Threatening anthropology

McCarthyism and the FBI’s surveillance of activist anthropologists

Leif Korsbaek

 

David h. Price, Durham & London, Duke University Press, 2004, 426 págs.

 

La antropología no se desarrolla en un vacío, se desarrolla en un tiempo y en un espacio dados y además en una situación histórica determinada, pero los antropólogos tenemos que luchar en dos frentes, para así decirlo. Por un lado tenemos las luchas en el campo, donde la frontera que representa la alteridad ofrece ricas posibilidades de conflictos, es útil recordar las protestas de antropólogos contra la esclavitud (como por ejemplo las denuncias del mal disfrazado comercio de esclavos en Cuba de E. B. Tylor en el primer capítulo de su libro de viaje “Anahuac” de 1861); por otro lado tenemos las luchas en nuestras propias sociedades, en la sociedad de origen del antropólogo (como por ejemplo la lucha de la antropología social británica contra la ortodoxia de la Iglesia Anglicana, como relata Evans-Pritchard en su artículo “El antropólogo y la religión”).

Este libro es una relación de un rincón particular en un segmento del proceso histórico. El segmento del proceso histórico en cuestión es el periodo conocido como “la guerra fría”, el periodo después de la Segunda Guerra Mundial, y el rincón que se trata es el macartismo, la caza de brujas en los Estados Unidos, donde las brujas eran cualquier tipo de personas con simpatías radicales o tan solo ligeramente a la izquierda, en este caso particular, los antropólogos.

En el capítulo inicial se coloca el problema en su contexto en el tiempo y el espacio. El espacio es los Estados Unidos, con énfasis en el escenario urbano, donde se concentra la vida académica y donde las confrontaciones se hacen más visibles. En lo referente al tiempo, se concentra el tramo en el periodo del macartismo, pero el capítulo inicial tiene la virtud de rastrear las raíces del antisocialismo norteamericano hacia atrás, mucho más allá del breve periodo tratado. En efecto, el capítulo está lleno de información relevante y escasamente conocida acerca de lo que podemos llamar, en la jerga antropológica, “la cultura derechista” en los Estados Unidos, donde recordamos el episodio de Sacco y Vanzetti.

El capítulo 1 nos enseña que los excesos de los macartistas no fueron un episodio aislado, sino la manifestación de una larga tradición norteamericana de represión de cualquier intento por organizarse desde abajo, y que la participación de antropólogos en las actividades bélicas es impresionante, se estima que alrededor del 50% de los antropólogos norteamericanos participaron de alguna manera.

La guerra tuvo un efecto visible sobre la antropología, pues cualquier soldado que se hubiera portado razonablemente bien podría obtener una beca (the GI Bill), así que gentes humildes invadieron el escenario de las universidades que anteriormente había sido el privilegio de los ricos; un ejemplo de eso es la carrera de Clifford Geertz. Muchos de los nuevos GI-estudiantes vinieron de familias pobres con relaciones en los sindicatos, etc., y además habían crecido durante la gran depresión, con conocimientos de las condiciones de vida fuera de las zonas de residencia elegantes.

