [es decir, el] dolor normal 'o buen dolor'" (Ibid.: 43) sino que constituye lo que neurofisiológicamente es denominado como patología.         

            Hay, en la obra de Villar que nos ocupa, una distinción muy pertinente sobre la que no insiste lo suficiente: la distancia entre dolor y sufrimiento. Acerca de éste, solo aduce:

El sufrimiento se refiere a la reacción que genera el aspecto físico sobre el aspecto emocional del dolor. Se trata de una sensación de vulnerabilidad, abandono y soledad frente al dolor, que puede llevar a una perdida del sentido y el propósito de la vida. El sufrimiento puede llegar a niveles muy profundos en los que la persona ve desafiada su identidad, su autoestima y su integridad como individuo, los que de alguna manera  afecta sus capacidades futuras (Loc. cit.)

 

Cuando el autor  voltea su atención hacia el tema del sufrimiento y luego de advertir sobre la multidimensionalidad del dolor y que está vinculado éste con la cultura, el lector espera que ponga a ésta en un plano de importancia relevante; en efecto, si las emociones, los sentimientos, la percepción del cuerpo, la noción de placer y displacer, así como la concepción de los procesos salud-enfermedad son diseños culturales y matizan tanto el dolor como el sufrimiento, la cultura, desde sus orígenes, acompaña al dolor y esa dimensión ha jugado y juega un papel importante en su conocimiento, modulación y tratamiento. Pero el autor lo advierte y, salvo escasas referencias al respecto, casi todo el texto versa sobre la neuroanatomía y la neurofisiología que se abren paso para centrar su atención en el dolor crónico.

            El dolor agudo es respuesta a un daño tisular y es considerado como normal o nociceptivo toda vez que es respuesta a la acción de un agente agresivo, lesivo; por lo tanto, tiene una función protectora. El dolor inflamatorio es producido por un estímulo no doloroso aunque puede ser indicativo de daño tisular; en algunos casos se puede volver neuropático y la cronicidad de su aparición es su mejor indicador. En cambio, ante la presencia de un estímulo no doloroso que produce dolor, es muy posible que el sistema nociceptivo esté indicando alguna lesión neural; este es el dolor neuropático, que "implica una mala adaptación del sistema nervioso que ha sido lesionado... por un trauma, causas vasculares que afectan la irrigación de un  nervio periférico o de un grupo de nervios, trastornos de metabolismo, enfermedades autoinmunes, infecciones virales, inflamaciones..." (Villar, 2016: 93) u otras razones. Para todos los casos, las sociedades y las culturas tienen una respuesta; si esta es científica o no, eso carece de interés en tanto sea efectiva.

            Pero al autor le interesan los dolores neuropáticos, los más críticos porque condenan a los individuos que los padecen a una calidad de vida alterna poco deseable, a etapas prolongadas e incluso interminables de sufrimiento. Le interesa el complejo entramado de factores físicos, emocionales, espirituales y sociales que, involucrados,  pueden arrastrar al individuo que lo padece a una perdida de identidad, de autoestima, a un sinsentido por la vida e incluso hasta el suicidio. De allí la importancia de la analgesia química, bioquímica, mecánica (quirúrgica), eléctrica y la psicosociocultural; en otras palabras, tratamientos farmacológicos a base de opiáceos o similares y antiinflamatorios de laboratorio; los procedimientos quirúrgicos para bloquear áreas aquejadas de dolor y la acupuntura, la quiropraxia y la masoterapia;  la estimulación eléctrica; y, para finalizar, las terapias psicológicas para el dolor y cualquier otro mecanismo alternativo para la producción de endorfinas; u otro opiáceos endógenos. Como fuese, hay en todos los procedimientos una constante: el acompañamiento; la soledad suele acrecentar el sufrimiento y potenciar el padecimiento.

            ¿Qué es el dolor? llega a las manos del lector en como una noticia que interpela el desarrollo científico en la materia, que muestra la inmadurez para la neurofisiología y la apremia para desarrollarse a mayor prisa. Pero es también un ensayo crítico que cuestiona la posible meta en la lucha contra el dolor, es decir, lograr su desaparición. ¿Hay que desaparecer el dolor?, se pregunta Villar. Su respuesta es tajante: No. Coadyuvar a  la felicidad de los otros es un propósito de la política, de la medicina, de la psicología, la cultura. Pero es casi imposible eliminar el dolor en las condiciones de corto plazo y sería catastrófico lograrlo y más aún eliminarlo con antelación en aras de una supuesta felicidad: ello equivaldría a exponerse constantemente a la muerte, intuyo. En sus palabras:

Un mundo con dolor del nivel que sea puede ser un mundo con sentido; es más, debe serlo. Y debemos aprender a vivir en ese mundo con esa realidad. Tal vez, el mayor desafío como humanos que somos, además de intentar seguir por ese camino de utopía es la búsqueda de un mundo sin dolor, sea aprender a sufrir mejor a lo largo del camino. En otras palabras, aprender a sobrellevar mejor el sufrimiento, porque saber sufrir es mejor que acumular crípticos conocimientos sobre el dolor... Porque las cosas que tienen valor en este mundo, a las que damos verdadera importancia, son aquellas que nos producen dolor cuando están ausentes. Como el amor, que solo es genuino cuando puede doler...(Ibid: 158-165]

 

Justo al llegar al final, el lector se encuentra con una verdad incontrovertible: lo que supone en torno de la cultura es certero. En efecto, más allá de las neurociencias, en materia de dolor, empieza lo alternativo, está el resto de la cultura. Pero así como el dolor es multidimensional, su tratamiento lo es también y el diálogo entre las neurocioencias y los estudios socioculturales es aún una tarea pendiente.

 

Notas:

[1] Ensayo breve/Reseña crítica a partir de la obra de José Marcelo Villar ¿Qué es el dolor? Ciudad de México, Paidós, ISBN 978-607-747-162, 172 pp. (Prol. Nora bar), cuatro figuras y semblanza del autor.

 

Bibliografía:

Martínez Ruiz Mario y Rubio Valladolid, Gabriel (2002). Manual de drogodependencias para enfermería, Madrid, Ediciones Díaz Santos.

Puga, María Luisa (2004). Diario del dolor, México, Algaguara-Universidad del Claustro de Sor Juana-CONACULTA INBA.

Rosas, Antonio (2010). Los neandertales, Madrid, Los libros de La Catarata.

Villar, Marcelo José (2016). ¿Qué es el dolor? Ciudad de México, Paidós.

 

Cómo citar este artículo:

TOPETE LARA, Hilario, (2016) “Dolor: el tibio romance de la neurofisiología y la cultura”, Pacarina del Sur [En línea], año 8, núm. 29, octubre-diciembre, 2016. ISSN: 2007-2309.

Consultado el Sábado, 9 de Noviembre de 2024.

Disponible en Internet: www.pacarinadelsur.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1410&catid=12