El capítulo nos proporciona una amplia información general, una especie de trasfondo del drama, acerca de los fundamentos del marxismo en los EEUU y la historia de la FBI, las tradiciones y las amenazas contra la libertad académica en los Estados Unidos, y la naturaleza general del maccarthyism, pero nos da también una serie de breves biografías de algunas de las personas clave en nuestro drama. Una es del creador de la FBI, J. Edgar Hoover (el mencionado Hoover era conocido como travesti, y lamento mucho que perdí, hace muchos años, una hermosa tarjeta postal con una foto de J. Edgar Hoover en ropa interior de mujer). Encontramos también al famoso senador Joseph McCarthy, quien fue “elegido para el senado en 1946, pero no fue hasta en febrero de 1950 que hizo sus primeras acusaciones públicas alegando una basta conspiración comunista, postulando que 205 comunistas habían infiltrado el Departamento de Estado. No importaba que en su posterior aparición ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado no logró identificar a un solo miembro del partido comunista. Su poder y su atractivo tenían que ver con su capacidad para crear miedo e intriga, y no con la comprobación de relación alguna con el comunismo” (p. 22, haciendo referencia a un artículo de Oshinsky). Otro personaje que encontramos es Hiram Bingham, antropólogo-político que se hizo famoso al principio del siglo veinte al descubrir a Macchu Pichu y más tarde como el presidente durante cinco años del Federal Loyalty Review Board una de las instancias temidas que nos muestra a los Estados Unidos como un estado policíaco que ya en aquel entonces había hecho a un lado los derechos consagrados en la Constitución del país. El tal Hiram Bingham es famoso también en el Perú, por haber extraído, de manera ilegal, 46,332 piezas arqueológicas que hoy se encuentran en la Universidad de Yale, y en una reciente visita al Perú y a Macchu Pichu encontré a un estudiante de antropología que decía ser el nieto del campesino peruano que en realidad fue el descubridor de las ya famosas ruinas. Así que el tal Hiram Bingham, la supuesta inspiración de Indiana Jones, a lo mejor ni es el descubridor de las ruinas de Macchu Pichu, y nos muestra que muchos de los más empedernidos defensores de la moral realmente no son lo que parecen, se encuentran muy lejos de la moral que pretenden defender.

Después del primer capítulo introductorio, los demás capítulos se forman en general como “case studies”, breves estudios de diversos casos que ilustran cada uno un incidente de la tragedia historiada. El capítulo 2, el primero de estos capítulos monográficos, nos lleva al Estado de Washington, donde encontramos al antropólogo Melville Jacobs, un sólido, responsable y coherente antropólogo y lingüista que en los 1920 había estudiado en la Columbia University bajo Franz Boas, cuyo futuro será arruinado debido a las intervenciones de la FBI. El procedimiento de esta institución se vuelve después una cuestión de rutina, y más adelante se aprecian las características de esta rutina en otros casos similares.

El capítulo 3 gira en torno al gremio de los antropólogos norteamericanos, The American Anthropological Association, la “triple a”

Después de la Segunda Guerra Mundial se pensaba que la AAA era una organización resueltamente dispuesta y sobre todo su presidente, Irving Hallowell, estaba dispuesto a defender a antropólogos que habían sido injustamente acusados de ser comunistas, mientras que comunistas de verdad serían dejados a su suerte. Una fortuna de apoyo financiero para estudios de posibles futuros escenarios en la guerra fría, la AAA sería una especie de intermediario en asuntos de información y de financiamiento, con nuevas leyes, la CIA contribuyó a este desarrollo y en los primeros años después de la guerra la FBI empezó a establecer sus fichas de antropólogos activistas.


Las conclusiones que se sacan acerca de la AAA son que la institución sería víctima de los procesos faccionales en su seno, que no le permitieron actuar de manera concertada, y que pronto se afiliaría a la visión sesgada de la FBI y otras instancia del gobierno, dejándolos a sus agremiados defenderse a si mismos.

En el capítulo 4 encontramos a un viejo amigo, a George Peter Murdock, el autor de la guía Murdock y the Human Relations Area File, y el promotor del parentesco bilateral en el Pacífico. El primero de enero de 1949, Murdock le escribió una carta a J. Edgar Hoover, “el jefe de la policía secreta de los Estados Unidos” (como lo llama Price, p. 75-76), advirtiéndole que “esta semana los miembros comunistas de la Asociación hicieron el primero e importante paso con el objetivo de convertir nuestra organización científica en una herramienta propagandística al servicio de sus intereses” (p. 71-72),

El fin más preciso de Murdock fue denunciar a los miembros de la Asociación que fueron comunistas: “durante varios años he hecho un esfuerzo por identificar a los miembros de la Asociación que son o han sido miembros del partido comunista” (p. 73), después de lo cual denuncia a doce “antropólogos comunistas” (los primeros tres nombres de la lista han sido borrados antes de su publicación, Price supone que uno de los primeros haya sido Irving Goldman): Jules Henry, Melville Jacobs, Alexander Lesser, Oscar Lewis, Richard Morgan, y Morris Siegel (después de estos nombres, en la última parte de la lista, otros tres nombres han sido borrados).

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Escribe Price que “la carta de Murdock nos proporciona evidencia directa e incontrovertible de los lazos de las ciencias sociales con los intereses y las políticas del estado de seguridad nacional de los Estados Unidos durante la guerra fría – limitando, en efecto, la promesa de las capacidad d  e la ciencia de trascender los límites del contexto social” (p. 89), lo que es, creo, cada día más evidente.

El capítulo 5 nos lleva más cerca al escenario mexicano, pues después de cerrar el expediente de Melville Jacobs, que está lleno de cosas que no se pueden llamar más que folklóricas, como la acusación de que William Houston durante las comparecencias de que ”el entonces presidente de la Universidad de Columbia, Dwight D. Eisenhower, formaba parte de una conspiración comunista dirigida hacia la subversión del sistema de educación superior de los Estados Unidos”, a lo que, de acuerdo a Price, se debe que “no se prestó realmente ninguna atención a esta acusación” (Price, p. 91). Otra pieza de folklore es la oposición de Ralph Linton a la publicación de un segundo volumen de Jacobs y Stern, a continuación del Outline of Anthropology de los mismos dos autores, que el mismo Linton había alabado. Ahora había cambiado su opinión, señalando que “había cambiado su opinión, pues le había llamado la atención que nuestro capítulo de la economía primitiva era un reflejo exacto del pensamiento de Stalin” (p. 91). Stern menciona que había enviado una carta a la editorial  Barnes & Noble, con copia para Ralph Linton; en la respuesta a la carta señala Linton que “aunque le parecía inocente, no pensaba que cualquier cosa que yo (Melville Jacobs) hiciera, podría ser otra cosa que endoctrinación, por lo que no podría recomendar que se publicara nada de mi autoría.Además procuraría que este juicio se reflejaría en las ventas del Outline of Anthropology. Todo eso en nombre de la libertad” (p. 91).

Bueno, después de discutir el caso de Melville Jacobs continua Price con los problemas de Morris Swadesh en City College of New York, donde daba clases con un contrato renovable, pero sin definitividad (“tenure”), y “el contrarto de Swadesh no fue renovado después de discutir problemas de racismo en el salón de clase” (p. 97), lo nuevo del caso era que la actitud de las autoridades era una amenaza directa a la libertad de cátedra. Morris Swadesh era un lingüista importante en varios aspectos: había estudiado lingüística en Chicago con Leonard Bloomfield y Edward Sapir, y luego hizo su doctorado en Yale. Hacia 140 fue invitado a México por el presidente Lázaro Cárdenas para ayudar en la preparación del programa de educación bilingüe-bicultural, y durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en el ejército norteamericano enseñando ruso y chino. Después de la guerra fue empleado en el City College of New York, donde se convirtió en un profesor popular y querido. Swadesh captó la atención de la FBI debido a una demanda anónima de un compañero de la guerra que contó que Swadesh le había confesado, en una conversación en un barco en algún lugar en el Pacífico, que era comunista, y luego porque le había obsequiado al mismo compañero una suscripción a la revista “The Worker”.

Como consecuencia de esta información, el nombre de Swadesh fue agregado a la lista de agitadores comunistas y, exactamente nueve días después de que su nombre entrara a la lista recibió una carta de reprimande de las autoridades de City College of New York, “No hay información oficial alguna que indique que la FBI haya informado ilegalmente a las autoridades del colegio, pero las fechas de los eventos lo plantea como una posibilidad” (p. 99).

En septiembre 1953 Swadesh y su familia se cambiaron a Denver, de donde le fue informado a J.Edgar Hoover que partipaba en reuniones del partido comunista y también participó en protestas contra la ejecución de los Rosenberg y otros asuntos políticos. Tres años después, en febrero de 1956, se le informó a J. Edgar Hoover que Swadesh había cambiado a México, donde daba clases en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). “Informantes del partido comunista en México le comunicaron a la FBI que no sabían nada de Swadesh

“El interés de la FBI en Swadesh terminó el 20 de junio de 1967, cuando murió de un ataque cardiaco en la Ciudad de México” (p. 106)

El capítulo 7 esta dedicado al prominente sociólogo y médico Bernard J. Stern y contiene, a pesar del subtítulo “una sensación de atrofia entre los que temen”, un pequeño rayo de esperanza. Bernhard Stern, quien había nacido en Chicago en 1894, en una familia judía, estudió medicina en Europa (pues, como se señala, no se les permitía a judíos estudiar en las escuelas de medicina en los EEUU). En 1927 fue empleado en la Universidad de Washington en Seattle como profesor adjunto de sociología, de donde fue despedido en 1930, supuestamente por haber hablado mal de la religión y la iglesia. Luego fue a New York, donde se desempeñó cinco años como editor de la enciclopedia de las ciencias sociales, antes de ganar una plaza en la Columbia University. Stern llegó a la atención de la FBI en 1939, debido a alusiones hechas por un empleado de la Chrysler Corporation y del presidente de Internacional Publishers, durante la década de los 40 la FBI seguía sus pasos, desarrollando su dossier, pero a partir de una denuncia de Stern como un “comunista escondido” que era “muy activo en muchas capacidades, escribiendo la influencia del partido entre profesores y consiguiendo fondos, y también en la infiltración de científicos” (p. 142-143). En 1952 tuvo que presentarse ante la famosa comisión, con el senador Ferguson, donde tuvo el valor para declarar que los cuestionamientos de la lealtad política de los académicos norteamericanos “han destruido la esencia de la libertad académica, han creado una sensación de atrofia entre los que temen que cualquier idea creativa que tuvieran sería etiquetada como comunista” (p. 145). Antes que nada, demostraron los integrantes de la comisión su ignorancia, pues pensaron que la revista “Science and Society” era comunista, lo que no es el caso.


En 1953 tuvo que presentarse otra vez, esta vez ante los senadores McCarthy y Symington. Por medio de una suave ironía logró Stern dirigir la interrogación, defendiéndose al invocar sus críticas a la genética de Trofim Lysenko (cuyo nombre ni McCarthy ni Symington conocía).

Se le recomendó a la dirección de la Columbia University que despidieran a Stern, pero se estableció un comité de seis miembros de diversas facultades de la universidad para estudiar los argumentos y tomar una decisión, bajo la presidencia de Robert K. Merton Parece que a esta altura – en los años 1950 – los académicos y artistas radicales ya habían log rado organizarse hasta cierto grado, ya no eran, como en los tempranos años de la caza de brujas, totalmente indefensos, se movilizó un movimiento en defensa de Stern, y finalmente se decidió dejarlo continuar en su trabajo, a diferencia del caso anterior en el cual la antropóloga Gene Weltfish había sido despedida. Stern se jubiló tranquilamente en 1955, pero murió solamente un año después, en 1956.

En el capítulo 8 encontramos dos tragedias personales, las de Jack Harris y Mary Shepardson, pero también otra cosa que tal vez es más importante.

Jack Harris perdió su trabajo en la gran crisis económica en 1929, luego pasó unos años como marinero en la marina mercante, hasta conseguir una beca para estudiar en la Northwestern University, descubriendo las virtudes de la antropología bajo Melvilla Herskovits donde se graduó y luego se inscribió en Columbia University, donde terminó su tesis doctoral en 1940. Enseñó antropología en la Ohio State University hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando Ralph Bunche, el gran líder negro que posteriormente sería subsecretario general de la ONU, lo invitó a trabajar en una organización de antiespionaje del gobierno de los EEUU, de donde fue enviado a la Costa de Oro en Africa del Oeste, disfrazado de antropólogo encargado de un falso proyecto de investigación antropológica, con cartas de recomendación de los presidentes de dos universidades norteamericanas, y de donde recuerda que “tuve un conflicto, pues durante mis días en la Columbia University los asociados de Boas me contaron que él se oponía violentamente al uso de nuestra reputación científica como disfraz de nuestras actividades de inteligencia en la guerra” (p. 155). Los últimos años de la guerra los pasó en África del Sur y Mozambique, regiones que conocía bien de las clases de Melville Herskovits. Después de la guerra rechazó una invitación a trabajar en la CIA, “parcialmente debido a promesas a ciertos de sus amigos que los EEUU incumplieron” (p. 156) pero fue empleado de la ONU, en la División on Trusteeship Territorios, de nuevo bajo Ralph Bunche, y allí empezaron sus conflictos con los mccarthyistas. La carrera de este conflicto es similar a otras tantas: empieza con una denuncia y una sospecha, luego gasta el gobierno una fortuna en construir un dossier, con partes de realidades y partes de ficción, para luego colocar al indiciado ante un comité de actividades anti-americanos, donde se mostraba quiénes estaban dispuestos a denunciar a sus colegas y quiénes no. Jack Sargent Harris no denunció a nadie y salió con las amenazas del aparato gubernamental y sus intentos muy concretos de quitarle sus posibilidades de trabajar y ganarse la vida, lo mismo que le pasó a Mary Shepardson, una antropóloga conocida por su trabajo entre los navajos en el sureste de los EEUU, tuvo una experiencia muy similar.

Los dos casos son muy similares, y realmente se parecen a otros tantos, pero hay una cosa que es importante: los dos muestran el conflicto latente y frecuentemente abierto y manifiesto entre el gobierno de los EEUU y la ONU, en gran medida inventado bajo la dominación de los mismos EEUU al final de la Segunda Guerra Mundial. Al final de la inquisición, los dos fueron despedidos, pero en una segunda instancia las autoridades de la ONU se negaron a aceptar los fundamentos de sus despidos, por lo que el Senador McCarthy se enojó profundamente, una situación que en cierto sentido prefigura la relación vigente entre la ONU y la administración de Bush.

Los siguientes capítulos contienen información acerca de los métodos de la FBI y acerca de aspectos generales en el miedo al radicalismo, más que al comunismo y acerca de la relación entre las actividades radicales en los EEUU y los dirigentes en Moscú.

En el capítulo 12 encontramos brevemente a dos antropólogos bien conocidos en México. El primero de estos, Oscar Lewis (quien nació en 1914 en el hospital judío en Manhattan, New York, bajo el nombre de Yehezkiel Lefkowitz, solamente en 1938 asumió el nombre de Oscar Lewis). Oscar Lewis llegó a la atención de la FBI debido a una coincidencia: en una inspección de su carro al cruzar la frontera a México en Laredo, donde los oficiales de la aduana encontraron “literatura comunista” en su equipaje (es evidentemente un detalle folklórico que a los inspectores de la aduana en Laredo más les preocupaban unas obras de ópera alemán, ya que los Estados Unidos se encontraban en guerra contra Alemania, que las obras comunistas). Es curioso que la FBI gastó mucho tiempo y recursos en vigilar a Oscar Lewis, pues a través de su temprana carrera se desempeñó en proyectos tan política y patrióticamente intachables como el estudio del impacto de los europeos sobre la cultura de los indígenas blackfoot, coordinado por Ruth Benedict (en una entrevista con una persona anónima, que Price identifica como Ruth Benedict, se avala en términos muy fuertes el carácter patriota de Oscar Lewis), en 1942 trabajó en el proyecto de HRAF dirigido por Murdock (el “soplón de Hoover”, como lo llama Price) y en 1943 participó en un equipo que analizaba la orientación política de informes de la prensa latinoamericana, en el Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Un incidente que es solamente de relevancia marginal aquí es la controversia alrededor de su invento de la expresión de “cultura de pobreza” en dos de sus libros: “Five Familias: Mexican Case Studies in the Culture of Poverty” de 1959 y “Los hijos de Sánchez” de 1961, publicado en español en 1964. Entre otras cosas, Oscar Lewis fue acusado de ser  agente de la FBI (lo que Hoover refutó, violando con esta declaración las reglas de la misma FBI). A raíz de un artículo de Manuel Larenos Velasco, publicado en la revista mexicana Foro Político en 1865, en el cual se estableció que Los hijos de Sánchez era “pornográfico y progresista” (no estoy seguro cuál es peor), se concluyó que contra Oscar Lewis no se podía hacer nada, pero sí contra el Fondo de Cultura Económica.

La extensa vigilancia de Margaret Mead (donde su dossier en los archivos de la FBI llega a 992 páginas) muestra antes que nada que las autoridades responsables de todo este programa de seguridad nacional no sabían distinguir entre “radicales” y “liberales”. Escribe Price, algo ácido, acerca de un libro de Margaret Mead, “Soviet Attitudes towards Authority”, que “si la FBI hubiera tomado la molestia de leer el libro, habrían encontrado que las generalizaciones crudas de Mead, en la vena de la cultura y personalidad, eran muy similares a la posición anti-soviética del gobierno de los Estados Unidos” (p. 257).


No es solamente un buen libro, es un libro útil, del tipo “nunca más”, y sus deficiencias no son culpa suya: en primer lugar, que muy poca gente lo va a leer, y la mayor parte de ellos serán de los que ya están de acuerdo con el autor, pero sí el libro les va a proporcionar parque, datos y argumentos; en segundo lugar, que uno de los temas del libro es el triste hecho de la inherente cobardía de la humanidad y la omnipresente amnesia, la memoria sumamente selectiva de la misma humanidad.

Un detalle curioso es que no hay mención del INTERPOL, pues seguramente ha tenido su papel, aunque marginal, en esta sórdida farsa. Es interesante saber de dónde viene el INTERPOL: nació en Viena en 1923 o 1924, con la aceptación entusiasta de los EEUU, pero con el Anschluss de Austria a Alemania en los años 1930 se quedó Hitler con los archivos y la dirección del INTERPOL, con directores generales tan simpáticos como Kart Daluege (quien fue ejecutado en 1946 por crímenes de guerra), Heinrich Himmler, Heydrich y Enst Kaltenbrunner. También después de la Segunda Guerra Mundial continuó la fuerte ingerencia nazi en la organización, pues de 1968 a 1972 el director general fue Paul Dickopf, que tenía detrás de sí una carrera profesional, como oficial del SS (Número 337259). Tanto antes de Hitler, como durante y después, el INTERPOL ha garantizado llevar sus trabajos con un carácter absolutamente apolítico (recuerdo que Adolfo Sánchez Vázquez en algún momento dijo que no hay declaración más política que la de que “yo soy apolítico”).

El tema de involucramiento de la antropología en asuntos bélicos, de espionaje o de política en general es evidentemente un problema permanentemente presente en la disciplina (y en las demás también, que sean de las ciencias llamadas exactas o en las sociales), en este campo David H. Price ha hecho otras contribuciones también, más recientemente con un libro acerca de “The Deployment and Neglect of American Anthropology in the World War” (Duke University Press, Durham, North Carolina, 2008, 370 páginas, ISBN: 0822342375), y en la bibliografía del libro aquí reseñado se encuentran más títulos del mismo autor.

En este mismo contexto puede resultar interesante leer el libro “Conversaciones inconclusas” de Paul Sullivan, que gira en torno a la actuación de antropólogos norteamericanos como espías en la región maya en el tiempo entre las guerras mundiales. Tanto el incidente del FBI como el libro de Sullivan nos puede recordar también que tales cosas no solamente suceden en países muy lejanos, suceden también aquí en nuestro propio país, en nuestra propia vida cotidiana.

Quisiera llamar la atención a una ponencia que presentó el pasante en etnología Yvar Langle Monsalvo, de la ENAH, en el congreso del FELAA (Foro de Estudiantes Latinoamericanos de Antropología y Arqueología) que recientemente se celebró en Cusco, Perú, dedicada a “la criminalización de la protesta política”, concentrándose en el trágico caso de Mariana de la Selva, estudiante de la ENAH, que de la manera más brutal e injusta fue arrestada en el asalto a Santiago Atenco recientemente. Este incidente nos puede recordar que los tiempos neoliberales que estamos viviendo se parecen mucho a los tiempos pasados del macartyismo.

Creo que el mensaje del libro se puede comprimir en tres puntos:

1 que la antropología es, por las características de su campo de trabajo, una disciplina que casi inevitablemente lleva a sus practicantes a  una posición radical en lo referente a puntos delicados como colonialismo, tolerancia y discriminación,

2 que los conocimientos de las autoridades son sumamente deficientes, y no les permiten distinguir entre “radicales” y “liberales”, y

3 que “la vigilancia de la FBI de antropólogos durante la guerra fría fue un acto totalitario de de opresión, no obstante el limitado conocimiento de las víctimas de las acciones de la FBI” (p. 262).

A estas tres conclusiones hay que agregar una cuarta, que bien podría ser la más importante: que los continuos ataques de la FBI a las condiciones de trabajo y de vida de los investigadores y docentes en la antropología tendría un efecto negativo sobre el mismo proceso de investigación y docencia, extendiendo un ambiente de terror y miedo y mermando la libertad de expresión.

Las consecuencias se ven claramente en la historia de Morris Swadesh, pues

A estos comentarios conluyentes quisiera agregar un breve comentario acerca de la labor de David H. Price, que ya es de una amplitud, envergadura y profundidad que lo convierte en el motor de toda una línea de investigación de la historia ética y política de la antropología en Los Estados Unidos, especialmente durante la guerra fría. En otro libro suyo, Anthropological Intelligence. The Deployment and Neglect of American Anthropology in the Second World War (Durhem, North Carolina, Duke University Press, 2008). El libro, que trata el desarrollo y el uso de la antropología en la Segunda Guerra Mundial, realmente empieza ya en la Primer Guerra Mundial, que viene a desarrollar los modos de usar las ciencias sociales en el contexto de la guerra que serían perfeccionados y sistematizados en la Segunda Guerra Mundial.

Otro libro que es relevante en el presente contexto es Anthropology at the Dawn of the Cold War de Dustin M. Wax (London/Ann Arbor, Michigan, Pluto Press, 2008), pues no solamente contiene un texto de David H. Price: “Materialism’s Free Pass: Karl Wittfogel, McCarthyism, and the Bureaucratization of Guilt” (p. 37-61), sino que es una mina de oro de información acerca de la historia política de la antropología estadounidense. Es al mismo tiempo una historia interna, “émica”, de la antropología cultural norteamericana, y una historia externa, acerca de las fuerzas sociales, históricas y extracientíficas que contribuyeron a forjar la antropología cultural en los Estados Unidos en un periodo crucial, el periodo de la guerra fría, realmente el periodo cuya historia creó el nuevo orden mundial que se encuentra en crisis hoy. Es curioso que el interés de los antropólogos por estudiar la historia de su propia disciplina aparentemente nació alrededor del año emblemático de 1968 – con los libros ya clásicos de Marvin Harris, Jean Poirier, Paul Mercier y Angel palerm, entre otros tantos – y que el interés por estudiar las condiciones específicamente políticas del desarrollo de la disciplina haya nacido un poco después de 2000, y más que nada con la obra de David H. Price.

Acerca de Wittfogel sabemos, en el artículo de David Price, de su matrimonio, en 1940, con Esther Goldfrank, un matrimonio que “creó seguridad financiera y más tarde ayudaría a Wittfogel a conectarse con una audiencia receptiva a los elementos de la hipótesis hidráulica que estaba desarrollando” (p. 42), así que, por ejemplo, “en junio de 1955 Julian Steward organizó una pequeña conferencia en Urbana, Illinois, dedicada a discutir la irrigación y la teoría antropológica. La participación de Wittfogel atrajo un grupo central de antropólogos, incluyendo un grupo de antropólogos jóvenes que hicieron el viaje desde Nueva York. Entre los participantes encontramos a algunos antropólogos que posteriormente serían importantes en el movimiento ecológico que estaba por nacer en la antropología: Robert McC. Adams, Pedro carrasco, Stanley Diamond, Fred Eggan, Morton Fried, Marvin Harris, Oscar Lewis, Robert Murphy y Eric Wolf” (p. 53),

David Price menciona, en su muy rica minibiografía de Karl Wittfogel, que “se había portado de una manera demasiado egoísta y monstruosa como para ser fácilmente olvidado y perdonado, y pronto se encontró trabajando y enseñando en un aislamiento casi total, con la excepción de su compañía con George Taylor, Nikolai Poppe (cuyo pasado como colaborador nazi aparentemente no le molestaba a Wittfogel) y otros de un curioso grupo de académicos de seguridad nacional que Taylor había ayudado a reunir y facilitar la entrada a los Estados Unidos” (p. 52), y “aún como Wittfogel se estaba perdiendo en una tendenciosidad anticomunista empezó a adquirir una serie de seguidores en un nuevo grupo de académicos, los ecologistas culturales en la antropología. Les interesaba menos sus nuevas o sus viejas posiciones políticas que su teoría de la irrigación y de la sociedad”, escribe Worster (Rivers of Empire, New York, Pantheon, 1985, p. 29).

Aquí surge la interpretación que hace David Price de la antropología de Wittfogel: “los dos principales fines para los cuales Wittfogel utilizó a Marx. Primero, sostenía que la eliminación de la propiedad privada y la implementación de obras dirigidas por el estado llevan inevitablemente al despotismo – un punto que usaba para apuntalar su postulado de que los estados comunistas eran inherentemente tiránicos. Segundo, usaba a Marx y a los escritos marxistas para establecer una base materialista de su interpretación de estas relaciones entre obras públicas a gran escala y sistemas político-económicos. Fue el segundo punto que atrajo los antropólogos a Wittfogel, pero fue el primer punto que le permitía el margen necesario para explorar textos que se habían convertido en textos peligrosos”, pues, “si hubiera desarrollado una teoría marxista materialista del surgimiento de la sociedad hidráulica que no criticara a Marx y al comunismo, seguramente habría sido perseguido por los mismos comités de caza de brujas que apoyaba” (p. 55).

Finalmente, hablando del pasado como colaborador nazi (un esqueleto en el clóset que comparte con Francois Mitterand, Günther Grass y el nuevo papa, Clemente XVI o bien Otto Ratzinger), es interesante echar un vistazo a los escritos de André Gingrich, el Simon Wiesenthal de la antropología germánica.

Como señala T. O. Beidelman, “como la izquierda extrema fácilmente se gana la simpatía de la derecha extrema” (“Karl Wittfogel”, Anthropology Today, 4:6:24), y a la luz del reciente escándalo alrededor del descubrimiento del coquteo de Reichel-Dolmatof con el movimiento nazi.